martes, 17 de julio de 2018

S EL CLIENTE DE LA DETECTIVE


ENCERRÓSE ALICIA en su cuarto y se tumbó en la cama. Imposible resulta precisar el tiempo que estuvo, las manos bajo la nuca, los labios moviéndose cual si hablara y la mirada perdida en el vacío. Tenía los nervios a flor de piel. ¡Al fin había llegado su gran día! Recordaba la admiración que advirtió en el rostro del comisario la noche que descubrió los tres crímenes. Y sus palabras: "Como profesional de la investigación criminal, la felicito, señora." ¿Qué no le diría hoy, al resolver de un plumazo, ante los ojos atónitos de todos, la incógnita de la muerte de Se vería no García del Olmo y su propia incógnita, la de ella, Alice Gould, "la fantástica", "la soñadora", "la de la personalidad misteriosa, fascinante e incomprensible" como le dijo un día Rosellini? ¡Ah, Rosellini, el médico guapo y serio que se había enamorado perdidamente de ella y no se atrevía a decir con los labios lo que proclamaban a gritos sus ojos! ¿Le permitirían asistir a la entrevista? "Por Dios, Alicia —se dijo a sí misma—, no debes comportarte duramente con el director ni mortificarle. No olvides que ha sido él mismo quien ha avisado a Raimundo que la investigación por la que ingresaste en el manicomio ha concluido". Tal vez regresara esa misma noche a Madrid, acompañada de su cliente y en el mismo coche en que llegó. Si así era, estaba dispuesta a volver algún día para abrazar a tanta gente buena — ¡heroicamente buena!— como había de murallas para dentro. Pero no lo haría sin comprobar primero que César Arellano había regresado ya. ¡Por cierto! No debía olvidarse de preguntar a éste la dirección de su hijo Carlos en Madrid para invitarle alguna vez a almorzar en casa. ¡Qué pena, qué pena que no asistiese César a su triunfo de hoy! Se imaginaba el despacho del director con los muebles colocados tal como estaban el día de la investigación. Samuel Alvar haría tamborilear sus dedos, yema contra yema, como de costumbre; el doctor Muescas movería agitado las piernas y arrugaría la nariz con su tic característico cual si quisiese con ese gesto colocar los lentes en su sitio. Se imaginaba al comisario Ruiz de Pablos entrecruzando sus pequeñas manos como si rezara, y a Raimundo —atento, conmovido y suspenso— al escuchar la verdad de la muerte de su padre. ¡Ah, también le agradaría que asistiese el inspector Soto, el de la bella cabeza de caballo! "Señora de Almenara —diría el comisario—, estamos impacientes por escucharla". (Aquí habré de bajar los párpados concentrándome. Mis primeras palabras serán lentas, como las de quien evoca cosas pasadas, y después ganarán velocidad a medida que engarzo mis deducciones.) —Hace ya varios meses, cuando fui recibida por primera vez por don Samuel Alvar en este mismo despacho, tracé verbalmente el retrato robot del criminal: Un hombre entre cincuenta y cincuenta y cinco años, muy fuerte, con gran memoria para las injurias recibidas, de espíritu envidioso y vengativo, que supiese escribir, que alguna vez gozó de una posición económica o social relativamente elevada y que hoy vivía una existencia miserable. ¡Ah, no debo olvidar decir esto: y, por supuesto, perturbado mental! —¿Por qué de esa edad? —me preguntará extrañado Raimundo. —Porque deduje que tenía que tener unos años muy aproximados a los tuyos y haber sido tu amigo en tu infancias juventud, o compañero de clase o algo similar. Y la amistad se fue trocando en odio a medida que te encumbrabas y triunfabas, y él fracasaba y se hundía en el fango... —¿Y por qué dedujo usted eso? —preguntará el comisario. —Porque, tal como se produjo el crimen, el móvil no podía ser más que el odio y la venganza. Robo no hubo. Las puertas no fueron forzadas. Eso quiere también decir que era un conocido de la casa, ya que un octogenario que vive solo no hubiese franqueado la entrada de noche a un extraño. —¿Y por qué pensó usted que era un loco?
—¡Sólo un vesánico puede cebarse con esa saña en un anciano, aplastándole la cara y el cráneo y el tórax! Los periódicos de aquel tiempo pusieron en boca de no recuerdo qué inspector un ejemplo muy gráfico: "Es como si le hubiesen golpeado con un gran saco lleno de arena". De ahí deduje que el hombre era muy fuerte. Sólo un titán sería capaz de manejar un gran saco de arena como si fuera un martillo. De modo, me dije, que he de hallar a un coloso, conocido del padre de García del Olmo, de la edad de su hijo, con motivos reales o imaginarios para odiar a este último, ¡y loco! No es imposible que el comisario me interrumpa: —Ni nos aclaró usted antes lo de la edad, ni veo por qué había de odiar al hijo y asesinar al padre. En ese caso, pienso contestar: —¡Les estoy explicando lo que yo sospechaba entonces y no lo que sé ahora! Yo creía que se vengaba en el hijo asesinando a su padre. También podía ocurrir que hubiese ido a la casa para matar al hijo, y, al no encontrarle, aprovechar el viaje, como quien dice, para matar al padre: circunstancia que no haría más que confirmar la sinrazón de un loco. Hoy ya sé que tenía motivos para odiar a ambos. —Pasemos de las intuiciones a los hechos, señora de Almenara... —Los hechos son así —diría Alicia—: don Raimundo Garda del Olmo, aquí presente, tenía un primo a quien trataba muy poco, pues vivía muy lejos, en Orense, y tenía fama de raro. —Eso es cierto —corroborará Raimundo—. Pero ¿cómo puedes saberlo? —Al quedar huérfano tu primo —proseguiré— (que era hijo de una hermana de tu padre), éste se hizo cargo de su sobrino; lo trajo de Galicia a Madrid y lo alojó en vuestra casa. Hace de esto cuarenta años. La convivencia se hizo insoportable. La tensión entre los dos chicos — que no pasabais en aquel entonces de los quince— insufrible. El primo de Galicia no era solamente un raro: ¡estaba loco! Al tener la evidencia de ello, tu padre solicitó su internamiento, y, no volvió a verle jamás, hasta el día de su muerte, ya que él fue su asesino. Llegado a este punto todos se pondrían a hablar a un tiempo. José Muescas preguntará a Raimundo si lo que estoy diciendo es verdad. Este confesará que sí, salvo lo de la muerte, que él ignora. Alvar quena saber si ese hombre residía hoy en Nuestra Señora de la Fuentecilla. Responderé afirmativamente. ¿En qué unidad? En la de demenciados. El comisario intentará poner un poco de orden en aquel galimatías. ¿Cómo pude yo saber todo eso? —Desde que ingresé aquí para hacer esta investigación —contestaré— pedí al director que me facilitara los expedientes de algunos recluidos. Necesitaba saber cuáles de ellos habían obtenido permiso para salir fuera del hospital en las fechas en que Garría del Olmo fue asesinado. Sólo tuve la oportunidad de ver uno de los expedientes que me interesaban el día en que usted, señor comisario, pidió que se lo trajesen a este despacho. Mientras esperábamos a que se personara el joven Rómulo, a quien había mandado llamar, usted hojeó mi propio expediente —¿lo recuerda?— y yo no perdí la oportunidad de revisar el otro. Comprendí entonces que el padre de don Raimundo no había muerto a golpes de saco de arena, sino de idéntica forma que Remo, el gemelo, saltando su asesino sobre él, y partiéndole el tórax y reventándole ¡as entrañas. José Sáez García, a quien aquí todos conocemos por "el Hombre Elefante", fue internado hace cuarenta años por solicitud de su tío camal, don Severiano García del Olmo. Cuando el director inició el régimen "abierto", se le permitió salir del hospital durante tres días, el segundo de los cuales coincide con el asesinato de quien le internó. José Muescas, muy nervioso, preguntará a Raimundo: —¿Hubo, en efecto, esa tensión de que habla la señora de Almenara? —Sí; la hubo. Lo que no entiendo es cómo lo sabe ella. —¿Cómo no haberla entre un chico sano y otro loco? Además, si no la hubiese habido — replicaré triunfalmente—, ¡tu padre no le hubiera mandado internar! —¿José Sáez está internado aquí? —preguntará Raimundo al director. Este responderá: —Sí. ¡Y hace un mes, escaso, asesinó a un muchacho oligofrénico!
—Nos encontramos —concluiré— con un hombre que mata por vengarse como hizo con Remo, el gemelo; que odiaba a su tío porque lo internó en un manicomio; que odiaba a su primo "el listo" por el hecho de serlo; que, tras treinta y ocho años de internamiento, se le permite salir una sola vez; y que esa salida coincide con el asesinato de su tío... ¡y que el cadáver de éste fue hallado con idénticas señales que el de una víctima suya probada: el tórax aplastado y reventadas las entrañas! ¡Si mi deducción no está bien hecha, que venga Dios y lo vea! —Es usted particularmente expresiva, señora —me dirá Ruiz de Pablos poniéndose en pie para felicitarme. Y entonces ocurrirá algo insólito, inesperado, fantástico: Samuel Alvar me sonreirá por primera vez Y yo descubriré otro secreto: que si el director no sonríe nunca no es sólo por ser más agrio que un limón sin madurar, sino para que nadie advierta que no se lava los dientes.
Rompió a reír Alice Gould ante esta idea. Y aún seguía riendo cuando se oyeron unos pasos enfurecidos. La cabeza de la mujer que atribuía estar sana "a no pensar jamás", asomó por el ventanuco. —¿Dónde se había metido usted? ¡La llevo buscando por toda la casa! —Amiga Roberta, si haciendo una gran excepción pensara usted alguna vez, hubiese intuido que no es raro encontrar a una persona en su propia habitación. Y puede abstenerse de darme el recado. Sé muy bien lo que quiere decirme: que el director me manda llamar. Y que una visita me espera en su despacho. —¿Cómo lo sabe usted? —¡Porque yo sí utilizo, a veces, la máquina de pensar! Púsose Alicia en pie de un salto y corrió exhalada hacia el despacho del director. Se atusó el pelo con un movimiento rápido, golpeó discretamente la puerta con los nudillos y entró. Estaban presentes Samuel Alvar, el comisario Ruiz de Pablos, el doctor don José Muescas y otro hombre muy serio, bajito, calvo, rechoncho, de cara vulgar y ojos miopes, un tanto abombados, como los de los peces: probablemente un policía. Raimundo García del Olmo no estaba. —Buenas tardes, señor comisario. Buenas tardes, director. Y con una leve inclinación de cabeza saludó a los dos restantes, que le respondieron del mismo modo.
— El doctor García del Olmo —dijo el director— ha sido tan amable de desplazarse hasta aquí para escuchar cuanto sepa usted acerca de 1 muerte de su padre. —Yo también estoy impaciente por declararle mis sospechas. ¿Dónde está él? Hubo en todos un movimiento de sorpresa. —El doctor García del, Olmo soy yo —declaró el hombre serio. Alicia Almenara, endurecido el rostro, los ojos secos, apretados los dientes, le contempló incrédula... Movió la cabeza lenta y repetidamente, como "la Niña Oscilante" su cuerpo. —¿Le ocurre algo, Alicia? —preguntó don José Muescas. No respondió. —¿No tiene nada que decirnos? —interrogó decepcionado Ruiz de Pablos. —A usted sí, comisario. Desde ahora declaro formalmente que este señor no es el doctor Raimundo García del Olmo. Y con la misma formalidad solicito la protección de la policía ante el secuestro de que soy víctima. Dirigió los ojos con implacable dureza a Samuel Alvar. Si las miradas mataran, el director hubiera caído allí mismo fulminado. No pronunció una sola palabra más. Samuel mantuvo impasible la mirada glacial de Alice Gould. —Puede usted retirarse, señora. Apenas se cerró la puerta, comentó: —Le ruego, querido colega, que nos disculpe. Ya le avisó mi ayudante que la enferma no era de fiar. También se lo advertí a usted, comisario. Y no quiso escuchar las razones que objeté para no molestar a este caballero y obligarle a desplazarse hasta aquí. Un paranoico inteligente es capaz de enredar, confundir, y volver loco a un médico excesivamente confiado como César Arellano. Recuerden el caso de Norberto Machimbarrena. Era un paranoico como esta señora.
Ingresó aquí hace cuatro décadas por haber cumplido escrupulosamente la orden "de mente a mente" que creyó recibir de sus jefes de eliminar separatistas vascos. A lo largo de más de 40 años se le ha creído curado. Y en cuanto ingresaron aquí dos sicópatas de la ETA, no duraron ni veinticuatro horas. Los mató a los dos. Esta señora intentó por tres veces envenenar a su marido. ¿Queremos darla por sana porque no se le cae la baba, porque habla varios idiomas y porque viste bien? ¿Es que acaso no existen paranoicos entre los que visten bien y hablan varios idiomas? ¿Tienen por ventura los señorones patente de inmunidad? ¡Soltémosla y lo primero que hará es envenenar a su marido! Lo hará con la máxima elegancia, sin duda, ¡pero lo hará! Hizo una larga pausa que nadie osó interrumpir. —Yo te ruego, Pepe, que empieces a tratarla inmediatamente, tal como mandan los cánones. Lleva más de cuatro meses aquí embaucándonos a todos. Y si hemos de devolvérsela alguna vez a su marido (caso de que eso sea posible) hay que devolvérsela sana. En cuanto a usted, comisario, ¡respete nuestra especialización! Esta dama superferolítica y exquisita es mucho más peligrosa (tengo mis motivos para decirlo) que muchos de los que pueda usted ver por ahí con cara de alucinados y la baba entre los labios. Y a usted, amigo García del Olmo, ¿qué puedo decirle sino disculparme? Aturdida y acongojada salió Alicia del despacho del director, con la angustia de quien anda a oscura por un laberinto sin salida. Al verla pasar, junto a sus oficinas, la ecónoma la llamó: —Señora de Almenara, ¿quiere ser tan amable de dedicarme unos minutos? Como una autómata que obedece a los resortes que manipulan otros, Alice Gould penetró en la pequeña habitación. —El día que ingresó usted en el hospital, su marido depositó una suma equivalente a sus gastos durante un trimestre y se hizo responsable de abonar los "extraordinarios" que usted produjese. Esa cuenta está ya agotada. Hemos reclamado reiteradas veces a las señas que nos dieron y no hemos recibido respuesta. —Mi marido está en América. —Hemos consultado con el director y nos ha dicho que se aplique el reglamento. —¿Y qué dice el reglamento? —Que ha de trasladarse usted de su celda individual al dormitorio colectivo, mientras se tramita la documentación para que se la considere acogida a Beneficencia. —El dinero que llevaba yo encima el día de mi ingreso, ¿quedará por eso bloqueado? Usted sabe que junto a la tarjeta naranja recibí la autorización de disponer de él. —El reglamento dispone que ese dinero le sea devuelto a usted. —¿Cuánto tengo disponible? La ecónoma consultó sus cuentas y se lo dijo. —¡No es mucho! —comentó Alicia—. Déme la mitad. —Está muy pálida, señora de Almenara. —He sufrido un gran disgusto. Mi marido había prometido visitarme hoy y no ha venido. —¡Ningún hombre merece que suframos por ellos! —sentenció la ecónoma mientras le daba el dinero. Subió Alicia precipitadamente a su cuarto antes de que se lo quitaran. Necesitaba reconsiderar su situación. Tumbóse en la cama y cerró los ojos. Su capacidad de pensar estaba taponada. Quería perforar el misterio y éste se alzaba ante ella como una pared. Era insostenible imaginar que el director se hubiese atrevido a presentar a un simulador ante el propio comisario, Ruiz de Pablos. Don José Muescas dijo delante de ella el día de la junta de médicos que él conocía a García del Olmo. ¿Eran cómplices de la farsa el director y el jefe de la Unidad de Urgencias? Esta suposición tampoco se tenía en pie. La única solución viable era tan cruel, que Alicia se debatía para no planteársela. ¿Estaba realmente loca? Era muy triste considerar su propia locura: una locura razonadora. Pero al aceptarlo quedaban resueltos todos los enigmas. Si el
doctor García del Olmo era el hombrecito serio y calvo que acababa de ver en el despacho de
Samuel Alvar, ¿quién fue el elegante individuo que la acompañó desde Madrid el día de su
ingreso? ¿Un enfermero? ¿Un policía? ¿Fue todo una argucia para traerla engañada? ¡Oh Dios!
Su mente se detuvo. Así como el físico del "Hombre de Cera" quedaba inmovilizado en la
postura en que los demás lo situaran, la actividad intelectual de Alicia quedó paralizada en ese
pensamiento. El razonar equivale a mover la mente. Pues bien: Alicia no razonaba. Su entendimiento
se posó en el punto dicho y allí quedó agazapado como una liebre encamada, como un
animal que sabe que en la total quietud está su mejor defensa para no ser visto por el cazador o
por la fiera al acecho. Y ella necesitaba protegerse en este nirvana (en este no pensar) para que
la inmovilidad de su intelecto le sirviese de añagaza defensiva frente a un animal feroz que la
acosaba de cerca: la idea terrible de aceptar como un hecho cierto su propia locura.
Unos pasos rápidos sonaron en las baldosas y rompieron su ensimismamiento. La voz amiga de
Montserrat Castell pidió permiso para entrar.
—¿Estabas dormida? —preguntó disculpándose.
—No.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé.
—Algo ha pasado y quiero que me lo cuentes.
—¡No lo sé, Montserrat, no lo sé...! Empiezo a pensar que os he engañado a todos y a mí
misma. De los hechos pasados y presentes no sé cuáles son verdad y cuáles mentira. Mi cabeza
es como un cuarto desordenado en que todo ha sido cambiado de sitio. Busco algo y no lo
encuentro.
—Me he enfadado con Samuel —explicó Montserrat—. Por culpa tu
ya he tenido con él una agarrada muy desagradable. Tampoco ha querido contarme lo que te ha
pasado.
—Tienes mucha confianza con el director. ¿Por qué?
—Es muy largo de contar. Cuando nací, fui amamantada por una campesina que trabajaba para
mi madre en una hacienda muy cerca de Gerona. Esa campesina tenía un hijo, a quien mis
hermanos mayores, andando el tiempo, le costearon la carrera de medicina. Ese es Samuel
Alvar. Su madre sigue trabajando para la mía. ¡Pero no es de él de quien quiero hablar, sino de
ti!
—Estoy muy deprimida, Montserrat. He dejado de interesarme por mí misma. Estoy aburrida de
mí. Es una sensación muy difícil de explicar. Cuéntame tú por qué te has peleado con el director.
—¡Me ha dado orden de que te retire la tarjeta naranja! Alicia se encogió de hombros.
—¡Y de que mañana por la tarde, en que queda libre una cama, te traslade a la unidad de don
José Muescas! Nuevo encogimiento de hombros.
—Todo me da igual.
—¡Te van a comenzar a tratar con insulina!
Ahora sí que un poderoso timbre de alarma despertó de su abulia a Alice Gould. Montserrat vio
el terror en sus ojos.
—¿Es eso cierto? ¿Mañana dices?
—Sí, Alicia —respondió llorando la Castell—. He rogado, he suplicado, he llorado pidiendo que
esperara a que regresara César Arellano. ¡No me ha hecho caso!
—¡Localiza a don César, Montse! ¡Telefonéale!
—No sé dónde está...
—Yo sí. Mañana o pasado llegará con un hijo suyo a un pueblo de Almería: un pueblo costero.
Es todo lo que sé. Montserrat comentó desalentada:
—¡Hay miles de pueblos costeros y de urbanizaciones en Almería!
—¡Entonces ayúdame a fugarme! ¡Escóndeme en algún sitio y cuando vuelva César Arellano
regresaré!
—¡Alicia, Alicia! Si yo no le llevo antes de media hora tu tarjeta naranja a Samuel, subirá él
mismo a buscarla.
—Toma la tarjeta. No la necesito para salir de aquí. ¿Tienes coche?
—Sí.
—Explícame dónde está. Deja el portaequipaje abierto y busca un pretexto para anticipar la
salida antes de que cierren la puerta de las tapias.
—Mi coche, Alicia, está fuera de las verjas.
—No me faltarán otros medios.
Oyóse la siempre desagradable voz de Conrada la Vieja:
—¡Castell! ¿Estás ahí?
Montserrat asomó su cabeza por el ventanuco.
—Aquí estoy.
—El director te llama.
Besó Montse a la Almenara y trazó en su frente una señal de la cruz.
—No necesito preguntarte lo que vas hacer. Sé prudente, Alicia, y astuta. Si no nos vemos más,
¡que Dios te proteja!
Era preciso que su conmoción interna pasase inadvertida. Su decisión de fugarse al día siguiente
(en cuanto concluyese el desayuno, para que su ausencia tardase en ser notada) no debía
comunicársela a nadie, por muy amigo que fuese. Se propuso mostrarse alegre y desenfadada, y
actuar con orden y frialdad.
Bajó de su dormitorio a la "Sala de los Desamparados". Necesitaba utilizar a Urquieta para sus
planes sin que éste comprendiese la verdadera razón de su ayuda. El cerebro de Alicia era en
este instante como una computadora llena de esas lucecitas que se apagan al dejar de funcionar.
Las suyas estaban todas encendidas.
—En tu busca venía —le dijo a Urquieta al divisarle—. ¿Qué tal tu familia? '
—Mi padre tiene una salud de hierro. El único insano de la familia soy yo. ¿Querías algo de mí?
—Quería tu compañía, ¿no te parece bastante? He estado pensando que me gustaría charlar y
pasear con el hombre más guapo y atractivo del hospital. He meditado largamente en cuál era el
mejor. Y he llegado a la conclusión de que eres tú.
—¿Pretendes coquetear conmigo, Alicia?
—Es exactamente lo que pretendo.
—¡Yo soy un tarado!
—Déjate de bobadas. Eres un tipo estupendo. Cuando te cures me gustaría hacer un viaje
contigo.
—¿Por las islas del Sur del Pacífico? ¿Y verme bañar en el mar?
—No. ¡Por los pueblos de esta provincia!
—No has dicho ninguna tontería. Hay lugares impresionantes. Por aquí pasaba la ruta de
Santiago y hay una colección de ermitas e iglesias románicas extraordinarias. ¿No has visitado
el retablo de Berrugueté de... (¡por cierto es un pueblo que se llama igual que tú!) Almenara de
Campó.
—No lo conozco. ¿Dónde está?
—Entre Gordillo y Robregordo.
—Desconozco todo de esta zona de España. Ni siquiera me doy cuenta de dónde está situado
este hospital. Tú que eres topógrafo, ¿por qué no me haces un dibujo? Ignacio se acercó a
Bocanegra.
—¿Sería usted tan amable que arrancara para mí una hojita de su cuaderno de hule y me
prestara un bolígrafo?
Extrajo el mutista el cuaderno de su bolsillo; escogió cuidadosamente uno de los bolígrafos de
colores y escribió: ¡¡¡NO ME SALE DE LAS NARICES!!!
—¿Hay alguien que sea más amable que este pozo de estupidez—preguntó en voz alta
Ignacio— y quiera prestarme una hoja de papel?
—¡Cual... cual... cualquiera! —respondió un tartamudo.
—¿Me lo puede usted prestar?
—Yo no ten... tenggg... tengo. Pero di... digggg... digo que cual... quiera es más amm... ammable
que ese pozo de est... est... estupppp...
—Estupidez —le ayudó Ignacio a concluir.
—¡Eso! —confirmó rotundo el tartamudo.
—¿Ve usted, señor Bocanegra, lo que consigue al estar siempre callado? ¡Nadie le quiere!
Llegó corriendo "el Albaricoque", con su balanceo característico y comenzó a sacar papeles
escritos de cada bolsillo. —Preferiría alguno en blanco. Aunque algo decepcionado de que se
prefiriera una hoja en blanco a
una de sus magistrales epístolas, "el Albaricoque" le facilitó bolígrafo y papel
—Aquí está el hospital —comenzó Urquieta a explicar a medida que dibujaba— Y aquí el pueblo
dé Fuentecilla. Y aquí Robregordo.
A cada nuevo pueblo venía una pregunta nueva. ¿Cómo se viaja de
aquí a aquí? ¿Dónde empalma esta carretera con la general? ¿Y en este
bosque hay lobos? ¿Y este río dónde desemboca? ¿Cómo se cruza? ¿Qué
autobuses hay? ¿Esa aldea tiene teléfono? ¿Cuál es el norte y cuál el
sur?
Al cabo de media hora Alicia tenía un plano perfecto de toda la zona.
—Me lo tienes que dedicar. Eres un gran dibujante. Ignacio escribió:
A Alicia Almenara, la más fascinante de las locas y la más bonita de las mujeres, a la que deseo
todos los bienes del mundo menos uno: la salud. Porque si ella sanara, me privaría de la alegría
y el gozo de su presencia.
Alicia palmoteo entusiasmada al leerlo, y le besó en la cara.
—Además de topógrafo y dibujante, eres poeta.
—No debías besarme, Alicia...
—¿Te molesta que te demuestre mi gratitud con un beso fraternal?
—¡Ahí está lo malo! Yo no recibo tus besos tan fraternalmente como tú me los das.
Llegada la hora de cenar, Alicia comentó que no tenía hambre, pero que a medianoche le
entraba un apetito espantoso. Al día siguiente repitió lo mismo: no tenía apetito a la hora del
desayuno, pero a media mañana se sentía voraz. Con esto ambas veces guardó
cuidadosamente pan, frutas y un trozo de tortilla.
Concluido el desayuno, Alicia le dijo a Urquieta:
—Aunque te fastidie, ¡toma!
Y le besó de nuevo/Pero esta vez fue un abrazo de despedida.
La verja estaba abierta. Y detenida en la puerta una furgoneta. Vestido de paisano, el enfermero
Guillermo Terrón hacía señas al "Albaricoque" de que se apresurara. Vio a éste correr con un
hatillo en la mano y comprendiendo de qué se trataba corrió ella también.
—Amigo Terrón, ¿va usted a La Fuentecilla? ¿Podría usted llevarme?,
—Con mucho gusto. Voy a acompañar al "Albaricoque' hasta el autobús. Llegó éste a grandes
zancadas. Estaba muy contento y locuaz.
—Terrón multiplicado por furgoneta —dijo— es igual al pueblo. Pueblo más autobús igual a mi
tía. Terrón: yo quiero que venga "la Rubia" con nosotros. Terrón: "la Rubia" más besos es igual a
Urquieta, Terrón, y multiplicada por el doztor Arellano igual a amor, Terrón.
—¡Hala, sube para adentro, charlatán! ¿Llevas tu tarjeta naranja?
—Tarjeta elevado a la naranja potencia también es igual a mi tía, Terrón —dijo mostrándosela.
—¿Y la suya, Alicia?
—Aquí la tengo —dijo ésta, fingiendo que la buscaba en el gran saco, cargado con las sobras
alimenticias. Simuló una gran decepción.
—¡Me la he dejado arriba! El de la puerta intervino: —Sin tarjeta no se sale. —Yo quiero que venga "la Rubia", Terrón. "La Rubia" más mucho amor es igual a "Albaricoque", Terrón. —Eres muy galante, "Albaricoque". Yo también te quiero mucho. —Lo siento, señora. No tengo tiempo de esperarla a que la suba a buscar porque este pájaro — se disculpó el enfermero— perderá el autobús. —Furgoneta menos "la Rubia", es muy fea, Terrón —le oyó decir cuando ya el coche se alejaba. El cerebro electrónico particular de Alice Gould funcionaba con precisión. No necesitó fingir un gran desengaño porque éste era sincero. Quedóse plantada, las manos en jarras, contemplando con "morrito esquizofrénico" cómo el coche se alejaba. Comenzó a hurgar en su bolso. —Estoy segura de que tenía la tarjeta —se lamentó. —El reglamento es el reglamento. Suba a buscarla y no faltará quien la acompañe al pueblo. —¡Seré estúpida, la tengo aquí! ¡Terrón, Terrón, regrese! —gritó. Bien sabía que Guillermo Terrón no podía oírla. Pero al gritar se salió fuera de la verja, donde no pudiera ser vista desde el interior del parque. El vigilante se aproximó a ella y tendió la mano para recibir la tarjeta. Su brazo sirvió de palanca y el estricto cumplidor del reglamento voló por los aires. Aturdido, y menos colérico que pasmado, vio cómo Alicia, lejos ya de él, galopaba loma arriba, más ligera que un gamo. Sacudióse el polvo, se incorporó con el cuerpo molido del costalazo y maldiciendo y cojeando se fue parque adentro para denunciar lo ocurrido. En cuanto Alicia dobló la cresta de la lomita, varió radicalmente de sentido. Su intención fue correr inicialmente por el atajo que conduce al pueblo de La Fuentecilla para que la buscasen en esa dirección. Pero ella entretanto estaría ya lejos y camino de otro pueblo distinto, sin comunicación directa por carretera ni con el manicomio ni con La Fuentecilla. Llegó a este pueblo avanzada ya la tarde y casi agotada de caminar. Se llamaba Aldehuela de doña Mencía, y no tenía de bonito más que el nombre. Era mísero y sucio; las casas de adobe, las gallinas sueltas por las calles picoteaban el estiércol de las vacas; los niños gateaban en cueros. Era una amalgama de polvo, mugre, moscas, calor. Muy sofocada, penetró Alicia en la taberna, que estaba vacía y en la que atronaba una radio. El tabernero sesteaba a pesar de aquel ruido infernal. Tuvo Alicia que despertarle. Le explicó que había sufrido una avería en su coche y que necesitaba hablar por teléfono y beberse una cerveza. Marcó el número de su casa en Madrid y, aunque no le contestaron, tuvo la alegría de no oír la cantinela grabada, de la que le habló la doctora Bernardos. Dedujo que Heliodoro había regresado y que no estaba en casa. Telefoneó a su oficina. El corazón le dio un brinco de alegría al oír descolgar el aparato al otro lado de la línea. Pero pronto se le heló la sangre al no conocer la voz que le respondía; al confirmar que no hubo error al marcar el número; y al escuchar que se trataba de una sociedad de representación de vinos y que ignoraba quién tenía alquilado el local antes, cuando ellos mismos lo tomaron en arrendamiento. Colgó y fingió llamar a un taller de reparaciones. Cuando fue a pagar los gastos, la radio atronaba: "Va vestida con pantalones vaqueros, camisa a cuadros, chaqueta color crema y zapatos bajos. Es alta, rubia, bien configurada y sumamente peligrosa". Alicia entregó un billete y no esperó a que el tabernero le trajese el cambio. Había creído entrever en sus ojos la sospecha de si no seria ella la loca escapada del manicomio de que hablaba la radio. Salió del pueblo a buen paso. Un pinar se divisaba en la lejanía y se encaminó hacia él. Tenía el sol de frente acercándose al ocaso. Caminaba, por tanto, hacia el oeste. Desplegó, sin dejar de andar, el dibujo de Urquieta. Era forzoso que la carretera entre Orbegozo y Quintanilla cortara perpendicularmente la trayectoria que llevaba. Cuando se internó entre los pinos, descansó; comió pan y una manzana; fumó un cigarrillo. En la lejanía se escuchaba el rumor de un camión. Reemprendió la marcha siempre hacia el oeste. Pidió a Dios
que no se le hiciese de noche antes de llegar a la carretera. El bosque se espesaba cada vez más, pero el sol entre los altos . troncos la orientaba como un guía amigo. Las distancias marcadas en el plano de Urquieta eran aproximadas; las direcciones no forzosamente exactas y la orientación hipotética. El ruido de los motores de los camiones, en cambio, era una realidad y se escuchaba cada vez más cerca. Al fin, vio un claro y un mozo que pastoreaba su rebaño entre los rastrojos del trigo ya segado. Su mastín perseguía a la más díscola y alejada de las ovejas acercándola al común de sus compañeras y el propio pastor le ayudaba cortando el paso a la fugitiva con pedradas lanzadas con precisión impecable. Más allá, el terreno se ondulaba en una colina cortada longitudinalmente por una carretera. Alice Gould vio en la lejanía a una pareja de aldeanos haciendo señas a un autobús de viajeros para que parase. El destartalado autobús se detuvo y el hombre y la mujer subieron a él. Pero otros dos viajeros descendieron, cuya identidad era inconfundible aun a tanta distancia a causa de sus tricornios. La presencia de la Guardia Civil la dejó paralizada. Su intención era llegar al camino y hacer autostop o bien tomar un autobús. Quedóse agazapada, donde no pudiera ser vista, observando el movimiento de los guardias. Súbitamente le entró una gran desazón. Al observar que su oficina ya no funcionaba, a quien debía de haber telefoneado desde Aldehuela de doña Mencía era a su colega María Luisa Fernández, exponerle sus perplejidades y contratar sus servicios. ¿Como no se le ocurrió hacer esto? Cuando llegó a la taberna del hombre soñoliento eran horas de oficina. ¡Oh, qué torpe, qué torpe estuvo al desaprovechar la ocasión! La pareja de guardias civiles, a paso cansino, situados cada uno de ellos a una orilla de la carretera caminaban en dirección contraria a donde Alicia quería ir y se alejaban. Era necesario jugarse el todo por el todo. Salió del bosque a campo abierto y se dirigió hacia el pastor no sin grandes gruñidos y ladridos del mastín. "¡Lo que va de ayer a hoy! — pensó—. Antes, los pastores entretenían sus soledades tocando la flauta o la siringa; ahora, los divos más famosos cantaban para ellos a través de sus transistores". Este mozo llevaba uno colgado del hombro y lo tenía a todo volumen, como la radio de la taberna. Creyó Alicia reconocer la voz del muy popular Manolo Escobar.
Madresita María del Carmen, hoy te canto esta bella cansión...
La llegada de Alicia estropeó el bucólico concierto y el muchacho hubo de bajar el tono para
escuchar a la mujer:
—Dios le guarde, buen hombre. Su perro no morderá, ¿no es cierto?
—Según de los segunes —contestó el mozo.
—He dejado mi coche abandonado con una avería y...
—Viniendo de donde viene mu lejos habrá sido.
—Sí. Muy lejos. Me han dicho que por esta carretera paran autobuses. Y que en Robregordo hay
taller de reparaciones.
—Autobuses sí pasan, pero ni van a Robregordo ni en Robregordo hay taller.
—En fin, ya veré cómo soluciono mi problema. ¿Por dónde subo mejor a la carretera?
—Siga too derecho y no tema, que yo le sujeto el perro.
—Quede usted con Dios, amigo.
—Vaya usted con El.
No bien hubo andado tres pasos cuando sintió un intensísimo dolor en el omóplato izquierdo y
cayó de bruces como fulminada. Lo primero que pensó es que la habían herido con arma de
fuego. No había sido un tiro, sino una piedra. No tuvo tiempo de incorporarse.
—¡Si sé mueve, le aplasto la cabeza con esta peña! Sintió Alice Gould el aliento del mastín junto
a su rostro. Y muy a las claras entendió que la amenaza del pastor iba de veras.
—¡He cazau a la locaaaá! — gritó con voz de truno—. ¡Eh, los civiles, vénganse pa'cá, que la he
cazau y bien cazau!
Un silbido más potente que una sirena de alarma amenazó sus tímpanos. El dolor de la espalda
era insufrible. La tarde oscurecía lentamente. Pero en su cerebro, de súbito, anocheció.

R OTOÑO


ACOMPAÑADA DE GUILLERMO TERRÓN—el enfermero que la salvó de las garras de "la Mujer Gorila"—, Alicia recorrió los distintos talleres de laborterapia para decidir en cuál le interesaría trabajar, para ocupar sus horas libres, en tanto se resolvía su situación. El primero de los pabellones que visitó fue el de bordados, en el que actuaba de primera oficiala Teresiña Carballeira. Era de admirar cómo esta mujer distribuía el trabajo y anotaba cuidadosamente el material entregado a cada una de las extrañísimas obreras. Este material — le explicó Terrón— debía ser recogido más tarde e inventariado, para evitar que ninguna guardase objetos punzantes que en momentos de crisis o depresiones podían volverse peligrosos. Algunas bordaban con increíble lentitud e inimitable extravagancia. Elevaban las agujas cual si quisieran coser el espacio. Trazaban una parábola con la mano y varias espirales en el aire, fijos los ojos en el diminuto acero, y tras aquella pirueta —semejante a las que dibujara en el cielo un piloto de acrobacia aérea— hundían el instrumento en el sitio justo. Cada punzada requería un tiempo extra inverosímil; pero es el caso que, sin realizar previamente estos arabescos espaciales, no acertaban a perforar la tela en el lugar requerido. Dos o tres de las bordadoras no lo eran en sentido estricto. Les permitían estar allí para que se entretuviesen haciendo chapuzas
o simplemente por tenerlas agrupadas con las demás y, con ello, conseguir una economía de vigilantes. Mezclaban indistintamente los colores más llamativos por el frente o el envés de los trapos, que perforaban por cualquier sitio, de modo que quedaban más doblados y engurruñados que papeles en el cesto de la basura. Mas había otras —la Carballeira entre ellas—que hacían verdaderos primores en mantelerías, trajes de novia, orlas y encajes. —¿Esto lo ha hecho usted sola, Teresiña? —No, señora Alicia. Me ayuda "la Gorda". En efecto, cerca de la Carballeira había una de las muchas gordísimas que tipificaban la casa de orates, la cual se limitaba a pasar a la Carballeira los hilos de colores que aquélla le pedía. —¿No le molesta que la llamen "Gorda"? —preguntó Alicia a Guillermo Terrón, señalando a la corpulenta campesina. —Lo considera un apelativo cariñoso —respondió el enfermero—. Y además ella ignora su obesidad y atribuye que la llamen así a una broma a causa de su extremada delgadez. Se considera inapetente y afirma devorar todo cuanto engulle con insaciable voracidad por puro sentido de la disciplina. "La Duquesa de Pitiminí" trabajaba al ganchillo. No lo hacía mal, pero aún curada o casi curada de su crisis, no podía prescindir de alguna rareza. Por ejemplo: llevaba diez dedales enfundados en cada uno de sus dedos. —Las damas deben cuidar sus manos —comentó. En la fábrica de paraguas trabajaban varios conocidos de Alicia: Rómulo, Luis Ortiz, Carolo Bocanegra, Ignacio Urquieta y Antonio el Sudamericano. Los cuatro primeros formaban cadena en el orden que se ha citado. La misión de Rómulo era tomar una tuerca de las muchas que había en una cesta situada a su derecha, introducirla en una varilla metálica y pasarla a otra cesta situada a su izquierda. Lo hacía con admirable rapidez y precisión. El caballero llorón o violador de su nuera, presionaba con una llave inglesa la tuerca colocada por Rómulo y le pasaba la varilla a Carolo Bocanegra, quien la introducía en una suerte de mano con los dedos huecos, de modo que cuando el conjunto llegaba a poder de Ignacio Urquieta aquella armazón era como un erizo de larguísimas púas, al que el bilbaíno añadía la vara que haría de bastón. (La tela del paraguas no se ponía en el taller del manicomio sino en la auténtica fábrica comercial, que al encargar este trabajo a destajo al hospital psiquiátrico se ahorraba nómina, locales y seguridad social.) Antonio el Sudamericano trabajaba libre, fuera de la cadena, para no entorpecer con su ingente
torpeza la buena marcha de los demás. Su misión era la misma que la de Rómulo, pero por cada quince o veinte tuercas que el falso hermano de "la Niña Péndulo" conseguía introducir en la varilla, él no acertaba a meter más de una o dos. Era penoso contemplarle. Tomaba con su mano derecha una de las tuercas, la observaba con gran atención como si fuese el primer objeto similar que veía en su vida, lo alzaba con gran cuidado en el aire, a la altura del sitio donde debía estar el extremo de la varilla, y sólo entonces caía en la cuenta de que había olvidado tomar ésta de entre las muchas que tenía situadas ante sí. Un gran gesto de decepción se dibujaba en su rostro por tal descuido, devolvía con gran parsimonia la tuerca a su cestillo, tomaba la varilla con la mano izquierda, comprobaba que estaba totalmente vertical, repetía la maniobra de tomar una tuerca, sacaba la lengua entre los dientes, contenía el aliento y aflojaba al fin el índice y el pulgar de su mano diestra. De cada diez pruebas, nueve caía la tuerca al suelo; pero cuando por azar la tuerca conseguía enchufarse en la varilla correctamente, rompía a reír con grandes carcajadas de júbilo, y miraba a uno u otro de sus compañeros pidiendo un aplauso. O bien exclamaba, radiante: —¡Jo... Si mi viejo me viese hacer esto! Los capataces de tales talleres eran "batas blancas" muy seleccionados, pues reunían las tres condiciones de ser obreros especializados, maestros de "artes y oficios", y enfermeros psiquiátricos. Alicia decidió que ni le apetecía ensartar tuercas en varillas, ni armar las piezas elementales para unos juguetuelos sin originalidad ni valor, y que no tenía ya edad para aprender a bordar. De todos aquellos oficios el único que le satisfaría es... ¡el de capataz! Y convertirse en directora, vigilante y ángel guardián de aquellos desamparados. Bromeó consigo misma, y se dijo para sus adentros que era una especie de "Duquesa de Pitiminí" con manías de grandeza. ¡Pobres grandezas las suyas! Lo cierto es que el misterio de las almas enfermas espoleaba su curiosidad intelectual. Y la desolación de aquellas mentes taradas, el deseo de servirlas. Llegó el otoño con su espléndido cortejo de oros, malvas y rojos. Los chopos que bordeaban los arroyos semejaban soldados de gala presentando armas. La libertad de que gozaba Alicia le permitió adquirir gran cantidad de libros (¡todos de estudio!, ¡todos de medicina!) que la distraían de la tardanza de García del Olmo en regresar y conocer sus resultados. A veces, Alicia presentaba su tarjeta naranja al vigilante de la puerta y se iba, loma arriba, sin más compañía que sus libros y no regresaba hasta la caída de la tarde, en que las verjas se cerraban. Aunque el permiso para salir tenía como condición el ir acompaña J da, se hacía con ella una excepción. Todo el mundo sabía que gozaba de un status especial. Se le devolvió el encendedor, instrumento que sólo podían manejar los enfermeros; y la ecónoma tenía instrucciones de no poner límites a sus pedidos de dinero, beneficio que ella usó discretamente, pues no gastó más qué en libros; en dos trajes modestos pero decorosos y favorecedores para el uso diario, y en sellos de cartas dirigidas a todos los consulados de España en Argentina pidiendo noticias de Heliodoro Almenara. En su oficina de Madrid, el personal —al no tener el ojo del ama encima— había hecho mangas y capirotes de la disciplina y del buen sentido y decidió tomarse las vacaciones de golpe, sin escalonar las salidas y regresos, de modo que el despacho estaba cerrado. Esto, al menos, imaginaba ella, al no haber recibido contestación a la carta en que pedía le enviasen su carnet de detective y la separata de su tesis doctoral. Sus salidas con César Arellano fueron pocas y espaciadas; en parte porque las vacaciones de otros médicos multiplicaban las ocupaciones de éste y, en parte, porque Alicia consideró prudente no alentar con ilusiones vanas un galanteo que debía mantenerse dentro de unos límites muy marcados y precisos. Con esto, ella misma se auto castigaba, pues la compañía de César era a la vez aliciente y sedante, compensación y estímulo. El otoño no sólo trajo consigo la variación cromática de la naturaleza. Se diría que Dios —que no era mal paisajista— se complaciera, cada nueva estación, en pintar las mismas cosas con distintos colores. También trajo la melancolía: una mezcla de paz y vaga tristeza. Alicia se felicitó de haber encontrado la definición exacta de su estado de ánimo: una tristeza sosegada.
"La Duquesa de Pitiminí" fue dada de alta y marchó a su casa. Otros, apenas conocidos por Alicia, fueron también devueltos a sus hogares. A medida que el otoño atemperaba los ardores de la canícula, muchas alteraciones y crisis remitían solas: el ciclo de la enfermedad pasaba a una nueva estación, se enfriaba, como la temperatura. Mas ¿por qué unos, que eran verdaderos enfermos, resolvían su situación y ella, que estaba sana, no lo conseguía? La tardanza de García del Olmo en dejarse ver, después de habérsele informado que la misión encomendada a Alice Gould había concluido, era intolerable. Pensaba en esto Alicia con harta dificultad. A veces imaginaba que un inmenso telón de hierro (como los que se usaban antiguamente en los teatros para evitar que el fuego —caso de haberlo— se propagase) se interponía entre ella y su intento de razonar. No era, por supuesto, una alucinación visible, como cuando Teresiña Carballeira vio una serpiente de grandes dimensiones en el lugar que ocupaba su madre. Era —contrariamente a esto— una visión imaginaria o intelectual. El telón se proyectaba ante ella como si dijera: "No quiero que tu pensamiento pase de aquí." Es terreno acotado. Vedado de caza. "Zona rastrillai." Y lo cierto es que no podía traspasarlo. Comenzó a alarmarse. Su naturaleza le vedaba penetrar en determinadas zonas de su mente. Era como una suerte de amnesia proyectada en parte hacia el pasado; y en parte, paradójicamente, hacia el futuro. No era libre de acercarse a ella. Podía discurrir con entera facilidad y lucidez en los temas más abstrusos que su imaginación le presentase. Recordó que, con otras personas delante, podía hablar y argumentar brillantemente acerca de las causas de su internamiento, pero, a solas con ella misma, no podía. Se esforzó varias veces por intentarlo. Una vez fue, como hemos dicho, el telón de hierro el que se interpuso; otras, una avalancha de agua como la que anegó a los ejércitos del faraón en el mar Rojo, cuando iba en persecución de las huestes capitaneadas por Moisés. Otra, un gran vacío que la succionaba como si fuese un aerolito desprendido y atraído por la gravedad de una gran masa que va a la deriva por el espacio. Era tal el vértigo que sentía, que procuraba eludir, con miedo, todo nuevo intento de penetrar en aquella zona de su psique que se negaba por tanto ardimiento a ser hollada. Paseaba una tarde Alicia por el parque. Era día de visitas. El sol, del que semanas antes era obligado huir, se buscaba con gusto. Y bajo el sol deambulaban multitud de personas acompañadas de sus visitantes. Las verjas estaban abiertas y unos se movilizaban por dentro y otros por fuera de las tapias. Vio Alicia al ciego mordedor de objetos, acompañado de una mujer que podría ser su madre y de un mocetón que era, sin duda, su hermano por el gran parecido físico que guardaba con él. Tenían aspecto de campesinos de condición humilde, y era triste comparar a los dos hermanos, uno sano y otro enfermo. El ciego padecía la necesidad irreprimible de una aparatosa movilidad: alzaba la cabeza, pateaba, encogía los hombros, contraía y distendía la boca, mordía el bastón. Padecía (como "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos") lo que los médicos llaman trastornos psicomotores, pero éstos eran más brutales en el ciego y más grotescos —casi cómicos— en "el Astrólogo", el cual andaba como si bailara un rigodón. El hermano del ciego le sostenía de un brazo, caminaba con pausa, hablaba sosegadamente. ¡Qué patética diferencia la de aquellos dos mozos, que la viejecita que los acompañaba tuvo en su seno! Ignacio Urquieta paseaba con las mismas personas del día de su accidente, y don Luis Ortiz con dos jóvenes —hombre y mujer— y una niña de unos diez años. Comprendió Alicia al punto que se trataba de su hijo —el que creía haber hecho cornudo—; de su nuera —a la que creía haber seducido—; y de su nieta, de la que imaginaba, en su delirio, que era hija suya. Su atuendo era el de una familia de empleados o dueños de un pequeño comercio. Llevaba don Luis de la mano a la niña, a su izquierda a su hijo y a la izquierda de éste iba la nuera: una mujer de aspecto sano, modoso, no demasiado bonita, y del talante más alejado que cabe al de haber cometido la felonía que le atribuyó su suegro. Este de vez en cuando se volvía hacia ella por detrás de su hijo, le guiñaba y se llevaba un dedo a los labios, exigiendo silencio. El secreto "que ellos dos
solos sabían" no debía trascender a nadie. Advirtió Alicia que, cada vez que esto ocurría, la
mujer presionaba el brazo de su marido para advertirle que no se volviese, y se fingiera el
distraído, para no poner a su padre en evidencia. ¡Oh, qué grotesco y qué triste resultaba ver
esto! Otros enfermos impresionaban por su patetismo. Don Luis por lo ridículo de su tragicómica
locura. Despidiéronse en la verja junto a la que estaban apiñados gran número de automóviles.
Luis Ortiz, de espaldas a Alicia, se quedó plantado a la entrada y no se movió de allí hasta que el
coche de su familia se perdió de vista. Después regresó sobre sus pasos dirigiéndose al edificio
central. Eran tan grandes sus sollozos y su desesperación que Alicia pensó si no sería
conveniente avisar a un "bata blanca".
—Don Luis, ¿quiere usted que le acompañe? —le preguntó Alicia al verle tan acongojado.
—¡Soy un miserable! —respondió éste entre gemidos—. ¡Mi hijo es un ángel, y tiene por mujer a
una arpía, y por padre al más grande de los bellacos! ¡Déjeme solo, señora: usted no merece
que yo la ensucie con mi presencia!
A pesar de sus protestas, Alicia le hubiera acompañado, procurando consolarle, de no haber
divisado a César Arellano en una postura realmente insólita: plantado a varios metros de la
entrada y con los brazos abiertos en aspa, como un san Andrés crucificado. No tardó en resolverse
la incógnita: un muchacho de unos diecisiete años penetró corriendo en el parque y se
acogió a aquellos brazos que le esperaban con infinito amor. Alicia sabía que César era viudo,
pero nadie le había hablado de que tuviera un hijo. Y aquel abrazo era inconfundible. Sólo un hijo
es merecedor de una recepción así.
Antonio el Sudamericano corría de un grupo a otro, miraba descaradamente a cada hombre a la
cara y, al no reconocer al que pretendía, se desplazaba en busca de nuevos rostros. Sus
lágrimas eran conmovedoras y su expresión angustiada.
—Papá, papá...
Pasó junto a Alicia y ésta le detuvo por un brazo.
—Antonio, escucha...
—Tú no eres papá —dijo observándola con la mirada llena de niebla.
—No. Pero soy amiga tuya y te quiero bien. Anda, dame el brazo y acompáñame a pasear. Yo
también estoy muy sola. Antonio se agarró a ella. Su mano estaba convulsa.
—Papá no está. Papá no ha venido. ¿Dónde está papá?
Anduvieron muy poco tiempo juntos. Súbitamente Antonio se escapó de su lado y corrió hacia
nuevos hombres que cruzaban el umbral de la entrada.
—Papá, papá...
Más ninguno de ellos era el que buscaba.
Alguien asió a Alicia por la muñeca. Su presión era bien distinta a la de "la Mujer Gorila".
—Alicia —dijo César—, quiero presentarte a mi hijo Carlos. —Y dirigiéndose a él—: Esta es la
señora de quien te hablé.
—Hola, Carlos —dijo Alicia amistosamente.
Este le besó la mano. Era la primera cortesía de esta suerte que se le brindaba desde que
ingresó.
—Acaba de volver de Inglaterra. Es el cuarto verano que pasa allí. El curso que viene ingresará
en la Universidad.
—Tell me —le dijo Alicia, habiéndole directamente en inglés— where have you been in England?
—In Norwich —respondió el muchacho. Y en seguida comentó sorprendido: Your English is
really beautiful, Mrs. Almenara.
—Thank you, Charles. You also speak it very well. What are you going to study?
—Medicine. I am trying to be a psychiatrist as my father 2.
—Es de mala educación hablar delante de mí un idioma que no entiendo —protestó César
2 Gracias Carlos. Hablas bien el ingles. ¿Que estas estudiando?. Medicina. Estoy intentando ser psiquiatra como mi padre. (N. del Corrector)
Arellano—. He estado esperando el regreso de Carlos —añadió— para tomar mis vacaciones.
Lo vamos a pasar en grande.
—Dime: ¿en qué parte de Inglaterra has estado?
—En Norwich. ¡Habla usted un precioso inglés, señora de Almenara!
—Gracias, Carlos. Tú también lo hablas muy bien. ¿En qué facultad vas a ingresar?
—En Medicina. Me gustada especializarme en psiquiatría, como mi padre. (N. del a.)
—¿Dónde iréis? —preguntó Alicia intentando ocultar su decepción.
—A Almería, a hacer pesca submarina.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—Voy a sentirme muy desamparada sin la protección de mi médico.
—Alicia, si cuando yo regrese ya no estás aquí, ¿dónde puedo escribirte?
—Montserrat Castell tiene mi dirección. César le tendió la mano.
—Adiós, Alicia, hasta muy pronto. ¡Y mejor en Madrid que aquí!
—Que lo pases bien, César. Y tú, Carlos, cuídale. Y no le dejes bajar muy hondo bajo el mar. ¡Tu
padre ya no tiene edad para esos depones!
—Claro que tiene. ¡Es un buceador estupendo!
—¡Que os divirtáis!
—Adiós.
—Adiós...
Si había contenido hasta ahora el deseo de llorar, no pudo evitar que se le humedeciesen los
ojos al oír decir a su espalda:
—Caramba, papá, ¡qué guapa es!
No quiso Alicia volverse para verlos marchar. Sólo faltaba que diesen de alta a Ignacio Urquieta,
que se curase de pronto de su fobia y que se lo llevasen en volandas entre ese padre y ese
hermano atlético con los que paseaba. "¡No quiero que se cure Ignacio!", gritó para sus adentros.
Rómulo llevaba de la manó a la joven Alicia. Incluso al andar, ésta se balanceaba un poco. Los
dos niños —que no lo eran salvo en su edad mental— se acercaron a ella.
—Dale un beso a esta señora —dijo Rómulo—. Nadie más que yo sabe quién es. Y yo te lo
contaré sólo a ti.
Besó Alicia a su pequeña tocaya, ya que ella no hizo ademán alguno. Y a él, con gran cariño.
—¡A mí también me tienes que contar tu secreto! —le dijo Alicia.
—Tú ya lo sabes... —respondió Rómulo maliciosa y misteriosamente. Y, tirando de la pobre
idiota, prosiguió su camino entre los demás paseantes.
De súbito, Alicia se detuvo ante una señora a la que creyó reconocer. Era más baja que alta; iba
muy encorsetada para paliar los excesos de su busto y sus caderas; vestía bien, aunque con
elegancia un poco afectada, como quien lleva puesto el traje de los domingos; su rostro, de piel
muy blanca, ojos azules y pelo negro, era muy grato y dulce. Al ver que Alicia la observaba se
detuvo ella también y le sonrió.
—Nosotras nos conocemos, ¿verdad?
—Estoy segura —dijo Alicia— de habernos visto antes de ahora. Y trataba de recordar dónde y
cuándo. Ese broche que lleva usted puesto también lo he visto alguna vez.
—Yo me llamo María Luisa Fernández.
—¿La detective? ¡Claro! Estuvimos juntas en una convención internacional de investigadores
privados que se celebró en Mallorca. Éramos las dos únicas mujeres españolas de la profesión.
—Naturalmente —exclamó María Luisa—. ¡Usted es Alice Gould! ¿Viene usted a visitar a
alguien?
—Sí —mintió Alicia—. A una gran amiga mía que padece crisis de angustia. ¿Y usted?
—A un sobrino de mi marido, pero lo tienen encerrado y no he podido verle. Creíamos que lo
suyo eran depresiones pasajeras. Pero nos tememos que sea algo más triste.
—¿Pernocta usted en el pueblo esta noche? —No. Regreso ahora mismo a Madrid. —¡Lástima! Me hubiera encantado invitarla a cenar en una deliciosa taberna muy pintoresca que hay en La Fuentecilla. —¡Otra vez será! Despidiéronse las dos colegas, y Alicia emprendió el regreso hacia el edificio central. La partida de César Arellano la había entristecido. Se encontraba desamparada sin su proximidad. La conmovía la idea de esas vacaciones mano a mano, de padre e hijo, sacando meros o peces limón en las aguas de cristal de la Costa Blanca. Se dirigió cabizbaja hacia los ventanales tras los que habría, sin duda, menos gente que en el parque. No se equivocó. La "Sala de los Desamparados" estaba prácticamente vacía, pero no desierta. "El Hombre Estatua", la auto castigada, y Antonio el Sudamericano eran sus únicos ocupantes. Los dos primeros guardaban su eterno silencio. El último, muy agitado, lloraba. Sentóse Alicia alejada de los tres. Súbitamente, Antonio cogióse al pomo deja puerta e hizo ademán de marcar un número telefónico. —¡Hola, viejo! Che, ¿por qué no venís?... ¡Hola, hola...! ¿No eres tú?... Y entonces, ¿quién sos vos? Antonio escuchó atentamente: movía los labios al compás de las palabras que imaginaba oír. De súbito dio un gran grito. Su rostro se fue demudando al tiempo que las escuchaba. —¡¡¡Noooo!!! Crispó la mano que tenía libre y comenzó a darse grandes puñetazos en el rostro. —Júrame que no es cierto —continuó llorando—. Júramelo... Se apartó de lo que creía ser teléfono. Paseó la mirada desvaída por la sala y corrió hasta "el Hombre Estatua", al que se abrazó sollozando: —¡Ha muerto el viejo! ¡Mi viejo ha muerto de pena porque yo no sabía estudiar! Era patético contemplar aquella pareja de hombres. Uno gigantesco, indiferente e inmóvil. El otro abrazado a él, todo convulso y agitado, afligido por un dolor infinito producido por una muerte imaginaria. Antonio se acusaba de la muerte de su padre. El era el solo culpable; él era su asesino. Había matado a su viejo a disgustos porque aquél quería que su hijo estudiase, y él no podía, no "sabía" estudiar. Sus palabras eran desgarradoras, y su aflicción tocaba fondo. "El Hombre de Cera" ni le escuchaba ni le entendía ni le veía. Lo mismo podría el supuesto huérfano haberse abrazado a un árbol o a un mueble para dar rienda suelta a su dolor. Corrió Alicia en busca de un "bata blanca". Ese muchacho no estaba en condiciones de gozar del "régimen abierto". ¡Debían encerrarlo... y pronto! El primer hombre de la casa con quien topó fue Samuel Alvar. Al escuchar a Alicia, le respondió con acritud: —Gracias por avisarme, pero... ¡absténgase de decirme lo que debo hacer! Cuando entraron en la "Sala de los Desamparados", Antonio ya no estaba. Le buscaron infructuosamente por toda la planta baja. "La frontera" estaba cerrada; luego era inútil intentar localizarle en las oficinas. De haber salido al parque le hubieran visto. Alvar subió precipitadamente la escalera de la unidad de hombres y Alicia avisó a Conrada la Vieja, quien junto con Roberta y ella misma comenzaron a inspeccionar la Unidad de Mujeres. Lo encontraron en las duchas de estas últimas, ahorcado con su propia camisa colgada del surtidor de la lluvia artificial. Se hizo lo indecible por reanimarle. Alicia oyó decir que incluso su corazón volvió a latir aunque muy pocos segundos. Recordó los versos de Jorge Manrique:
...querer el hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura.
Y los recompuso de esta suerte:
No es cordura querer hacer revivir a aquel que quiere morir.
¡Ah, qué terrible es el sino de los pobres locos, esos "renglones torcidos", esos yerros, esas
faltas de ortografía del Creador, como los llamaba "el Autor de la Teoría de los Nueve
Universos", ignorante de que él era uno de los más torcidos de todos los renglones de la caligrafía divina! ¡A las siete de la tarde de aquel mismo día llegó por primera vez a visitar a su hijo, en el hospital psiquiátrico, el padre de Antonio el Sudamericano! Alicia quedó afectadísima por no haber actuado antes. Se culpaba una y otra vez de no haber avisado a tiempo a un "bata blanca", cuando vio el cariz que tomaba la crisis. Pasó el resto de la tarde ensimismada y alicaída. A medida que el sol declinaba, la "Sala de los Desamparados" comenzó a llenarse, ya que, sin sus rayos, hacía frío en el exterior. No podía quitarse de la cabeza la imagen del joven loco, obsesionado por su padre, cuya visita anhelaba tanto; al que creía muerto de la pena que le producía tener un hijo enfermo de la mente; un padre que no le visitaba nunca y que, al fin, lo hizo cuando ya sólo podía posar sus labios en una carne fría y yerta. Era el tercer suicidio consumado que se producía desde que ingresó en el hospital. Y la octava muerte: ya que había que añadir al "Gnomo", Remo, los dos etarras y el ahogado que apoyaba su rostro para dormir en las plumas de una almohada inexistente: ninguno fallecido de muerte natural. Montserrat Castell la distrajo de sus meditaciones. Estaba muy acalorada. —Tengo noticias para ti, Alicia. —¿Buenas o malas? —Creo que muy buenas. El director me manda te advierta que no utilices hoy tu tarjeta naranja. De aquí a dos horas, más o menos, llegará al hospital tu cliente Raimundo García del Olmo. Lo traerá en su automóvil el doctor Muescas, que es amigo suyo. La entrevista tendrá lugar en el despacho de Samuel. También asistirá el comisario Ruiz de Pablos. —¡Dios aprieta pero no ahoga! —exclamó Alice Gould inundado el rostro de alegría. Con añoranza, añadió: —¡Qué pena que no pueda estar presente César Arellano!