Un hombre —pantalón de pana, boina calada hasta las orejas, grandes botas de hule— regaba
unas plantas. La saludó al pasar.
—No quieri usté na con los sus compañerus —le recriminó con cordialidad y acento muy
pronunciado de Asturias o Santander. Alicia se acercó a él.
—Es que soy nueva. Y sólo conozco a muy pocos.
—Ya sé que usté es la nueva, ya... Pero no se amilane por esu. Aquí hay mu buena gente. Yo
soy amigu de tos.
—¿Es usted el jardinero?
—Llámanme Cosme, el Hortelanu. ¿Y usté, cuál es su gracia?
—Alicia.
—Un nome mu curiosu. ¿Gustanla las flores?
—Me gustan las flores. Pero no tengo lo que llaman "mano verde". ¡Las flores que siembro no
salen nunca!
Rió el Hortelano, enseñando al hacerlo dos únicos dientes en sus encías descarnadas, y le
prometió enseñarle cuándo era la época para cada semilla y el modo de regarlas y cuánto
tiempo debían exponerse al sol y cuánto guardarse a la sombra.
—Cada oficiu tié su cencía —sentenció—. Pero hoy no puedu acompañarla, porque estus
esquejes que ve ahí, andan muertines de sed. ¡Hala, siga usté paseando y ya sabe aonde tié un
amigu!
(Ignoraba Alicia hasta qué punto estas palabras se convertirían en proféticas.)
Se acercó en ese instante Montserrat Castell. Quedó admirada Alicia del ascendiente que la
joven y bella psicóloga tenía entre los reclusos. Eran muchos los que se acercaban a ella, la
piropeaban o la saludaban de lejos como a una visita grata e inesperada.
—La acompaño a usted hasta el bar —le dijo a Alicia, la catalana.
—¡Ignoraba que hubiese un bar! —exclamó Alicia.
—Es un bar de "cocas", "fantas" y jugos. Pero con barra, mesas, juegos, tabaco y golosinas. El
hospital está muy bien atendido desde que contamos con un director como el que tenemos.
—¿Samuel Alvar? —preguntó Alicia interesada.
—¿Le conoce usted, Alicia?
—Tenemos amigos comunes —respondió ésta vagamente.
La tomó Montserrat del brazo y comenzaron a pasear. Ante las preguntas insistentes de Alicia,
que quería saberlo todo, enterarse de todo y ponerse al día, Montserrat le explicó que desde
hacía muy pocos años el régimen del hospital era "abierto". Eso significaba que los enfermos
tenían derecho a moverse con relativa libertad por el edificio y por el parque. Quienes querían se
asentaban en el "bar", organizaban sus partidas de dominó, brisca o parchís, o paseaban
charlando por el jardín, o se perdían por la zona de monte, que era muy grande, o asistían a las
sesiones de terapia ocupacional, o trabajaban en los grandes y múltiples talleres de laborterapia,
verdaderas miniindustrias, en las que se fabricaban diversos objetos que más tarde se vendían,
y por cuyo trabajo los pacientes no dejaban de percibir un salario muy variado, según sus
aptitudes y su rendimiento. La libertad se extendía hasta poder salir del sanatorio —y trasladarse
en autobús a algún pueblo de las cercanías—, lo que era muy solicitado sobre todo en las fiestas
de tales pueblos, en los que había bailoteo, lanzamiento de cohetes e incluso corridas con
becerras. Esto era la norma general; pero las excepciones eran muchas también.
Quienes estaban sometidos a observación, pendientes de diagnóstico —tal era el caso de
Alicia—, no podían salir al exterior; tampoco los recluidos por orden judicial, si así lo especificaba
la notificación de ingreso. Y carecían de libertad para moverse fuera del edificio los encerrados
en las unidades especiales. Estas eran de diversa clase. La más dura era la de los demenciados;
la menos severa, la de quienes padecían recaídas, brotes virulentos de su dolencia mental;
crisis, en definitiva. "El Soñador", que Alicia había conocido antes del desayuno, acababa de ser
encerrado en una de ellas, donde —sometido a una rigurosa vigilancia y a una medicación
adecuada— permanecería hasta la desaparición de sus delirios oníricos. La "maníaca" de grandezas que había armado el alboroto en el comedor, también acababa de ser encerrada en una de estas unidades. Los amigos de los apodos la denominaban "la Gran Duquesa de Pitiminí"; y a la unidad en que los metían cuando les brotaban sus crisis, "el Saco". El grado de demenciación de los encerrados en "la Jaula de los Leones" era tan alto que, si no se les vestía, vagaban desnudos por sus aulas o patios interiores; si no se les llevaba la comida a la boca, no se alimentaban; si no se les metía en la cama, no se acostaban; si no se conseguía de ellos el "reflejo condicionado" de hacer sus necesidades a horas fijas —para lo cual era necesario sentarlos en la taza de los excusados y limpiarlos— se defecaban y orinaban encima, y algunos jugaban, o se embadurnaban con sus detritos, o se comían sus propios excrementos. Comentó con horror Montserrat Castell que sólo diez o quince años atrás, a ese tipo de locos, una vez encerrados, se les abandonaba a su suerte: "se les echaba" de comer como a las fieras: el más fuerte devoraba los alimentos de los demás, a los que sólo permitían lamer los restos. Y a los furiosos se les ataba con una argolla a otra argolla en la pared o a los hierros de su catre. La mortandad era altísima, o bien porque se mataban unos a otros, o bien porque morían de inanición o se golpeaban el cráneo contra las paredes. En los anales del hospital —en 1891— se registró un caso de necrofagia —un recluso se comió un cadáver— y como la experiencia le gustó, atacaba a dentelladas a los otros enfermos para comérselos vivos. Hubo que abatirlo a tiros desde el exterior, a través de las rejas. Y sólo entonces se atrevieron los cuidadores a penetrar en el pavoroso recinto. Hoy día, por fortuna, ya no era así. Un enfermero, por cada cuatro recluidos, los lavaba, vestía, alimentaba y acostaba. Había algunos bancos con correas —como los cinturones de segundad en las naves aéreas— donde se ataba a los furiosos durante sus accesos, y los psicofármacos modernos habían revolucionado las terapias tradicionales. No todos los absolutamente demenciados iban a parar allí: sólo los antisociales, los peligrosos y los agresivos. "La Niña Oscilante" —de la que Alicia habló a Montserrat con gran ternura— estaba totalmente demenciada, pero no era agresiva ni antisocial y convivía con la comunidad. Montserrat Castell reiteró sus elogios del "ausente" director, Samuel Alvar, por haber sido él quien inició las reformas del hospital. —Es un magnífico organizador —comentó Montserrat— y un gran teórico en psiquiatría. Ahora bien: como clínico es muy superior don César Arellano. Los diagnósticos y pronósticos de este último tienen fama de infalibles. Estamos llegando a "la Jaula de los Leones", Alicia. Observe usted a los dementes asomados a las ventanas. El espectáculo que vieron sus ojos era digno de lo que en Francia llaman GranGuignol: teatro de esperpentos, comedias cortas de terror: flashes escenificados, sin otra intención artística que provocar el pánico entre les petits bourgeois. El gnomo de las grandes orejas se dedicaba a provocar a los encerrados en el pabellón de furiosos. Asomados a las ventanas —ventanas abiertas y a metro y medio del suelo, de las que no sería difícil escapar— dos locos, en el colino de la furia y el paroxismo, pegaban gritos agudos estridentes, amenazantes, dirigidos al palpador de nalgas ajenas. Este, frente a ellos y desde el parterre, daba cabriolas, gesticulaba grotescamente, se revolcaba por el suelo y hacía gestos obscenos con el solo intento de encender su cólera, como lo haría un niño insensato frente a una jaula de panteras hambrientas y de reciente cautividad. Los "profundos" o "demenciados" rugían —¡literalmente rugían!—; enseñaban los dientes, todo el cuerpo fuera de las ventanas. —¿Cómo es posible que no tengan rejas? —preguntó asustada Alicia. —El director las ha prohibido —respondió la Castell. Ante la cruel provocación del tonto jorobado y la ira creciente de los furiosos, Montserrat comentó: —¡Voy a avisar a los enfermeros! —No, por favor, no me deje sola. Tengo miedo. Esos hombres pueden saltar y despedazarnos a todos.
—No lo harán. —¿Cómo puede afirmar usted que no lo harán? La explicación que dio Montserrat dejó maravillada a Alice Gould. —Porque... no saben —explicó la Castell. —No saben... ¿qué? —Ignoran —continuó Montserrat— que para escapar de la unidad de demenciados les basta con alzar una pierna, sentarse en el alféizar y dejarse caer metro y medio. No se les ocurre; su cerebro no da para tanto. Carecen de impulsos para ello. Un perro, un gato o cualquier otro animal allí encerrado y con las ventanas abiertas se escaparía, pero ellos tienen menos inteligencia que los bichos. ¡Es triste comprobarlo! —comentó Montserrat mientras los observaba. Dos enfermeros salieron entonces del bar y caminaron a buen paso hacia "el Gnomo". Este, apenas los vio venir, echó a correr. Lo hacía en líneas quebradas, a una velocidad increíble para su cuerpo deforme, y alternando la carrera con grandes saltos. "Algún día se va a matar", oyó Alicia comentar a uno de los batas blancas. Los rugidos de los demenciados se prolongaron un buen rato... pero más sosegados, como tormenta que se aleja y el trueno ya sólo se escucha como un lejano rodar. Un loco con cara de loco —pues muchos que lo eran no lo parecían— y que estaba deseando entablar conversación con Alicia desde que la vio a la hora del desayuno, se acercaba haciendo muchos aspavientos y gestos de cortesía. Era el que ella bautizó como "el Quijote" o "el Aquijotado" cuando le vio por primera vez. —El que se acerca —comentó Montserrat— es un tipo interesante. Procure usted no llevarle la contraria en nada. De otro modo sería peligroso. Pero si le sigue usted la corriente, le jurará eterna amistad. —¡No me dejará usted sola con él! —Sí, Alicia, la dejo sola. ¡Debe usted ir acostumbrándose! —A por usted vengo —comentó el de la gran nuez, dirigiéndose a Alicia y al mismo tiempo que Montserrat se alejaba—. No es justo que una "nueva" ande sola sin que un caballero se ofrezca a acompañarla. Se llama usted Alicia, ¿verdad? Yo soy Sergio Zapatero, aunque me llaman "el Astrónomo". Cuando la vi pensé que era usted una "bata blanca", pero sin bata, porque se ve a la legua que no pertenece al resto del ganado. Cuando yo ingresé, todos creyeron que era un médico en prácticas, por la misma razón. Alicia quedó no poco aturdida ante su falta de autocrítica. Si el grado de locura de las gentes se midiera por su aspecto, este gallo era el más loco del corral: andaba como si bailara un rock and roll; gesticulaba como si pronunciara una soflama; la nuez de su cuello subía y bajaba por la laringe como un ascensor borracho; y sus ojos de alucinado fosforescían con el fulgor de la trascendencia. Pero sus palabras eran educadas y corteses. Y perfectamente coherentes. —Se preguntará usted —añadió el loco— por qué un hombre como yo está encerrado aquí. No me importa decirlo. Cuando descubrí la teoría de los nueve universos, mandé una comunicación a la NASA, y ésta, a través de la CIA, me hizo detener. —¡Qué injusticia! —exclamó Alicia—. ¿Y por qué? —Porque ellos estaban a punto de descubrir lo mismo, y les faltaban los últimos cálculos; las últimas pruebas. Y no querían que me adelantara. Cuando esos cabrones, dicho sea con perdón, se hayan apuntado el tanto, me dejarán en libertad. Pero no lo conseguirán, porque aun aquí, pienso adelantarme a ellos. Estoy ultimando todos los cálculos. —Pero... ¿no los tenía ya concluidos cuando envió la comunicación a la NASA? —Sí. Pero, al ingresarme aquí, comenzaron a tratarme con la cura de sueño y se me olvidaron todos. Y cuando cesaron de medicarme, volví a empezar. Y a punto estaba ya de reconstruir todo el sistema cuando volvieron a tratarme. Y vuelta a olvidárseme. Pero ahora ya va la definitiva. ¿Usted entiende de alta matemática?
—Me temo que no —respondió Alicia. —¡Entonces —comentó él con profunda incongruencia— lo comprenderá mejor! Miró a uno y otro lado con mucho misterio, para no ser visto de nadie; extrajo un cuaderno de su bolsillo, y lo hojeó ante los ojos maravillados de Alice Gould. Con una letra diminuta y de varios colores, millares de operaciones, quebrados, raíces cúbicas, logaritmos, cantidades elevadas a la enésima potencia, números de treinta cifras con once decimales, e ilustrado todo ello con figuras geométricas, rosas de los vientos, distancias intergalácticas expresadas con gráficos, curvas, líneas quebradas, y extrañísimos guarismos. De vez en cuando, en recuadritos adornados con orlas y con perfecta grafía se leían breves sentencias contundentes: "En el Universo no hay derecha ni izquierda"; o bien "Einstein estaba perturbado. Euclides tenía razón". O bien: "La línea recta no existe. Todo es curvo". Y, como queda dicho, rodeados —dibujos y marbetes— de infinitud de ecuaciones, operaciones, signos y grafismos... sin excluir el abecedario griego. —Y dígame, Sergio, ¿no se marea usted de tanto pensar? —¡Claro! ¡Casi todos los días caigo redondo, como muerto! Pero mi cerebro no deja por eso de funcionar. Y cuando me recupero, mis cálculos han avanzado muchísimo. —Lo malo es si le practican la cura de sueño... —¡Si me aplican esa terapia se va todo al carajo (dicho sea con perdón), y tengo que volver a empezar! Pero soy tenaz, no crea usted. ¡Muy tenaz! De no ser así, ¡ya habría perdido el juicio! El edificio de la cafetería antialcohólica era uno más, de un pequeño barrio de otros iguales: tarugos de madera, en forma de paralelepípedos a los que se ascendía por tres tablones que hacían de peldaños. Los otros tarugos correspondían a viviendas de hombres y de mujeres seleccionados entre los enfermos más pacíficos y sociables, que vivían en forma de comunidad, alternándose en las faenas de la casa, como en una familia. Sergio Zapatero explicó a Alicia que todo aquel centro urbano enclavado en el inmenso parque fue iniciativa del doctor Samuel Alvar, del que también hizo grandes elogios. —Tiene mucho sentido social —dijo—. La gente no le quiere porque... simpático, lo que se dice ser simpático... ¡no es! Pero los que tenemos algo aquí dentro (y se palpó la frente con el respeto de quien roza un amuleto) le apreciamos en lo que vale. El llamado "bar" tenía más parroquia que una taberna de pueblo el día de la patrona. Muchos fumaban, pero Alicia observó que para encender el cigarrillo debían pedir fuego a un "bata blanca". Quienes tenían permiso para usar encendedor o poseer cerillos —como Ignacio Urquieta— eran muy pocos. Alicia se dio cuenta de que la clientela se comportaba con mucha urbanidad. Si no fuese por los aspectos físicos de algunos —cuya deformación interna se veía claramente reflejada en su exterior— no habría diferencia alguna con cualquier establecimiento similar. Solamente un contertulio de una de las mesas se comportaba desabridamente cual si estuviese borracho —cosa imposible, pues no se vendían bebidas alcohólicas—, pero los demás le toleraban, como toleran los amigos al compañero que ha ingerido unas copas de más. La presencia del ciego tampoco debía ser cómoda para sus vecinos de mesa, a causa de su increíble movilidad: sacudía la cabeza como una coctelera, mordía los objetos con saña, balanceaba su bastón indiscriminadamente, golpeando (sin desearlo, mas también sin evitarlo) a los que estaban más cerca; y todos le aguantaban y hasta le ayudaban a sentarse y levantarse cada vez que salía o entraba —pues repitió en seis ocasiones lo mismo— del bar al parque y del parque al bar. Sergio Zapatero —aunque obsesionado con sus cálculos astrales— era gentil y correcto. Alicia le escuchó sin pestañear el ladrillazo astronómico que le soltó, porque intuyó —e intuyó bien— que esta prueba era inevitable pasarla algún día. Y que no había cristiano en todo el manicomio, por analfabeto que fuese, que no hubiese sido víctima auditora, alguna vez, del obseso del espacio. —¡Mire usted aquí! —le dijo, señalando la página 102 de su cuaderno y donde acababan las operaciones—. ¡Sólo me falta una línea para concluir! Deseo hacerlo con toda mi alma... pero
me da tal miedo demostrar lo que ya sé, que no me atrevo a terminar. Quiero y no quiero. Y, ante
la duda, empiezo un nuevo cuaderno. Ya tengo ochenta y seis.
—¿Ochenta y seis cuadernos?
Muy orgulloso de haber despertado la admiración de Alicia arqueó de nuevo repetidas veces las
cejas en señal de suficiencia, pero tan rápidamente y con tanta movilidad que Alicia pensó que
se le iban a escapar de la frente.
—Señor Zapatero —le dijo Alicia—, ¿me permite que, a partir de ahora, le llame Maestro?
—¡Se lo ruego! —respondió modosamente "el Astrólogo"—. ¡Son muchos los que me llaman así!
El doctor Arellano, acompañado de una asistenta social distinta a Montserrat, penetró en el
establecimiento. Se acercaron ambos a la barra. Al abrirse paso entre las mesas, el médico
saludaba a cada uno por su nombre.
—Hola, Carlitos, ¿cómo van las cosas?
—Doztor, doztor... mu bien, doztor... Sólo que ma salido un tumor mu grandísimo aquí. —Y se
señalaba una clavícula.
—Hola, Teresiña...
—Hola, don César...
—Dios te guarde, Armando, ¿cómo va eso?
—¿Cómo va a ir? ¡Como siempre! ¡Si tuviese un cuchillo me rebanaría los ojos!
—Salud, Bienvenido... ¡Hala, hala, no te levantes! Pero éste se levantó y siguió al doctor hasta la
barra:
—Zúrrate Yapé Turunil —le dijo.
—Sí, sí. Ya estoy enterado —respondió el médico—, pero ahora déjame, que estoy trabajando
con la señorita Artigas.
—Aloruno, fumiyato ratita, taraxeta —suplicó el amigo Bienvenido.
—De acuerdo. Tienes toda la razón. Mañana me lo cuentas en la consulta. Ahora vuelve a tu
mesa.
—Maestro —preguntó Alicia—, ¿en qué idioma habla el Bienvenido ese?
—En ninguno. ¡Es un loco que cree haber inventado una lengua nueva!
Movió la nuez al compás de sus pupilas con más agilidad que un malabarista sus trebejos. Y el
inventor de los Nueve Universos sentenció:
—¡No hay locos más locos que los inventores!
Al regresar al edificio grande, tuvieron que pasar de nuevo ante "la Jaula de los Leones". Los dos
demenciadós profundos, que antes rugían ante las burlas del gnomo de las grandes orejas,
seguían acodados a sus ventanas, medio cuerpo fuera, oteando la lejanía, en la misma dirección
por la que huyó su burlador, cual si desearan verle aparecer de nuevo y tener así ocasión de
probar la potencia de sus pulmones y sus gargantas.
Al cruzar Alicia y Sergio junto a ellos, uno de los dos emitió un chillido agudo, en dos tonos,
como la voz discordante de un ave nocturna. Tal vez fuese un saludo en honor de "la nueva".
El sol en la raya del horizonte iniciaba su ocaso. En ese instante Alicia cayó en la cuenta de que
se cumplían veinticuatro horas de su ingreso en el hospital.
...