...
—Pálpeme la cabeza. ¡No tengo golpe alguno! ¡Míreme la frente; no tengo un arañazo!
—Ya lo sé, ya lo sé... ¿No le digo que estoy desolada?
—Me dijo usted antes: "Ayer cometí un grave error." ¿Cuánto tiempo entonces llevo aquí? ¿Qué
día es hoy?
—Ingresó usted el domingo al anochecer. Hoy es martes.
—¡He perdido la noción del tiempo! En fin, no hablemos más de ello. Sus palabras me han
reconfortado, porque no puedo negar que estaba bastante furiosa con usted. Pero todo está ya
olvidado. ¿Cómo es su nombre?
—Conrada.
—¿Conrada? Hay otra Conrada en esta casa, ¡pero mucho menos simpática!
—Es mi madre.
El libro de oro de lo que no debe ser dicho afloró a su memoria.
—¡Vaya! ¡He de reconocer que hoy no es mi día!
—No se apure por lo que ha dicho. Todos sabemos que mi madre hace notables esfuerzos, ¡y
todos con éxito!, para ocultar su innata bondad.
Sintió de pronto Alicia una viva simpatía por esta mujer. Su recelo se transformó en. afecto en un
abrir y cerrar de ojos. ¡Alicia era así!
—¿Me permite que la bese?
—No me lo merezco.
—¡Sí, se lo merece! —La besó ruidosamente—. ¡Usted y yo vamos a ser amiguísimas!
—Es usted muy buena, señora de Almenara. Si algún día necesita ayuda, no deje de acudir a
mí. ¿Quiere usted pasear?
—¿Pasear por dónde?
—Por el pasillo.
—¡Vamos allá! ¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—Puede.
—¿Cuál es el verdadero nombre de la que llaman "Duquesa de..."?
—Le diré cuanto sé de ella. Se llama Charito Pérez. Es soltera. De joven fue institutriz de niños.
Y de mayor, dama de compañía de viejos.
—¿Cuál es su enfermedad?
—Psicosis maníaca. Las primaveras y los veranos son malos para ella. Su dolencia rebrota cada
año por estas fechas. Pero el resto del tiempo es normal y muy modosa. Y poco amiga de
alborotos. Su primera manifestación psicótica la tuvo muy tardíamente: a los sesenta y un años.
Y tardó cuatro en reproducirse. La segunda manifestación tardó dos. Ahora, cada vez, los brotes
son más frecuentes. Y el doctor Arellano teme que, dada su edad, acabe demenciándose
totalmente.
—¿Qué significa "psicosis maníaca"?
Conrada Segunda, o Conrada la Joven, como automáticamente la bautizó Alice Gould, respondió
preguntando:
—¿Conoce usted a don Luis Ortiz, el hombre que no para de llorar?
—Sí.
—Pues padece la misma enfermedad, sólo que al revés. Mientras él llora, ella ríe. El se cree
hundido en la miseria. Ella, poseedora de grandes tesoros. El, autor de las mayores vilezas. Ella,
de los actos más heroicos y meritorios. La psicosis maníaco depresiva es como un molde y ' su
vaciado. El vaciado es "el depresivo". El molde, el "maníaco" de grandezas.
—¡Sabe usted muchísimo! Dígame, Conrada: ¿la fobia qué es?
Faltó el tiempo para explicarlo, ya que unos nudillos golpearon la puerta; la joven acudió a abrir,
y quien entró fue Ignacio Urquieta.
Quedó literalmente plantado en el umbral. Se diría "el Hombre de Cera".
—¿Qué hace usted aquí, Alicia?
—¿No es tiempo ya, Ignacio, de que nos tuteemos? ¡He venido a visitarte!
—¡Estás sensacional! Bueno, siempre lo fuiste... quiero decir que... ¡pero hoy estás
deslumbrante!
—Es muy agradable oír esas exageraciones, ¿verdad, Conrada?
—El señor Urquieta fue siempre muy extremoso. Pero hoy es la primera vez que le escucho
hablar con razón —comentó Conrada Segunda, con cierta ironía.
Y al punto, Alicia entendió que la joven enfermera había sido galanteada por Ignacio. ¡Eso no se
le escapaba ni a su intuición de mujer ni a su olfato de detective!
—¿Puedo invitar a esta señora a mi cuarto —preguntó Ignacio a Conrada— sin que ello atente
contra las buenas costumbres de la casa ni escandalice a nuestros ilustres huéspedes?
¡Necesitamos hablar a solas!
—Como la puerta quedará de par en par, ni habrá motivo de escándalo —comentó Alicia
riendo— ni las buenas costumbres quedarán alteradas.
Conrada, por respuesta, se limitó a llevar al cuarto de Ignacio la silla volante qué había utilizado
Montserrat Castell.
—Te he medio mentido —comentó Alicia al sentarse—. No he venido aquí de visita. Me han
echado al "Saco", como a los demás. Lo que sí es cierto es que estoy aquí por tu culpa.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Casi tanto como tú. ¡Dos o tres horas de diferencia!
—No he podido verte, porque he estado drogado hasta hoy por la mañana.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí. ¡Y en la habitación enguatada!
—¿En la habitación enguatada? —preguntó Ignacio, alarmado. Se llevó las manos a la frente
con ademán mitad a mitad de rabia y de impotencia.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? ¡Pareces tan sensible, tan equilibrada... que cuesta creer
que puedas padecer síntomas como los que sufrimos los demás! ¡El mundo es injusto! ¡La vida
es injusta! ¡Dios es injusto! Cuéntame qué te ha pasado.
—Sufrí un desvanecimiento y...
—¡No es bastante un desvanecimiento para atarte a la cama con cien correas!
—En ello participó, ¡y no poco!, un error de la enfermera.
—¡Todos decimos que es un error de la enfermera!
—En este caso es certísimo. Pregúntaselo a ella.
—¿Cuál es tu caso, Alicia Almenara? ¿Cuál es tu caso?
—Olvidas la última conversación que tuvimos.
—¡Claro que la he olvidado! ¡Lo he olvidado todo! Sólo sé lo que ocurrió por referencias de otros.
—Me preguntaste lo mismo que ahora. Y te respondí que eres mucho más antiguo que yo en el
hospital y tienes, por tanto, la prioridad para contarme el tuyo.
—El mío lo sabes de memoria, por ser demasiado evidente. Todo el mundo lo conoce. Y tú no
habrás dejado de preguntarlo. ¡Tengo horror patológico al agua!
—¿Puedes decir esa palabra? Yo no osaba pronunciarla delante de ti.
—Puedo decir "agua" y "nieve" y "lluvia", y "mar" y "océano". Lo que no puedo es ver, ni oír, ni
tocar el agua. Cuando sé que está lloviendo me refugio entre las sábanas de la cama y me tapo,
temblando como si fuese de azogue, presa de un terror invencible, indescriptible e inexplicado.
—¿"Inexplicado" has dicho?
—Sí, puesto que no se ha averiguado la causa. Para saber que padezco ante el agua las penas
de la condenación, no preciso que me lo digan los médicos. Lo que necesito que me digan es
por qué. ¿Por qué un hombre que fue campeón infantil de natación y campeón provincial, pero
campeón, de saltos olímpicos cuando tenía dieciocho años, súbitamente, sin avisos previos, sin
antecedente alguno, al cumplir los treinta se desmayó por primera vez ante un vaso de agua, y
cayó como muerto al ducharse, y se le llenó el cuerpo de úlceras al escuchar caer el agua de un
excusado? El día que lo averigüen, y me lo digan, estaré curado. ¿Tú sabes en términos
psiquiátricos lo que es la fobia?
—Lo sé por sus efectos, ya que te vi. Y me impresionaron vivamente.
—La fobia es un pretexto que se ha inventado el organismo para ocultar un terror verdadero,
justificado, pero que la mente se empeña en ignorar. Algo me ocurrió alguna vez, algo que yo
ignoro, que mis padres no saben, que mis amigos desconocen, que está tapado por mi fobia al
agua. Esta fobia es una tapadera simulada por mi subconsciente para que yo no me entere de
que hay algo pavoroso en mi pasado. Tal vez estuve a punto de saber, de aprender o de
recordar ese "algo" pavoroso. Y de pronto mis defensas me crearon la fobia al agua para
encubrir aquello otro, misterioso, pero verdadero. He leído todos los libros; he escuchado todas
las explicaciones. Sé que mi subconsciente me oculta algo. Mas no se lo dice a los médicos ni
me lo dice a mí. ¡Y entretanto soy un ser inútil para toda profesión, para la vida familiar y para el
trato social!
—Tú eres un hombre limpio y perfectamente aseado. ¿Cómo te lavas?
—Con sifón y con alcohol.
—Pero el sifón es agua...
—Para mí no lo es. Tiene burbujitas.
—¡También las tiene el mar!
—¡No intentes buscar una lógica, Alicia, donde no la hay! Mi fobia no razona. No es razonable. Y
no está razonada.
—¿Cuántos años llevas aquí?
—¡Seis!
—¿Quién te trata?
—Ruipérez.
—¿Cómo?, ¿qué hace?, ¿qué te medica?
—¡Cuatro sesiones de psicoanálisis por semana, tumbado en el mismo diván, con la misma
penumbra, el médico sentado tras de mi, siempre a la misma hora, en la misma posición, durante
tres años!
—¿Tres años dura un psicoanálisis? —preguntó Alicia estupefacta. Y recordó su ingenuidad al
suponer que sus amables charlas con César Arellano suponían esa terapia.
—¿Para qué aburrirte más, Alicia, con esta historia? ¡El subconsciente no soltó prenda! Ni más
tarde tampoco, en las sesiones hipnóticas que se hicieron con el mismo fin: ¡repescar un
recuerdo perdido!
—No quiero ofenderte —comentó Alicia con voz débil—. A nadie le gusta que se minimice una
enfermedad propia. Pero yo desearía ardientemente tener una fobia, ¡la tuya misma!, que
borrara de mi memoria un episodio de mi vida.
—¡No sabes lo que dices, Alicia!
—La fobia es un mal útil —insistió ella— puesto que oculta con un pánico y una angustia
injustificados otra angustia y otro pánico verdaderos. Y probablemente peores.
—No, Alicia, no es así.
—¡Yo daría mi salud por olvidar algo muy concreto!
—¡La salud pertenece al presente! ¡Y los recuerdos, al pasado! ¿Cómo sacrificar el "hoy", ¡que
es aún remediable!, a un tiempo ido, que es irremediable ya! ¡No pienses ese disparate!
El rostro de Alice Gould estaba visiblemente alterado.
—No me encuentro bien. Voy a visitar a la enfermera...
Lejos de hacerlo, se guareció en su cuarto. Fue Ignacio Urquieta
quien la avisó.
—¿Qué es esto, Alicia? ¿Qué le pasa ahora? —preguntó Conrada la
Joven.
—No quiero cenar con los demás. No podría.
—No tiene más remedio que hacerlo. Lleva dos días sin probar bocado.
—Le aseguro que no puedo. Quiero acostarme. Y olvidar, olvidar,
olvidar.
—Vaya desnudándose. Yo misma le traeré la comida a la cama.
Tuvo Conrada que darle de comer llevándole los alimentos a la boca, como a los niños pequeños
o a los inapetentes patológicos. Para ocultar u olvidarse de su desasosiego, se deshacía en lamentaciones por haber pronunciado, en ocasiones remotas, frases despectivas acerca de algún médico o algún enfermo. ¡Juraba que nunca volvería a decir mal de ninguno! ¡Todos eran ángeles! Y más que nadie esta Conrada II que le llevaba pacientemente la comida a los labios, mientras el pensamiento de Alicia seguía imaginando con horror la parábola que, sin duda, trazó "el Gnomo" en el aire antes de morir. "¡Eres una vulgar asesina, Alice Gould! La trampa de fingir una enfermedad que no tienes tal vez te salve del juicio, la sentencia y la cárcel. Pero moralmente y ante tu conciencia, ¡eres una asesina!" Ante su creciente alteración, Conrada le propuso inyectarle un sedante —"más suave que el de ayer", especificó— que le permitiese dormir.
...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario