viernes, 11 de mayo de 2018

*G* LA LLUVIA III

—¿Con qué le trataron?
—Electroshock.

                                         ...
—¿Y qué idea tiene él de por qué está aquí ahora?
—Se ha inventado una historia. Cree firmemente que está en el manicomio cumpliendo órdenes
superiores de los Servicios de Información de la Marina, para averiguar si entre los médicos o los
enfermos hay separatistas vascos. Pero ya no tiene órdenes de matarlos, sino simplemente de
denunciarlos. Eso es lo que dice él.
—¡Menos mal! Lo cuenta usted tan a lo vivo como si lo hubiese presenciado.
—No lo presencié. Yo no estaba aquí entonces.
No hizo Alicia comentario alguno, pero se estremeció al oírle repetir que había otro residente con
tres muertes también a sus espaldas: la de su madre, a la que mató a hachazos por creer que se
trataba de una serpiente, y la de dos empleados de hospital: una asistenta social, a la que lanzó
por el hueco de una escalera (y que fue sustituida por Montserrat Castell), y un enfermero al que
acuchilló, confundiéndolos también con animales peligrosos. ¿Sería tal vez el propio Urquieta el
protagonista de esta historia? La sola posibilidad de que así fuese y alejarse con él por aquellas
soledades, que ya se entreveían tras las rejas, la dejó sin habla.
—Fue una campesina —comentó él cual si leyera sus pensamiento y quisiese tranquilizarla—.
Hoy ya está sana. ¡Es un encanto de mujer! ¿No la conoce usted? Se llama Teresa Carballeira:
uña gallega muy cordial y agradable.
—¡No será nuestra compañera de mesa! ¡Usted me la presentó con un nombre muy parecido!
—No. Nuestra charlatana compañera se apellida Maqueira. Y no le interesa hablar con los
humanos, porque las conversaciones que mantiene con los extraterrestres son mucho más
interesantes e instructivas. También es una paranoica.
—Parece tan normal... murmuró Alicia.
—Todos los paranoicos parecen muy normales —dijo él mirándola descaradamente a la cara.
—Y si la asesina de su madre ya está sana, ¿por qué no la reintegran a su casa?
—No tiene casa. Está sola en el mundo. Y aquí vive bien, acogida a la beneficencia. Tiene un
hermano rico que emigró a Argentina, pero éste se niega a hacerse cargo de la homicida de su
madre.
Y añadió:
—Algún día... deberá usted contarme su caso, Alicia.
—No sin que me cuente primero el suyo —respondió ella—. Es usted más antiguo que yo y me
debe esa prioridad. Dígame, Ignacio, ¿cuál era su profesión antes de entrar aquí? ¿A qué se
dedicaba usted?
—Era topógrafo: esos que se dedican a dibujar cómo es un terreno, qué curvas de nivel tienen y
esas cosas. Me entretenía porque soy buen dibujante y matemático. Mi gran ilusión hubiese sido
ser cartógrafo de la Armada.
Se acercaban ya a la salida cuando se oyó una gran voz que decía:
—¡Urquieta, Urquieta, espere!
Volviéronse. Un enfermero gritó desde lejos:
—¡Urquieta! ¡Tiene usted visita!
Dibujóse una gran alegría en la cara del hombre. Alicia procuró que en la suya no se advirtiese la
decepción.
—Perdóneme usted, Alicia; otra vez será...
Y salió corriendo. Sus zancadas eran atléticas, como las de un buen deportista, y sus brazos se
movían rítmicos y acompasados cual los de un gimnasta. Antes de llegar al edificio central, se
detuvo ante la presencia de tres personas —dos hombres y una mujer— y cayó en brazos del
mayor de los varones. Por su vestimenta parecían gentes de la clase media acomodada. Sintió
envidia Alicia por el buen corte del vestido de la mujer y, sin mirar más, siguió caminando sola.
¿Qué razón había para que no le devolvieran sus trajes y sus objetos de tocador? —pensó—.

¡Era humillante para ella ir así vestida! La mayor parte de la población hospitalizada eran campesinos y artesanos. Otros, como "el Falso Mutista", don Luis Ortiz (el que lloraba), "el Astrólogo" de la gran nuez y muchos más eran empleados, maestros, delineantes. "La Gran Duquesa" fue institutriz. Y Rosendo López, otro de los mutistas, farmacéutico. Y unos y otros iban vestidos a su modo, pero con ropas propias, según su condición. Y los domingos y festivos procuraban lucir sus mejores galas. ¿Por qué esta excepción con ella? Alicia meditaba en esto para ocultarse a sí misma el origen de su tristeza, bifurcada en dos direcciones: "la visitante de Ignacio Urquieta iba mucho mejor vestida que ella", y "le hubiera apetecido mucho charlar y pasear con el único residente con el que empezaba a congeniar". La inoportuna llegada de esas tres personas le había aguado el paseo, la charla y el día. ¡Buen domingo la esperaba! Llamaron a comer. Volvió a repetirse la escena de otros días (aunque más acentuada, porque la gente estaba más dispersa): los que corrían ávidos, dando bufidos de placer ante la idea del guiso que los esperaba; los que avanzaban indolentes hacia el sacrificio que suponía tener que alimentarse para vivir; los que había que ayudar para que caminaran y los que había que forzar, pues se negaban tercamente a dirigirse al comedor. Aquel día Alicia se sumó al grupo de los indolentes. En su mesa —a la que faltaba, como era de esperar, Ignacio Urquieta— la tratada con insulina estaba cada vez más pálida y alicaída. A Alicia le alarmó su aspecto porque ignoraba en qué consistía la dureza de su tratamiento, y le irritó el silencio del gran majadero sentado a su derecha. Cierto que aquel domingo Alice Gould estaba particularmente proclive a la excitación.


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