miércoles, 2 de mayo de 2018

"CH " EL SILENCIO NO EXISTE (II)


...
—Pero sí equivocado en las interpretaciones exclusivamente sexuales que daba a los símbolos,
los sueños y los secretos ocultos de nuestro subconsciente. ¡Vamos, vamos! Pensar que quien 
sueñe con la aguja de una catedral o con el obelisco de Trajano en Roma está expresando 

anhelos relacionados con el órgano viril... ¡ésa no puede ser más que la interpretación de un 
obseso! ¿Por qué no podía Freud viajar en tren? ¿Qué clase de extraña fobia era ésa? ¡Me 
gustaría ser yo quien hiciese el psicoanálisis a ese caballero! Creo verdaderamente que el 
obseso sexual era él y no sus pacientes. ¡Eso es lo que pienso! ¡Y no retiro lo de cretino! 
—Si eso le sirve de consuelo, le diré, señora, que opino lo mismo que usted; salvo en lo de 
cretino... Freud era un sabio que descubrió uno de los métodos más eficaces para hacer aflorar 
al consciente secretos morbosos, escondidos en nuestro interior, perdidos en la memoria, como 
un niño abandonado en el bosque... que sabe que existe un camino para su salvación, pero que 
no lo encuentra. Su error estriba en la dirección unilateral que dio a sus interpretaciones. 
—¡No sólo somos sexo, doctor! ¡Odio a Freud! 
—¿Le odia usted realmente? 
—No, doctor; es una manera de decir. Yo no odio a nadie, pero siento una indecible aversión por 
los obsesos, por las cabezas cuadradas y por los que aplican la geometría al estudio del alma
humana. Tienden a simplificar lo que es tan variado, tan complejo, tan interesante y tan grande... 
como... como el espíritu. ¡Ah, doctor, disculpe usted mi audacia! En realidad, me estoy metiendo 
en el campo de usted. 
—Y ello me agrada profundamente, señora. Tal vez sus ideas sean apasionadas, pero son 
inteligentes y apoyadas en criterios sanos y lucidos. ¿Puede usted escuchar a un hombre de 
edad, sin que ello la ofenda, que me agrada usted mucho? 
—Oír eso no puede ofender a ninguna mujer, doctor. Y, además, usted no es un "hombre de 
edad". 
—Vamos a proseguir. ¿Le agrada el silencio? 
—El silencio no existe, doctor. 
—Anoto que eso tiene usted que desarrollarlo después. ¿Le agrada la 
soledad? 
—A veces la busco y la necesito. Pero con limitaciones. ¡Soy humana y como humana un animal 
social! Mis incursiones en la soledad son esporádicas... pero si persistieran contra mi voluntad, 
estaría dispuesta a echarme en brazos del primer ser viviente con quien me topara... ¡y traicionar 
todos mis prejuicios puritanos! 
—Ha dicho usted el primer ser viviente. ¿Aunque fuese una mujer? —¡Ay, doctor! Recuerde 
usted las palabras de ValleInclán, puestas en boca del marqués de Bradomín: "Hay sólo dos
cosas que no entiendo: el amor de los efebos y la música de Wagner." Cámbieme usted a 
Wagner (al que adoro) por Mahler (al que no entiendo) y a los efebos por las ninfas: y mi 
respuesta sería igual.—Carezco de esas inclinaciones, aunque me siento profundamente 
impresionada y atraída por la personalidad de algunas mujeres cuando reúnen al completo las 
cualidades esenciales de la feminidad. 
¿Qué cualidades son esas que más admira usted en la mujer? 
—La abnegación, la delicadeza, la intuición y el buen gusto. 
—¿Y la belleza? 
—¡Ah, doctor! Por supuesto que sí. También admiro la belleza en la mujer, sobre todo cuando su
exterior es como un reflejo de su interioridad... 
—Perdóneme esta pregunta delicada, señora de Almenara: ¿es usted frígida? 
—No, no, no, doctor. 
—Muchas mujeres lo son. 
—O no son mujeres o sus maridos son muy torpes... o muy egoístas. 
—Ese es un mundo muy complicado —murmuró el doctor Arellano. 
—Para mí es un mundo resuelto, doctor. No es ése mi caso. Y creo que pierde usted el tiempo 
buceando en esas aguas. 
—¿Por qué intentó usted envenenar a su marido? 
—¡Campo acotado! 

—¿Qué le indujo a hacerse detective? —¡Vedado de caza! —Dígame; ¿qué es lo que más le desagrada de usted misma? —¡Verme así vestida! —¿De qué está Usted más satisfecha? —De mi afán de superación... —¿Y más descontenta? —De no hacer todo lo que debo por cultivar mi espíritu y ayudar a los demás. —¿Qué piensa usted de las artes? —El arte es la ciencia de lo inútil. El médico frunció la frente, sorprendido. Aquella respuesta no cuadraba con la personalidad que había creído adivinar en su paciente. —¿Quiere decir que desprecia usted las artes; que las considera algo trivial, y a quiénes las practican gentes desocupadas que no tienen otra cosa mejor que hacer? —¡Nada de eso, doctor! ¡Considero que el arte es tanto más sublime cuanto mayor es su inutilidad! —Explíquese mejor. —El hombre es el único animal que se crea necesidades que nada tienen que ver con la subsistencia del individuo y con la reproducción de la especie. No le basta comer para alimentarse, sino que condimenta los alimentos, de modo que añadan placer a la satisfacción de su necesidad. No le basta vestirse para abrigarse, sino que añade, a esta función tan elemental, la exigencia de confeccionar su ropa con determinadas formas y colores. No se contenta con cobijarse, sino que construye edificios con líneas armoniosas y caprichosas que exceden de su necesidad: lo cual no ocurre con la guarida del zorro, la madriguera del conejo o el nido de la cigüeña. ¿Hay algo más inútil que la corbata que lleva usted puesta? ¿De qué le sirve al estómago una salsa cumberland o un Chateaubriand a la Périgord? ¿Qué añade al cobijo del hombre el friso de una escayola o las orlas en forma de signos de interrogación de los hierros que sostienen el pasamanos de una escalera? Pues bien: todo eso que está inútilmente "añadido a la pura necesidad"... ¡ya es arte! La gastronomía, la hoy llamada alta costura y la decoración son las primeras artes creadas por nuestra especie, porque representan los excesos inútiles añadidos a las necesidades primarias de comer, abrigarse y guarecerse. —Dígame, señora de Almenara, ¿dónde ha leído ese ensayo sobre la inutilidad? ¡Me gustaría conocerlo! —¡No necesito leer a los demás para formarme una opinión, doctor! —Prosiga, señora: me tiene usted absolutamente fascinado. —Pues bien —continuó Alicia—, en el momento mismo en que el espíritu creador del hombre se despegó incluso de la necesidad primaria para producir sus lucubraciones, nacieron las grandes Artes: la Poesía, la Danza, la Música y la Pintura.— —Olvida la Arquitectura. —Considero a la Arquitectura, como a la Gastronomía, un añadido inútil a una necesidad "primaria". La Danza, en cierto modo, también tiene este lastre, pero se aleja más de la necesidad. Es... ¿cómo explicarme?, una... una... ¡una mímica sublimada! ¡Eso es lo que quería decir! Tal vez la Danza sea anterior al lenguaje y tuviera en sus orígenes una intencionalidad práctica: con carga erótica, reverencial o religiosa. ¡Yo no estaba allí, y no sé qué "intencionalidad" tenía! Pero no hay duda que encerraba "un propósito", encaminado a la consecución de un fin. No sé si me explico, pero la intencionalidad es algo muy superior a la "necesidad primaria". Está ya directamente relacionada con el juicio y la voluntad. "Quiero esto y voy a demostrarlo con gestos y ademanes rítmicos". ¡Y la Humanidad se puso a danzar! ¡De ahí a la Paulova o a Nureyev no había más que un paso! La Pintura pertenece a un género superior.


... 

"CH " EL SILENCIO NO EXISTE


EXPERIMENTO UNA SENSACIÓN de alivio al cruzar la gran puerta de hierro que separaba los pabellones de los enfermos de la zona reservada a los administrativos, a los médicos y a las asistentas sociales. Eran dos mundos opuestos a los que aquella gruesa puerta servía de frontera. Montserrat Castell la esperaba en la misma aduana: —El doctor don César Arellano, jefe de los Servicios Clínicos, va a examinarla, Alicia. ¡Venga conmigo! Y si, al concluir, no la reclaman para otra cosa... ¡no deje de pasarse por mi despacho! ¿Me permite un consejo? ¡Por lo que más quiera, no diga una sola mentira! ¡No intente engañar al médico... al menos, de un modo consciente! Meditó Alicia estas palabras: "¡...al menos de un modo consciente...!". ¿Por qué le habría dicho eso Montserrat? —Pase, por aquí, por favor... El doctor Arellano era un hombre de mediana edad, pelo canoso y abundante, cara ancha y sonriente, nariz gruesa y unos grotescos lentes de pinza y cristales sin montura, que se ponía y quitaba constantemente mientras hablaba, para humedecerlos de vaho y limpiarlos después con una pequeña gamuza. "Si no fuera por esos lentes —pensó Alicia—, podría pasar por un hombre atractivo." —Siéntese, señora. Del mismo modo que Alicia apreció de un solo vistazo que el doctor Ruipérez no era un individuo de mucha categoría, juzgó que este otro médico tenía peso específico. Irradiaba serenidad, equilibrio, inteligencia y, sobre todo, autoridad. Su cara, de tez sanguínea, era más joven de lo que correspondía a la blancura de su pelo. Era alto, ancho, tal vez un poco cargado de hombros. A Alicia se le antojó pensar que su cara recordaba vagamente al actor norteamericano Spencer Tracy y su cuerpo al jugador rumano de tenis “Ilie Nastase”. Apenas ocupó un asiento frente a la mesa escritorio del médico, éste le ofreció un cigarrillo. Tras ver la marca, Alicia lo rehusó. —Fumo "rubio", doctor. El "negro" me hace toser. Abrió el médico un cajón y le ofreció otra marca. —Gracias —dijo Atice Gould aceptándolo. El doctor Arellano comenzó a hablar, mientras le encendía el cigarrillo con su encendedor. —Señora de Almenara: junto a la solicitud de ingreso había una carta particular del doctor Donadío dirigida al doctor Alvar, con determinadas sugestiones clínicas que sólo el director deberá decidir si son convenientes o no. Es usted, por tanto, una paciente directa del doctor Alvar... y, en consecuencia, el doctor Ruipérez y yo hemos considerado más conveniente no someterla a ningún tratamiento en tanto no regrese de sus vacaciones el director del hospital. El decidirá, por tanto, qué médico ha de encargarse de usted. Veo que esta noticia le produce alegría. —¡No he movido un músculo de la cara —respondió Alicia con jovialidad—: es usted un buen lector de almas, doctor! —Es mi profesión —replicó amablemente el médico. Y volviendo a tomar el hilo de sus palabras, prosiguió: —Ello quiere decir que permanecerá usted aquí en régimen de observación hasta que él llegue. Nuestra única labor será la de almacenar datos y ponerlos a disposición suya para que él decida la medicación más apropiada. —Luego no seré medicada... —Con psicofármacos, desde luego, no. A pesar de ello, si siente usted neuralgias o padece insomnio, puede pedir las pastillas que más confianza le merezcan: lo mismo que si estuviese en su casa. Tampoco «e le aplicará terapéutica insulínica ni, por supuesto, electroconvulsionante. 
—Me tranquiliza usted mucho, doctor. Pero me pregunto en qué consistirán sus métodos para 
almacenar esos datos que busca, meterlos en un saquito y dárselos al director diciendo: "Toma, 
Samuel: aquí tienes unos trochos del alma de Alice Gould..." 
—Su conversación, señora, es particularmente expresiva. ¡Eso es precisamente lo que pretendo 
entregarle a nuestro director, don Samuel Alvar, trochos de su alma, para que él los junte como 
en un puzzle y trace el diagnóstico exacto de su personalidad. Y sin usar el narcoanálisis, ni la 
tomografía computarizada, ni la gramagrafía cerebral. 
—No le pregunto, doctor, qué significa todo eso, porque no lo entendería. ¡Los médicos son 
ustedes amiguísimos de las palabras complicadas! 
—Veamos si me entiende usted ahora: quiero, en primer lugar, conocer su consciente: lo que 
usted sabe de sí misma cómo es, y cómo desearía ser. Esto lo lograremos simplemente 
charlando con sinceridad. Después quiero conocer lo que usted ignora de sí misma (su sub­
consciente) y hacerlo aflorar a su plano consciente. De modo que preciso de usted dos 
declaraciones: que me cuente lo que sabe... ¡y lo que no sabe de Alice Gould! 
—Esa última parte —bromeó ella— debe ser un tanto complicada. ¿Cómo voy a contarle "yo" lo 
que desconozco? 
—No dude que acabará contándomelo. ¿Está usted dispuesta? 
Alicia meditó un instante. Deseaba ser totalmente veraz y sincera con aquel hombre amable y 
bondadoso, que irradiaba comprensión y confianza. Pero era evidente que no podía decirle 
"todo" —sin traicionar a su cliente García del Olmo— y esto la contrariaba y la confundía. 
—Hay una parte, doctor, que desearía reservar a don Samuel Alvar para cuando regrese. ¡No 
sería justo darle todo el trabajo hecho! El tendrá que poner algo de su parte, ¿no le parece? 
¿Cómo, si no, justificar su sueldo, no sólo de director, sino de "médico personal mío", ya que 
usted mismo me ha dicho que yo seré su "paciente particular"? Si usted me lo permite, doctor 
Arellano, hay una parte de mi vida (¡una muy pequeña parte, créame!) que desearía reservar a 
don Samuel para cuando éste venga. 
—Acepto el trato. Cuando usted penetre en esa zona reservada al director, no tiene más que 
decir "¡Acotado de caza!". Por cierto, ¿desea usted que le sirva algo? 
—Sí, doctor, se lo agradezco: una taza de té. 
—¿Acostumbra a beber alcohol? 
—Nunca por las mañanas. 
—¿Y por las tardes? 
—A veces. 
—¿A diario? 
—No, pero sí con frecuencia. Cuando mi marido y yo regresamos de nuestros quehaceres, nos 
gusta tomarnos un whisky, o dos, antes de cenar, y contarnos nuestras respectivas experiencias. 
—¿Qué opina usted de su marido? 
—"¡Acotado de caza!" 
—Le pediré una taza de té. Pulsó un timbre e hizo el encargo. 
—¡Dos tés! Meditó un instante. 
—¿Tiene usted hijos?
—No. —¿No ha deseado tenerlos? 
—Fervientemente. ¡Ahí tiene usted, doctor, un campo bien abonado para hallar en mí una 
frustración! 
—¿De quién es la culpa de no tener descendencia? 
—Lo ignoro, doctor. 
—¿Por qué? 
—Porque de ser la culpa de mi marido, hubiera representado una gran humillación para él 
saberlo, que de ningún modo quise ni quiero causarle.
—¿No deseó nunca adoptar un niño? 

—Sí. Y yo misma hice las gestiones legales, pero mi esposo se opuso. Yo respeté, claro es, sus 
sentimientos. 
—¿Le ha sido siempre fiel? 
—¿El a mí? 
—Sí. El a usted. —No lo he indagado. 
—¿Por qué? 
—Porque hubiera supuesto una ofensa para él esa muestra de desconfianza. 
—Nunca se habría enterado. 
—Ello no obsta para que yo, en mi fuero interno, le hubiese ofendido. 
—Y usted, señora de Almenara, ¿le ha sido siempre fiel? 
—Siempre. 
—¿No ha sido nunca solicitada por otro hombre? 
—Muchas veces, doctor, y por muchos. 
—¿Ello la halagaba? 
—No puedo ocultarlo. Si: me halagaba. 
—¿Y nunca cedió a ese halago? 
—Nunca. 
—¿Alguno de sus pretendientes le agradaba? 
—Sí, y mucho. 
—Y a pesar de ello... 
—Jamás, doctor. 
—Explíqueme detalladamente por qué. 
—Por respeto a mi marido, pero también por respeto a mí misma. Tengo un alto concepto de la 
dignidad humana; creo que somos una especie... distinta. Y que esta distinción nos impone 
derechos y deberes. No podemos exigir los primeros sin sentirnos solidarios con los segundos. 
Si me lo permite, doctor, éstas son convicciones muy arraigadas en mí. 
—¿Es usted creyente? 
—No lo fui en mi infancia. Ahora sí. 
—Eso contradice la... norma general. 
—¡Nunca me ha interesado la norma general! 
—¿Esas convicciones las heredó usted de su padre? 
—No sé si esas cosas se heredan. Ignoro si se transmiten en los genes. Más exacto sería decir
que las recibí de mi padre: no que las heredé. Fue conmigo un educador excepcional. A medida 
que pasa el tiempo su figura se agranda dentro de mí. 
—¿Y la de su madre? 
—Mi madre murió siendo yo muy niña. Y mi padre tuvo el acierto de ensalzarla grandemente a 
mis ojos. Hablaba de ella con mucha ternura. Más también con sincera admiración. Cuando me 
reprendía, era frecuente que dijera: "Tu madre no hubiera dicho eso" o "no hubiera hecho eso".
—¿Y no la molestaba o no hería su sensibilidad infantil esa comparación constante con una 
mujer que, aun siendo su madre, usted no llegó prácticamente a conocer? 
—No, doctor, no. Mi madre era el ideal que yo debía alcanzar. Mi padre me la pintaba como la 
suma de las perfecciones, como el modelo que yo (si quería ser digna, bondadosa y fuerte) 
debía imitar. 
—¿No tuvo nunca celos del amor que su padre manifestaba por su madre? 
—No, doctor. Sigmund Freud, que es quien ha metido esa idea en la cabeza de todos los 
psicoanalistas, era un perfecto cretino... 
—No exactamente un cretino —murmuró el doctor. 


...

"C" LA "SALA DE LOS DESAMPARADOS" III



En estas cavilaciones andaba cuando advirtió frente a ella la cara sonriente y amical de Ignacio 
Urquieta. —Le debo una explicación, señora de Almenara. 
—Tal vez haya estado un poco brusca al levantarme tan intempestivamente —se disculpó ella. 
—Sentiría de verdad haberla molestado. Tuve la intuición de que usted y yo llegaríamos a ser
amigos y... 
—¡Seremos amigos! —exclamó Alicia—. No hablemos más del tema. Además, le necesito a 
usted para que me aclare algunas cosas. He visto un niño, muy guapo chico, que se dedica a 
imitar a todo el mundo. Y más lejos, otro igual, sólo que más pacífico. ¿Son hermanos gemelos? 
—Sí. Pero ellos lo niegan o fingen no saberlo. Sus padres eran ambos oligofrénicos. No sé quién 
tuvo la humorada de bautizarlos Rómulo y Remo. 
—¿Cuál es Romulo? 
—El mimético: el imitador. El otro, el que no molesta a nadie, es Remo. 
—¿Y no se reconocen como hermanos entre sí? 
—No. Romulo dice que su "hermanita" es la "Niña Oscilante" y, en cuanto se agota de hacer
gansadas, se sienta junto a ella y le da conversación y la mima. 
—¿Y es su hermana realmente? 
—¡No: en absoluto! Pero él lo cree así y mataría a quien le contradijese. 
—¿Ha dicho usted "mataría"? ¿No es exagerado afirmar eso? 
—No. No es exagerado. 
Sintió Alicia una indefinible angustia. ¡Cuando aceptó la proposición de García del Olmo, su 
cliente, le firmó un cheque, como adelanto, por la investigación que le encomendaba, con la 
promesa de pagarle una cantidad igual si la llevaba a buen término. Le pareció una cantidad 
exagerada. Nunca había cobrado tanto por un trabajo. Ahora —al considerar el ambiente en el 
que había de actuar— comprendía que sus honorarios no estaban injustificados. 
—Parece usted distraída, Alicia. 
—En efecto, lo estaba. Le ruego me disculpe. 
—Quiero hacerle una pregunta. Ahora vamos a desayunarnos. No tardarán en avisarme. De 
entre toda esa tropa que le rodea, ¿junto a quién le gustaría sentarse? 
—¡Junto a usted, desde luego! Pero no se envanezca. La verdad es que tengo un poco de 
miedo. ¿Hay un sitio libre en su mesa? 
—No; no lo hay. Pero eso lo arreglaremos en seguida. Venga conmigo. Cruzaron unos metros, e 
Ignacio se acercó al hombre que lloraba. Le colocó amistosamente las manos en los hombros. 
—¿Cómo van esas penas, don Luis? 
—Mal... muy mal —respondió éste. 
—¡Vamos, vamos, levante ese ánimo! ¡De cuando en cuando conviene pensar en cosas alegres! 
El llamado don Luis alzó los ojos con tal expresión de gratitud, que Alicia no pudo por menos de 
admirarse. 
—Lo que me consuela —dijo— es saber que tengo buenos amigos como usted, que me aprecian 
y me comprenden. 
—Esta tarde le contaré el chiste más gracioso que he oído en mi vida. ¡Le juro que le haré reír a 
usted! El hombre sonrió y dejó de llorar. 
—¡Cuéntemelo ahora! 
—No. Porque quiero presentarle a esta amiga mía, que ingresó ayer en el hospital. Don Luis
Ortiz... ésta es Alicia, señora de Almenara. 
Don Luis se puso muy ceremoniosamente en pie e inclinó la cabeza. 
—No le doy a usted la mano —dijo sombríamente el hombre— porque usted no merece que yo 
la contamine. Si hubiese justicia en el mundo —añadió—, mis manos debían haber sido cortadas
hace mucho tiempo. 

Y no pudiendo evitarlo, rompió de nuevo a sollozar. 
—¿Cómo se atreve usted a llorar en este momento? —protestó Urquieta—. ¿No es un motivo de 
alegría contar entre nosotros con una señora tan atractiva? 
—Tiene usted razón —dijo don Luis, pasando del llanto a la risa—: la señora es muy guapa y de 
ella puede decirse lo de la canción: "que sólo con mirarla, las penas quita". 
—Es usted muy galante, señor Ortiz —dijo Alicia, esforzándose en sonreír. 
Y el señor Ortiz la contempló con tan sincera gratitud como antes a Ignacio. 
—Quiero pedirle un favor, don Luis —dijo éste—. Que ceda usted su puesto en mi mesa a la 
señora de Almenara. Ya le he dicho que somos antiguos amigos. 
—Pues no hablemos más. Concedido. Ya sabe usted que, aunque vil y miserable, agradezco 
mucho sus consuelos. 
(Y tenía razón "el Caballero Llorón". Tan consolado quedó de la ligera muestra de amistad de 
Ignacio Urquieta, que tardó más de una hora en volver a sollozar). 
Unas palmadas anunciaron que el desayuno estaba servido. "La Niña Oscilante", "el Hombre 
Estatua" y otros catatónicos más fueron conducidos de la mano. Carecían de impulsos propios
para moverse, pero obedecían dócilmente las incitaciones de otros. Eso lo hacían los
enfermeros; pero muchos pacientes de otras modalidades colaboraban también en esta piadosa 
función, teniendo cada uno de los inmóviles, entre los propios locos, su cuidador voluntario y 
particular. Rómulo acompañaba a "la Niña Oscilante" y "el Aquijotado" al "Hombre de Cera". 
La mesa que había de ocupar Alice Gould estaba en el último rincón —y no por azar, como supo 
muchos días después—. En ella se sentaban Carolo Bocanegra (que no era un apodo, sino 
nombre verdadero) y una muchacha de facciones correctas, algo inhibida y de pocas palabras. 
Al ir a sentarse, Ignacio protestó cortésmente. 
—Perdón, Alicia, debe usted sentarse enfrente de mí. Yo... por razones especiales, tengo 
reservado este puesto. 
Obedeció, de suerte que ella quedó de cara al inmenso refectorio, y Urquieta de espaldas a la 
sala y sin visibilidad, por tanto, respecto a los demás comensales. 
—Me temo —dijo Ignacio— que el peso de la conversación recaerá exclusivamente sobre 
nosotros, porque aquí la señorita Maqueira habla muy poco y el señor Bocanegra, aquí presente, 
es mutista. 
—Hablo poco —protestó la joven— por culpa de la insulina. 
(Y, en efecto, no abrió la boca a partir de entonces más que para comer, y con gran apetito por 
cierto). 
—¿Qué quiere decir "mutistas"? —preguntó tímidamente Alicia dirigiéndose a Carolo. 
Ignacio respondió por él. 
—Mutistas son los que no hablan. 
—¿No puede usted hablar? —preguntó, asombrada, Alicia al señor Bocanegra. 
El hombre sacó un cuadernillo de hule que llevaba siempre en su bolsillo, y escribió a grandes 
rasgos con un rotulador naranja: "Sí puedo, pero no me da la gana."
Abrió Alicia grandes ojos, pero se abstuvo de reír o de comentar, que eran las dos cosas que le 
pedía el cuerpo. 
La visión del comedor y de las muy distintas actitudes de los residentes, la colmó de perplejidad.
Algunos comían con desesperante parsimonia; otros engullían, devoraban, con avidez animal e 
insaciable. Entre los primeros los había que desmenuzaban el pan en partículas minúsculas y las 
observaban y hasta las olían antes de llevarlas a la boca, y aun entonces, no las masticaban, 
sino que las degustaban antes de tragarlas, cual si temieran ser envenenados, ¡y lo temían en 
efecto! Entre los segundos, había quienes robaban las raciones de sus vecinos; quienes rugían 
de placer al masticar los alimentos; quienes reían tras cada bocado; quienes rodeaban con sus 
brazos el condumio, creando una pequeña ciudad amurallada de imposible acceso para los
amigos de los alimentos ajenos. Había, en fin, aquellos a quienes era obligado llevar los 

alimentos a la boca, o bien porque no podían valerse por sí mismos, o porque se negaban a comer. Y aun entre éstos cabía distinguir dos grupos: los radicalmente faltos de apetito y los que mantenían esa actitud sólo por fastidiar y obligar a sus cuidadores —cruelmente— a este notable esfuerzo suplementario. Se les distinguía por el inequívoco gesto de hastío e inapetencia de los primeros y por la terca cerrazón de dientes de los segundos, quienes acababan cediendo y tragando lo que con inaudita paciencia se les ofrecía. Las observaciones de Alicia, con ser tantas y tan variadas, no cegaron sus entendederas hasta el punto de hacerla olvidar las notas de distintos colores que embadurnaban el cuadernillo de hule dé Carolo Bocanegra, a quien desde ahora apodaría "el Falso Mutistas" e incluiría en una primera lista de sospechosos, como posible autor de las criminales misivas dirigidas a Raimundo García del Olmo, su cliente. Concluido el desayuno, y reintegrados todos a la "Sala de los Desamparados", Alicia preguntó a su, hasta el momento, único amigo: —¿Qué se hace ahora? No tuvo tiempo Urquieta de explicárselo, ni ella de enterarse, pues una voz potente gritó: —¡Almenara, la llaman a la consulta! 


....

"C" LA "SALA DE LOS DESAMPARADOS" II


Al gordo lo bautizó Alicia, para si, "el Hombre Elefante"; al de las grandes orejas y la boca en forma de luna "el Gnomo"; a la vieja de los morritos "la Malgenio", y al de los ojos alocados "don Quijote", bien que pronto tuvo que variarle de apodo y adaptarlo al de la comunidad, pues era de todos conocido como el "Autor de la teoría de los Nueve Universos", seudónimo que alternaba con el de "el Astrólogo", "el Amante de las Galaxias" o simplemente "el Galáxico". ¡Oh, Dios!, ¿qué había detrás de aquellas gentes? ¡Qué infinita variedad de dolencias, congeladas o en evolución, las que dejaban traslucir tan diferentes miradas, posturas y actitudes! Había un hombre alto, delgado, de largas piernas y brazos, casi totalmente calvo y pecho hundido, que no había dejado de llorar desde que Alicia le vio por primera vez. No miraba a nadie, no gritaba, no gimoteaba: su llanto era silencioso como esa lluvia que en Santander llaman rosaura y en Vasconia sirimiri. Y la tristeza que emanaba de su rostro era de tal gravedad y sinceridad que conmovería a las mismas piedras si éstas poseyeran la virtud de la compasión. Tan contagiosa era su pena, que algunos de los reclusos más próximos a él, al contemplarle, lloraban también. Las dos personas que, junto con "el Caballero Llorón" (pues en efecto su atuendo y aspecto era el de un caballero), hirieron más hondamente por su comportamiento la sensibilidad de Alicia, eran un ciego —cómo supo en seguida— que mordisqueaba con saña el puño de su bastón, como si quisiese comerlo, y una preciosa muchacha rubia, de rasgos perfectos y armoniosos, de figura tan frágil que se diría de porcelana, la cual apenas la soltó de la mano una enfermera que la trajo hasta allí, se sentó cara a la pared y comenzó a ladear el cuerpo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda rítmicamente, monótonamente, sin pausa y sin descanso. Tan abstraída estaba Alicia al contemplarla, calibrando cuánto duraría aquel ejercicio, que tardó en notar, y más tarde en entender, qué significaba un pegajoso calor que notó en sus asentaderas. Volvióse y quedó paralizada por la sorpresa y la indignación al ver junto a ella al jorobado de las grandes orejas, palpándole impúdicamente las nalgas. —No llevas corsé... —dijo éste con voz tartajosa, y acentuando su sonrisa. —No. No lo llevo —respondió Alicia, retirando con violencia la mano intrusa. —Mi mamá sí lo llevaba. Y Conrada también. Y Roberta también. Pero la Castell, no. Y la duquesa tampoco. Y tú tampoco. No tuvo tiempo de tranquilizarse al considerar que su trasero no era el objetivo exclusivo del gnomo, especializado, por lo que oía, en palpaciones similares, pues un individuo de no más de treinta y pocos años —hombretón atlético, bien conformado y físicamente atractivo— alzó al orejudo por las axilas y lo echó de allí. —¡Vete de aquí, lapa, que eso eres tú: una lapa! ¿No sabes distinguir lo que es una señora, de las putas, como tu madre? Alicia, que se sintió halagada por la primera parte de la regañada al oírse llamar "señora", a pesar de su atuendo, quedó aterrada por la dureza de la segunda. Le pareció atroz y cruel tratar así a un débil mental, como sin duda lo era el de las grandes orejas, a pesar de que éste no pareció enfadarse, y se alejó, riendo más que nunca en busca de nuevas nalgas. Eligió las de un hombre —casi tan grande como "el Elefante"— que estaba quieto, de pie, en el centro de la sala y que no se movió ni defendió ante la provocación del tonto. Alicia reconoció en él al "Hombre de Cera", a quien también denominaban "la Estatua de sí mismo", y a quien había visto cenar la noche anterior. —No me juzgue mal, señora, si le he parecido demasiado duro —dijo el recién llegado—. Y usted no dude en abofetearle si lo repite. Le sirve de lección, no se enfada y no es reincidente con quienes le castigan. ¿Me permite que me siente junto a usted? —Por favor... ¡hágalo! —Antes le ofrecí un cigarrillo y me lo rechazó. ¿Puedo ofrecérselo ahora?  —Se lo agradezco mucho —respondió Alicia, aceptándolo. 
—¿Es usted nueva? 
—Sí. 
—Me llamo Ignacio Urquieta. Ya soy veterano. 
—Mi apellido es Almenara. Alicia de Almenara —dijo ésta. Y en seguida añadió—: Perdón por la pregunta: ¿es usted médico o enfermera? —¡Gracias! —exclamó él riendo—. No, señora. Soy solamente el más peculiar de los locos que hay aquí. Y mi peculiaridad consiste en saber y en confesar que lo soy. Porque ninguna de esas "piezas de museo" que tiene usted enfrente, lo confiesa... y yo sí. Usted tampoco está enferma... ¿verdad? No —respondió secamente Alicia. —¿Ve usted? ¡Sigo siendo la excepción! Alicia enrojeció vivamente y, obedeciendo a un impulso que no pudo dominar, se levantó y dejó con la palabra en la boca a Ignacio Urquieta, pues era evidente que si los locos no confesaban serlo y ella había dado la misma negativa... el tal señor Urquieta la había llamado loca. Su enfado era incongruente. ¿No era eso lo que ella deseaba: pasar por lo que no era? Alicia comenzó a lamentar su movimiento de despecho, al tiempo mismo que lo realizaba. Lo cierto es que ese joven era de lo más potable de cuanto allí había; su presencia la tranquilizó y su amistad podía serle de gran ayuda para soportar aquel ambiente y quién sabe si para su propia investigación. Lo malo es que al levantarse, su silla fue inmediatamente ocupada, y Alicia se quedó sin saber adonde dirigirse, de quién debía huir o a quién no le importaba acercarse. La víspera, en la conversación que mantuvo con el doctor Ruipérez, empleó una expresión cruel para referirse a los allí residentes: "su pequeña colección de monstruos", le dijo al médico, antes de haberlos visto. Mas ahora comprendía que su definición era exacta: aquello era un museo de horrores, un álbum vivo de esperpentos, un gallinero de excentricidades, pero eran seres humanos: no árboles ni bestias. En algún lugar y un tiempo desconocidos tuvieron unos padres, un hogar y una cuna. "¡No es horror, Alice Gould, lo que deben producirte —se recriminó—, sino una sincera compasión y un gran afán de ayudarlos! ¡No dudes en mirarlos de frente! ¡Sonríeles, Alice Gould!" Aunque nada satisfecha de su malcrianza con el llamado Ignacio Urquieta, reanudó la marcha por el corredor, con otro talante. Un chiquillo, que no parecía mayor de quince años —aunque más tarde supo que tenía dieciocho—, estaba detenido ante una llorona (que era una réplica, en femenino, del cincuentón de la "Triste Figura") y la imitaba en sus gestos, gimoteos y ademanes con tantas veras que se diría su espejo. Pronto se cansó de ella y se puso a las espaldas del aquijotado, que gesticulaba y se movía sin cesar —como si fuese a iniciar una conversación y dudara a quién escoger como interlocutor— y lo imitó punto por punto, con idéntica maestría. Más tarde escogió como modelo a una vieja que cantaba sin emitir sonidos, e hizo lo mismo. De súbito, Alice vio otro niño físicamente igual al imitador: igual en términos absolutos, salvo en su conducta. Este no se movía: no gesticulaba, no hablaba, no reía. Su cara —de rasgos normales— no decía nada. Era como una hoja en blanco. El catatónico que vio la noche anterior en el comedor —el del cuerpo grande y el cráneo diminuto al que acababa de palpar con infame procacidad el gnomo de las grandes orejas— seguía de pie, solo, en una postura absurda, y tan quieto como puede serlo la imagen fotográfica tomada a alguien que está en movimiento. Una sesentona, muy pintarrajeada, se apiadó —según supuso Alicia— de lo innoble e incómodo de su posición y le colocó la cabeza y las manos en una situación más digna. Pero al hacerlo, la Almenara, horrorizada, la oyó decir: Si te portas bien, no volveré a cortarte la lengua. ¿Aquella vieja había cortado realmente la lengua al "Hombre de Cera"? ¿Creía que se la había cortado y no era cierto? ¿O sus palabras tenían una acepción simbólica que significaba otra cosa distinta? Todo era posible en aquel reino de lo absurdo, donde la extravagancia es ley. "¿Cómo podré, entre tanta gente, ¡y gente tan peculiar! —se dijo Alice Gould—, no digo culminar, sino siquiera iniciar una investigación? Si el doctor Alvar estuviese en su puesto, otro gallo me cantara. Pero el doctor Alvar no está, y no debo esperar a su regreso para formarme un juicio. 
Tal vez entre todos estos perturbados haya más de un criminal. Pero el homicida que yo busco 
es sólo uno, y conozco su letra." .....