...
—Pálpeme la cabeza. ¡No tengo golpe alguno! ¡Míreme la frente; no tengo un arañazo!
—Ya lo sé, ya lo sé... ¿No le digo que estoy desolada?
—Me dijo usted antes: "Ayer cometí un grave error." ¿Cuánto tiempo entonces llevo aquí? ¿Qué
día es hoy?
—Ingresó usted el domingo al anochecer. Hoy es martes.
—¡He perdido la noción del tiempo! En fin, no hablemos más de ello. Sus palabras me han
reconfortado, porque no puedo negar que estaba bastante furiosa con usted. Pero todo está ya
olvidado. ¿Cómo es su nombre?
—Conrada.
—¿Conrada? Hay otra Conrada en esta casa, ¡pero mucho menos simpática!
—Es mi madre.
El libro de oro de lo que no debe ser dicho afloró a su memoria.
—¡Vaya! ¡He de reconocer que hoy no es mi día!
—No se apure por lo que ha dicho. Todos sabemos que mi madre hace notables esfuerzos, ¡y
todos con éxito!, para ocultar su innata bondad.
Sintió de pronto Alicia una viva simpatía por esta mujer. Su recelo se transformó en. afecto en un
abrir y cerrar de ojos. ¡Alicia era así!
—¿Me permite que la bese?
—No me lo merezco.
—¡Sí, se lo merece! —La besó ruidosamente—. ¡Usted y yo vamos a ser amiguísimas!
—Es usted muy buena, señora de Almenara. Si algún día necesita ayuda, no deje de acudir a
mí. ¿Quiere usted pasear?
—¿Pasear por dónde?
—Por el pasillo.
—¡Vamos allá! ¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—Puede.
—¿Cuál es el verdadero nombre de la que llaman "Duquesa de..."?
—Le diré cuanto sé de ella. Se llama Charito Pérez. Es soltera. De joven fue institutriz de niños.
Y de mayor, dama de compañía de viejos.
—¿Cuál es su enfermedad?
—Psicosis maníaca. Las primaveras y los veranos son malos para ella. Su dolencia rebrota cada
año por estas fechas. Pero el resto del tiempo es normal y muy modosa. Y poco amiga de
alborotos. Su primera manifestación psicótica la tuvo muy tardíamente: a los sesenta y un años.
Y tardó cuatro en reproducirse. La segunda manifestación tardó dos. Ahora, cada vez, los brotes
son más frecuentes. Y el doctor Arellano teme que, dada su edad, acabe demenciándose
totalmente.
—¿Qué significa "psicosis maníaca"?
Conrada Segunda, o Conrada la Joven, como automáticamente la bautizó Alice Gould, respondió
preguntando:
—¿Conoce usted a don Luis Ortiz, el hombre que no para de llorar?
—Sí.
—Pues padece la misma enfermedad, sólo que al revés. Mientras él llora, ella ríe. El se cree
hundido en la miseria. Ella, poseedora de grandes tesoros. El, autor de las mayores vilezas. Ella,
de los actos más heroicos y meritorios. La psicosis maníaco depresiva es como un molde y ' su
vaciado. El vaciado es "el depresivo". El molde, el "maníaco" de grandezas.
—¡Sabe usted muchísimo! Dígame, Conrada: ¿la fobia qué es?
Faltó el tiempo para explicarlo, ya que unos nudillos golpearon la puerta; la joven acudió a abrir,
y quien entró fue Ignacio Urquieta.
Quedó literalmente plantado en el umbral. Se diría "el Hombre de Cera".
—¿Qué hace usted aquí, Alicia?
—¿No es tiempo ya, Ignacio, de que nos tuteemos? ¡He venido a visitarte!
—¡Estás sensacional! Bueno, siempre lo fuiste... quiero decir que... ¡pero hoy estás
deslumbrante!
—Es muy agradable oír esas exageraciones, ¿verdad, Conrada?
—El señor Urquieta fue siempre muy extremoso. Pero hoy es la primera vez que le escucho
hablar con razón —comentó Conrada Segunda, con cierta ironía.
Y al punto, Alicia entendió que la joven enfermera había sido galanteada por Ignacio. ¡Eso no se
le escapaba ni a su intuición de mujer ni a su olfato de detective!
—¿Puedo invitar a esta señora a mi cuarto —preguntó Ignacio a Conrada— sin que ello atente
contra las buenas costumbres de la casa ni escandalice a nuestros ilustres huéspedes?
¡Necesitamos hablar a solas!
—Como la puerta quedará de par en par, ni habrá motivo de escándalo —comentó Alicia
riendo— ni las buenas costumbres quedarán alteradas.
Conrada, por respuesta, se limitó a llevar al cuarto de Ignacio la silla volante qué había utilizado
Montserrat Castell.
—Te he medio mentido —comentó Alicia al sentarse—. No he venido aquí de visita. Me han
echado al "Saco", como a los demás. Lo que sí es cierto es que estoy aquí por tu culpa.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Casi tanto como tú. ¡Dos o tres horas de diferencia!
—No he podido verte, porque he estado drogado hasta hoy por la mañana.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí. ¡Y en la habitación enguatada!
—¿En la habitación enguatada? —preguntó Ignacio, alarmado. Se llevó las manos a la frente
con ademán mitad a mitad de rabia y de impotencia.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? ¡Pareces tan sensible, tan equilibrada... que cuesta creer
que puedas padecer síntomas como los que sufrimos los demás! ¡El mundo es injusto! ¡La vida
es injusta! ¡Dios es injusto! Cuéntame qué te ha pasado.
—Sufrí un desvanecimiento y...
—¡No es bastante un desvanecimiento para atarte a la cama con cien correas!
—En ello participó, ¡y no poco!, un error de la enfermera.
—¡Todos decimos que es un error de la enfermera!
—En este caso es certísimo. Pregúntaselo a ella.
—¿Cuál es tu caso, Alicia Almenara? ¿Cuál es tu caso?
—Olvidas la última conversación que tuvimos.
—¡Claro que la he olvidado! ¡Lo he olvidado todo! Sólo sé lo que ocurrió por referencias de otros.
—Me preguntaste lo mismo que ahora. Y te respondí que eres mucho más antiguo que yo en el
hospital y tienes, por tanto, la prioridad para contarme el tuyo.
—El mío lo sabes de memoria, por ser demasiado evidente. Todo el mundo lo conoce. Y tú no
habrás dejado de preguntarlo. ¡Tengo horror patológico al agua!
—¿Puedes decir esa palabra? Yo no osaba pronunciarla delante de ti.
—Puedo decir "agua" y "nieve" y "lluvia", y "mar" y "océano". Lo que no puedo es ver, ni oír, ni
tocar el agua. Cuando sé que está lloviendo me refugio entre las sábanas de la cama y me tapo,
temblando como si fuese de azogue, presa de un terror invencible, indescriptible e inexplicado.
—¿"Inexplicado" has dicho?
—Sí, puesto que no se ha averiguado la causa. Para saber que padezco ante el agua las penas
de la condenación, no preciso que me lo digan los médicos. Lo que necesito que me digan es
por qué. ¿Por qué un hombre que fue campeón infantil de natación y campeón provincial, pero
campeón, de saltos olímpicos cuando tenía dieciocho años, súbitamente, sin avisos previos, sin
antecedente alguno, al cumplir los treinta se desmayó por primera vez ante un vaso de agua, y
cayó como muerto al ducharse, y se le llenó el cuerpo de úlceras al escuchar caer el agua de un
excusado? El día que lo averigüen, y me lo digan, estaré curado. ¿Tú sabes en términos
psiquiátricos lo que es la fobia?
—Lo sé por sus efectos, ya que te vi. Y me impresionaron vivamente.
—La fobia es un pretexto que se ha inventado el organismo para ocultar un terror verdadero,
justificado, pero que la mente se empeña en ignorar. Algo me ocurrió alguna vez, algo que yo
ignoro, que mis padres no saben, que mis amigos desconocen, que está tapado por mi fobia al
agua. Esta fobia es una tapadera simulada por mi subconsciente para que yo no me entere de
que hay algo pavoroso en mi pasado. Tal vez estuve a punto de saber, de aprender o de
recordar ese "algo" pavoroso. Y de pronto mis defensas me crearon la fobia al agua para
encubrir aquello otro, misterioso, pero verdadero. He leído todos los libros; he escuchado todas
las explicaciones. Sé que mi subconsciente me oculta algo. Mas no se lo dice a los médicos ni
me lo dice a mí. ¡Y entretanto soy un ser inútil para toda profesión, para la vida familiar y para el
trato social!
—Tú eres un hombre limpio y perfectamente aseado. ¿Cómo te lavas?
—Con sifón y con alcohol.
—Pero el sifón es agua...
—Para mí no lo es. Tiene burbujitas.
—¡También las tiene el mar!
—¡No intentes buscar una lógica, Alicia, donde no la hay! Mi fobia no razona. No es razonable. Y
no está razonada.
—¿Cuántos años llevas aquí?
—¡Seis!
—¿Quién te trata?
—Ruipérez.
—¿Cómo?, ¿qué hace?, ¿qué te medica?
—¡Cuatro sesiones de psicoanálisis por semana, tumbado en el mismo diván, con la misma
penumbra, el médico sentado tras de mi, siempre a la misma hora, en la misma posición, durante
tres años!
—¿Tres años dura un psicoanálisis? —preguntó Alicia estupefacta. Y recordó su ingenuidad al
suponer que sus amables charlas con César Arellano suponían esa terapia.
—¿Para qué aburrirte más, Alicia, con esta historia? ¡El subconsciente no soltó prenda! Ni más
tarde tampoco, en las sesiones hipnóticas que se hicieron con el mismo fin: ¡repescar un
recuerdo perdido!
—No quiero ofenderte —comentó Alicia con voz débil—. A nadie le gusta que se minimice una
enfermedad propia. Pero yo desearía ardientemente tener una fobia, ¡la tuya misma!, que
borrara de mi memoria un episodio de mi vida.
—¡No sabes lo que dices, Alicia!
—La fobia es un mal útil —insistió ella— puesto que oculta con un pánico y una angustia
injustificados otra angustia y otro pánico verdaderos. Y probablemente peores.
—No, Alicia, no es así.
—¡Yo daría mi salud por olvidar algo muy concreto!
—¡La salud pertenece al presente! ¡Y los recuerdos, al pasado! ¿Cómo sacrificar el "hoy", ¡que
es aún remediable!, a un tiempo ido, que es irremediable ya! ¡No pienses ese disparate!
El rostro de Alice Gould estaba visiblemente alterado.
—No me encuentro bien. Voy a visitar a la enfermera...
Lejos de hacerlo, se guareció en su cuarto. Fue Ignacio Urquieta
quien la avisó.
—¿Qué es esto, Alicia? ¿Qué le pasa ahora? —preguntó Conrada la
Joven.
—No quiero cenar con los demás. No podría.
—No tiene más remedio que hacerlo. Lleva dos días sin probar bocado.
—Le aseguro que no puedo. Quiero acostarme. Y olvidar, olvidar,
olvidar.
—Vaya desnudándose. Yo misma le traeré la comida a la cama.
Tuvo Conrada que darle de comer llevándole los alimentos a la boca, como a los niños pequeños
o a los inapetentes patológicos. Para ocultar u olvidarse de su desasosiego, se deshacía en lamentaciones por haber pronunciado, en ocasiones remotas, frases despectivas acerca de algún médico o algún enfermo. ¡Juraba que nunca volvería a decir mal de ninguno! ¡Todos eran ángeles! Y más que nadie esta Conrada II que le llevaba pacientemente la comida a los labios, mientras el pensamiento de Alicia seguía imaginando con horror la parábola que, sin duda, trazó "el Gnomo" en el aire antes de morir. "¡Eres una vulgar asesina, Alice Gould! La trampa de fingir una enfermedad que no tienes tal vez te salve del juicio, la sentencia y la cárcel. Pero moralmente y ante tu conciencia, ¡eres una asesina!" Ante su creciente alteración, Conrada le propuso inyectarle un sedante —"más suave que el de ayer", especificó— que le permitiese dormir.
...
sábado, 19 de mayo de 2018
I EL "SACO”II
...
—¡No!
—¡Qué abochornada me siento de estar aquí! ¡Qué vergüenza, Dios, qué vergüenza!
—No pienses más en ello...
—¡De modo que éste es "el Saco" donde echan a los predemenciados! ¡Es la antesala de "la
Casa de las Fieras"!
—No, Alicia, no es así. La mayoría de los que aquí están no padecen enfermedades crónicas,
sino crisis pasajeras. Es el caso de Ignacio Urquieta y de "la Duquesa", y del falso inapetente al
que robaron las yemas de Avila, y del soñador despierto, y de algunos más, a los que no
conoces.
Abrióse entonces la puerta. La enfermera, a quien Alicia calificó de incompetente, la informó de
que por órdenes del médico podía pasar a su nuevo dormitorio. Recorrieron los breves metros de
pasillo que unía un cuarto con otro. ¡Alineados airosamente en el suelo, por orden de tamaños,
estaban su maleta, su maletín, su saco de mano, su bolso y sus objetos de tocador!
—¡Tú lo has conseguido, Montse! ¡Estoy segura de que has sido tú! ¡Que Dios te lo pague!
—¡Yo no he sido más que la mediadora! Las órdenes partieron del director.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Al fin ha regresado Samuel Alvar?
—¿Cómo me preguntas eso, Alicia? ¡Llevamos un buen rato hablando de él! ¿No te he dicho
que fue el director quien sugirió al "Hortelano"...? Alicia no la dejó concluir:
—¡Pensé que te referías al director suplente: a Ruipérez!
—No, hija, no. Me refería al director titular. Es uno de los médicos que te atendió esta mañana.
El otro, el más viejo, es el doctor Sobrino, jefe de esta unidad.
—¿El joven de las barbas? ¿Ese es Alvar?
—El mismo.
—¿Y él es uno de esos pocos que saben la verdad?
—Sí.
—Y ¿quién más lo sabe?
—Ruipérez y yo.
—¿Qué puedo hacer para ver inmediatamente al director?
—No pierdas el sentido de la medida, Alice Gould. ¿Olvidas que anteayer sufriste un gravísimo
accidente, capaz de desequilibrar a una persona normal? ¿Se te ha borrado de la memoria que
te desmayaste? ¿Ya no te acuerdas de que (equivocadamente o no) te han visto darte de
cabezazos contra las paredes? La norma, muy sabia por cierto de nuestro director, es que más
vale prevenir que curar. Y aquí has de pasarte unos cuantos días muy vigilada y observada.
—Escúchame, Montserrat. Ahora ya puedo decírtelo. El director es el único que sabe, desde
antes de ingresar, que yo soy una persona totalmente sana. Que ni estoy ni he estado nunca
enferma del coco. Y conoce la verdadera causa por la que vine aquí. ¡Y tú, muy pronto, también
lo sabrás!
Volvióse bruscamente hacia un gran ramo de flores que la ilusión de las maletas le había
impedido, antes de ahora, apreciar.
—¿Es él quien me las envía?
—No, querida. Soy yo.
—Eres un amor.
Entresacó Alicia una rosa del ramo y la extendió a la Castell.
—Me vas a hacer dos favores: una, darle esta rosa al "Hortelano", diciéndole que es de parte de
una admiradora suya que le aprecia mucho. Otra, preguntarle a Samuel Alvar si ha caído en la
cuenta de quién soy yo. ¡No le digas más! El ya entenderá lo que le quiero decir.
—¡Tienes ideas de bombero! Cumpliré el primer encargo. El segundo, no.
Imitó Alicia cómicamente los morritos de la vieja que no lloraba, pero que lo parecía, y besó con
gran cariño a la asistenta, psicóloga y monitora cuando ésta cayó en la cuenta (y cayó en ese
instante) de lo tarde que era y de la cantidad de cosas que aún le quedaban por hacer.
—Gracias por todo, Montse. Esta se volvió desde la puerta.
—Si se te pasa el efecto del calmante que te han dado y vuelves a encontrarte excitada,
desasosegada o nerviosa, no dejes de decírselo a la enfermera. ¡Prométemelo!
—Prometido.
En efecto, estaba excitada, como lo está un niño ante el regalo de Navidad con el que siempre
ha soñado y que le ayuda a olvidar pasadas amarguras. Deshizo con cuidado el equipaje.
Ordenó su armario
—cosa nada fácil, pues era minúsculo y no cabían en él sus efectos personales— y su
nerviosismo subió de punto al decidir cómo iba a vestirse para dar la gran campanada ante
Ignacio Urquieta. Cuando se hubo peinado, maquillado, vestido y arreglado las manos
—operaciones encadenadas de no poca duración— salió al pasillo. Este era un corredor de
dimensiones normales: no como las gigantescas galerías del edificio central. En uno de sus
extremos estaban los baños y servicios de hombres y. mujeres. En el otro, la puerta de salida
con el cerrojo echado. Supuso —y no se equivocó— que los huecos a uno y otro lado del pasillo
correspondían a los distintos dormitorios, y más tarde comprobó que los dos abiertos —cerca de
la entrada— daban a los salones o cuartos de estar. Su primera visita fue a los lavabos, pues
necesitaba imperiosamente mirarse al espejo, y en su cuarto no lo había. Quedó satisfecha de
su inspección, bien que rozó con la yema de los dedos los bordes laterales de sus ojos junto a
las sienes: "Tienes que vigilarte, Alice Gould. Estas arrugas son nuevas".
Desanduvo el camino dispuesta a hacer una entrada triunfal en el cuarto de estar. Y cumplió su
propósito. El expoliado de las yemas de Avila silbó largamente:
—¡Caray, qué señora! —añadió como culminación de su silbido.
Los otros hombres no dijeron nada, pero leyó en sus ojos la admiración. Y esto la satisfizo.
Ignacio Urquieta no estaba. El muchacho llamado Antonio, al que vio confundir el pomo de una
puerta con el auricular de un teléfono, era el único con la cabeza ida, la mirada difusa y gran
agitación en sus movimientos. Había dos tristes, infinitamente tristes, pavorosamente tristes; y
tres mujeres que leían revistas, de aspecto normal, sin taras físicas, de muy distinta edad. Alicia
tardó en reconocer a la de más años: era "la Duquesa de Pitiminí". Vestía un traje gris oscuro,
peinaba moño, llevaba la cara lavada, sin pintarrajear. De no haber sabido que se encontraba en
tal lugar, jamás la hubiera reconocido. La mujer levantó la mirada de su lectura y sonrió a Alicia.
—Buenas tardes, señora. Sentóse Alicia a su lado.
—Ignoraba que estuviese entre nosotros.
—Ayer —confesó Alicia— me sentí muy mal. Tuve un desmayo.
—Lo siento de veras —comentó la anciana—. Yo estuve muy enferma también días pasados. Es
la arteriosclerosis, ¿sabe? No sé lo que pasó. No me acuerdo de nada. Pero dicen que estuve
muy excitada.
—¡Ahora tiene usted excelente aspecto —la confortó Alicia.
—¡Ah, me encuentro mucho mejor, ya lo creo! Sólo que la medicación es muy fuerte y, a veces,
me tiemblan un poco las manos. La enfermera intervino:
—Alicia, si usted quiere, le puedo enseñar el piso. Aún no lo conoce.
—Con permiso —dijo Alicia a la falsa duquesa.
—¡Vaya, vaya! ¡No se moleste por mí!
Quedó admirada Alicia por su mejoría y salió al pasillo, donde la enfermera la esperaba.
—Era un pretexto para hablar a solas con usted —le dijo—. Ayer cometí un grave error. Estoy
desolada. Le ruego que me disculpe. Calló Alicia, y la buena mujer prosiguió:
—Sabíamos qué había sufrido usted un gran disgusto y que se desmayó a causa de ello. Al verla
tan excitada, pensé que... ¡En fin, el director y don Salvador Sobrino me han echado una buena
reprimenda!
—Pálpeme la cabeza. ¡No tengo golpe alguno! ¡Míreme la frente; no tengo un arañazo!
...
I EL "SACO”
SE DESPERTO CON LA GARGANTE SECA y mucha sed. No se atrevió a abrir los ojos por temor a ver la habitación moverse como un camarote de barco en día de mar gruesa. Se diría que su cama descendiese lentamente, colgada de un extraño paracaídas. "¿Qué. me han hecho los médicos?", se preguntó. Quiso variar de postura, mas no pudo. Y no se esforzó más. Volvió a dormirse. Al cabo de varias horas se despertó de nuevo con la nítida sensación de que "algo le había ocurrido": "algo terrible" que no podía precisar. Abrió los párpados. "Esta no es mi casa", se dijo, mezclando incongruentemente recuerdos y sensaciones. "¿Dónde estoy?" "En mi casa el dormitorio no tiene techo, y la cama es más ancha". Empezaba a entender que la habían acostado en el cuarto de la cocinera. Pero eso carecía de sentido. Allí no había puertas que tuvieran una ventana abierta en el centro de la hoja y menos aún enrejada. Miró en torno. ¡Estaba en la cárcel! ¿Qué había hecho? ¿Por qué la encerraron? El recuerdo le vino como un vago zumbido que comienza a crecer hasta convertirse en un clamor sordo que avanza implacable, atronando el espacio, hasta estallarle dentro del cráneo. "¡He matado a un hombre!" Sus ideas, hasta entonces dispersas y flotantes, encajaron de golpe en la realidad. "¿Qué has hecho, Alice Gould?" "¿Qué has hecho?" "¡Has matado a un hombre en el manicomio!" Fue como una descarga de electroshock lo que la hizo saltar. Se vio de súbito fuera de las sábanas, apoyada en la pared y golpeándola con los puños. "¡Has matado a un hombre! ¡Has matado al "Gnomo"!" La puerta se abrió tras ella. La enfermera interpretó mal sus gestos y movimientos. Creyó que era la cabeza y no los puños con la que golpeaba la pared. Sintióse Alicia fuertemente sujetada, notó la aguja de una jeringuilla perforando su piel y no supo más de sí. La habitación en que despertó era igual a la primera, salvo las paredes, que estaban acolchadas; y la cama, que tenía adosadas grandes muñequeras, tobilleras y cinturones de cuero, que la inmovilizaban. —Desátenla —ordenó una voz. Los que hablaban eran dos médicos desconocidos para ella. Uno de ellos, muy pálido, con barba y bigote negros, y grandes gafas con montura del mismo color. Y muy joven. El otro era un hombre de más edad, de aspecto pulcro e inteligente. El primero le tomó el pulso, le miró el fondo de los ojos y apoyó su mano entre el cuello y la mejilla para comprobar —supuso Alicia— si tenía fiebre. Antes de esto le había palpado la cabeza con minuciosidad. Sin hablar una palabra, se ausentaron del cuarto. Ya fuera, oyó la voz de uno de ellos: —Dejen todo abierto y que le traigan su ropa. Puede entrar y salir si quiere. Vistióse Alicia, pero no sé aventuró a asomarse al pasillo, donde se oían voces apagadas. A una hora indefinida vino a visitarla Montserrat Castell. Entró llevando de la mano su propio asiento. Su rostro estaba serio y preocupado. Besó a Alicia y mantuvo largo tiempo la mejilla sobre su mejilla. Tomó una de sus manos y la apretó con calor. —Fue involuntario —dijo Alicia con los ojos secos y angustiados—. Ha sido un accidente. Yo no hice sino defenderme. Tú me crees, ¿verdad? Montserrat cerró la puerta y, aun así, habló en voz muy baja: —El doctor ha prohibido a los pocos, poquísimos que saben lo ocurrido, que te hablaran nunca del tema. Yo voy a hacerlo hoy por primera y última vez. Pero considero que debes saber lo que voy a contarte. Afortunadamente tuviste un testigo excepcional que lo vio todo. Ha declarado que, el que llamabas "el Gnomo", te estuvo siguiendo toda la tarde en espera de la ocasión propicia para atacarte. La oportunidad se le presentó cuando empezó a llover y todos los paseantes se retiraron. El te entretuvo diciendo que deseaba enseñarte algo (un viejo truco en él: ¡no eres la primera!) y cuando le abofeteaste, te derribó. Tu testigo acudió entonces, desde muy lejos, a defenderte. Mas no hizo falta. Te desembarazaste por ti misma de tu atacante y lo lanzaste al aire. En cuanto te viste libre de él, echaste a correr, temerosa de que volviese por ti,
hacia el edificio central. Pensó tu testigo que "el Gnomo" saldría huyendo en zigzag "como liebre
fogueada" (fueron sus palabras) porque acostumbraba a dejar atrás los vientos de ese modo
cuando le castigaban. Alarmado de no verle actuar como otras veces, se acercó a él. Estaba
muerto. Eso fue lo que declaró el testigo, y sólo ante dos médicos y yo. ¡Nadie más en el hospital
sabe lo ocurrido! ¡Puedes dar gracias a Dios, Alicia, por la suerte de que alguien lo haya
presenciado todo, y que no sea un demente o un visionario, sino un hombre lúcido y sano!
—¡Bendito sea ese hombre por haber contado la verdad tal como fue! —suspiró Alicia
visiblemente aliviada.
—No sólo es a él a quien tienes que agradecer haber salido airosa de este aprieto... sino al
director.
—¿Al director? ¿Por qué?
—El te considera sin responsabilidad por lo ocurrido, y no le pareció justo que te quedaras para
siempre con antecedentes de haber dado muerte a un hombre... ¡aunque fuese por accidente!
En consecuencia, autorizó a ese testigo a que diese otra versión ante el juzgado y él se
comprometió a remitirse a lo que dijera ese único testigo.
—¿Qué versión?
—Como el jorobado acostumbraba correr como alocado y sin ton ni son, ¡tal como le vimos el día
que se dedicaba a burlarse de los demenciados!, el testigo declaró que en una de esas carreras
tropezó y se partió la espina dorsal contra una peña. Sin que interviniese nadie en su muerte.
¿Comprendes?
—Dime, Montse, ¿quién es ese testigo?
—Cosme, "el Hortelano".
Enrojeció Alicia al oír su nombre porque era evidente que el viejo Cosme no había presenciado
nada. Fue ella misma quien le contó lo ocurrido. Convencido Cosme de que no mentía y que
todo pasó tal como lo relataba, quiso ahorrarle el disgusto de que nadie la acusara de ejercitarse
en el judo, por capricho o por locura, con los minusválidos y los deformes. Y declaró a los
médicos haber visto lo que no vio, y al juzgado... lo que no ocurrió. Se abstuvo muy bien Alicia
de llevar sus pensamientos a los labios, ni siquiera ante Montserrat Castell.
—No quiero quitar importancia a la desgracia de anteayer, Alicia. Pero con ser ésta muy grande,
hay algo que me preocupa más: tú misma.
—¡Ya sé dónde vas a parar! ¡Te aseguro, Montse, que yo no me he golpeado la cabeza!
—La enfermera dice que sí.
—La enfermera es una incompetente. Si me hubiese golpeado, ¿dónde están mis heridas?
Observó Montserrat la cabeza de Alicia.
—Pálpame. ¡Búscame un rasguño, un morado, la huella de un golpe! Montserrat lo hizo.
—¡También los médicos me estuvieron observando y no encontraron nada! Lo que hice fue
golpear la pared con los puños al recordar que yo, Alice Gould, había dado muerte a un pobre
enfermo, a un débil mental. Esto me desazonaba, me desequilibraba, ¿entiendes? Me maldije a
mí misma por haber abusado de mi condición de cinturón azul contra un ser inferior y sin reflejos.
Porque lo que yo querría es ayudar con toda mi alma a estas pobres gentes, ¡como lo haces tú!
¡Y resulta que he matado a una de ellas!
—No pienses más en eso. No te tortures más. Y ahora, ¿cómo te encuentras?
—No sé lo que me han dado. Todo lo ocurrido lo veo muy lejano. Me siento desprovista de
sensibilidad. Mi preocupación es intelectual, pero no afectiva, como cuando me desperté la
primera vez.
—Escucha, Alicia. Tengo una gran sorpresa para ti. Ardo en deseos de darte una alegría. Pero
ahora, en este sitio —y señaló las paredes enguatadas— resulta imposible.
—Dime, Montse: ¿dónde estamos ahora?
—En la Unidad de Recuperación. Y en la única celda de estas características que hay en ella.
—¿No toda es así?
...
domingo, 13 de mayo de 2018
H EL VUELO DEL JOROBADO III
...
—¿Cree usted en Dios? —le preguntó Alice Gould con voz neutra.
El respondió enfadado:
—¿Quién, si no, ha podido crear de la nada nueve universos? ¡Yo creo en El nueve veces más
que los simples creyentes!
—Discúlpeme —dijo Alicia con voz suave—. Me están llamando.
No era verdad. Nadie la llamaba. Pero estaba inquieta y poseída de un íntimo desasosiego.
Extrajo un cigarrillo que le temblaba en los dedos. Se acercó a la enfermera para pedirle fuego.
Por decir algo, por puro afán de cortesía, por congraciarse con ella, comentó:
—Quiero felicitarla. Ha estado usted admirable con ese "nuevo". La mujer la miró duramente a
los ojos. Habló con lentitud:
—¿Y qué autoridad tiene usted —le dijo— para saber si lo he hecho
bien o no?
—Perdón —respondió Alicia humildemente—. Sólo quise decirle algo agradable.
Sintió de pronto una congoja irreprimible, y rompió a llorar. Se llevó las manos a la cara. ¡No
quería dar el espectáculo de Luis Ortiz, salpicando lágrimas a diestro y siniestro, sin pudor
alguno! Mas no pudo acallar su angustia ni evitar que su cuerpo fuese sacudido por el llanto y
por el esfuerzo mismo de evitarlo.
"¡Que Dios borre este domingo de mi memoria!", pensó. Procuró sobreponerse. La enfermera la
contemplaba como dudando si había llegado la hora de echarla al "Saco" a ella también. Alicia lo
entendió así y, por evitarlo, salió al exterior, a que le diera el aire y la lluvia le mojase la cara. Así
podría llorar a gusto y nadie notaría sus lágrimas. Apenas cruzó la puerta de cristales vio al
"Hortelano" correr hacia ella. Cosme la agarró fuertemente por los codos.
—¿Qué has hecho, mujer? ¡Has matau al jorobau!
Alicia se dobló como ropa puesta a secar que se desprende de la cuerda, arrugóse sobre sí
misma y cayó al suelo privada de sentido.
...
—¿Cree usted en Dios? —le preguntó Alice Gould con voz neutra.
El respondió enfadado:
—¿Quién, si no, ha podido crear de la nada nueve universos? ¡Yo creo en El nueve veces más
que los simples creyentes!
—Discúlpeme —dijo Alicia con voz suave—. Me están llamando.
No era verdad. Nadie la llamaba. Pero estaba inquieta y poseída de un íntimo desasosiego.
Extrajo un cigarrillo que le temblaba en los dedos. Se acercó a la enfermera para pedirle fuego.
Por decir algo, por puro afán de cortesía, por congraciarse con ella, comentó:
—Quiero felicitarla. Ha estado usted admirable con ese "nuevo". La mujer la miró duramente a
los ojos. Habló con lentitud:
—¿Y qué autoridad tiene usted —le dijo— para saber si lo he hecho
bien o no?
—Perdón —respondió Alicia humildemente—. Sólo quise decirle algo agradable.
Sintió de pronto una congoja irreprimible, y rompió a llorar. Se llevó las manos a la cara. ¡No
quería dar el espectáculo de Luis Ortiz, salpicando lágrimas a diestro y siniestro, sin pudor
alguno! Mas no pudo acallar su angustia ni evitar que su cuerpo fuese sacudido por el llanto y
por el esfuerzo mismo de evitarlo.
"¡Que Dios borre este domingo de mi memoria!", pensó. Procuró sobreponerse. La enfermera la
contemplaba como dudando si había llegado la hora de echarla al "Saco" a ella también. Alicia lo
entendió así y, por evitarlo, salió al exterior, a que le diera el aire y la lluvia le mojase la cara. Así
podría llorar a gusto y nadie notaría sus lágrimas. Apenas cruzó la puerta de cristales vio al
"Hortelano" correr hacia ella. Cosme la agarró fuertemente por los codos.
—¿Qué has hecho, mujer? ¡Has matau al jorobau!
Alicia se dobló como ropa puesta a secar que se desprende de la cuerda, arrugóse sobre sí
misma y cayó al suelo privada de sentido.
...
H EL VUELO DEL JOROBADO II
...
—Dígame, "Hortelano", ¿quién fue el miserable que le lanzó un día un cubo de agua a los pies?
—Aquel día, ¡fíjese usté lo que son las rarezas del mundo!, estuvo mismamente a punto de
morir; ¡y sólo por un cubo de agua!
—Pero ¿quién fue el que se lo echó?
—Uno, medio jorobeta, con la nariz así caída, y la boca de oreja a oreja, y...
—¡"El Gnomo"! ¡Yo le Hamo "el Gnomo"!
—Pos el mismu debe ser, porqui al que yo digo, no le va mal "alias" ese qui usted li ha puesto.
Acordóse Alicia de que lo dejó abandonado después del costalazo; le contó al "Hortelano" lo
ocurrido, y le rogó se acercase a mirar si no se
había roto un hueso.
—Pero ¿llegó usted mismamente a luchar con él?
—Pregúnteselo cuando le vea.
—¿Y le venció?
—Lo mismo le digo: pregúnteselo a él. Espero que el susto le sirva de
lección.
—¡Pero si él, pequeñajo comu es, y jorobaduco comu es, es fortísimo!
—Me sorprende no verle por aquí a estas horas.
—¿En qué parte de la huerta dijo usté que fue la cosa?
—Donde cultiva usted las lechugas. Muy cerca de donde hablamos. Pero no dentro de la huerta,
sino unos metros más lejos; en los pastos.
—Pos aya voy a ver. Aonde usté me dice. Y que conste que ha hecho usted mu requetebién.
Calóse Cosme la boina y salió bajo la lluvia. Se acercó Alicia a una
"bata blanca" llamada Cecilia.
—¿Se sabe algo del señor Urquieta?
—El médico de guardia le ha mandado a la unidad de recuperación.
—¿Quién es el médico de guardia, hoy domingo?
—El doctor Ruipérez.
—¿No podría hablar con él?
—Es imposible. Está reunido con la familia del señor Urquieta.
—¿Tan grave está?
—No se preocupe, señora de Almenara. Créame: el señor Urquieta
siempre sale adelante.
—Gracias, enfermera... Eso me consuela... Es el único amigo que tengo aquí. Y también me
consuela ver a una persona educada, como usted, que responde a las preguntas que se le
hacen, y sabe tratar a las personas, y...
—Parece usted un poco excitada. ¿Le ocurre algo?
Iba Alicia a responder que sí; que aquel domingo le había caído encima como una losa que
cierra un sepulcro: su propio sepulcro con ella dentro. Mas la "bata blanca" frunció la frente y
desvió de ella la mirada.
—Perdón que no la pueda atender ahora —dijo—. Ese chico "nuevo" empieza a preocuparme.
—¿Ya no soy yo "la nueva"...?
—No. Ya no.
"El nuevo" representaba poco más de veinte años. Sus rasgos eran seminormales. No era
mongólico, pues carecía de pómulos abultados si eso era "esencial" del mongolismo, cosa que
Alicia ignoraba, Tampoco tenía los ojos orientales de algunos, ni esa frente abombada que tanto
llama la atención, sobre todo en los niños nacidos con esa triste dolencia. A pesar de todo se
advertía en su rostro (que no en su cuerpo) una
anormalidad difícilmente definible, que Alicia intentaba descubrir. ¿Acaso Sus labios demasiado
gruesos y el inferior algo caído? ¿Por ventura su frente, que era algo cóncava en lugar de
convexa? ¿Tal vez sus ojos demasiado pequeños para una cara tan ancha?
El joven buscaba con gran inquietud algo por las paredes. Al fin se detuvo ante el pomo de una
puerta y lo agarró con la mano. Se agachó para acercar sus labios al pomo y comenzó a hablar,
con marcado acento sudamericano, e intercalando entre cada frase lo mismo lágrimas que
grandes risotadas.
—Papá... papá... estoy muy bien, papá... ¡ja, ja, ja! Ya he llegado. Esto es macanudo, viejo... ja,
ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena, papá, papá... y dan muy bien de comer y las camas y
las frazadas son muy limpias, papá... y yo no quiero que llores más... Esto es muy bonito, papá...
ja, ja, ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena... y yo no quiero que llores... Adiós, viejo. ¡Que
vengas a verme...! ¡Adiós!
Se apartó de la puerta. Y comenzó a deambular por la galería hablando solo y la mirada ida.
Ignoraba que había cientos de ojos que le contemplaban. De pronto, regresó hacia el pomo de la
puerta:
—¡Papá, papá... soy yo! Oye, viejo, quiero que le digas a la prima Manuela... que ya he llegado y
que esto es muy bonito, y que la gente es muy buena... ja, ja, ja. Y que estoy muy contento. Y
que no sea sonsa y que no gimotee por mi culpa, porque con sólo pensarlo me hace llorar a mí.
¡Papá, papá! Dile que las frazadas están muy limpias, y que se come macanudo y que los
médicos son muy buenos... Y que no quiero que llore porque yo estoy muy contento. ¡Papá,
papá!
Sería necio pensar que las gentes que le escuchaban —lo mismo sanos que enfermos— eran
inconmovibles. Salvo los perversos, los antisociales, los absolutamente idiotas o los
demenciados pacíficos (pues quienes no lo eran habitaban en "la Jaula de los Leones")
sentíanse contagiados por una simpatía comunitaria hacia "el nuevo". Rómulo, situado tras él, le
imitaba. Pero no como burla, sino como...
"¿Cómo qué? —se preguntó Alicia—. ¿Cómo qué?" Lo cierto es que Rómulo reía cuando el
muchacho reía, asegurando que estaba muy contento. Y afirmaba con ademanes que la comida
era excelente y las camas muy limpias y la gente muy buena. Y lloraba cuando el nuevo lloraba
al pedir a su padre que no quería ver triste a su prima Manuela. Y le seguía los pasos por la
"Sala de los Desamparados" imitando su gesto ido, el movimiento de sus labios, sus ademanes
de desaliento y sus contradictorias carcajadas.
—¡Rómulo! —ordenó Alicia—. ¡Ven aquí! Acercóse el chico.
—No molestes a ese señor. ¿No comprendes que está muy triste y si
te ve creerá que te burlas de él?
Acaeció entonces una cosa insólita, que dejó honda huella en el ánimo y la memoria de Alice
Gould. El pequeño Rómulo se le colgó del cuello, la besó y le dijo misteriosamente al oído:
—Yo sé quién eres...
Y acto seguido echó a correr y se perdió en el fondo de la galería.
El nuevo se acercó otra vez al pomo de la puerta.
—Papá, papá... ¡que soy yo, el Antonio!
La vigilante hizo un gesto a dos enfermeros para que la siguieran.
—Escúchame, Antonio. Anda, sé buen chico y atiéndeme bien. Pon tus ojos en mí. ¿Me ves?
Procura fijarte en mí, y escucharme... Ya sabes que todos somos muy buenos... Todos aquí
somos muy buenos... ¿Me escuchas? Todos somos muy buenos, como le has dicho a tu padre.
Y tú debes ser muy obediente también. Ahora sigue a estos amigos que van a acompañarte a tu
cuarto...
El muchacho obedeció a los enfermeros. Estos abrieron la puerta ante él, y el chico los siguió.
"¡Otro al que echan al "Saco"!", pensó Alicia.
Se oyó un largo murmullo en la sala. El amigo de las galaxias se acercó a Alice Gould con
ademanes más agitados y amanerados que nunca, de puro corteses. Estaba llorando.
—Todos los locos me conmueven. ¡Dios mío, Dios mío, protege a ese
joven!
—Dígame, "Hortelano", ¿quién fue el miserable que le lanzó un día un cubo de agua a los pies?
—Aquel día, ¡fíjese usté lo que son las rarezas del mundo!, estuvo mismamente a punto de
morir; ¡y sólo por un cubo de agua!
—Pero ¿quién fue el que se lo echó?
—Uno, medio jorobeta, con la nariz así caída, y la boca de oreja a oreja, y...
—¡"El Gnomo"! ¡Yo le Hamo "el Gnomo"!
—Pos el mismu debe ser, porqui al que yo digo, no le va mal "alias" ese qui usted li ha puesto.
Acordóse Alicia de que lo dejó abandonado después del costalazo; le contó al "Hortelano" lo
ocurrido, y le rogó se acercase a mirar si no se
había roto un hueso.
—Pero ¿llegó usted mismamente a luchar con él?
—Pregúnteselo cuando le vea.
—¿Y le venció?
—Lo mismo le digo: pregúnteselo a él. Espero que el susto le sirva de
lección.
—¡Pero si él, pequeñajo comu es, y jorobaduco comu es, es fortísimo!
—Me sorprende no verle por aquí a estas horas.
—¿En qué parte de la huerta dijo usté que fue la cosa?
—Donde cultiva usted las lechugas. Muy cerca de donde hablamos. Pero no dentro de la huerta,
sino unos metros más lejos; en los pastos.
—Pos aya voy a ver. Aonde usté me dice. Y que conste que ha hecho usted mu requetebién.
Calóse Cosme la boina y salió bajo la lluvia. Se acercó Alicia a una
"bata blanca" llamada Cecilia.
—¿Se sabe algo del señor Urquieta?
—El médico de guardia le ha mandado a la unidad de recuperación.
—¿Quién es el médico de guardia, hoy domingo?
—El doctor Ruipérez.
—¿No podría hablar con él?
—Es imposible. Está reunido con la familia del señor Urquieta.
—¿Tan grave está?
—No se preocupe, señora de Almenara. Créame: el señor Urquieta
siempre sale adelante.
—Gracias, enfermera... Eso me consuela... Es el único amigo que tengo aquí. Y también me
consuela ver a una persona educada, como usted, que responde a las preguntas que se le
hacen, y sabe tratar a las personas, y...
—Parece usted un poco excitada. ¿Le ocurre algo?
Iba Alicia a responder que sí; que aquel domingo le había caído encima como una losa que
cierra un sepulcro: su propio sepulcro con ella dentro. Mas la "bata blanca" frunció la frente y
desvió de ella la mirada.
—Perdón que no la pueda atender ahora —dijo—. Ese chico "nuevo" empieza a preocuparme.
—¿Ya no soy yo "la nueva"...?
—No. Ya no.
"El nuevo" representaba poco más de veinte años. Sus rasgos eran seminormales. No era
mongólico, pues carecía de pómulos abultados si eso era "esencial" del mongolismo, cosa que
Alicia ignoraba, Tampoco tenía los ojos orientales de algunos, ni esa frente abombada que tanto
llama la atención, sobre todo en los niños nacidos con esa triste dolencia. A pesar de todo se
advertía en su rostro (que no en su cuerpo) una
anormalidad difícilmente definible, que Alicia intentaba descubrir. ¿Acaso Sus labios demasiado
gruesos y el inferior algo caído? ¿Por ventura su frente, que era algo cóncava en lugar de
convexa? ¿Tal vez sus ojos demasiado pequeños para una cara tan ancha?
El joven buscaba con gran inquietud algo por las paredes. Al fin se detuvo ante el pomo de una
puerta y lo agarró con la mano. Se agachó para acercar sus labios al pomo y comenzó a hablar,
con marcado acento sudamericano, e intercalando entre cada frase lo mismo lágrimas que
grandes risotadas.
—Papá... papá... estoy muy bien, papá... ¡ja, ja, ja! Ya he llegado. Esto es macanudo, viejo... ja,
ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena, papá, papá... y dan muy bien de comer y las camas y
las frazadas son muy limpias, papá... y yo no quiero que llores más... Esto es muy bonito, papá...
ja, ja, ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena... y yo no quiero que llores... Adiós, viejo. ¡Que
vengas a verme...! ¡Adiós!
Se apartó de la puerta. Y comenzó a deambular por la galería hablando solo y la mirada ida.
Ignoraba que había cientos de ojos que le contemplaban. De pronto, regresó hacia el pomo de la
puerta:
—¡Papá, papá... soy yo! Oye, viejo, quiero que le digas a la prima Manuela... que ya he llegado y
que esto es muy bonito, y que la gente es muy buena... ja, ja, ja. Y que estoy muy contento. Y
que no sea sonsa y que no gimotee por mi culpa, porque con sólo pensarlo me hace llorar a mí.
¡Papá, papá! Dile que las frazadas están muy limpias, y que se come macanudo y que los
médicos son muy buenos... Y que no quiero que llore porque yo estoy muy contento. ¡Papá,
papá!
Sería necio pensar que las gentes que le escuchaban —lo mismo sanos que enfermos— eran
inconmovibles. Salvo los perversos, los antisociales, los absolutamente idiotas o los
demenciados pacíficos (pues quienes no lo eran habitaban en "la Jaula de los Leones")
sentíanse contagiados por una simpatía comunitaria hacia "el nuevo". Rómulo, situado tras él, le
imitaba. Pero no como burla, sino como...
"¿Cómo qué? —se preguntó Alicia—. ¿Cómo qué?" Lo cierto es que Rómulo reía cuando el
muchacho reía, asegurando que estaba muy contento. Y afirmaba con ademanes que la comida
era excelente y las camas muy limpias y la gente muy buena. Y lloraba cuando el nuevo lloraba
al pedir a su padre que no quería ver triste a su prima Manuela. Y le seguía los pasos por la
"Sala de los Desamparados" imitando su gesto ido, el movimiento de sus labios, sus ademanes
de desaliento y sus contradictorias carcajadas.
—¡Rómulo! —ordenó Alicia—. ¡Ven aquí! Acercóse el chico.
—No molestes a ese señor. ¿No comprendes que está muy triste y si
te ve creerá que te burlas de él?
Acaeció entonces una cosa insólita, que dejó honda huella en el ánimo y la memoria de Alice
Gould. El pequeño Rómulo se le colgó del cuello, la besó y le dijo misteriosamente al oído:
—Yo sé quién eres...
Y acto seguido echó a correr y se perdió en el fondo de la galería.
El nuevo se acercó otra vez al pomo de la puerta.
—Papá, papá... ¡que soy yo, el Antonio!
La vigilante hizo un gesto a dos enfermeros para que la siguieran.
—Escúchame, Antonio. Anda, sé buen chico y atiéndeme bien. Pon tus ojos en mí. ¿Me ves?
Procura fijarte en mí, y escucharme... Ya sabes que todos somos muy buenos... Todos aquí
somos muy buenos... ¿Me escuchas? Todos somos muy buenos, como le has dicho a tu padre.
Y tú debes ser muy obediente también. Ahora sigue a estos amigos que van a acompañarte a tu
cuarto...
El muchacho obedeció a los enfermeros. Estos abrieron la puerta ante él, y el chico los siguió.
"¡Otro al que echan al "Saco"!", pensó Alicia.
Se oyó un largo murmullo en la sala. El amigo de las galaxias se acercó a Alice Gould con
ademanes más agitados y amanerados que nunca, de puro corteses. Estaba llorando.
—Todos los locos me conmueven. ¡Dios mío, Dios mío, protege a ese
joven!
...
H EL VUELO DEL JOROBADO
PENETRO ACONGOJADA en la "Sala de los Desamparados".
—¿Qué ha sido de Ignacio Urquieta? —preguntó a Carolo Bocanegra, olvidando su voluntaria
mudez. El muy cretino cerró los ojos como solía.
—¡Ciego, mudo y majadero! ¡Este último es su verdadero diagnóstico! _le dijo Alicia, escupiendo
sus palabras con cólera. Se acercó a Conrada, que aquel domingo estaba de guardia
—¿Qué le ha pasado al señor Urquieta? —le preguntó. Más ésta, en lugar de responderle, la
recriminó con acritud:
—Delante de mí, no vuelvas a tratar a un compañero tuyo como lo has hecho con ese enfermo.
¿Entendido?
—¿Le he parecido descortés?
—¡Sí!
—¡Pues también lo es usted al tutearme! ¡No recuerdo habérselo autorizado!
Volvióse en redondo buscando una cara amiga, mas ¿a quién dirigirse? ¿Al loco espacial? ¿Al
ciego que daba bastonazos? Pensó en la señorita Maqueira, su compañera de mesa, y preguntó
por ella.
—Está en coma —le dijeron con tanta simplicidad como si le contaran que se había torcido un
dedo.
"¡Pobre chica!", murmuró para sí. Lo cierto es que no había tenido ocasión ni posibilidad de
hacer amistad con ella. Era bonita, joven y discreta. Pero creía firmemente que los
extraterrestres le enviaban mensajes para los terrícolas, en los que se encontraba la clave de la
salvación de la humanidad. "¡Si muere —pensó—, tendrá verdaderamente ocasión de hablar con
los extraterrestres!" ¡Oh Dios, este domingo parecía propicio para acumular desgracias!
Súbitamente vio entrar al "Hortelano" en la "Sala de los Desamparados". Acudió a él, como a una
tabla de salvación.
—Estoy angustiada, Cosme. ¿Qué le ha pasado al señor Urquieta?
—Lo de siempre.
—¿Qué es lo de siempre? ¿Qué es?
—Es muy difícil de explicar...
—¿Dónde está ahora?
—En la unidad de recuperación, que dicen. Allí lo hemos llevau.
—¿Usted ayudó a llevarlo?
—Yo soy como de la casa.
—¿Cómo se encuentra?
—Mu mal.
—¿Me habla usted en serio?
—Digo que mu mal, ahora. Pero no se preocupe por él. Pondráse güeno mu pronto.
—Pero... ¿qué es lo que le ha pasado?
—Comprendió mu tarde que iba a llover y cayóle el agua encima. ¡Y el agua es pa él lo que el
perejil pa los loros!
Recordó Alicia su entrevista del primer día con el doctor Ruipérez. Este le habló de un paciente
que tenía fobia al agua, que vomitaba, le subía la fiebre, le salían erupciones en la piel si veía,
oía o tocaba agua. E incluso se desmayaba. ¿Cómo imaginar que este caso singularísimo era el
que padecía Ignacio Urquieta, el más cabal, el más correcto, el más equilibrado de los allí
recluidos? Comprendía sus largas ausencias, que coincidían precisamente con los días
lluviosos. Entendía por qué, en el comedor, estaba situado de espaldas al resto de los enfermos:
¡para no ver las jarras de agua ni los vasos de los demás! Averiguaba la razón del privilegio de
que en su mesa se sirviese sólo vino y gaseosa. Se daba cuenta de por qué, deseando
vivamente refugiarse, prefirió el camino más largo al más corto. ¡Para evitar toparse con la
piscina!
...
viernes, 11 de mayo de 2018
*G* LA LLUVIA IV
...
—Es una pena que no hable usted —le dijo con sorna—, pues estoy segura de que su conversación sería muy amena. El hombre enarcó las cejas como si asintiera: "En efecto, mi conversación sería amenísima. ¡Pero ya ve usted lo que son las cosas!", parecía indicar. —Su voz me conmovió esta mañana al oírle cantar —insistió Alicia—. Y estaría dispuesta a dejarme conmover oyéndole hablar. "El falso Mutista" sacó entonces su cuadernillo de hule, garabateado de notas de colores, y escribió: HAY AQUÍ UN INDIVIDUO QUE, SI HABLO, ME ROBARÍA LOS PENSAMIENTOS. —¡Ah! —exclamó Alicia—. Indíqueme con la mirada quién es... para evitar que me los robe también a mí. Carolo Bocanegra cerró entonces los ojos y, del mismo modo que se hizo mudo voluntario, fingió, desde ahora, ser ciego. Y de ahí en adelante, cada vez que se cruzaba con Alicia abatía con fuerza los párpados, para no verla. A los postres hubo un incidente. Por ser domingo se mejoraba el condumio habitual con alguna golosina. Y, entre las mejoras, estaba el postre: yemas de Avila, media docena por cabeza, y por cierto exquisitas. Uno de los falsos inapetentes se negaba a tomarlas. Con infinita paciencia una enfermera se las llevaba a la boca, que él mantenía obstinadamente cerrada. Al fin se tomó la yema. Nueva operación con la segunda, y nueva negativa inicial. Entonces su vecino, que pertenecía a la estirpe de los glotones, se las arrebató todas y las engulló. Cuando el falso inapetente se dio cuenta del expolio, arremetió contra el expoliador, que era un mozo que rebasaba en mucho los cien kilos, y le golpeó con furia, lo que provocó en el agredido un ataque de risa. Y ni siquiera intentó defenderse. Cuanto más pegaba el expoliado, más se reía el gordo. Alicia supuso que la crisis que sobrevino al primero sería de histeria, pues así se llaman esas rabietas entre el pueblo llano, aunque clínicamente no sabía cómo denominarla. El caso es que entre alaridos, pataleos y arañazos a sus captores, fue sacado de allí por dos forzudos enfermeros, probablemente para echarle en el mismo saco que al "Soñador" y a la "Duquesa de Pitiminí". De súbito, uno de los enfermos comenzó a orinar en un vaso. Era un autista muy conocido porque, aunque andaba siempre solo y rehuía el trato con sus semejantes, saludaba cortésmente a todos con los que se cruzaba, caso que, al decir de los médicos, era rarísimo en
un "solitario". Un enfermero cruzó a grandes pasos el refectorio hacia él, pero no llegó a tiempo de evitar que se bebiese la orina. —¿Qué haces, insensato? —le espetó el "bata blanca". —Lo hago siempre —respondió el autista relamiéndose los labios—. Es un antídoto estupendo contra las ganas de arrancarse la lengua. Si usted no lo hace acabará mutilándose. —¿Tienes ganas, dices, de arrancarte la lengua? —¡Ya no! ¿No ha visto que me tomé el antídoto? Sentóse pacíficamente, Y no hubo más. Por la tarde, Alicia salió a pasear. No quería privarse de la caminata en regla que le habían propuesto; y, ya que no podía realizarla acompañada, la haría sola. Se dirigió al portalón de la entrada, por la que circulaban libremente algunos reclusos. El guarda de la puerta le interceptó el paso: —¿Tienes permiso escrito para salir? Mordióse Alicia los labios, pues le molestó el tuteo. —No —respondió—. No lo tengo. —¡Entonces pa dentro! Y no vuelvas a acercarte por aquí. ¡Hala, aléjate! Bordeó Alicia el antiguo edificio de piedra por donde ocho siglos antes musitaban sus oraciones los cartujos, y se acercó a una zona todavía desconocida para ella: la deportiva, creada por Samuel Alvar. Había muchas cestas de baloncesto adosadas a una pared, donde los aficionados —con gran diferencia de habilidad o torpeza— trataban, desde una distancia adecuada, de meter el balón en la red. Algo más lejos estaba la piscina, completamente vallada con telas de alambre, tan altas como las que se usan en los campos de tenis. Estaba cerrada y nadie dentro, seguramente por ser la hora dé la digestión, ya que el calor apretaba. Cerca de allí estaba la huerta. Cinco o seis hombres trabajaban en ella. Uno de ellos, Cosme, cuya tristísima historia conoció de labios del doctor Arellano. Más allá, monte abierto, monte de pastos, abundante de hierba por las recientes lluvias, y las manchas verdinegras de abundantes encinas. Se acercó al "Hortelano": —¿Qué es esto, Cosme? ¿Trabaja usted en domingo? —Las lechugas no entienden de domingos. Están pidiendu a gritos que se las saque di aquí. —Voy a dar un paseo por el monte. ¡Qué bonito y qué verde está el campo! —Como sigan estas calores mu pronto se agostará. —Pues voy a aprovechar que aún está verde. —¡Hasta más ver, Almenara! —¡Hasta más ver, Hortelano! Alicia inició con buen ánimo la subida de la pendiente. El campo estaba glorioso. Las últimas lluvias caídas y el sol de ahora limpiaban el aire y daban a los pastos un brillo inusitado. Vio un gazapillo, cruelmente atacado de mixomatosis —al que hubiera podido cazar a mano de haberlo pretendido—, y no pudo menos de reírse ante la mala catadura de un asno, atadas las patas delanteras, que se empeñó en trotar desgarbadamente frente a ella por el mismo camino que pretendía seguir. Continuó ascendiendo la suave ladera en busca de la compañía de unas encinas desperdigadas. Desde lo alto de la loma se veía la enorme extensión de la finca que fue cartuja hasta la desamortización por Carlos III de los bienes de la Iglesia, y que hoy pertenecía a la Diputación Provincial. ¿Cuántas hectáreas tendría aquello? Los límites eran bien visibles, ya que toda la propiedad estaba cercada de altísimas murallas que protegían antaño la propiedad de los frailes de las rapiñas del campesinado y hoy evitaban que se fugasen los locos. Buscó Alicia la sombra protectora de una encina, y se tumbó en la hierba. La copa del árbol, vista desde esta posición, se recortaba, como un cromo, sobre un cielo purísimo, en el que había una nubécula aislada que semejaba una hilacha de lino, caída, por descuido, sobre un gran suelo enlosado de azul. Comenzó a divagar, con talante más lírico que filosófico, acerca de la diferencia que va de ver
las cosas desde una u otra posición, ya que, en verdad, la altura semejaba un suelo que ella viera desde el techo; consideró después que esta idea era extravagante, pero no demasiado original, y al fin su atención se fijó de nuevo en la nubécula. ¿Crecía o menguaba? Uno de sus extremos se fundía como azúcar en un líquido caliente; otro, por el contrario, se hinchaba alimentándose de la humedad dispersa en el espacio. Otra hilacha de algodón apareció cerca de ella, y Alicia se preguntó si llegarían a unirse. Su pensamiento saltaba de aquí para allá, tan pronto fijándose en temas abstractos como observando minucias: una hilera de hormigas portadoras de pesos que quintuplicaban el suyo propio; unas golondrinas fugaces; unas cigüeñas que se posaban en tierra, no lejos de ella; y unas bellísimas mariposas condenadas a procrear seres tan repugnantes como las orugas y los gusanos. "¡Qué falta de proporción — pensó— entre la belleza y la fealdad dentro de una misma familia!" Y de aquí pasó a considerar el drama de los padres sanos que tienen hijos monstruosos y demenciados y que tal vez fuera mucho mejor para ella y para Heliodoro no haber tenido hijos que tenerlos; y que Heliodoro era, en hombre, tan handsome, buen mozo, y bien formado, como aquella mariposa, en insecto, fina, bella y delicada. La varonil belleza de Heliodoro no era óbice para que pudiera engendrar hijos vesánicos y repulsivos, como el jorobado de las orejas de pantallas de radar, del mismo modo que la linda mariposa procreaba gusanos. Al fin, sus pensamientos —fugitivos hasta ahora y voladores— se posaron y aquietaron en un objeto solo: su marido. Realmente estuvo muy torpe al no confesarle la verdad. ¿Qué necesidad tenía de decirle que había de irse a Buenos Aires a investigar la falsificación de un testamento? ¿Por qué no informarle de que necesitaba recluirse en un manicomio para investigar un crimen? Cierto qué él, en circunstancias normales, hubiera considerado absurdo ese propósito. ¡Pero, tratándose de su amigo García del Olmo, habría sin duda aceptado! Y ese domingo estaría allí, de visita con ella, tumbados bajo esta encina contándose sus cosas, como cuando regresaban a casa de sus respectivos trabajos y se servían unos whiskies, y pasaban revista a las experiencias cotidianas de cada uno. Rió Alicia para sus adentros al considerar que tal vez hubieran hablado menos y actuado más. No era malo aquel paraje para la intimidad matrimonial, y lo cierto es que ella, a estas alturas de su aislamiento, añoraba tanto su compañía de marido cuanto sus abrazos de hombre. No pudo menos de considerar la sarta de embustes que se había visto precisada a engarzar el día de su primera entrevista con el doctor Ruipérez. Motivos tendrían para reírse juntos cuando le contara cómo lo había pintado y los sentimientos de desprecio que había fingido tener por él. ¿Que Heliodoro se burló a veces de ella y que en el fondo de su pensamiento consideraba una extravagancia la decisión de hacerse detective? Esto era cierto; pero sus chanzas eran cariñosas y nunca hirientes y despectivas. ¿Que él a veces abusaba de su gusto por el riesgo en juegos de envite? También era verdad; pero jamás llegó a ser tan temerario como para poner en peligro su equilibrio económico. Pensaba Alicia con añoranza en el hombre con el que compartía su vida. Dio un suspiro y entreabrió los ojos. Las dos nubéculas, en efecto, se habían juntado, y de su ayuntamiento les habían nacido numerosos hijos que ya crecían y se desarrollaban. Súbitamente oyó unas voces. Alguien se acercaba. Incorporóse y, aunque sentada, apoyó su tronco en el de la encina. A campo traviesa avanzaban cogidos los cuatro del brazo, Ignacio Urquieta y sus visitantes. ¿Amigos? ¿Familiares? Probablemente lo último. El mayor de todos —situado a la izquierda del grupo según los veía venir— sin ser un hombre viejo, podía ser su padre. Ignacio estaba a su lado, y tenía al otro a la mujer —¿tal vez su cuñada?—, cerraba el grupo por el otro extremo un hombre joven y fuerte, aunque de más edad que Ignacio, y que muy bien podría ser su hermano. Sus facciones no eran opuestas y sus contexturas atléticas, muy semejantes. Hablaban en voz baja y reían discretamente de lo que se contaban. Pasaron junto a Alicia y se saludaron. Si ella hubiera estado vestida de otra suerte, era altamente probable que la hubiese presentado. "Esta es la
señora de Almenara, muy amiga mía, y éstos, Alicia, son mi padre, mi hermano Pedro y mi cuñada Juana." Pero tales palabras no fueron dichas. Era lógico. ¿Qué razón había para romper la intimidad familiar presentando a una loca vestida de lo mismo? Siguieron su camino. Y súbitamente Alicia se preguntó qué la autorizaba a pensar que aquella señora joven no fuese la mujer de Ignacio. . Esta idea la malhumoró. Sorprendióse de su propio enfado y se recriminó: "¡Vamos, Alice Gould, no seas estúpida!" Mas es el caso que, estúpida o no, la idea de que aquella mujer fuese la esposa de Ignacio la conturbó. El grupo siguió adelante y se perdió de vista. Fue Alicia a encender un cigarrillo, mas no tenía encendedor —le estaba prohibido tenerlo, cual si tuviese fama de pirómana— y estrujó con ira el cigarro en la palma de la mano, esparciendo después sus residuos por el campo. Es difícil precisar el tiempo —tal vez una hora más— que permaneció, medio adormilada, junto a la encina. Las nubes se habían agrupado y algunas tenían aspecto de mal agüero. Decidió levantarse y seguir caminando. Lo que entonces vio no se le olvidaría mientras viviera. Alocado, bufando, emitiendo gemidos, cubierto el rostro de sudor y perturbados los ojos, pasó junto a ella, como una exhalación, sin verla y a punto de derribarla, Ignacio Urquieta. Alicia quedó paralizada por el pasmo. No era el suyo el trotar de antes, cuando le anunciaron que tenía visita; antes bien, un galope desbocado, desatinado, como quien huye de un peligro inminente y le va la vida en alcanzar refugio. Al descender la pendiente, tropezó; y cayó aparatosamente rodando varios metros. Mas ello no impidió al topógrafo incorporarse de un salto y proseguir su insensata carrera. Pasó entonces junto a Alicia el supuesto hermano de Ignacio, con rostro preocupado y avanzando a pasos largos y rápidos. El camino más corto para entrar en el edificio, era el que ella siguió para venir, cruzando ante la huerta, los talleres y la zona deportiva. Pero Ignacio iba ciego y escogió el camino más largo, el que rodea el bar, la capilla y las "unidades familiares". En ese instante comenzó a llover e Ignacio cayó al suelo como en un ataque epiléptico. El posible padre y la esposa, o cuñada imaginaria, llegaron entonces a la altura de Alicia: —¿Cómo pensar que aún siguiera así? ¡Pobre hijo mío! —Escogimos muy mal el día —comentó ella—, ¡No hemos tenido suerte! Emprendió Alicia el regreso, bien que más despacio que las dos personas que la precedían, para respetar su congoja con la distancia. A lo lejos vio cómo dos "batas blancas" y varios reclusos levantaban a Ignacio y se lo llevaban. No habían concluido para Alice Gould las emociones. Aquel domingo habría que marcarlo con trazos negros en su calendario. Oyó pasos tras ella, intuyó una sensación de peligro y se volvió asustada. Era "el Gnomo", que la seguía. —¿Por qué te has asustado? —preguntó éste con voz humilde. —¡Ah, eres tú, "Gnomo"! —dijo reponiéndose. ("Le he llamado "Gnomo". No debería haberlo hecho. He podido herirle, sin razón alguna. No está bien humillar a los enfermos. Lo cierto es que ignoro su nombre.") —¿Adonde vas? —preguntó el jorobado con tono meloso—. Quiero enseñarte una cosa muy bonita. —Está lloviendo. Ya me la enseñarás otro día. —¡Déjame que te la enseñe! Se acercó a ella y comenzó a tocarla con sus manos, mugrientas y pegajosas. —¡Yo quiero enseñártela, ahora! ¡No otro día! ¡Ahora! Armóse Alicia de paciencia y se detuvo. —¿Qué quieres enseñarme? —¡Mira! —dijo él, e introduciendo sus manos en la bragueta del pantalón que llevaba abierta, le exhibió su sexo—. ¡Tócalo! ¡Ya verás qué caliente está! La bofetada de Alice Gould tardó en producirse los segundos que invirtió en reaccionar. "El Gnomo" se lanzó entonces contra ella y consiguió derribarla. Vio Alicia su inmensa boca de media luna jadeando sobre su rostro, sintió el calor de su fétido aliento en la piel y sus manos
húmedas y nerviosas intentando rasgarle la ropa. La cinturón azul
de judo se portó como quien era. De un movimiento brusco, pasó de estar debajo a estar encima de su atacante. De otro, lo incorporó. Al tercer movimiento, "el Gnomo" volaba por los aires. Frotóse las manos, satisfecha de su buena forma y, sin volver la vista atrás, se encaminó a buen paso hacia el hospital, angustiada por conocer el estado de Ignacio Urquieta.
....
*G* LA LLUVIA III
—¿Con qué le trataron?
—Electroshock.
...
—¿Y qué idea tiene él de por qué está aquí ahora?
—Se ha inventado una historia. Cree firmemente que está en el manicomio cumpliendo órdenes
superiores de los Servicios de Información de la Marina, para averiguar si entre los médicos o los
enfermos hay separatistas vascos. Pero ya no tiene órdenes de matarlos, sino simplemente de
denunciarlos. Eso es lo que dice él.
—¡Menos mal! Lo cuenta usted tan a lo vivo como si lo hubiese presenciado.
—No lo presencié. Yo no estaba aquí entonces.
No hizo Alicia comentario alguno, pero se estremeció al oírle repetir que había otro residente con
tres muertes también a sus espaldas: la de su madre, a la que mató a hachazos por creer que se
trataba de una serpiente, y la de dos empleados de hospital: una asistenta social, a la que lanzó
por el hueco de una escalera (y que fue sustituida por Montserrat Castell), y un enfermero al que
acuchilló, confundiéndolos también con animales peligrosos. ¿Sería tal vez el propio Urquieta el
protagonista de esta historia? La sola posibilidad de que así fuese y alejarse con él por aquellas
soledades, que ya se entreveían tras las rejas, la dejó sin habla.
—Fue una campesina —comentó él cual si leyera sus pensamiento y quisiese tranquilizarla—.
Hoy ya está sana. ¡Es un encanto de mujer! ¿No la conoce usted? Se llama Teresa Carballeira:
uña gallega muy cordial y agradable.
—¡No será nuestra compañera de mesa! ¡Usted me la presentó con un nombre muy parecido!
—No. Nuestra charlatana compañera se apellida Maqueira. Y no le interesa hablar con los
humanos, porque las conversaciones que mantiene con los extraterrestres son mucho más
interesantes e instructivas. También es una paranoica.
—Parece tan normal... murmuró Alicia.
—Todos los paranoicos parecen muy normales —dijo él mirándola descaradamente a la cara.
—Y si la asesina de su madre ya está sana, ¿por qué no la reintegran a su casa?
—No tiene casa. Está sola en el mundo. Y aquí vive bien, acogida a la beneficencia. Tiene un
hermano rico que emigró a Argentina, pero éste se niega a hacerse cargo de la homicida de su
madre.
Y añadió:
—Algún día... deberá usted contarme su caso, Alicia.
—No sin que me cuente primero el suyo —respondió ella—. Es usted más antiguo que yo y me
debe esa prioridad. Dígame, Ignacio, ¿cuál era su profesión antes de entrar aquí? ¿A qué se
dedicaba usted?
—Era topógrafo: esos que se dedican a dibujar cómo es un terreno, qué curvas de nivel tienen y
esas cosas. Me entretenía porque soy buen dibujante y matemático. Mi gran ilusión hubiese sido
ser cartógrafo de la Armada.
Se acercaban ya a la salida cuando se oyó una gran voz que decía:
—¡Urquieta, Urquieta, espere!
Volviéronse. Un enfermero gritó desde lejos:
—¡Urquieta! ¡Tiene usted visita!
Dibujóse una gran alegría en la cara del hombre. Alicia procuró que en la suya no se advirtiese la
decepción.
—Perdóneme usted, Alicia; otra vez será...
Y salió corriendo. Sus zancadas eran atléticas, como las de un buen deportista, y sus brazos se
movían rítmicos y acompasados cual los de un gimnasta. Antes de llegar al edificio central, se
detuvo ante la presencia de tres personas —dos hombres y una mujer— y cayó en brazos del
mayor de los varones. Por su vestimenta parecían gentes de la clase media acomodada. Sintió
envidia Alicia por el buen corte del vestido de la mujer y, sin mirar más, siguió caminando sola.
¿Qué razón había para que no le devolvieran sus trajes y sus objetos de tocador? —pensó—.
¡Era humillante para ella ir así vestida! La mayor parte de la población hospitalizada eran campesinos y artesanos. Otros, como "el Falso Mutista", don Luis Ortiz (el que lloraba), "el Astrólogo" de la gran nuez y muchos más eran empleados, maestros, delineantes. "La Gran Duquesa" fue institutriz. Y Rosendo López, otro de los mutistas, farmacéutico. Y unos y otros iban vestidos a su modo, pero con ropas propias, según su condición. Y los domingos y festivos procuraban lucir sus mejores galas. ¿Por qué esta excepción con ella? Alicia meditaba en esto para ocultarse a sí misma el origen de su tristeza, bifurcada en dos direcciones: "la visitante de Ignacio Urquieta iba mucho mejor vestida que ella", y "le hubiera apetecido mucho charlar y pasear con el único residente con el que empezaba a congeniar". La inoportuna llegada de esas tres personas le había aguado el paseo, la charla y el día. ¡Buen domingo la esperaba! Llamaron a comer. Volvió a repetirse la escena de otros días (aunque más acentuada, porque la gente estaba más dispersa): los que corrían ávidos, dando bufidos de placer ante la idea del guiso que los esperaba; los que avanzaban indolentes hacia el sacrificio que suponía tener que alimentarse para vivir; los que había que ayudar para que caminaran y los que había que forzar, pues se negaban tercamente a dirigirse al comedor. Aquel día Alicia se sumó al grupo de los indolentes. En su mesa —a la que faltaba, como era de esperar, Ignacio Urquieta— la tratada con insulina estaba cada vez más pálida y alicaída. A Alicia le alarmó su aspecto porque ignoraba en qué consistía la dureza de su tratamiento, y le irritó el silencio del gran majadero sentado a su derecha. Cierto que aquel domingo Alice Gould estaba particularmente proclive a la excitación.
...
—Electroshock.
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—¿Y qué idea tiene él de por qué está aquí ahora?
—Se ha inventado una historia. Cree firmemente que está en el manicomio cumpliendo órdenes
superiores de los Servicios de Información de la Marina, para averiguar si entre los médicos o los
enfermos hay separatistas vascos. Pero ya no tiene órdenes de matarlos, sino simplemente de
denunciarlos. Eso es lo que dice él.
—¡Menos mal! Lo cuenta usted tan a lo vivo como si lo hubiese presenciado.
—No lo presencié. Yo no estaba aquí entonces.
No hizo Alicia comentario alguno, pero se estremeció al oírle repetir que había otro residente con
tres muertes también a sus espaldas: la de su madre, a la que mató a hachazos por creer que se
trataba de una serpiente, y la de dos empleados de hospital: una asistenta social, a la que lanzó
por el hueco de una escalera (y que fue sustituida por Montserrat Castell), y un enfermero al que
acuchilló, confundiéndolos también con animales peligrosos. ¿Sería tal vez el propio Urquieta el
protagonista de esta historia? La sola posibilidad de que así fuese y alejarse con él por aquellas
soledades, que ya se entreveían tras las rejas, la dejó sin habla.
—Fue una campesina —comentó él cual si leyera sus pensamiento y quisiese tranquilizarla—.
Hoy ya está sana. ¡Es un encanto de mujer! ¿No la conoce usted? Se llama Teresa Carballeira:
uña gallega muy cordial y agradable.
—¡No será nuestra compañera de mesa! ¡Usted me la presentó con un nombre muy parecido!
—No. Nuestra charlatana compañera se apellida Maqueira. Y no le interesa hablar con los
humanos, porque las conversaciones que mantiene con los extraterrestres son mucho más
interesantes e instructivas. También es una paranoica.
—Parece tan normal... murmuró Alicia.
—Todos los paranoicos parecen muy normales —dijo él mirándola descaradamente a la cara.
—Y si la asesina de su madre ya está sana, ¿por qué no la reintegran a su casa?
—No tiene casa. Está sola en el mundo. Y aquí vive bien, acogida a la beneficencia. Tiene un
hermano rico que emigró a Argentina, pero éste se niega a hacerse cargo de la homicida de su
madre.
Y añadió:
—Algún día... deberá usted contarme su caso, Alicia.
—No sin que me cuente primero el suyo —respondió ella—. Es usted más antiguo que yo y me
debe esa prioridad. Dígame, Ignacio, ¿cuál era su profesión antes de entrar aquí? ¿A qué se
dedicaba usted?
—Era topógrafo: esos que se dedican a dibujar cómo es un terreno, qué curvas de nivel tienen y
esas cosas. Me entretenía porque soy buen dibujante y matemático. Mi gran ilusión hubiese sido
ser cartógrafo de la Armada.
Se acercaban ya a la salida cuando se oyó una gran voz que decía:
—¡Urquieta, Urquieta, espere!
Volviéronse. Un enfermero gritó desde lejos:
—¡Urquieta! ¡Tiene usted visita!
Dibujóse una gran alegría en la cara del hombre. Alicia procuró que en la suya no se advirtiese la
decepción.
—Perdóneme usted, Alicia; otra vez será...
Y salió corriendo. Sus zancadas eran atléticas, como las de un buen deportista, y sus brazos se
movían rítmicos y acompasados cual los de un gimnasta. Antes de llegar al edificio central, se
detuvo ante la presencia de tres personas —dos hombres y una mujer— y cayó en brazos del
mayor de los varones. Por su vestimenta parecían gentes de la clase media acomodada. Sintió
envidia Alicia por el buen corte del vestido de la mujer y, sin mirar más, siguió caminando sola.
¿Qué razón había para que no le devolvieran sus trajes y sus objetos de tocador? —pensó—.
¡Era humillante para ella ir así vestida! La mayor parte de la población hospitalizada eran campesinos y artesanos. Otros, como "el Falso Mutista", don Luis Ortiz (el que lloraba), "el Astrólogo" de la gran nuez y muchos más eran empleados, maestros, delineantes. "La Gran Duquesa" fue institutriz. Y Rosendo López, otro de los mutistas, farmacéutico. Y unos y otros iban vestidos a su modo, pero con ropas propias, según su condición. Y los domingos y festivos procuraban lucir sus mejores galas. ¿Por qué esta excepción con ella? Alicia meditaba en esto para ocultarse a sí misma el origen de su tristeza, bifurcada en dos direcciones: "la visitante de Ignacio Urquieta iba mucho mejor vestida que ella", y "le hubiera apetecido mucho charlar y pasear con el único residente con el que empezaba a congeniar". La inoportuna llegada de esas tres personas le había aguado el paseo, la charla y el día. ¡Buen domingo la esperaba! Llamaron a comer. Volvió a repetirse la escena de otros días (aunque más acentuada, porque la gente estaba más dispersa): los que corrían ávidos, dando bufidos de placer ante la idea del guiso que los esperaba; los que avanzaban indolentes hacia el sacrificio que suponía tener que alimentarse para vivir; los que había que ayudar para que caminaran y los que había que forzar, pues se negaban tercamente a dirigirse al comedor. Aquel día Alicia se sumó al grupo de los indolentes. En su mesa —a la que faltaba, como era de esperar, Ignacio Urquieta— la tratada con insulina estaba cada vez más pálida y alicaída. A Alicia le alarmó su aspecto porque ignoraba en qué consistía la dureza de su tratamiento, y le irritó el silencio del gran majadero sentado a su derecha. Cierto que aquel domingo Alice Gould estaba particularmente proclive a la excitación.
...
"G" LA LLUVIA II
...
—Es un recuperado.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que estuvo en "la Jaula de los Leones" muchos años y los médicos consiguieron sacarle
adelante. Y esperan curarle totalmente. Está aquí por orden judicial: mató a tres hombres.
—¿Ese... mató a tres?
—Sí, y no es el único "compañero" que ha dejado tres fiambres a sus espaldas. Este es natural
de Bilbao, igual que yo. Era maquinista de la marina. Hizo la guerra en un "bou", y no sé bien por
qué acción obtuvo la Medalla Militar Individual. En los años de la posguerra y cuando España
estuvo acosada para intervenir en la guerra mundial, un día creyó recibir la orden "de mente a
mente" del almirante jefe de la Armada para que matase a dos marineros y a un suboficial,
porque eran separatistas vascos. El, como marino disciplinado, obedeció las órdenes con una
frialdad pasmosa, y los degolló uno tras otro. Cuando creyó que iban a condecorarlo y
ascenderlo, le formaron un tribunal militar, que le declaró irresponsable y le mandaron aquí. ¡Se
lo voy a presentar!
—No, por favor: me da miedo.
Ya era tarde. Habían llegado cerca de ellos. Y los dos videntes los contemplaban, con ademán
de saludarlos, mientras el ciego de la buena voz mordía desesperadamente el puño de su
bastón.
—Por fin tengo ocasión de saludar a "la nueva" —dijo amistosamente el triple asesino,
tendiéndole la mano—. Da gusto tener entre nosotros a una mujer tan guapa.
—¡Y tan inteligente! —añadió el amigo de los espacios siderales, haciendo reverencias tan
extravagantes que parecían cabriolas.
—¿Cómo se encuentra, Maestro?
—¡Mejor que nunca! ¡Estoy a punto de dar la gran campanada entre los astrónomos del mundo!
—Vamos a aprovechar el día dando un paseo —murmuró Alice Gould, deseando alejarse. Y
dirigiéndose al ciego, añadió:
—Le he oído cantar esta mañana. Tiene usted una voz excelente. El ciego rió halagado, y
respondió tartamudeando:
—Se... se... se... aagradece.
Y dio tal bocado al puño de su bastón, que parecía milagroso no se quedara sin dientes.
Se acercaron lentamente hacia la verja. Anhelaba Altee verse ya al otro lado. Le apetecía mover
las piernas, hacer ejercicio, cansarse. Y le agradaba la compañía de Ignacio Urquieta.
—Me dejó usted helada cuando me dijo que el hombre del traje azul había matado a tres
compañeros suyos en la Marina. ¡Parece absolutamente normal! ¿Cómo se llama?
—Norberto Machimbarrena.
Ignacio le explicó que cuando ingresaron al tal Norberto, acompañado de dos oficiales de la
Marina de Guerra y dos loqueros, su violencia impresionaba incluso a los más experimentados y
curtidos: mordía, golpeaba, pataleaba y sus alaridos se oyeron hasta en el pueblo vecino. Hubo
que ponerle una inyección y dormirle. Cuando despertó, estaba atado en "la Jaula de los
Leones". Creía firmemente que había sido
apresado por los separatistas —a cuyos tres espías dio muerte— y que le querían torturar para
arrancarle altos secretos militares. Y él prefería dejarse matar antes que traicionar a España. Su
violencia era tal, cuando le daban los ataques, que se necesitaban tres enfermeros corpulentos
para reducirle.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Alicia.
—Más de treinta años. Cinco que permaneció encerrado y un cuarto de siglo que goza de
semilibertad. Ahora ya no es peligroso.
—¿Qué enfermedad es la suya?
—Paranoia, que es, por cierto, prácticamente incurable, salvo alguna rara excepción. ¡Y él puede
ser una de ellas!
...
G LA LLUVIA
Cuatro días estuvo Alicia sin ver a su compañero de mesa Ignacio Urquieta. Cuatro días solemnemente aburridos, porque el tiempo estaba desapacible y tormentoso, con lo que no podía pasear por el parque; a lo que se sumaba que hubo dos días seguidos de fiesta, con lo que quedaron interrumpidas sus sesiones de psicoterapia con don César Arellano. Y, por añadidura, al faltar Ignacio Urquieta, las horas del yantar se hacían especialmente tediosas, pues nadie hablaba: la tratada con insulina porque se encontraba débil; Carolo Bocanegra, porque no quería, y ella porque no tenía con quién. Con lo que su mesa estaba compuesta por una mediomutista, un falso mutista y una mutista a la fuerza. Sus investigaciones proseguían por el procedimiento de exclusión. Mas eran tantas las caras nuevas que descubría cotidianamente, que su trabajo se hacía especialmente difícil: unos eran nuevos para ella, simplemente porque las primeras semanas sus ojos sólo se posaban en las personalidades excepcionales, sin que su atención se hubiese fijado en los demás. Otros le parecían "nuevos", porque los días o las semanas precedentes estuvieron recluidos y sometidos a tratamiento intenso, como lo estaban ahora el que soñaba despierto y "la Duquesa de Pitiminí". Otros, en fin, por serlo realmente, cual era el caso de los recién ingresados. Con esto y con todo, las comprobaciones complementarias no podría realizarlas mientras no regresara su cómplice en aquella investigación: Samuel Alvar. El primer domingo que hubo misa —porque los dos anteriores el capellán se hallaba ausente y no se encontró sustituto—, le dio ocasión de anotar en su memoria algunas observaciones. La primera, puramente visual y de conjunto: su reafirmación de que en un manicomio hay más gordos —radical y definitivamente gordos— que en cualquiera otra comunidad. Mujeres que sobrepasaban los ciento veinte kilos había muchas, y hombres lo mismo. La segunda que (aun no asistiendo a misa ninguno de los oscilantes graves) eran muchas las personas que se balanceaban: que fue una de las cosas que más le llamó la atención el primer día. La tercera, de carácter crítico e intelectual, fue la cortedad de luces y la necedad congénita del capellán, quien pronunció frases que merecían pasar a esa antología de lo que no debe ser dicho, de que tanto le hablaba su padre. Como estas palabras: "aunque algunos, y aun muchos de vosotros, sois como arbolitos, sólo capaces de vegetar..."; o bien, "¡Cuánta impiedad, cuánto vicio entre vosotros que violáis las leyes de un Dios que tanto bien os he hecho!". La bondad de Dios —pensó Alicia— es inescrutable. Y la justicia divina no es de este mundo, sino del otro. Ella creía firmemente que en un incógnito "más allá" se restablecería la balanza de la justicia. Pero entretanto no podía decirse que aquellos pobres entes —esquizofrénicos, paranoicos, idiotas, epilépticos, ciegos— ¡fueran precisamente unos privilegiados de la Providencia! La indignación de Alicia al escuchar esta homilía fue tan grande que escribió una carta al obispo de la diócesis denunciando la improcedencia de las frases de este eclesiástico, que carecía de sensibilidad para medir la inadecuación de sus palabras con el auditorio al que iban dirigidas. Cerca de ella, Montserrat Castell, arrodillada (y la cara cubierta por las manos) debía de sufrir, supuso Alicia, tanto como ella al escuchar un sermón tan carente de caridad cuanto de prudencia. Comenzaron unas monjitas a cantar, y el pueblo fiel a corearlas. ¡Pueblo fiel, sin duda, cuando atendía a tales pastores! Los locos cantaban bien. Sobre el fondo de las voces de las mujeres había dos, muy bien timbradas, de hombre, y una tercera que hacía florituras, entre las pausas, un tanto extravagantes, bien es cierto —pues imitaba instrumentos musicales que allí no había— , pero con indudable buen oído y habilidad. Alicia descubrió que esas intervenciones "extras" correspondían a su amigo "El autor de la teoría de los nueve universos", y que una de las bellas voces timbradas era la del ciego mordedor de bastones, quien —apenas cesó el canto— se salió al exterior a fumar un cigarrillo, aunque regresó, dando trompicones y bastonazos, en cuanto se reanudó la música:
ceremonia que realizó media docena de veces. Lo que no acertaba Alicia a descubrir era a quién pertenecía la segunda voz varonil que tanto le agradaba: voz de barítono, profunda, pastosa, excelentemente bien modulada. Cuando la descubrió, no supo si reír o llorar. ¡Quien así cantaba era el Falso Mutista, su compañero de mesa, el que —según propia manifestación expresada por escrito— no hablaba "porque no le daba la gana"! ¡Qué insondables misterios los del alma! Si otras veces quedó aturdida —por la visión de "la Jaula de los Leones" o el salto de tigre de "su niño"—, ahora no acababa de entender que un hombre con aquella voz y excelente dicción, se negara a hablar, pudiendo hacerlo. Recordó Alicia las palabras de Montserrat Castell días pasados, quien la explicó que así como hay mutistas que no hablan porque no pueden y otros porque no quieren, del mismo modo había quietistas que no se mueven por tener estropeado el cable por donde el cerebro transmite órdenes a los músculos; pero que había otros que no se movían jamás porque no querían. "El Hombre de Cera" pertenecía a la alcurnia de los primeros. Mas había otros "hombres estatuas" que se habían hecho voluntariamente profesionales de la quietud, servidores lealísimos de la inmovilidad. —Si su parálisis es fingida —comentó Alicia— no están enfermos. Son simples simuladores. Montserrat replicó: —¡Claro que están enfermos! Los unos lo son de la mente. Los otros, de la voluntad. Meditó Alicia estas palabras. Los "quietos" voluntarios ¿intentarían por ventura parodiar a la Muerte —la Eterna Inmóvil— del mismo modo que los niños imitan lo que desean? También los antiguos (esos niños de la humanidad) pintaban sus anhelos. El bisonte y el ciervo de las cuevas de Altamira eran con gran probabilidad una manifestación artística cuya traducción era el hambre. La "quietud" del loco, su inacción, su estatismo, ¿se debería, tal vez, a una imitación de la eterna parálisis del muerto? Pensaba en ello y se le encogía el corazón. Lentamente, progresivamente, el gran enigma de la locura se iba abriendo paso en su interés y sensibilidad. Al salir de misa brillaba el sol; las nubes tormentosas habían desaparecido, y vio avanzar hacia ella, feliz, confiado, animoso, a Ignacio Urquieta. No puede decirse, de manera general, que los muy locos son más feos y los menos locos más armoniosos, pues ahí estaba, para contradecir esta idea, el ejemplo de "Los tres niños", que eran positivamente guapos; sobre todo la joven péndulo que, siendo la más bonita, era la más afectada por la idiotez. Pero sí era cierto que los morros abultados, las frentes minúsculas, las bocas carnosas y abiertas, las orejas voladoras, los pómulos mongólicos —cuando no los cuerpos deformes— abundaban en la comunidad. Y aquellos que no eran feos ni monstruosos manifestaban su deformidad en sus conductas extravagantes, degeneradas o anuladas. Pero Ignacio Urquieta era un hombre tan bien proporcionado en su compostura como en su aspecto. Y Alicia se preguntaba cuál sería su dolencia, qué hacía allí, quién le encerró y por qué causa. —¡Hace un día espléndido —comentó Urquieta— y está usted presenté: son dos circunstancias que no se han dado nunca juntas y hoy estoy dispuesto a aprovecharlas! —Le he echado de menos estos días en el comedor —respondió Alicia—. La conversación de nuestros compañeros de mesa no, era lo que se dice muy animada. ¿Cómo piensa usted aprovechar las dos circunstancias que dice? —Invitándola a un paseo corto, antes de almorzar, y a otro en regla por la tarde; fuera del sanatorio y monte arriba. —¡Aceptado! —¿Vamos allá? —¡Vamos! Se dirigían hacia la lejana verja de entrada cuando Ignacio se detuvo: —¿Ve usted —le dijo— al hombre vestido de azul, que habla con "el Astrólogo" y con el ciego? —¿El que lleva corbata? —El mismo.
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jueves, 10 de mayo de 2018
F LA HISTORIA DEL "HORTELANO"III
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—Pues aproveche usted mis buenas cualidades docentes —río don César— y siga preguntando. —"El Hombre Elefante", doctor y "el Hombre de Cera" y "el Hortelano": los tres me intrigan, aunque por razones distintas... —Los tres, no obstante, tienen una historia común: son seres abandonados. Sus familias los depositaron aquí, como fardos, y jamás los han visitado, ni enviado algún regalo, ni siquiera preguntaron por ellos... en los últimos cuarenta años. Perdón, rectifico: los dos oligofrénicos son más modernos: el que lleva cuarenta años abandonado es "el Hortelano". Ingresó a los veinte; sanó a los veinticinco. Ya ha cumplido sesenta. —Y al sanar..., ¿por qué no le dejaron libre? —Ninguno de los actuales médicos trabajábamos entonces aquí. Pero conocemos bien la historia, que es ésta: los padres fueron avisados I de que viniesen a recogerle, tal como vinieron a depositarle. Se negaron. Eran gentes modestas, pero no insolventes. Tenían tierras propias y las cultivaban con sus manos. Entonces, como dispone la ley, fue llevado a su pueblo acompañado de un enfermero. A medida que se acercaban al lugar, "el Hortelano" comenzó a sentir una gran agitación, tuvo un acceso súbito de fiebre, vomitó y comenzó a delirar. Con muy buen criterio, el enfermero interrumpió el viaje y tomaron el autobús de regreso. A medida que se acercaban al manicomio, que entonces se denominaba así, la fiebre comenzó a descender, los delirios cesaron y, cuando cruzó la verja de entrada, estaba completamente curado. Tres años después se repitió la experiencia. Esta vez viajó en ferrocarril y, al acercarse a la aldea, quiso tirarse por la ventanilla del tren en marcha. No se volvió a repetir la prueba. El considera éste su hogar. Y aquí quiere vivir y morir. Cuando falleció su padre, unos sobrinos suyos quisieron alzarse con la herencia. El manicomio intervino en nombre y defensa de su residente. Y éste heredó. Y donó todo su dinero al hospital, alegando que no quería nada de una familia que nada quiso de él; y que le bastaba para sus caprichos superfluos con el salario que recibía como jardinero y cuidador de la huerta. Esta es, Alicia, la historia de "el Hortelano". Alice, que había escuchado boquiabierta el relato, no pudo evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos y resbalasen por sus mejillas. —¡Ah, qué boba soy! —protestó contra sí misma, secándose los ojos. —Y ahora, señora de Almenara, voy a decirle los trocitos que ya tengo detectados del alma de Alice Gould. ¿Le interesa conocerlos? Alicia afirmó con la cabeza y le miró expectante. —Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada. Gran lealtad a sus mayores. Deseos de perfección cultural y moral. Sentido de la maternidad. Compasiva frente al sufrimiento ajeno, juicio crítico y autocrítico. Presencia muy activa de su infancia en las líneas actuales de su pensamiento y su conducta, lo que la priva de ciertas defensas para luchar contra maldades ajenas, inconcebibles para ella. Algo altiva, orgullosa; no soberbia. Demasiado segura de sí misma. Excesivamente aventurada en sus juicios, bien que capaz de rectificarlos en el momento mismo en que entienda haber errado. Organismo sano. Gran poder de seducción, que ella conoce y ejerce. Tendencia a mentir o a ocultar algo. Y ahora viene lo más grave de todo: ¡Crasa impotencia de su médico para saber en qué miente o qué es lo que oculta! Pero, ¿qué es eso, Alicia? ¿Está usted llorando? —¡No! —respondió Alice Gould, sin dejar de llorar. —¡Ahí tiene usted su tendencia a mentir! ¿Puedo saber qué es lo que la hace llorar? —¡La historia de "el Hortelano"! —Nueva mentira. —¡Lloro porque no me gustan sus lentes! —Otro embuste. —Lloro... porque tengo ganas de llorar. —¡Ahora ha dicho la verdad!
El caso es que Alice Gould no sabía interpretar su acceso de lágrimas. Pero el doctor Arellano,
sí.
Cuando Alice Gould, un poco turbada, cruzó al otro lado de "la frontera" cayó en la cuenta de
que no había preguntado a don César lo que más le interesaba: saber qué enfermedad padecía
un hombre aparentemente tan equilibrado como Ignacio Urquieta.
La siguiente entrevista que tuvo Alicia con su médico le reservó una gran sorpresa: César
Arellano había prescindido de sus pintorescos lentes de pinza y llevaba unas grandes gafas, con
montura de carey. En efecto, ¡estaba mucho más atractivo!
—Pues aproveche usted mis buenas cualidades docentes —río don César— y siga preguntando. —"El Hombre Elefante", doctor y "el Hombre de Cera" y "el Hortelano": los tres me intrigan, aunque por razones distintas... —Los tres, no obstante, tienen una historia común: son seres abandonados. Sus familias los depositaron aquí, como fardos, y jamás los han visitado, ni enviado algún regalo, ni siquiera preguntaron por ellos... en los últimos cuarenta años. Perdón, rectifico: los dos oligofrénicos son más modernos: el que lleva cuarenta años abandonado es "el Hortelano". Ingresó a los veinte; sanó a los veinticinco. Ya ha cumplido sesenta. —Y al sanar..., ¿por qué no le dejaron libre? —Ninguno de los actuales médicos trabajábamos entonces aquí. Pero conocemos bien la historia, que es ésta: los padres fueron avisados I de que viniesen a recogerle, tal como vinieron a depositarle. Se negaron. Eran gentes modestas, pero no insolventes. Tenían tierras propias y las cultivaban con sus manos. Entonces, como dispone la ley, fue llevado a su pueblo acompañado de un enfermero. A medida que se acercaban al lugar, "el Hortelano" comenzó a sentir una gran agitación, tuvo un acceso súbito de fiebre, vomitó y comenzó a delirar. Con muy buen criterio, el enfermero interrumpió el viaje y tomaron el autobús de regreso. A medida que se acercaban al manicomio, que entonces se denominaba así, la fiebre comenzó a descender, los delirios cesaron y, cuando cruzó la verja de entrada, estaba completamente curado. Tres años después se repitió la experiencia. Esta vez viajó en ferrocarril y, al acercarse a la aldea, quiso tirarse por la ventanilla del tren en marcha. No se volvió a repetir la prueba. El considera éste su hogar. Y aquí quiere vivir y morir. Cuando falleció su padre, unos sobrinos suyos quisieron alzarse con la herencia. El manicomio intervino en nombre y defensa de su residente. Y éste heredó. Y donó todo su dinero al hospital, alegando que no quería nada de una familia que nada quiso de él; y que le bastaba para sus caprichos superfluos con el salario que recibía como jardinero y cuidador de la huerta. Esta es, Alicia, la historia de "el Hortelano". Alice, que había escuchado boquiabierta el relato, no pudo evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos y resbalasen por sus mejillas. —¡Ah, qué boba soy! —protestó contra sí misma, secándose los ojos. —Y ahora, señora de Almenara, voy a decirle los trocitos que ya tengo detectados del alma de Alice Gould. ¿Le interesa conocerlos? Alicia afirmó con la cabeza y le miró expectante. —Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada. Gran lealtad a sus mayores. Deseos de perfección cultural y moral. Sentido de la maternidad. Compasiva frente al sufrimiento ajeno, juicio crítico y autocrítico. Presencia muy activa de su infancia en las líneas actuales de su pensamiento y su conducta, lo que la priva de ciertas defensas para luchar contra maldades ajenas, inconcebibles para ella. Algo altiva, orgullosa; no soberbia. Demasiado segura de sí misma. Excesivamente aventurada en sus juicios, bien que capaz de rectificarlos en el momento mismo en que entienda haber errado. Organismo sano. Gran poder de seducción, que ella conoce y ejerce. Tendencia a mentir o a ocultar algo. Y ahora viene lo más grave de todo: ¡Crasa impotencia de su médico para saber en qué miente o qué es lo que oculta! Pero, ¿qué es eso, Alicia? ¿Está usted llorando? —¡No! —respondió Alice Gould, sin dejar de llorar. —¡Ahí tiene usted su tendencia a mentir! ¿Puedo saber qué es lo que la hace llorar? —¡La historia de "el Hortelano"! —Nueva mentira. —¡Lloro porque no me gustan sus lentes! —Otro embuste. —Lloro... porque tengo ganas de llorar. —¡Ahora ha dicho la verdad!
El caso es que Alice Gould no sabía interpretar su acceso de lágrimas. Pero el doctor Arellano,
sí.
Cuando Alice Gould, un poco turbada, cruzó al otro lado de "la frontera" cayó en la cuenta de
que no había preguntado a don César lo que más le interesaba: saber qué enfermedad padecía
un hombre aparentemente tan equilibrado como Ignacio Urquieta.
La siguiente entrevista que tuvo Alicia con su médico le reservó una gran sorpresa: César
Arellano había prescindido de sus pintorescos lentes de pinza y llevaba unas grandes gafas, con
montura de carey. En efecto, ¡estaba mucho más atractivo!
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F LA HISTORIA DEL "HORTELANO"II
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—La escucho. —Algunos compañeros míos de residencia... me conmueven hondamente; de otros me apasiona su personalidad. ¿Podría usted decirme • qué tienen, cuáles son sus males y si son curables o no? —En algunos casos... sí. Depende de sus preguntas. ¿Quién le interesa más? —Uno de los niños gemelos que se llama Rómulo. Y "la Niña Basculante", que él cree que es su hermana; y el verdadero hermano, Remo, ¡siempre tan triste! —Los tres son oligofrénicos, y en tres grados distintos —respondió el doctor—. La niña es idiota u oligofrénica profunda; Remo, imbécil u oligofrénico medio, y Rómulo, leve, o simplemente débil mental. Este último podría llegar a aprender un oficio y ser socialmente recuperable, siempre que no se entremezclen otras complicaciones a su insuficiencia congénita. Su habilidad mimética me preocupa, así como sus crisis de agresividad. De todos ellos, clínicamente es el más interesante. —¿Por qué, don César? —Porque su dolencia no es pura. Está entremezclada con otros síndromes de diagnóstico muy difícil. Así como la pequeña Alicia... —¿Quién es esa Alicia? —La que usted denomina "la Niña Basculante" se llama Alicia, igual que usted. —¡No lo sabía! —Pues bien, esa pequeña que, como le he dicho, es oligofrénica profunda posee, además, síndromes catatónicos. Está perfectamente diagnosticada. Su idiocia es irreversible. No sufre. No sabe lo que es sufrir. —¡Somos los demás los que sufrimos al verla! —exclamó Alicia—. Me produce una gran pena contemplarla. ¡Y es tan bonita! Su perfil parece el de un camafeo. No es sólo piedad lo que siento por ella, sino una especie de atracción maternal. —Remo es distinto —prosiguió el doctor—. Su tristeza es verdadera. La imbecilidad que padece no es tan grande como para no conocer y darse cuenta de su invalidez. No entiende lo que ocurre en torno suyo... pero entiende que no entiende. Su doble (es decir, su hermano Rómulo) se mueve, gesticula, habla, ríe. ¿Por qué Rómulo sí, y él no? La pregunta no se la formula con esta nitidez, por supuesto. Pero es como una perplejidad difusa y latente que le hace sufrir. Por supuesto, Rómulo, para él, es un ser excepcional. Un sabio que sabe leer y sabe reír: un superhombre. Más he aquí que Rómulo no le reconoce como hermano. ¡Su ídolo no le mira, no le quiere, le ignora! Y esto es lo que aún no está resuelto en el caso de Rómulo. ¿Por qué ha renunciado a su hermano y lo ha sustituido por la niña oligofrénica? Algo hay en ese chico clínicamente impuro que me impide trazar un pronóstico de su evolución. Lo mismo puede ser recuperable que derivar a tendencias asesinas o suicidas. Nadie sabe eso todavía... O al menos yo no lo sé. Dígame, Alicia, esos tres pacientes ¿son los que más le afectan? —Sí. Son los que por su edad podrían ser mis hijos... y... a veces siento... ¡oh, no! ¡Es demasiado estúpido lo que iba a decir! —¡Dígalo, Alicia! No olvide que, mientras hablamos, me está ayudando a trazar su propio diagnóstico. —¡Le digo que es demasiado estúpido, doctor! —Sea sincera conmigo. Y dígame qué es eso que, a veces, siente. —Siento la impresión de que estoy llamada a hacer las veces de su madre. ¡Pero ya le dije que era una necedad! —¿Por qué? —Porque mi marido se ha opuesto siempre a que adoptáramos niños normales. ¡Imagínese si le propusiera adoptar a éstos! Miróla asombrado el médico y meditó un instante... Fue a decir algo y prefirió callar. ¿Olvidaba
esta señora que estaba recluida a petición de su marido, a quien había pretendido envenenar? —También me interesaría saber —continuó Alice Gould sin advertir el gesto de perplejidad que aún quedaba en el doctor— por qué llora tanto y tan desconsoladamente un caballero que llaman don Luis. Su dolor parece sincero y muy hondo. Cuantos le miran se sienten afectados y contagiados por su pena, cuyas causas deben conocer y que yo ignoro. ¿Qué le ha ocurrido en la vida a don Luis? —¿Conoce usted, Alicia, la diferencia que va de una neurosis a una psicosis? —Cuando entré aquí tenía una vaga idea... Por aproximación, imaginaba que la neurosis era algo relacionado con los nervios, y la psicosis con la mente. Pero ahora estoy completamente perdida. —Pues se los voy a explicar con el ejemplo de ese don Luis, que tanto le interesa. Este caballero, que es viudo, cometió una felonía de muchos quilates. Tenía un hijo único a quien quería mucho... lo cual no fue óbice para que cometiera con él una de las tropelías más grandes que un padre puede cometer contra su hijo. Este iba a casarse con una muchacha alemana muy joven y, según se supo después, un tanto ligera de cascos. Pues bien, don Luis la sedujo, y se la llevó a la cama no una sino muchas veces... —¡Qué miserable! —exclamó Alicia sin poder ocultar su indignación. —Se hizo el amante de su futura nuera, a la que dejó preñada. Ella tuvo que acelerar su boda, y, al cabo del tiempo justo, dio a luz una criatura, que todo el mundo considera nieta de don Luis, cuando en realidad es hija suya... ¡y hermana, por tanto, del que toman por su padre! —¡Me deja anonadada, doctor! El tal don Luis, ni por su físico ni por su modo de comportarse parece precisamente un don Juan, ni un felón. ¡Pero es un perfecto canalla! —No se precipite en sus juicios, señora de Almenara. No son los aspectos morales del caso los que ahora nos interesan, sino el proceso de su hipotética neurosis. —¿Por qué dice "neurosis"? —Porque este tipo de dolencias está siempre provocado por vivencias traumatizantes: es decir, por sucesos reales, no imaginarios, que han acaecido en la historia del sujeto: sucesos, lo suficientemente poderosos como para haber modificado la mente y la conducta de individuos que antes eran normales. El arrepentimiento, el horror de la infamia cometida, la vergüenza de enfrentarse con su hijo injuriado, el pensar constantemente en ello le trastornaron de tal modo que hoy es el pobre diablo enfermo que usted conoce. Pensamos que padecía una depresión reactiva cronificada, y como tal iniciamos el tratamiento, con grandes esperanzas de recuperarlo. Pero el paciente no mejoró. ¡Lo suyo no era una neurosis! —¿No era una neurosis? ¡Merecía serlo, porque la bellaquería que cometió contra su hijo... era como para traumatizar a cualquiera! —No cometió infamia alguna... —¿No considera una canallada, una bribonada incalificable lo que...? —No. Por la sencilla razón de que es mentira... —No entiendo. —El no tuvo nunca amores con su futura nuera; no le hizo un crío; no engañó a su hijo. La niña que todos consideran que es su nieta... ¡es su nieta en efecto! ¿Me comprende usted ahora...? —¡Ahhh...! —dijo Alice Gould; y volvió a exclamar "¡ahhh...!", y, al final—: No. No lo entiendo. —Toda esa historia que él nos contó, puesto que ingresó aquí voluntariamente y no por solicitud de ningún familiar... ¡es falsa! El cree que es verdadera. Lo cree a pie juntillas. Pero es una idea delirante. De haber sido cierta, su diagnóstico sería: neurosis, y en su caso neurastenia. Al ser falsa, su diagnóstico es psicosis y, en su caso, psicosis depresiva endógena. —Me ha dejado usted fascinada... ¡Qué bien me lo ha explicado, doctor! No sólo es usted un gran clínico, como dice Montserrat Castell, sino un gran profesor. A pocas lecciones como éstas, conseguiré doctorarme en psiquiatría.
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—La escucho. —Algunos compañeros míos de residencia... me conmueven hondamente; de otros me apasiona su personalidad. ¿Podría usted decirme • qué tienen, cuáles son sus males y si son curables o no? —En algunos casos... sí. Depende de sus preguntas. ¿Quién le interesa más? —Uno de los niños gemelos que se llama Rómulo. Y "la Niña Basculante", que él cree que es su hermana; y el verdadero hermano, Remo, ¡siempre tan triste! —Los tres son oligofrénicos, y en tres grados distintos —respondió el doctor—. La niña es idiota u oligofrénica profunda; Remo, imbécil u oligofrénico medio, y Rómulo, leve, o simplemente débil mental. Este último podría llegar a aprender un oficio y ser socialmente recuperable, siempre que no se entremezclen otras complicaciones a su insuficiencia congénita. Su habilidad mimética me preocupa, así como sus crisis de agresividad. De todos ellos, clínicamente es el más interesante. —¿Por qué, don César? —Porque su dolencia no es pura. Está entremezclada con otros síndromes de diagnóstico muy difícil. Así como la pequeña Alicia... —¿Quién es esa Alicia? —La que usted denomina "la Niña Basculante" se llama Alicia, igual que usted. —¡No lo sabía! —Pues bien, esa pequeña que, como le he dicho, es oligofrénica profunda posee, además, síndromes catatónicos. Está perfectamente diagnosticada. Su idiocia es irreversible. No sufre. No sabe lo que es sufrir. —¡Somos los demás los que sufrimos al verla! —exclamó Alicia—. Me produce una gran pena contemplarla. ¡Y es tan bonita! Su perfil parece el de un camafeo. No es sólo piedad lo que siento por ella, sino una especie de atracción maternal. —Remo es distinto —prosiguió el doctor—. Su tristeza es verdadera. La imbecilidad que padece no es tan grande como para no conocer y darse cuenta de su invalidez. No entiende lo que ocurre en torno suyo... pero entiende que no entiende. Su doble (es decir, su hermano Rómulo) se mueve, gesticula, habla, ríe. ¿Por qué Rómulo sí, y él no? La pregunta no se la formula con esta nitidez, por supuesto. Pero es como una perplejidad difusa y latente que le hace sufrir. Por supuesto, Rómulo, para él, es un ser excepcional. Un sabio que sabe leer y sabe reír: un superhombre. Más he aquí que Rómulo no le reconoce como hermano. ¡Su ídolo no le mira, no le quiere, le ignora! Y esto es lo que aún no está resuelto en el caso de Rómulo. ¿Por qué ha renunciado a su hermano y lo ha sustituido por la niña oligofrénica? Algo hay en ese chico clínicamente impuro que me impide trazar un pronóstico de su evolución. Lo mismo puede ser recuperable que derivar a tendencias asesinas o suicidas. Nadie sabe eso todavía... O al menos yo no lo sé. Dígame, Alicia, esos tres pacientes ¿son los que más le afectan? —Sí. Son los que por su edad podrían ser mis hijos... y... a veces siento... ¡oh, no! ¡Es demasiado estúpido lo que iba a decir! —¡Dígalo, Alicia! No olvide que, mientras hablamos, me está ayudando a trazar su propio diagnóstico. —¡Le digo que es demasiado estúpido, doctor! —Sea sincera conmigo. Y dígame qué es eso que, a veces, siente. —Siento la impresión de que estoy llamada a hacer las veces de su madre. ¡Pero ya le dije que era una necedad! —¿Por qué? —Porque mi marido se ha opuesto siempre a que adoptáramos niños normales. ¡Imagínese si le propusiera adoptar a éstos! Miróla asombrado el médico y meditó un instante... Fue a decir algo y prefirió callar. ¿Olvidaba
esta señora que estaba recluida a petición de su marido, a quien había pretendido envenenar? —También me interesaría saber —continuó Alice Gould sin advertir el gesto de perplejidad que aún quedaba en el doctor— por qué llora tanto y tan desconsoladamente un caballero que llaman don Luis. Su dolor parece sincero y muy hondo. Cuantos le miran se sienten afectados y contagiados por su pena, cuyas causas deben conocer y que yo ignoro. ¿Qué le ha ocurrido en la vida a don Luis? —¿Conoce usted, Alicia, la diferencia que va de una neurosis a una psicosis? —Cuando entré aquí tenía una vaga idea... Por aproximación, imaginaba que la neurosis era algo relacionado con los nervios, y la psicosis con la mente. Pero ahora estoy completamente perdida. —Pues se los voy a explicar con el ejemplo de ese don Luis, que tanto le interesa. Este caballero, que es viudo, cometió una felonía de muchos quilates. Tenía un hijo único a quien quería mucho... lo cual no fue óbice para que cometiera con él una de las tropelías más grandes que un padre puede cometer contra su hijo. Este iba a casarse con una muchacha alemana muy joven y, según se supo después, un tanto ligera de cascos. Pues bien, don Luis la sedujo, y se la llevó a la cama no una sino muchas veces... —¡Qué miserable! —exclamó Alicia sin poder ocultar su indignación. —Se hizo el amante de su futura nuera, a la que dejó preñada. Ella tuvo que acelerar su boda, y, al cabo del tiempo justo, dio a luz una criatura, que todo el mundo considera nieta de don Luis, cuando en realidad es hija suya... ¡y hermana, por tanto, del que toman por su padre! —¡Me deja anonadada, doctor! El tal don Luis, ni por su físico ni por su modo de comportarse parece precisamente un don Juan, ni un felón. ¡Pero es un perfecto canalla! —No se precipite en sus juicios, señora de Almenara. No son los aspectos morales del caso los que ahora nos interesan, sino el proceso de su hipotética neurosis. —¿Por qué dice "neurosis"? —Porque este tipo de dolencias está siempre provocado por vivencias traumatizantes: es decir, por sucesos reales, no imaginarios, que han acaecido en la historia del sujeto: sucesos, lo suficientemente poderosos como para haber modificado la mente y la conducta de individuos que antes eran normales. El arrepentimiento, el horror de la infamia cometida, la vergüenza de enfrentarse con su hijo injuriado, el pensar constantemente en ello le trastornaron de tal modo que hoy es el pobre diablo enfermo que usted conoce. Pensamos que padecía una depresión reactiva cronificada, y como tal iniciamos el tratamiento, con grandes esperanzas de recuperarlo. Pero el paciente no mejoró. ¡Lo suyo no era una neurosis! —¿No era una neurosis? ¡Merecía serlo, porque la bellaquería que cometió contra su hijo... era como para traumatizar a cualquiera! —No cometió infamia alguna... —¿No considera una canallada, una bribonada incalificable lo que...? —No. Por la sencilla razón de que es mentira... —No entiendo. —El no tuvo nunca amores con su futura nuera; no le hizo un crío; no engañó a su hijo. La niña que todos consideran que es su nieta... ¡es su nieta en efecto! ¿Me comprende usted ahora...? —¡Ahhh...! —dijo Alice Gould; y volvió a exclamar "¡ahhh...!", y, al final—: No. No lo entiendo. —Toda esa historia que él nos contó, puesto que ingresó aquí voluntariamente y no por solicitud de ningún familiar... ¡es falsa! El cree que es verdadera. Lo cree a pie juntillas. Pero es una idea delirante. De haber sido cierta, su diagnóstico sería: neurosis, y en su caso neurastenia. Al ser falsa, su diagnóstico es psicosis y, en su caso, psicosis depresiva endógena. —Me ha dejado usted fascinada... ¡Qué bien me lo ha explicado, doctor! No sólo es usted un gran clínico, como dice Montserrat Castell, sino un gran profesor. A pocas lecciones como éstas, conseguiré doctorarme en psiquiatría.
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F LA HISTORIA DEL "HORTELANO"
DURANTE TODOS AQUELLOS DÍAS, Alicia no pudo, sino muy ocasionalmente, cumplir el horario normal de los demás recluidos. Pasaba más tiempo del lado de "allá" de "la frontera" que del lado de acá. Se le hicieron exámenes de orina y diversos de sangre; se le midió la tensión arterial antes y después de las comidas, así como antes y después de un ejercicio violento— previamente programado—; las funciones de su hígado, corazón y pulmones fueron medidas, controladas y sopesadas. Al fin, se le hizo un electroencefalograma. —Muchas dolencias mentales —le explicaba más tarde don César Arellano— tienen su origen en lesiones o perturbaciones somáticas. —¿Que quiere decir "somático"? —He querido decir que muchas enfermedades psíquicas están producidas por causas fisiológicas: tumores cerebrales, excesos glandulares, número defectuoso de hormonas. Y es muy importante averiguar esto porque, llegado el momento de medicar, lo que es bueno para conseguir una reacción concreta, puede ser perjudicial para la deficiencia o la lesión funcional del individuo. De modo que todas las perrerías que le estamos haciendo a usted tienen una utilidad excepcional para... —Para almacenar trocitos del alma dé Alice Gould —respondió ésta—. Y esperar a que el doctor Alvar recomponga el puzzle, a su regreso. Las entrevistas Almenara Arellano (tres o cuatro semanales) tenían sin duda un fondo psicoterapéutico. Eran especies de psicoanálisis de otro estilo a los habituales. Pero lo cierto es que se parecían mucho más a una tertulia social o a una reunión entre viejos amigos. Cuando Alicia entraba, ya estaba preparada una bandeja con tetera, pastas y golosinas. Y charlaban de Historia, Religión, Arte, Política, Educación o viajes por países exóticos, por no agotar la lista variadísima de temas. El médico preguntaba, planteaba la cuestión y no intervenía más que para provocar a Alicia a hablar. No era tampoco extraño que fuera él quien tomara la palabra sobre temas muy concretos —sexuales, agresivos, milagros, visiones, alucinaciones—, en cuyo caso hundía la mirada en ella para leer en su alma la reacción que le producía. A Alicia le gustaba mucho este hombre. Era sin duda un gran médico. Pero también le agradaba el individuo: irradiaba autoridad y su sosiego era venturosamente contagioso. Una tarde que entró en su despacho visiblemente alterada (porque la mujer de los morritos la abofeteó y la llamó "monja sacrílega") se tranquilizó con sólo verle sonreír y sonrojarse. Era realmente sorprendente este fenómeno. César Arellano, con todo su aplomo y su edad y su prestigio, era un tímido congénito y se sonrojaba cada vez que estrechaba su mano. Una tarde le dijo: —Hoy, Alicia, va a ser usted quien fije el tema de nuestra charla. —¿Aunque mis preguntas sean indiscretas? —¡Aunque sean indiscretas! —¿Y si son impertinentes? —¡Aunque lo sean! —Pues bien, doctor. No me gustan nada esos lentes que usted usa, que le pinchan la nariz y que acabarán dejándole dos marcas o dos llagas junto a los ojos. Debería usar gafas grandes de carey y bifocales, para no quitárselas y volvérselas a poner continuamente, según mire de cerca o de lejos. Y además estaría usted mucho más guapo e interesante.
Rió el doctor Arellano de buena gana.
—¡Le juro, señora de Almenara, que a pesar de mi larga experiencia clínica, nunca he tenido un
paciente que osara hacerme esa observación!
—Es que tampoco ha tenido una paciente que le admirara y apreciara tanto como yo —dijo Alicia
a modo de disculpa cortés—. Bien. Esto era sólo la impertinencia. Ahora voy con las
indiscreciones.
...
miércoles, 9 de mayo de 2018
E - LOS TESTS IV
...
—Para mí está muy claro —dijo—. ¡Es un ángel con las alas plegadas, quieto; y sus pies
descansan en una nube!
En la segunda lámina, Alicia vio un árbol de Navidad con múltiples regalos y velas, y lucecitas
encendidas colocadas arbitrariamente... pero con sentido armónico.
En el tercero, dos cachorros de perro frente por frente, olfateándose los morros.
En el cuarto, un tiesto de cerámica valenciana con azaleas florecidas. En los siguientes, el
océano fotografiado desde el borde de una playa y dos veleros idénticos cerca del horizonte; una
ánfora griega, dos gatos de angora; un sauce; dos cabezas siamesas, unidas por el cráneo y fu
mando en pipa; y por último —"¡está clarísimo!", confirmó— una caracola de las que, si se aplica
al oído, se oye el murmullo lejano y misterioso del mar.
—¿Usted no ve lo mismo que yo?
—¡Nadie ve lo mismo, Alicia!
—No lo entiendo...
—Le leeré las respuestas de "A" y "B", respecto a las mismas figuras: el primero un enfermo con
gran tendencia a la agresividad y "B" una mujer con manías de grandeza y obsesiones sexuales.
Lo que usted ha visto como un ángel, "A" lo vio como Drácula, con los pies en un charco de
sangre, y "B", una diadema de la corona imperial; su árbol de Navidad, para "A" es un cuchillo de
monte apuntado hacia arriba y sus velas encendidas salpicaduras de sangre; para "B", en
cambio, era el estandarte de un ejército victorioso. Sus inocentes cachorrillos, para "A" eran dos
hombres amenazándose, y para "B", dos lesbianas besándose. Su siameses fumando en pipa,
para "A" son dos duelistas de espaldas, con los revólveres preparados, esperando que el juez
los mande separarse, andar unos pasos, volverse y disparar; y para "B", es un acto lascivo en
triángulo, de dos hombres con una sola mujer. Su caracola de mar, para "A" es una granada de
mano —¡de nuevo manchada de sangre!— y para "B", una postura erótica, que ella denomina
"amor en tornillo", descrito, según ella, en el KamaSutra.
—Me temo que ya sé quién es "B" —murmuró Alice.
—Yo no puedo decírselo —aseguró formalmente Montserrat—. ¿Quién piensa usted que es?
—Una vieja insoportable, máquina incansable dé incoherencias, que se cree nacida de los
cuernos de la Luna, que le gusta disfrazarse y quiere que los demás la soben para comprobar lo
duras y jóvenes que están sus carnes.
—Ya sé a quién se refiere usted. Le han puesto como apodo la Duquesa de Pitiminí. Esa pobre
mujer fue institutriz de una familia exiliada rusa. Acaba de tener una crisis aguda... y ahora está
recluida bajo un tratamiento muy severo. Parece ser que está reaccionando bien. ¡Pronto se
pondrá buena!
—¿Es ella la que respondió al test?
—Ya le dije, Alicia, que no puedo decírselo. ¡Y ahora vamos a hacer un poco de gimnasia!
—¿Me está usted hablando en serio, Montserrat?
—Ya lo creo que hablo en serio. Procure usted imitar mis movimientos. Brazos arriba, pies
juntos. ¡Uno! ¡Manos a las rodillas! ¡Dos: arriba! ¡Tres: manos a los tobillos! ¡Cuatro: arriba!
¡Cinco: manos al suelo! ¡Seis: arriba! Muy bien, Alicia. No creo que tenga usted problemas
psicomotores. Imite ahora todo lo que yo haga...
Hubo flexiones de piernas, cintura, cuello, brazos en aspa, falsa bicicleta... hasta que Montserrat
quedó agotada.
—¡Por favor, querida —suplicó Alice Gould—, oblígueme a hacer esto a diario! ¡Me conviene
para guardar la línea!
—Basta por hoy. Dígame muy despacio: Trescientos treinta y tres millones de tigres. Repitióselo
Alicia y comentó:
—Sé un trabalenguas en francés... ¡divino! ¿Le interesa?
—¡Me interesa!
La fonética de lo que oyó Montserrat sonaba así: sisonsisúsansisú,
susesonsusisisonsisosisonsos.
—Pero ¿qué galimatías es ése?
—Quiere decir: "Seiscientos seis borrachos sin seis perras chicas chupaban sin recelo
seiscientas seis salchichas sin salsa". Pero éste, en inglés, todavía es mejor:
"Shiselsishelsondesishor", que si lo escribe usted con su ortografía correcta y separa
debidamente las palabras significa: "Ella vende conchas en la playa".
—¡De modo que tampoco padece usted trastornos de lenguaje!
—¡Me temo que no!
—¡Es usted insoportablemente perfecta!
—¡Créame qué lo siento!
Estuvieron cerca de una hora más charlando, comentando, aclarando. Cuando al cabo de este
tiempo —y tras las puntuaciones y correcciones necesarias— penetró Montserrat con los
resultados en el despacho del doctor Arellano, éste la recibió malhumorado:
—Ya sé lo que va usted a decirme: "Alice Gould de Almenara: Personalidad superior, espíritu
exquisito, altamente cultivada. Carece de taras visibles". ¿No es eso?
—En efecto, doctor —respondió Montserrat muy molesta—. ¡Personalidad superior, espíritu
exquisito, altamente cultivada! ¿Quiere que modifique el psicograma sólo por capricho?
—¿Deterioro por la edad?
—¡Su coeficiente queda muy por encima del que le corresponde!
—¿Alguna observación particular?
—Sí. Fuerte influencia de su propia infancia. Gran lealtad al recuero de su padre. Y, en su
conjunto, cierta inocencia, ¡no sé cómo explicarme!, cierta candidez. Hay en ella algunos rasgos
de ingenuidad: de falta de astucia. Pero, por Dios, doctor... ¡nada de complejo de Electra! ¡Adora
el recuerdo de su madre! No puede medirse la interioridad de esta señora como lo hubiese
hecho Freud... pongamos por caso. ¡No sé si me he explicado bien! El doctor rompió a reír:
—¿No le gusta Freud, Montserrat?
—Me temo que no.
—Ya somos al menos tres personas que pensamos igual —comentó jocosamente el doctor
Arellano.
—¿Tres? —preguntó asombrada Montserrat Castell.
—Sí, tres. Usted, yo... y Alice Gould.
—Para mí está muy claro —dijo—. ¡Es un ángel con las alas plegadas, quieto; y sus pies
descansan en una nube!
En la segunda lámina, Alicia vio un árbol de Navidad con múltiples regalos y velas, y lucecitas
encendidas colocadas arbitrariamente... pero con sentido armónico.
En el tercero, dos cachorros de perro frente por frente, olfateándose los morros.
En el cuarto, un tiesto de cerámica valenciana con azaleas florecidas. En los siguientes, el
océano fotografiado desde el borde de una playa y dos veleros idénticos cerca del horizonte; una
ánfora griega, dos gatos de angora; un sauce; dos cabezas siamesas, unidas por el cráneo y fu
mando en pipa; y por último —"¡está clarísimo!", confirmó— una caracola de las que, si se aplica
al oído, se oye el murmullo lejano y misterioso del mar.
—¿Usted no ve lo mismo que yo?
—¡Nadie ve lo mismo, Alicia!
—No lo entiendo...
—Le leeré las respuestas de "A" y "B", respecto a las mismas figuras: el primero un enfermo con
gran tendencia a la agresividad y "B" una mujer con manías de grandeza y obsesiones sexuales.
Lo que usted ha visto como un ángel, "A" lo vio como Drácula, con los pies en un charco de
sangre, y "B", una diadema de la corona imperial; su árbol de Navidad, para "A" es un cuchillo de
monte apuntado hacia arriba y sus velas encendidas salpicaduras de sangre; para "B", en
cambio, era el estandarte de un ejército victorioso. Sus inocentes cachorrillos, para "A" eran dos
hombres amenazándose, y para "B", dos lesbianas besándose. Su siameses fumando en pipa,
para "A" son dos duelistas de espaldas, con los revólveres preparados, esperando que el juez
los mande separarse, andar unos pasos, volverse y disparar; y para "B", es un acto lascivo en
triángulo, de dos hombres con una sola mujer. Su caracola de mar, para "A" es una granada de
mano —¡de nuevo manchada de sangre!— y para "B", una postura erótica, que ella denomina
"amor en tornillo", descrito, según ella, en el KamaSutra.
—Me temo que ya sé quién es "B" —murmuró Alice.
—Yo no puedo decírselo —aseguró formalmente Montserrat—. ¿Quién piensa usted que es?
—Una vieja insoportable, máquina incansable dé incoherencias, que se cree nacida de los
cuernos de la Luna, que le gusta disfrazarse y quiere que los demás la soben para comprobar lo
duras y jóvenes que están sus carnes.
—Ya sé a quién se refiere usted. Le han puesto como apodo la Duquesa de Pitiminí. Esa pobre
mujer fue institutriz de una familia exiliada rusa. Acaba de tener una crisis aguda... y ahora está
recluida bajo un tratamiento muy severo. Parece ser que está reaccionando bien. ¡Pronto se
pondrá buena!
—¿Es ella la que respondió al test?
—Ya le dije, Alicia, que no puedo decírselo. ¡Y ahora vamos a hacer un poco de gimnasia!
—¿Me está usted hablando en serio, Montserrat?
—Ya lo creo que hablo en serio. Procure usted imitar mis movimientos. Brazos arriba, pies
juntos. ¡Uno! ¡Manos a las rodillas! ¡Dos: arriba! ¡Tres: manos a los tobillos! ¡Cuatro: arriba!
¡Cinco: manos al suelo! ¡Seis: arriba! Muy bien, Alicia. No creo que tenga usted problemas
psicomotores. Imite ahora todo lo que yo haga...
Hubo flexiones de piernas, cintura, cuello, brazos en aspa, falsa bicicleta... hasta que Montserrat
quedó agotada.
—¡Por favor, querida —suplicó Alice Gould—, oblígueme a hacer esto a diario! ¡Me conviene
para guardar la línea!
—Basta por hoy. Dígame muy despacio: Trescientos treinta y tres millones de tigres. Repitióselo
Alicia y comentó:
—Sé un trabalenguas en francés... ¡divino! ¿Le interesa?
—¡Me interesa!
La fonética de lo que oyó Montserrat sonaba así: sisonsisúsansisú,
susesonsusisisonsisosisonsos.
—Pero ¿qué galimatías es ése?
—Quiere decir: "Seiscientos seis borrachos sin seis perras chicas chupaban sin recelo
seiscientas seis salchichas sin salsa". Pero éste, en inglés, todavía es mejor:
"Shiselsishelsondesishor", que si lo escribe usted con su ortografía correcta y separa
debidamente las palabras significa: "Ella vende conchas en la playa".
—¡De modo que tampoco padece usted trastornos de lenguaje!
—¡Me temo que no!
—¡Es usted insoportablemente perfecta!
—¡Créame qué lo siento!
Estuvieron cerca de una hora más charlando, comentando, aclarando. Cuando al cabo de este
tiempo —y tras las puntuaciones y correcciones necesarias— penetró Montserrat con los
resultados en el despacho del doctor Arellano, éste la recibió malhumorado:
—Ya sé lo que va usted a decirme: "Alice Gould de Almenara: Personalidad superior, espíritu
exquisito, altamente cultivada. Carece de taras visibles". ¿No es eso?
—En efecto, doctor —respondió Montserrat muy molesta—. ¡Personalidad superior, espíritu
exquisito, altamente cultivada! ¿Quiere que modifique el psicograma sólo por capricho?
—¿Deterioro por la edad?
—¡Su coeficiente queda muy por encima del que le corresponde!
—¿Alguna observación particular?
—Sí. Fuerte influencia de su propia infancia. Gran lealtad al recuero de su padre. Y, en su
conjunto, cierta inocencia, ¡no sé cómo explicarme!, cierta candidez. Hay en ella algunos rasgos
de ingenuidad: de falta de astucia. Pero, por Dios, doctor... ¡nada de complejo de Electra! ¡Adora
el recuerdo de su madre! No puede medirse la interioridad de esta señora como lo hubiese
hecho Freud... pongamos por caso. ¡No sé si me he explicado bien! El doctor rompió a reír:
—¿No le gusta Freud, Montserrat?
—Me temo que no.
—Ya somos al menos tres personas que pensamos igual —comentó jocosamente el doctor
Arellano.
—¿Tres? —preguntó asombrada Montserrat Castell.
—Sí, tres. Usted, yo... y Alice Gould.
...
E - LOS TESTS III
...
—Exactamente, Alicia. Estamos en un hospital mental: no lo olvide. Lleno de deficientes. Y de lo que se trata es de comprobar experimentalmente que usted no lo es. Sonrojóse Alice Gould. "Esa frase que has dicho, debías anotarla en el Libro de Oro de lo que No Debe Decirse", le hubiera amonestado su padre de haberla escuchado. Y en verdad que no estuvo muy afortunada en su exclamación. Era una frase hecha. ¡No había pretendido burlarse de aquella pobre humanidad doliente del otro lado de "la frontera"! Ni mucho menos de los heroicos y meritorios ciudadanos que se dedicaban a estudiarlos, diagnosticarlos y cuidarlos. Ni de la pacientísima técnica, inspirada por la generosidad de esta Montserrat Castell que sin saber si ella era loca o no lo era —"deficiente", en suma— la trataba de igual a igual, y se molestaba en explicarle el porqué de cada pregunta o de cada test. ¡Ah, qué estúpida, qué necia estuvo al decir esto! Mordióse Alicia los labios y, muy sofocada, no volvió a hacer comentario alguno; ni al trazar un rompecabezas muy sencillo —los llamados cubos de Kohs— ni al explicar el significado de palabras tan fáciles como "pared", "torre" o "escoba". Cierto que la lista era de cuarenta vocablos y definirlos no siempre resultaba fácil: "relación", "concomitancia", "cóncavo", "vivencia", "trauma", "interioridad", "hipocondríaco". —Tráceme de memoria el mapa de la península italiana. —Veamos —dijo Alicia mientras dibujaba—. Italia tiene la forma de una bota de mosquetero. La abertura por donde entra la pierna es la frontera de los Alpes, que la separa de Francia, Suiza y Yugoslavia... ¡Así! Ahora... la caña de la bota, que es casi toda la península... ¡Así...! Aquí el empeine, donde está Cosenza; aquí la puntera, frente al estrecho de Mesina, rematado en un cabo, que creo se llama... ¡No me acuerdo de cómo se llama!; la suela es todo el golfo de Tarento; más o menos, así. Ahora el tacón, donde está Brindisi... Y frente a la puntera, un balón, como en el fútbol, o mejor, como en el rugby, porque no es redondo. Este balón se denomina Sicilia. ¡Ya está! ¡Qué bonita es Italia! ¿La conoce usted? —Sí. Estuve en los funerales de Juan XXIII, y no vi nada porque me harté de llorar. Sigamos trabajando, Alicia. Hágame ahora un dibujo de un espacio cerrado y otro de uno abierto. Usted misma elija los temas. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy a ausentarme unos minutos. Trazó Alice Gould el espacio interior de la "Sala de los Desamparados", y dibujó torpemente, pues carecía de este arte y del conocimiento técnico de las perspectivas, la escena que tanto la impresionó del pequeño leopardo humano amagando simulacros de ataque al gigantesco y temeroso "Hombre Elefante". En el espacio exterior dibujó un jardín en el que había un hombre en una mecedora leyendo The Times, con una pipa humeante en los labios y, en su proximidad, una niña de largas trenzas, estudiando. En la mesa en que se amontonaban los libros de texto había un marco conteniendo el retrato de una dama. En un ángulo del cuadro, una cinta negra y una cruz. Y en las proximidades, sauces, parterres, flores y un perrito dormido junto a su amo. Regresó Montserrat y guardó los dibujos en una carpeta. Después de observarlos atentamente, sugirió: —Estos dibujos quedan reservados al doctor Arellano, para que los comenten juntos. Y si no está usted muy cansada, vamos a pasar ahora al test de Rorschach. Los psicólogos le dan una gran importancia. ¡De niña tal vez haya jugado a doblar una cuartilla; echar en el doblez unos borrones de tinta —de uno o de dos colores— y frotar por el exterior del papel doblado! La tinta se expande y al desplegar el papel aparece una figura arbitraria y simétrica... —¡Claro que he jugado a eso! —dijo riendo Alice Gould—. Se trata de adivinar a qué se parece ese dibujo, lo mismo que cuando dos personas comentan a qué se asemeja una nube de formas caprichosas. Y siendo la misma, cada uno "ve" la nube de distinta manera. —Yo tomaré nota del tiempo que tarda usted en encontrar una semejanza; usted me declara lo que le sugiere y después comentaremos cómo y por qué se le ha ocurrido a usted encontrar ese
parecido concreto. Empecemos: aquí tiene usted la primera lámina.
Alicia la estudió.
...
—Exactamente, Alicia. Estamos en un hospital mental: no lo olvide. Lleno de deficientes. Y de lo que se trata es de comprobar experimentalmente que usted no lo es. Sonrojóse Alice Gould. "Esa frase que has dicho, debías anotarla en el Libro de Oro de lo que No Debe Decirse", le hubiera amonestado su padre de haberla escuchado. Y en verdad que no estuvo muy afortunada en su exclamación. Era una frase hecha. ¡No había pretendido burlarse de aquella pobre humanidad doliente del otro lado de "la frontera"! Ni mucho menos de los heroicos y meritorios ciudadanos que se dedicaban a estudiarlos, diagnosticarlos y cuidarlos. Ni de la pacientísima técnica, inspirada por la generosidad de esta Montserrat Castell que sin saber si ella era loca o no lo era —"deficiente", en suma— la trataba de igual a igual, y se molestaba en explicarle el porqué de cada pregunta o de cada test. ¡Ah, qué estúpida, qué necia estuvo al decir esto! Mordióse Alicia los labios y, muy sofocada, no volvió a hacer comentario alguno; ni al trazar un rompecabezas muy sencillo —los llamados cubos de Kohs— ni al explicar el significado de palabras tan fáciles como "pared", "torre" o "escoba". Cierto que la lista era de cuarenta vocablos y definirlos no siempre resultaba fácil: "relación", "concomitancia", "cóncavo", "vivencia", "trauma", "interioridad", "hipocondríaco". —Tráceme de memoria el mapa de la península italiana. —Veamos —dijo Alicia mientras dibujaba—. Italia tiene la forma de una bota de mosquetero. La abertura por donde entra la pierna es la frontera de los Alpes, que la separa de Francia, Suiza y Yugoslavia... ¡Así! Ahora... la caña de la bota, que es casi toda la península... ¡Así...! Aquí el empeine, donde está Cosenza; aquí la puntera, frente al estrecho de Mesina, rematado en un cabo, que creo se llama... ¡No me acuerdo de cómo se llama!; la suela es todo el golfo de Tarento; más o menos, así. Ahora el tacón, donde está Brindisi... Y frente a la puntera, un balón, como en el fútbol, o mejor, como en el rugby, porque no es redondo. Este balón se denomina Sicilia. ¡Ya está! ¡Qué bonita es Italia! ¿La conoce usted? —Sí. Estuve en los funerales de Juan XXIII, y no vi nada porque me harté de llorar. Sigamos trabajando, Alicia. Hágame ahora un dibujo de un espacio cerrado y otro de uno abierto. Usted misma elija los temas. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy a ausentarme unos minutos. Trazó Alice Gould el espacio interior de la "Sala de los Desamparados", y dibujó torpemente, pues carecía de este arte y del conocimiento técnico de las perspectivas, la escena que tanto la impresionó del pequeño leopardo humano amagando simulacros de ataque al gigantesco y temeroso "Hombre Elefante". En el espacio exterior dibujó un jardín en el que había un hombre en una mecedora leyendo The Times, con una pipa humeante en los labios y, en su proximidad, una niña de largas trenzas, estudiando. En la mesa en que se amontonaban los libros de texto había un marco conteniendo el retrato de una dama. En un ángulo del cuadro, una cinta negra y una cruz. Y en las proximidades, sauces, parterres, flores y un perrito dormido junto a su amo. Regresó Montserrat y guardó los dibujos en una carpeta. Después de observarlos atentamente, sugirió: —Estos dibujos quedan reservados al doctor Arellano, para que los comenten juntos. Y si no está usted muy cansada, vamos a pasar ahora al test de Rorschach. Los psicólogos le dan una gran importancia. ¡De niña tal vez haya jugado a doblar una cuartilla; echar en el doblez unos borrones de tinta —de uno o de dos colores— y frotar por el exterior del papel doblado! La tinta se expande y al desplegar el papel aparece una figura arbitraria y simétrica... —¡Claro que he jugado a eso! —dijo riendo Alice Gould—. Se trata de adivinar a qué se parece ese dibujo, lo mismo que cuando dos personas comentan a qué se asemeja una nube de formas caprichosas. Y siendo la misma, cada uno "ve" la nube de distinta manera. —Yo tomaré nota del tiempo que tarda usted en encontrar una semejanza; usted me declara lo que le sugiere y después comentaremos cómo y por qué se le ha ocurrido a usted encontrar ese
parecido concreto. Empecemos: aquí tiene usted la primera lámina.
Alicia la estudió.
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