martes, 12 de junio de 2018

N PROSIGUE LA HISTORIA DE ALICE GOULD II

                                                 ...
Bebió un sorbo de su vaso y mantuvo los ojos fijos en el hielo, dispuesta a no proseguir mientras
el médico no se explicase. Tenía la indefinible sensación de contar con la simpatía de todos los
presentes, mientras que el director era diana de la antipatía común. Tal vez Samuel Alvar notó
en el ambiente algo semejante, porque aclaró:
—He querido decir que en su historia hay al menos una parte que no es cierta, porque yo jamás
sugerí que se me escribiese esa carta. ¡Espero que ninguno de los presentes pondrá eso en
duda!
"Pero ¿cómo? —se dijo Alice Gould al oír esto—. El director, se ha puesto a la defensiva. Este
es el momento de atacar a fondo". Sorbió de
nuevo su whisky.
—Gracias, doctor. Hubiera sido muy violento para mí ponerle en evidencia ante sus colegas
aportando pruebas de que "la otra parte" de mi historia es rigurosamente cierta. Y ya que usted
ha reiterado que todo era falso, voy a probar que esa carta la escribí yo.
El silencio era tan grande que nadie osaba ni moverse para romperlo. Los que tenían el vaso en
el aire interrumpieron el movimiento de llevarlo a los labios. Alice Gould procuró que el tono de
su voz no fuese insolente ni triunfal.
—La carta que usted recibió firmada por el doctor Donadío es de tamaño folio. No lleva
membrete. Tiene fecha 21 de marzo, está tecleada a máquina en una "Baby Olivetti", del modelo
exacto al que usa en este hospital la señorita Castell. Está escrita por ambos lados. En la
segunda cara hay un párrafo entero subrayado. La despedida dice: "Le ruego, distinguido colega,
me disculpe estas líneas inspiradas en el gran afecto que siento por el matrimonio Almenara, y
queda siempre suyo affmo., E. DONADÍO". El párrafo subrayado tiene especial interés para mí
porque lo medité y corregí varias veces antes de pasarlo a limpio, ya que quería cubrirme de
posibles contradicciones. Salvo error u omisión, dice así:
"Es condición muy acusada de esta enferma tener respuesta para todo, aunque ello suponga
mentir —para lo que tiene una; rara habilidad— y aunque sus embustes contradigan otros que
dijo antes. Y todo ello con tal coherencia y congruencia que le es fácil confundir a gentes poco
sagaces e incluso a psiquiatras inexpertos.
"¡Le aseguro, doctor —añadió Alicia con el aire más sincero e inocente— que esto de los
"psiquiatras inexpertos" no lo decía por usted! Ahora me siento avergonzada de haberlo escrito
porque puede parecer que... ¡En fin, le ruego que me perdone! ¡Le prometo que lo de
"psiquiatras inexpertos" no iba con usted!
A pesar del poco espacio de piel que le dejaban libre las barbas, los bigotes y las gruesas gafas,
Alvar palideció visiblemente. La reticencia de la Almenara podía pasar inadvertida a los otros,
pero no a él que había recibido en sus barbas las caricias de la dama.
—Sana o enferma —exclamó sin alterar la voz—, es usted una mujer insufrible.
Seis rostros se volvieron bruscamente hacia él. En los gestos de todos se leía una velada
reprobación..
—Gracias, director, por declararme Sana. Porque estoy segura de que a una enferma no se
hubiese usted atrevido a ofenderla.
Y lo dijo con tal sencillez y dignidad, que más de uno estuvo tentado de aplaudirle.
—Prosiga, Alicia, por favor —la invitó amablemente César Arellano.
—Cinco días antes de la fecha prevista para mi ingreso cometí el más grande de mis errores.
—¿Usted comete errores? ¡No puedo creerlo! —exclamó con sorna Samuel Alvar.
—Sí, doctor. Es humano el errar. Y yo soy tan humana como usted. "¡Nuevo floretazo! —pensó
para sus adentros César Arellano, y añadió para sí—: ¡Bravo, Alicia! Si no te dejas llevar por la
cólera, tendrás
ganada la partida. Por ahora cuentas con cinco votos a favor, uno en contra y una abstención: la
de Ruipérez".
Volvióse Alicia hacia cada uno de los presentes con ademán angustiado.
—Mi terrible error consistió en decirle a mi marido que tenía que hacer en Buenos Aires una
investigación acerca de un testamento probablemente falsificado. ¡Y hoy me veo privada de su
ayuda! El ignora dónde estoy. No puedo comunicarme con él. Ninguna de las cartas que he
escrito ha llegado a su destino. Me horroriza imaginar que él sospeche que le he abandonado.
Me desespera pensar que, inquieto por la ausencia de noticias mías, me ande buscando por
América. Les suplico, señores, que me ayuden, y se pongan en comunicación con Heliodoro.
Interrumpióse Alicia. Las lágrimas resbalaban por su rostro.
La doctora Bernardos la consoló:
—Sosiéguese, señora, y dígame su teléfono de Madrid. Yo misma me pondré en comunicación
con su esposo.
—216 13 13.
—Quiero recordarle, doctora Bernardos, que esta enferma ha sido internada previa solicitud de
don Heliodoro Almenara —intervino severamente Samuel Alvar.
La doctora hizo caso omiso de lo que le decían. Anotó el teléfono y prometió:
—Mañana tendrá usted noticias de su marido. Don José Muescas, visiblemente inquieto, inquirió:
—Pero ¿no fue él quien la acompañó hasta aquí?
—¡No! —respondió Alicia—. ¡Fue mi cliente! Ya se lo dije al doctor Alvar, y éste parece querer
ocultarlo. Imagínense mi disgusto y mi estupor al enterarme aquel día de que el director había
iniciado sus vacaciones la víspera. No sólo había perdido al cómplice imprescindible para llevar a
buen término la investigación, sino que... al no estar aquí el director, la burocracia siguió su
curso. La documentación falsificada fue remitida al gobernador civil de la provincia y al juez de
primera instancia de mi última residencia. La autoridad provincial dispuso mi reconocimiento y fui
visitada por el encargado de estos casos en la provincia, ante quien fingí una donosa comedia,
similar (por no decir idéntica) a la que representé ante el doctor Ruipérez. Lo que hasta ese
momento supuso una argucia inocente, se transformó en un grave delito. ¡Me he metido en un
buen lío! Y no sé cómo salir de él. Advierto que estoy siendo víctima de una maniobra que no
consigo descifrar. Mi cliente no ha vuelto a dar señales de vida. ¿Vive? ¿Ha muerto? No lo sé.
¿Está esperando que yo concluya mi investigación y, entretanto,
1%
no quiere intervenir en mis actos, para que no se rompa mi secreto? ¿Ha intentado comunicarse
conmigo y se le ha impedido? Lo ignoro. De otra parte, la disposición del director para conmigo
es extrañísima. Necesito que me informe si una decena de enfermos, cuya lista tengo hecha,
fueron dados de alta o se les autorizó salir del hospital en una fecha concreta. Y me niega esta
información. La actitud del doctor Alvar conmigo, su negativa a cumplir su compromiso, la
inquina que me demuestra, carecen de explicación.
—¿A qué causa atribuye su exaltada imaginación la actitud del doctor Alvar? —preguntó el
propio doctor Alvar.
"La guerra está declarada —pensó Alicia para su coleto—.
A este pollo me lo voy a merendar".
—Antes de responderle, director, quiero pedirle permiso al doctor Arellano para servirme otro
whisky. ¡Lo voy a necesitar!
—Sólo dos dedos, Alicia.
Tenía miedo César Arellano de que esta señora que ya había clavado varios alfilerazos en el
orgullo del director, cambiara los alfileres por banderillas de fuego. La enemistad entre los dos
era bien patente. Y caso de producirse un enfrentamiento dialéctico entre los dos, Alicia era
ganadora segura. No acababa de entender cómo Samuel Alvar se había atrevido a plantearle
esa cuestión y con tanta insolencia delante de los demás médicos. Conociendo bien a Alicia,
resultaba una temeridad.
Regresó Alice Gould de la mesita auxiliar en que estaban situadas las bebidas. José Muescas y la doctora Bernardos comentaban algo en voz baja. Rosellini y el doctor Sobrino comentaban admirativamente la gran figura que tenía la señora de Almenara. Alicia enarboló un gran vaso de agua pura y se lo enseñó a Arellano. —Agua de la fuente y hielo sin mezcla de mal alguno, doctor —dijo sonriendo. Quedóse de pie. —Voy a explicarle, director, lo que mi "exaltada imaginación" opina acerca de su actitud hacia mí. Bebióse el vaso, lo devolvió a la mesa auxiliar y, al fin —después de haber creado cierta expectación—, tomó asiento y añadió: —He meditado mucho acerca de su hostilidad, doctor. Después de la desagradable entrevista que tuvimos en su despacho, y cuando tuvo usted la gentileza de mandarme poner la camisa de fuerza... Se oyeron varias voces asombradas repitiendo lo mismo. —¿La camisa de fuerza? César Arellano se puso violentamente en pie. —¿Es cierto que a una enferma que estoy yo tratando, y que aún no ha sido diagnosticada, se le ha puesto la camisa de fuerza, sin consultarme ni informarme? —Fue un error de los enfermeros —respondió desapacible Samuel Alvar—. Ordené que la librasen en cuanto me enteré. Un rumor se extendió por la sala capitular. Alice Gould había conseguido el clima que buscaba. Con tono amable prosiguió: —Le suplico, don César, que no se enfade por aquella increíble extorsión que se cometió conmigo. No guardo ningún rencor a don Samuel por ello, y no he recordado este "penoso error" para recriminarle. Quería decir, cuando me interrumpieron, que, cómo me pusieron la camisa de fuerza (y me mantuvieron encerrada, por equivocación, sin duda), tuve mucho tiempo para meditar acerca de la extraña actitud del director hacia mí. ¡Eso es lo único que quería decir! Nuevamente se oyeron rumores. Samuel Alvar parpadeó repetidas veces. "¡Dios, Dios, qué endiabladamente lista es esta mujer!", pensó César Arellano. —Es posible, me dije, que Raimundo García del Olmo me haya mentido; que nunca hablase con el director de este hospital; que la carta que me escribió don Samuel recomendándome la simulación de una paranoia estuviese falsificada por mi cliente y que, en consecuencia, el director crea, de verdad, que yo fui tratada por el doctor Donadío, y que soy una envenenadora frustrada. En ese caso he de meditar acerca de las razones que pudo tener García del Olmo para engañarme y consumar mi encierro. Actitud peligrosa la suya, porque si esto es así, y Heliodoro se entera (cosa que puede ocurrir entre hoy y mañana si la doctora Bernardos me ayuda), su amigo Raimundo irá a dar con los huesos a la cárcel. ¡Pero esos huesos estarán rotos de la paliza que recibirá! Por mucho que piense en ello no puedo ni aproximarme a los motivos que un profesional, prestigioso e inteligente como él, pueda tener para encerrarme. "Otra posibilidad, me dije, es que Samuel Alvar y García del Olmo estén confabulados para realizar este secuestro. Pero deseché en seguida esta idea por la razón apuntada de la ausencia de motivos en García del Olmo, y porque el hecho de que nuestro director sea profundamente antipático no me autoriza a pensar que sea un canalla. ¡Es un hombre desagradable, me dije, pero un canalla no! A cada epíteto, el impasible director daba un parpadeo que Alicia fingía no advenir. Las banderillas de fuego que temía César Arellano las iba clavando la señora de Almenara con precisión implacable. Lo que el jefe de los Servicios Clínicos había olvidado era que, en las suertes taurinas, tras las banderillas viene el estoque de matar. Alicia prosiguió con el tono inocente y trivial de quien lee un libro de cuentos a niños pequeños. —O García del Olmo me mintió, en cuyo caso Alvar es sincero, o me dijo siempre la verdad, en cuyo caso es don Samuel el que miente. "¡Vamos, vamos, Alicia (me recriminé a mí misma) no te
contradigas!" ¿No dijiste antes que el director no era un canalla ni un miserable? De acuerdo, pero, en cambio, lo que el director es... lo que el director es... ¡Y se me hizo la luz! ¡Lo comprendí todo! ¡Encontré un motivo en Samuel Alvar para retenerme! No era sólo César Arellano quien estaba aterrado de lo que iría Alicia a decir. A todos les ocurría lo mismo. Y singularmente a Teodoro Ruipérez, que. era amigo personal de Alvar; que entró en el hospital traído de la mano del actual director y que sufría ante las constantes humillaciones a que era sometido su jefe. Más éste parecía dispuesto a meterse más y más en la guarida del lobo. —Estoy deseando saber qué es lo que descubrió usted en mí. Pero le suplico que sea breve. —Llevo casi tres meses sin diagnosticar, doctor. Le aseguro que seré menos premiosa al hablar que usted en diagnosticarme. ¡Bien! Prosigo. Yo he aprendido mucho de psiquiatría el tiempo que llevo aquí. Lo. cual no es de extrañar teniendo cerca de mí tan buenos maestros y tan buenos ejemplos. Entre las cosas que he aprendido es que muchas neurosis y psicosis se producen en gentes que ya estaban predispuestas para albergar estas dolencias. Y lo que yo descubrí, doctor Alvar, es que usted era... ¡un predispuesto! Un predispuesto —repitió— para hacer lo que hizo conmigo. Comencé a analizarle (¡tal como hacen ustedes para trazar un diagnóstico!): estudiando su personalidad y su historial. He de remontarme al tiempo en que el doctor Arellano fue designado en asamblea de médicos para cubrir la vacante del anterior director fallecido. En aquel entonces todos se llevaron un gran disgusto cuando éste rechazó el cargo diciendo que ese puesto comportaba tales compromisos administrativos que se vería forzado a desatender el trato directo con los enfermos, cosa que él no deseaba porque se debía a ellos. En consecuencia, se trataba de elegir otro director, dentro de los destinados en el hospital. Y en eso estaban, cuando, con sorpresa de todos, el Ministerio les impuso a un director de fuera. El desagrado del cuadro médico aumentó al conocer el nombre de usted, doctor Alvar, y no sólo por ser más joven que muchos de los internos... También y sobre todo por ser un "antipsiquiatra". ¡Oh, doctor, le ruego que no se moleste si empleo este término! Sé que a los de su secta, o su grupo, o su escuela, no les gusta que se les denomine así, pero todo el mundo lo hace y hay hasta libros escritos por "antipsiquiatras" que utilizan ese modo de decir. Se les acusa a ustedes de usar prácticas inusuales, de ser utópicos y de estar fuertemente politizados. Consideré que esta aversión hacia ustedes era injusta y anticientífica, ¡pero lo cierto es que los "antipsiquiatras" pertenecen casi todos ustedes a un partido tan radicalizado! En fin, a nadie interesa lo que yo considere. Lo importante es lo que considerasen los demás. Y a éstos les dolió: 1.°, que nombrasen "a dedo" un director, olvidando la práctica tradicional; 2.°, que el nombrado fuese "de fuera"; 3.°, que se contase en el número de los "antipsiquiatras"; 4.°, que perteneciese al más radicalizado de los partidos políticos internacionales; 5.°, que designase subdirector a otro "de fuera" y también "antipsiquiatra" y del mismo partido. ¡Oh, don Samuel, le aseguro que yo no tengo nada contra los suyos! Al revés, algunos hasta me caen simpáticos. Pero, injustamente, tienen mala prensa y provocan recelos. ¡Esto es certísimo, director! "¿Quién va a mandar desde ahora en el hospital? ¿La Ciencia o su partido?", se preguntaban. (La doctora Bernardos, lo mismo que Rosellini, Salvador Sobrino, José Muescas y César Arellano no sabían dónde poner los ojos. ¿De dónde habría sacado Alicia esa información? ¡Todo cuanto decía era exacto! Y entre los disgustados del primer día estaban todos los presentes —salvo Ruipérez— y por las mismas razones que exponía con tanto descaro como verdad Alicia Almenara.) —Apenas llegó usted, comenzó a variarlo todo. Fundó los talleres, pero no tomó las medidas de precaución para que no se robaran los utensilios. Y con la varilla extraída de la fabriquita de paraguas, un recluso apuñaló a otro. Estableció las "tarjetas naranjas" para salir libremente a pasear tapias afuera, y las fugas se multiplicaron. Suprimió usted las rejas de las ventanas para que el hospital no pareciese una cárcel, y el número de suicidios creció espectacularmente. Algunos críticos suyos, doctor Alvar, son particularmente severos y opinan qué a los suicidas no
conviene darles facilidades. ¡Ya ve usted qué mala es la gente! —¿Puede usted concretarse, señora de Almenara, en esa curiosa predisposición que vio en mí? —Sí, doctor. Ahora iba a tocar ese tema, inmediatamente después de declarar un elogio que todos hacen de usted: es común su fama de ser un implacable cumplidor del reglamento. Si hay que castigar, se castiga, aunque la falta cometida lo haya sido por el más leal y antiguo de los enfermeros o los funcionarios; si hay que encerrar se encierra, aunque el enfermo padezca claustrofobia. ¿Quién no comete a veces una falta? Usted mismo se dejó llevar de su bondad y, para hacer un favor a un amigo, prometió hacer la vista gorda y tolerar ciertas irregularidades para que ingresara en el hospital una detective. ¡Nadie debía enterarse de esto! Tal como estaba planeado ¡nadie se enteraría! Mas ¿cómo imaginar que su amigo cometiese tantas torpezas? ¿Cómo sospechar que iba a falsificar la firma del delegado de Medicina, atribuirme tres intentos de envenenamiento y presentarse aquí para recluirme, estando usted ausente? Cuando regresó de su viaje por Albania, se encontró con la desagradable sorpresa de que mi expediente había sido ya remitido al gobernador de la provincia y al juez de primera instancia de mi última residencia, tal como lo ordena el artículo 10 del Decreto de 3 de julio de 1931. Y un hombre con complejo de inferioridad (pues teme tener menos méritos que sus demás compañeros para ejercer el cargo de director); con complejo de juventud (motivo por el que se ha dejado barba para parecer así más grave y con mayor autoridad); con complejo de antipatía (pues es usted consciente de la aversión profesional que causa a sus demás compañeros); con complejo de antipsiquiatra (al que se le fugan los reclusos por docenas y se le suicidan los deprimidos y melancólicos a puñados); con resentimiento político y social a causa de sus años en la cárcel; un hombre como usted, digo, al que todos elogian por la extraordinaria escrupulosidad con que cumple el reglamento, se ve metido en un buen lío: le pueden descubrir ser autor o cómplice de una superchería CONTRA EL REGLAMENTO, en ¡a que hay de por medio documentos falsificados y engaños, por conducto oficial, a jueces y gobernadores civiles.
Por la imprudencia de un amigo se ve usted abocado al riesgo de ser fulminantemente destituido e incluso de que se le forme un tribunal de honor y se le expulse de la carrera. En consecuencia, decide comunicar a García del Olmo que su detective se ha fugado, o ha muerto, o ha sido dada de alta. Y a cambio de salvar su honor y su carrera, se sacrifica la libertad de Alice Gould. ¿Es así como han ocurrido las cosas, director? Samuel Alvar la miró largamente a los ojos y no respondió. Su tez ya no estaba blanca, sino verdosa. —Gracias, doctor Alvar —dijo suavemente Alice Gould al recordar que quien calla, otorga—. Y ahora, con su permiso, voy a servirme los dos dedos de whisky que me autorizó don César.
                                             ...

N PROSIGUE LA HISTORIA DE ALICE GOULD

                                                ...
APROVECHO EL DOCTOR ROSELLIN1 la pausa de Alicia para intervenir "en una cuestión de orden", dijo. Y ésta fue que, dados la hora y el tiempo que llevaban reunidos (y siempre que al director no le pareciese mal), a todos les vendría de pierias tomarse un refresco. Accedió Samuel Alvar, y se le encomendó al "bata blanca" que hacía guardia a la entrada, que trajese hielo, cervezas, whisky, jugos y agua. Llegado el momento de servir, Alicia pidió el más sencillo de los elementos, y que, a pesar de ser el más puro de cuantos producía la Naturaleza, hubiese hecho morir a Ignacio Urquieta: agua con un trozo de hielo. —¿No prefiere un whisky, señora de Almenara? —le preguntó el doctor Rosellini. Alicia elevó los ojos hacia César Arellano. —¿Puedo, doctor? Este dio su venia, y Alicia consideró que esta pequeña y mínima concesión era la primera prueba de libertad que se le daba desde que ingresó al hospital. —Estamos deseosos de oír el final de su historia, Alicia —le animó Dolores Bernardos. —Lo que voy a contar es tan terrible para mí... —prosiguió Alice Gould—, que ignoro si sabré expresarme con claridad. Yo me sentía lícitamente orgullosa de haber descubierto que las misteriosas misivas que recibió mi cliente procedían de este hospital psiquiátrico; no obstante, me quedé radicalmente asombrada del cheque, anticipo de mis honorarios, que García del Olmo depositó sobre mi mesa, con el acuerdo de que lo duplicaría si acertaba en mi investigación. Quedé asimismo harto satisfecha de la división del trabajo que nos propusimos realizar en los días sucesivos. Yo me ocuparía de estudiar la enfermedad que había de fingir, y él, de preparar los trámites para mi ingreso; yo, de arrancar a mi marido la solicitud de ser internada, y él, de redactar el informe médico y cumplimentar con nombre supuesto el oficio, o impreso, o como se llame ese papel, en que se aconseja el internamiento. —¿Asegura usted —le interrumpió el doctor Sobrino— que falsificaron un documento público? Alicia movió afirmativamente la cabeza. —No sólo eso —interrumpió Samuel Alvar—. La señora de Almenara me dijo que la certificación del delegado de Sanidad era falsa también. —No se me oculta —continuó Alice Gould— que se les hará a ustedes muy cuesta arriba entender cómo unas personas que han vivido siempre dentro de la ley se atrevieron a realizar semejante falsificación. Les ruego que tengan en cuenta que no lo hacíamos en perjuicio de terceros y que no pretendíamos engañar a nadie, ya que nuestro propósito era entregar personalmente a don Samuel Alvar todos estos papeles. Y él conocía sobradamente la verdad. Si aquellos documentos eran excesivos los sustituiríamos por los que él nos aconsejara. En cuanto al impreso que aparece firmado por un tal doctor Donadío, mostré mi asombro de que un documento tan escueto sirviese para internar a nadie en un manicomio, a lo que Raimundo me respondió que acaso fuese una buena medida acompañar el documento oficial con una carta privada en la que el médico particular informase al director de este sanatorio de ciertas peculiaridades de la enferma que iba a tratar. Excusado es decir que así como el impreso fue rellenado por et doctor García del Olmo, la carta hablando de mi personalidad la redacté yo. Y todo ello, por supuesto, con el conocimiento, cuando no el consejo, del doctor Alvar. El aludido hizo un gesto de hastío. Cada vez que Alicia le nombraba, todos volvían el rostro hacia él. —Espero no necesitar decirles a ustedes que nada de esto es cierto —comentó. —¿Qué es lo que no es cierto, doctor? —inquirió Alicia. —Siga usted, señora de Almenara. —¿Para qué, doctor, si nada de lo que digo es verdad? —dijo Alicia
dulcemente. Y se propuso aprovechar la primera oportunidad para turbar esa
máscara impenetrable del director.

                                            ...

M LA JUNTA DE MÉDICOS III


                                                 ...
Los días transcurridos desde el incidente con el director no fueron
baldíos. Alicia visitó, desde las cocinas, hasta las salas de reunión de
las enfermeras; se hizo presentar a los médicos no psiquiatras —que
había muchos— con el pretexto de un diente picado o una luxación en
un tobillo. Inquirió, preguntó, anduvo a la husma aquí y acullá, por
averiguar los motivos del director para tenerla secuestrada. Y, aunque no halló lo que buscaba,
ni llegó a donde pretendía, se enteró de no poco datos, que no eran simples habladurías, y que
bastarían, si llegaba el caso, para quitarle —como quien dice— el hojaldre al pastel.
De aquí ese aire medio triunfal con el que se acercaba al sancta sanctorum de los psiquiatras.
Los médicos que participaban en las juntas de los miércoles —según se informó puntualmente—
los conocía a casi todos. A la doctora Bernardos, porque fue la que dirigió las operaciones el día
que le hicieron el electroencefalograma; al doctor Sobrino, por las semanas que pasó en
recuperación; a Rosellini, por ser quien la liberó del puño de hierro de "la Mujer Gorila" y a "los
tres Magníficos"
Alvar, Arellano, Ruipérez— estaba harta de verlos. A quien no tuvo nunca oportunidad de
conocer era al jefe de los Servicios de Urgencia, del que no sabía ni siquiera el nombre. Con
esto, sólo cuatro la habían visto vestida de ella misma: Ruipérez el primer día. Arellano y Sobri
no, en la Unidad de Recuperación; Alvar y Rosellini una sola vez. La imagen de Atice Gould que
la mayoría guardaba en sus retinas era la infamante del pantalón hombruno y la blusa desteñida.
Llegó, pasillo adelante, a un amplio vestíbulo al que daban otros dos pasadizos tan P estrechos y
bajos como el que ella acababa de atravesar. Una inmensa puerta moderna estaba instalada en
el hueco del arco antiguo. Un enfermero la cerró el paso.
—Me han dicho que espere hasta que ellos la llamen.
—¿De dónde le conozco yo a usted? —preguntó Alicia al de la "bata blanca".
—Me llamo Terrón. Fui el que enfundó la "camisa" a la mujer barbuda que la había atrapado.
—¿Ya no trabaja usted en "la Jaula"?
—Sólo actuamos allí una semana al mes. ¡Es muy duro! La junta ha prohibido que trabajemos en
la "Jaula" más de una semana seguida. La miró con aire de compadrazgo.
—¿Qué? ¿La dan a usted hoy el pasaporte?
—No tengo noticias de que me vayan a dar de alta.
—Al verla así vestida, pensé que se iba ya para su casa. Todos en el hospital nos preguntamos
qué diablos pinta usted aquí.
—¿Sabe lo que le digo? ¡También me lo pregunto yo!
Tardaron mucho tiempo en recibirla. Al cabo de media hora larga, el "chivato" que llevaba el
enfermero en el bolsillo de la bata emitió unos pitidos, y el hombre penetró en la sala capitular.
No había acabado de cerrar la puerta tras sí, cuando volvió a abrirla.
—Puede usted pasar. ¡Suerte!
—Gracias, amigo. ¡Hasta luego!
En el centro de la inmensa sala, había una moderna mesa de trabajo que parecía pequeña, sin
serlo, dadas las dimensiones del recinto. En torno a la mesa, los siete psiquiatras de la casa.
Oyó Alicia la voz neutra del director:
—Pase usted, señora de Almenara, y siéntese entre nosotros.
Por el modo en que la miraban, Alicia entendió que el retraso en recibirla se debía a que su caso
fue ampliamente explicado —¿por Alvar?, ¿por Arellano?— ante la junta de doctores. El primero
presidía desde el centro; frente a él, Ruipérez. A la derecha del director, su amigo el jefe de los
Servicios Clínicos. Los demás no mostraban por sus colocaciones una jerarquía determinada.
Avanzó lentamente hacia la silla que le indicaban, situada en un extremo de la mesa; dijo un
"buenas tardes", rutinario pero cortés, y tomó asiento con la naturalidad y autoridad de quien va
a presidir un consejo de administración y está habituado a hacerlo. En efecto: se diría que, desde
que ella se sentó, la presidencia de la mesa había cambiado de sitio. En la mirada del doctor  Sobrino creyó advertir simpatía; en la de Arellano, preocupación; en las de Alvar y Ruipérez,
hostilidad; en la de la doctora Bernardos, admiración por su buen porte; en la de Rosellini,
sorpresa, al comprender que la enferma de la que habían estado hablando era aquella señora a
la que apreso una demente escapada de su unidad; en la del otro médico —que después supo
que se llamaba don José Muescas—, una viva curiosidad. Con mirada serena y tranquila —
exenta de aparente preocupación— observó Alicia a quienes la observaban. La procesión iba por
dentro.
Samuel Alvar explicó:
—El jefe de los Servicios Clínicos le va a hacer algunas preguntas, señora de Almenara. Le
ruego que tenga presente que el interrogatorio de los médicos difiere mucho del que pueda
hacer un periodista, un policía, un fiscal o un juez. Nosotros no pretendemos condenar. Sólo
queremos salvar. Creemos haber descubierto ciertas contradicciones entre el examen a que la
sometió su médico particular y los muchos que le han sido hechos aquí; entre sus antecedentes
y su conducta; entre sus declaraciones y su personalidad. Necesitamos su ayuda para poder
ayudarla. ¿Podemos contar con su colaboración?
—Sí, doctor. Deseo ayudarlos a que me ayuden. He cometido la gran torpeza de meterme en un
laberinto y, sin su ayuda, no podré salir.
—Tiene la palabra el doctor Arellano.
Nadie podría acusarlo de no ir directamente al grano. Su primera pregunta iba dirigida al centro
de la diana.
—Dígame, Alicia. ¿Cuántas veces nos ha mentido usted desde que ingresó en el hospital?
—Son incontables, doctor —respondió entre sonriente y compungida Alice Gould.
—¿Acostumbra usted a mentir por vicio? ¿Es ése un hábito muy arraigado en usted?
—No, doctor. He acumulado, en sólo tres meses, todas las pequeñas o grandes mentiras que
pueden decirse en toda una vida.
—Usted declaró que su marido trató de envenenarla. ¿Es cierto o no?
—Es cierto que lo declaré; pero no es cierto que tratara de envenenarme.
—¿Puede usted hacer relación de los embustes más importantes que usted recuerde habernos
dicho?
—Sí, doctor. Mentí al describir una personalidad de mi marido totalmente falsa; mentí al simular
un menosprecio por él que estoy muy lejos de sentir; mentí en la estúpida historia del caballo que
me coceó. Casi toda mi primera declaración al doctor Ruipérez es puro invento; así como las
palabras que dije o las actitudes que tomé ante terceros y que no tenían otra finalidad que
mostrarme ante ellos conforme a mi declaración del primer día. ¡Ah, y también mentí al decir que
era licenciada en Químicas! En realidad soy doctora en Filosofía y Letras. Me doctoré con una
tesis titulada Psicología del delincuente infantil. Si les interesa el tema puedo pedir a Madrid que
me manden algunos ejemplares. La calificaron cum laude y, resumida y muy bien traducida, por
cierto, me la publicó, en París, la Revue de deux Mondes.
La doctora Bernardos parpadeó repetidas veces. ¿Esta recluida mentía con toda la barba o
decía simplemente la verdad? No le sería
difícil averiguarlo. Su propia tesis doctoral se asemejaba mucho en el tema a la que decía esta
señora haber escrito.
—¿Qué pretendía usted con sus mentiras, Alicia?
—Simular una enfermedad mental.
—¿Con qué fin?
—Con el fin de que no pusieran trabas a mi ingreso en el hospital. Samuel Alvar pasó una nota a
César Arellano que decía: "La paranoia fingida ha quedado ya delimitada. Bucea bien en la
verdadera".
—¿Por qué deseaba usted ingresar, Alicia? —Para descubrir al asesino del padre de mi cliente.
—¿Qué dolencia o desequilibrio mental pretendía usted fingir?
—La paranoia.
—¿Por qué precisamente la paranoia y no cualquier otra dolencia? Alicia dudó brevemente.
—No me niego a responder a esa pregunta, doctor. Pero preferiría aplazar su respuesta hasta
después de haber dicho otras cosas, primero. Si declaro ahora por qué y quién me aconsejó que
simulara esa enfermedad, me resultaría muy enojoso. Dicho en su lugar quedará más claro.
—La investigación criminal que pretendía usted iniciar en este sanatorio, dijo usted antes que era
a cargo o por encargo de un cliente. ¿Cliente de qué o de quién?
—De mi Oficina de Investigación Privada. Soy detective diplomado.
—Antes dijo que su declaración a don Teodoro Ruipérez era toda falsa. Y no obstante esa
afirmación que hace usted ahora de ser detective también se la hizo al doctor Ruipérez el día de
su ingreso.
—Dije que casi toda mi declaración era falsa. Mi afirmación de ser detective pertenece al casi
restante: a la parte en que dije la verdad.
—¿Y qué la movió a decir la verdad en ese extremo?
—Pensé que no lo creerían: que lo atribuirían a un elemento más de mi fábula delirante.
—De modo que unas veces miente y otras dice la verdad... Dígame, Alicia, ¿a mí me ha mentido
alguna vez?
—Nunca, doctor. A usted nunca le he mentido. Puedo jurarlo, y usted lo sabe.
—¿Y por qué a mí no, y al doctor Ruipérez sí?
—Al doctor Ruipérez ya he dicho que le mentí porque necesitaba ingresar en él manicomio. A
usted no necesitaba mentirle, porque ya había ingresado.
—Me interesaría saber qué la indujo a hacerse detective.
—Es un poco largo, doctor.
—No importa. La escucharemos.
—Y con mucho interés —precisó el director con cierta sorna, completando la afirmación de
César Arellano.
Samuel Alvar estaba muy satisfecho de la marcha del interrogatorio. La propia Almenara
acababa de confesar —¡tal como él había predicho!— que sus primeras declaraciones
pertenecían a una paranoia simulada. Sólo faltaba ahora delimitar su paranoia verdadera, a la
que pertenecía sin duda el embuste de declararse Premio Extraordinario del Doctorado. Lo
sorprendente es que no se hubiera manifestado todavía Premio Nobel o Archipámpano de las
Indias.
—Prosiga, señora de Almenara.
—¿Puedo fumar?
Varias manos se apresuraron a ofrecerle cigarrillos.
—Gracias, prefiero los míos. Sólo necesito fuego. No me está permitido usar encendedor,
¿saben?
Lo dijo con toda sencillez, como quien cuenta algo que se da por conocido, pero con la clara
intención de dar a entender, a quienes no estuvieron en antecedentes, que el director la
consideraba "enferma peligrosa".
—Hace aproximadamente seis años (y les ruego que tomen nota de cuantos nombres y datos
voy a
dar) oí comentar con gran disgusto a una amiga mía, Pilar Sahagún, directora del colegio
de niñas Santa Catalina de Siena, que a algunas de sus alumnas las habían descubierto
portando alucinógenos y que tenía el propósito de instruirles expediente escolar y echarlas del
centro. Le aconsejé que no lo hiciera, pues de lo contrario nunca se descubriría al responsable
de introducir y vender drogas en el colegio. Por el prestigio del local y evitar un escándalo entre
los padres, la directora no quería dar parte a la policía. Y entonces yo, comprendiendo sus
razones, y por ayudar a mi amiga, me ofrecí a hacer una investigación. Era necesario para ello que me contrataran como maestra de algo; y yo, dudando mucho de mis condiciones docentes,
sugerí colocarme como profesora de gimnasia o de judo. Y como de lo primero ya había una
monitora contratada, fui designada de lo segundo.
—¿Sabe usted judo? —preguntó asombrado el doctor Rosellini—. ¡Yo también! Si quisiera
podríamos practicar algún día.
—No se lo aconsejo, doctor —rió Alice Gould—, ¡soy cinturón azul! Dio una bocanada y
prosiguió:
—El caso es que la adolescente que introducía y vendía heroína en el colegio fue a parar al
Tribunal de Menores; y el miserable que la utilizaba corno mediadora, a la cárcel. Fue muy duro
para mí, porque la joven culpable resultó ser hija de la directora. Este fue mi primer caso. Corrió
la voz y comencé a tener peticiones de ayuda, primero de amigas mías, después de gentes
desconocidas que eran víctimas de estafas, o recibían anónimos, o les desaparecían
metódicamente artículos de
venta de sus tiendas. Siempre eran cuestiones en que el perjudicado no se atrevía, por una u
otra causa, a acudir a la policía. La doctora Bernardos intervino:
—¿Qué motivo puede haber para que no se atreva a acudir a la policía el dueño de una tienda
cuyos dependientes le roban?
—Los dependientes eran un hijo, un cuñado y dos yernos. ¡Y el dueño, hermano de mi cocinera,
que fue quien me pidió el favor de intervenir! Total: que me harté de hacer servicios gratuitos a
diestro y siniestro y decidí profesionalizarme y cobrar honorarios por mis trabajos. La licencia la
obtuve hace tres años e inmediatamente monté mi oficina y contraté el personal auxiliar. Esta es
la razón por la que me hice detective. ¿He respondido correctamente a su pregunta, doctor
Arellano?
—Ha respondido usted muy bien, Alicia. Ahora querríamos conocer a fondo el caso concreto que
la indujo a querer internarse en un sanatorio mental. Y no en cualquiera sino en éste
precisamente.
—El doctor Alvar lo sabe —se limitó Alicia a responder.
—El doctor Alvar no sabe nada —afirmó desabridamente el director.
—Si no lo sabe, por lo que yo creía, debe saberlo, al menos, por lo que yo le conté en su
despacho cuando tuvo la amabilidad de recibirme.
—Su conversación con nuestro director —puntualizó César Arellano— fue muy incompleta y
profundamente incomprensible, Alicia. Usted daba por supuesto que don Samuel Alvar ya
conocía el tema del que usted le hablaba y lo cierto es que él, por carecer de antecedentes, no
entendió y sigue sin entender lo que usted pretendió decirle. De modo que debe usted contarnos
esta historia como a personas que lo ignoran todo, incluido, por supuesto, nuestro director.
Alicia meditó largamente.
—No sé si debo —dijo al fin—. Si yo hablara... atentaría no sólo contra el honor sino contra la
seguridad de mi cliente. ¡Estoy atada por un secreto profesional! ¡Nunca lo he traicionado!
—Tampoco se ha encontrado usted nunca en una situación tan apurada, Alicia.
—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Alicia alarmada. Arellano se volvió hacia Samuel Alvar,
que tenía sentado a su izquierda, y al resto de sus compañeros.
—¿Puedo hablar con toda claridad?
Unos cambiaron las piernas de posición, otros encendieron un cigarrillo, otros retiraron la mirada,
pero nadie habló. Se dirigió directa y exclusivamente al director.
—¿Puedo o no puedo?
—Toma tus responsabilidades por ti mismo. Tú eres quien ha pedido tratarla y dirigir este
coloquio.
Volvióse hacia Alice Gould.
—Bien, Alicia. Voy a hablar con toda sinceridad. Usted ha entrado aquí como una paranoica que que me contrataran como maestra de algo; y yo, dudando mucho de mis condiciones docentes,
sugerí colocarme como profesora de gimnasia o de judo. Y como de lo primero ya había una
monitora contratada, fui designada de lo segundo.
—¿Sabe usted judo? —preguntó asombrado el doctor Rosellini—. ¡Yo también! Si quisiera
podríamos practicar algún día.
—No se lo aconsejo, doctor —rió Alice Gould—, ¡soy cinturón azul! Dio una bocanada y
prosiguió:
—El caso es que la adolescente que introducía y vendía heroína en el colegio fue a parar al
Tribunal de Menores; y el miserable que la utilizaba corno mediadora, a la cárcel. Fue muy duro
para mí, porque la joven culpable resultó ser hija de la directora. Este fue mi primer caso. Corrió
la voz y comencé a tener peticiones de ayuda, primero de amigas mías, después de gentes
desconocidas que eran víctimas de estafas, o recibían anónimos, o les desaparecían
metódicamente artículos de
venta de sus tiendas. Siempre eran cuestiones en que el perjudicado no se atrevía, por una u
otra causa, a acudir a la policía. La doctora Bernardos intervino:
—¿Qué motivo puede haber para que no se atreva a acudir a la policía el dueño de una tienda
cuyos dependientes le roban?
—Los dependientes eran un hijo, un cuñado y dos yernos. ¡Y el dueño, hermano de mi cocinera,
que fue quien me pidió el favor de intervenir! Total: que me harté de hacer servicios gratuitos a
diestro y siniestro y decidí profesionalizarme y cobrar honorarios por mis trabajos. La licencia la
obtuve hace tres años e inmediatamente monté mi oficina y contraté el personal auxiliar. Esta es
la razón por la que me hice detective. ¿He respondido correctamente a su pregunta, doctor
Arellano?
—Ha respondido usted muy bien, Alicia. Ahora querríamos conocer a fondo el caso concreto que
la indujo a querer internarse en un sanatorio mental. Y no en cualquiera sino en éste
precisamente.
—El doctor Alvar lo sabe —se limitó Alicia a responder.
—El doctor Alvar no sabe nada —afirmó desabridamente el director.
—Si no lo sabe, por lo que yo creía, debe saberlo, al menos, por lo que yo le conté en su
despacho cuando tuvo la amabilidad de recibirme.
—Su conversación con nuestro director —puntualizó César Arellano— fue muy incompleta y
profundamente incomprensible, Alicia. Usted daba por supuesto que don Samuel Alvar ya
conocía el tema del que usted le hablaba y lo cierto es que él, por carecer de antecedentes, no
entendió y sigue sin entender lo que usted pretendió decirle. De modo que debe usted contarnos
esta historia como a personas que lo ignoran todo, incluido, por supuesto, nuestro director.
Alicia meditó largamente.
—No sé si debo —dijo al fin—. Si yo hablara... atentaría no sólo contra el honor sino contra la
seguridad de mi cliente. ¡Estoy atada por un secreto profesional! ¡Nunca lo he traicionado!
—Tampoco se ha encontrado usted nunca en una situación tan apurada, Alicia.
—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Alicia alarmada. Arellano se volvió hacia Samuel Alvar,
que tenía sentado a su izquierda, y al resto de sus compañeros.
—¿Puedo hablar con toda claridad?
Unos cambiaron las piernas de posición, otros encendieron un cigarrillo, otros retiraron la mirada,
pero nadie habló. Se dirigió directa y exclusivamente al director.
—¿Puedo o no puedo?
—Toma tus responsabilidades por ti mismo. Tú eres quien ha pedido tratarla y dirigir este
coloquio.
Volvióse hacia Alice Gould.
—Bien, Alicia. Voy a hablar con toda sinceridad. Usted ha entrado aquí como una paranoica que que me contrataran como maestra de algo; y yo, dudando mucho de mis condiciones docentes,
sugerí colocarme como profesora de gimnasia o de judo. Y como de lo primero ya había una
monitora contratada, fui designada de lo segundo.
—¿Sabe usted judo? —preguntó asombrado el doctor Rosellini—. ¡Yo también! Si quisiera
podríamos practicar algún día.
—No se lo aconsejo, doctor —rió Alice Gould—, ¡soy cinturón azul! Dio una bocanada y
prosiguió:
—El caso es que la adolescente que introducía y vendía heroína en el colegio fue a parar al
Tribunal de Menores; y el miserable que la utilizaba corno mediadora, a la cárcel. Fue muy duro
para mí, porque la joven culpable resultó ser hija de la directora. Este fue mi primer caso. Corrió
la voz y comencé a tener peticiones de ayuda, primero de amigas mías, después de gentes
desconocidas que eran víctimas de estafas, o recibían anónimos, o les desaparecían
metódicamente artículos de
venta de sus tiendas. Siempre eran cuestiones en que el perjudicado no se atrevía, por una u
otra causa, a acudir a la policía. La doctora Bernardos intervino:
—¿Qué motivo puede haber para que no se atreva a acudir a la policía el dueño de una tienda
cuyos dependientes le roban?
—Los dependientes eran un hijo, un cuñado y dos yernos. ¡Y el dueño, hermano de mi cocinera,
que fue quien me pidió el favor de intervenir! Total: que me harté de hacer servicios gratuitos a
diestro y siniestro y decidí profesionalizarme y cobrar honorarios por mis trabajos. La licencia la
obtuve hace tres años e inmediatamente monté mi oficina y contraté el personal auxiliar. Esta es
la razón por la que me hice detective. ¿He respondido correctamente a su pregunta, doctor
Arellano?
—Ha respondido usted muy bien, Alicia. Ahora querríamos conocer a fondo el caso concreto que
la indujo a querer internarse en un sanatorio mental. Y no en cualquiera sino en éste
precisamente.
—El doctor Alvar lo sabe —se limitó Alicia a responder.
—El doctor Alvar no sabe nada —afirmó desabridamente el director.
—Si no lo sabe, por lo que yo creía, debe saberlo, al menos, por lo que yo le conté en su
despacho cuando tuvo la amabilidad de recibirme.
—Su conversación con nuestro director —puntualizó César Arellano— fue muy incompleta y
profundamente incomprensible, Alicia. Usted daba por supuesto que don Samuel Alvar ya
conocía el tema del que usted le hablaba y lo cierto es que él, por carecer de antecedentes, no
entendió y sigue sin entender lo que usted pretendió decirle. De modo que debe usted contarnos
esta historia como a personas que lo ignoran todo, incluido, por supuesto, nuestro director.
Alicia meditó largamente.
—No sé si debo —dijo al fin—. Si yo hablara... atentaría no sólo contra el honor sino contra la
seguridad de mi cliente. ¡Estoy atada por un secreto profesional! ¡Nunca lo he traicionado!
—Tampoco se ha encontrado usted nunca en una situación tan apurada, Alicia.
—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Alicia alarmada. Arellano se volvió hacia Samuel Alvar,
que tenía sentado a su izquierda, y al resto de sus compañeros.
—¿Puedo hablar con toda claridad?
Unos cambiaron las piernas de posición, otros encendieron un cigarrillo, otros retiraron la mirada,
pero nadie habló. Se dirigió directa y exclusivamente al director.
—¿Puedo o no puedo?
—Toma tus responsabilidades por ti mismo. Tú eres quien ha pedido tratarla y dirigir este
coloquio.
Volvióse hacia Alice Gould.
—Bien, Alicia. Voy a hablar con toda sinceridad. Usted ha entrado aquí como una paranoica que ha intentado por tres veces envenenar a su marido. Su ingreso se produjo previa solicitud de
éste bajo la recomendación de un médico. Y no es igual lo que usted diga a este respecto. Lo
cierto es que nosotros la hemos admitido en el hospital bajo el compromiso de intentar sanarla.
Entienda esto bien: intentar sanar a una paranoica con antecedentes homicidas. Para intentar
sanarla (cosa que no siempre se consigue) hemos de someterla al tratamiento que indica
nuestro Ripalda. Una de esas terapias es el choque insulínico: llevarla al borde mismo de la
muerte provocándole una hipoglucemia progresiva hasta que entre usted en coma. Cuando esté
ya a las puertas de la agonía, la reviviremos suministrándole dosis masivas de glucosa. Y
apenas esté usted repuesta repetiremos el tratamiento cuarenta o cincuenta veces... en tres o
cuatro meses. Si al final sigue usted considerándose detective y negándose a reconocer que la
verdadera razón de su ingreso es un trastorno mental que la predispuso a envenenar a su
marido, probaremos otro tratamiento: haremos pasar por su cerebro una corriente eléctrica hasta
de 130 voltios que sea capaz de provocar convulsiones, pérdida de conciencia y amnesia.
¡Amnesia, Alicia, que es precisamente lo que se pretende: el olvido del delirio! Para lo que el
electroshock es eficacísimo. Si no hemos empezado antes de ahora esta terapia, es por albergar
ciertas dudas, que había usted prometido esclarecer ante el director. Aquella buena intención
suya quedó fallida. Tiene usted ahora la oportunidad de eludir el tratamiento... ¿y prefiere quedar
callada por escrúpulos hacia su cliente? ¿Puede decirme de qué le servirán a ese caballero los
servicios de un detective que ha perdido la memoria y que ignora por tanto qué es lo que hace
aquí y lo que ha venido a investigar? Porque ése es el fin que pretenderemos, Alicia: que usted
olvide las causas por las que cree estar aquí (una enfermedad supuesta) y por las que quiso
usted envenenar a su marido (una enfermedad verdadera). ¡El tratamiento comenzará mañana!
—Pero, doctor, ¡es absolutamente verdad que yo estoy aquí para investigar un crimen!
—No nos sirve de nada que usted lo afirme. Tiene que explicárnoslo. Y nosotros creerlo. Su
negativa a hablar de ello comienza a ser sospechosa.
Alicia, muy pálida, parpadeó repetidas veces.
—¿Por qué me mira tan fijamente, doctor Rosellini? ¿Me está usted hipnotizando?
—No, señora. Pero me ha adivinado el pensamiento. Estaba considerando lo fácil que sería
arrancarle por hipnosis lo que usted se niega a revelarnos de buen grado.
—Señora de Almenara —intervino el doctor Muescas—, su defensa del secreto profesional la
honra mucho. Y yo la admiro por ello. Pero olvida usted que nosotros somos médicos y usted
nuestra paciente. Y que, por tanto, también estamos obligados hacia usted por el secreto
profesional. Nada de lo que nos pueda contar saldrá de entre nosotros. No olvide las palabras
del director. Estamos aquí para salvarla. No para condenarla.
—¿Es cierto que están ustedes obligados a...
—Nos ofendería si lo dudara, Alicia.
Estas palabras fueron dichas por César Arellano. Alicia lo miró anhelante. Volvió después el
rostro hacia cada uno de ellos.
—Bien, señores. ¡Hablaré, hablaré!
(En voz muy baja, pero no tanto como para que Arellano no lo oyera, Samuel Alvar comentó con
Rosellini:
¡Qué gran comedianta es!)
El jefe de la Unidad de Demenciados no replicó. El había visto a aquella mujer comportarse con
una sangre fría inusual el día en que la más temible de las reclusas de su departamento
consiguió escapar de "la Jaula" y la atrapó con su mano de hierro. No advertía comedia alguna
en sus reacciones. Con todo, no dejaba de sorprenderle el contraste entre la frialdad de aquel
día en un trance tan grave, y su angustia de hoy, en un asunto que a Rosellini le parecía menor.
Tal vez no lo fuera. Sentía viva curiosidad por escucharla y, en cualquier caso, el comentario del
director le pareció improcedente.
—Todo empezó —dijo Alice Gould con aire evocador— el 29 de febrero último, fecha del cumpleaños de mi marido. ¡Heliodoro es tan original que sólo cumple los bisiestos! Y con este
motivo cada cuatro años damos una gran fiesta. Casi siempre somos los mismos, pero nunca
faltan caras nuevas. Y aquella noche hubo varias, a quien mi esposo tuvo el capricho de invitar
en una reunión de Antiguos Alumnos de su colegio que se había celebrado la antevíspera. Pido
perdón por si todo esto es un poco premioso, pero les aseguro que no cito detalles superfluos.
Durante la reunión, alguno de nuestros invitados se permitió bromear acerca de mis actividades
profesionales, y otros exageraron los éxitos que obtuve en mi modesta carrera de detective.
(Alvar se inclinó hacia Arellano.
—Como verás —le dijo—, mi opinión se confirma punto por punto: "mis éxitos"... etc.)
—Cuando todos se retiraron quedó sólo una de las "caras nuevas". Y mientras Heliodoro
despedía en la puerta a los últimos invitados,
me dijo: "Me interesaría hablar con usted, Alicia, no como amigo sino como cliente". Le di mi
tarjeta "profesional" y le cité a las once de la mañana de un lunes. No quiero engañarlos. Hubiera
podido citarle mucho antes. Pero esas dilaciones... ¡no sé cómo decirlo!..., dan prestigio.
—"Prestigio"—repitió como un eco, bien que con voz casi inaudible, el director.
La Almenara
prosiguió:
—Regresó Heliodoro al salón. Y al ver que no quedaba más que un rezagado, le invitó a cenar.
Como en las presentaciones precipitadas nadie sabe quién es quién, sólo entonces me enteré de
que ese invitado era una persona famosa. Famosa —precisó Alicia— por sus propios méritos
como médico, pues se trata de un colega de ustedes, y por un hecho desgraciadísimo que le
había ocurrido dos años y medio antes: el asesinato de su padre.
—¿No se estará usted refiriendo al doctor García del Olmo? —preguntó José Muescas.
—Sí, doctor. A él me refiero.
—Sé muy bien quién es —murmuró el jefe de los Servicios de Urgencia—. Es un
gastroenterólogo muy conocido.
—En efecto lo es —exclamó Alice Gould.
—Exacto. Y el asesinato de su padre causó no pocos quebraderos a la policía.
—Sí, doctor. La investigación de ese crimen ha quedado inconclusa, y el doctor Raimundo
García del Olmo es el cliente por el cual me encuentro aquí.
Hubo —¿cómo negarlo?— una evidente emoción en los oyentes al escuchar esto. Sólo el
director mantuvo su expresión de lama tibetano.
—El padre del doctor García del Olmo —recordó Alicia de Almenara— era ya un anciano
octogenario cuando su cadáver fue encontrado por su propio hijo al regresar éste de un viaje a
París, donde intervino en un congreso de su especialidad. El estudio forense demostró que el
crimen se había producido cuarenta y ocho horas antes de ser hallado el cuerpo: tres días
después de salir García del Olmo para París y dos antes de su regreso. Aparentemente el
crimen carecía de justificación, pues nada de valor faltaba en la casa y ni puertas ni ventanas
fueron forzadas. Era igualmente inexplicable la saña empleada al asesinarle. Su cabeza y su
tórax fueron destrozados por un instrumento difícil de catalogar, como si le hubiesen golpeado
repetidamente con un gran saco lleno de arena. Ni celos ni venganzas personales eran
explicables en un hombre de tal edad que llevaba una vida retirada, acogido en casa de su hijo, y
al que no se le conocían ni devaneos seniles ni enemigos. El interés también se daba por
descartado: su único heredero era Raimundo y la posición económica de éste era mucho más
sólida que la de su padre. A lo largo de los días los periódicos se ocuparon con gran detalle de
este suceso.
Aquella noche, en mi casa, hablamos largamente de aquel episodio y supuse que el tema del
que quería informarme como cliente estaría relacionado con el caso, pero como no aludió ante
mi marido a la cita que tenía concertada conmigo, yo tampoco dije nada.
El lunes de marras, Raimundo se presentó puntualmente en mi despacho.
(Los siete médicos de la junta de los miércoles estaban materialmente volcados sobre la mesa para no perder una sílaba ni un movimiento de los labios de la relatora.)
—¡Ah, señores, cómo me cuesta violentar en este punto mi secreto profesional!
—"Nuestro" secreto profesional... —rectificó el doctor Muescas. Alicia le sonrió agradecida y
prosiguió:
—Las primeras palabras que me dijo García del Olmo me dejaron tan suspensa como lo estarán
ustedes cuando yo se las repita. "La policía sospecha de mí": esto fue lo que me dijo.
A continuación me explicó que al cabo de un mes de haber hecho la denuncia y declarar cuanto
sabía fue llamado de nuevo a la comisaría.
—Escucha bien esto, Alice —me dijo con gran excitación—. Lo que voy a decirte no se lo he
contado a nadie, ni siquiera a Heliodoro, ni a mis más íntimos amigos: las preguntas que me
hacían eran degradantes y me hundieron moralmente. Atentaban contra mi honorabilidad y mi
seriedad y mi prestigio. Querían saber todos los pasos que di en París, en los cinco días que
estuve fuera; los nombres de las personas con quienes me reuní; las sesiones del congreso a las
que asistí y a las que dejé de asistir, y a las que llegué con retraso. Y las mociones que presenté
y las deliberaciones en que intervine y a qué horas y en qué días.
Me di cuenta de que pretendían averiguar si tuve ocasión de viajar de noche de París a Madrid,
cometer el crimen y regresar a París para estar presente en la primera sesión de la mañana, a
las pocas horas de haber sido cometido el crimen.
Yo le interrumpí:
—No entiendo —le dije— qué motivos podían alegar para acusarte de esa atrocidad.
—La compasión —concretó García del Olmo—. Mi padre padecía un cáncer de estómago que le
producía terribles dolores. Y suponen
que, al comprender yo que le quedaban muy pocos meses de vida, quise ahorrarle
padecimientos tan crueles.
—Esa piedad tuya por tu padre —le dije— no se compagina con la saña que el verdadero
asesino empleó contra él.
—Suponen que lo maté con un método más piadoso, una sobredosis de morfina —me
respondió—. Y que sólo después desfiguré su rostro para fingir el crimen de un vesánico.
—¡Pero esa sobredosis de morfina habría dejado alguna huella al realizar la autopsia! —
protesté.
—Querida Alice —insistió—, mi situación es más grave de lo que piensas. ¡Había morfina, en
efecto, en su organismo! ¡Mi padre se la inyectaba por sí mismo para calmar sus dolores!
—Y, a pesar del tiempo transcurrido —le pregunté—, ¿siguen sospechando de ti?
—Afortunadamente —dijo— pude probar que aquella noche no había comunicación aérea
posible París-Madrid y regreso al punto de partida, entre el final de la función de ópera a que
fuimos invitados los congresistas y la primera sesión de la mañana siguiente que yo presidí, y a
la que llegué con gran puntualidad.
—Bien —comenté—, si desde entonces no te han vuelto a molestar, todo está resuelto.
—Desgraciadamente no es así. Desde entonces, han ocurrido dos hechos muy singulares. Uno:
me he enterado de que la policía está confirmando por medio de mis colegas, españoles o
extranjeros, si los pasos que yo di fueron exactamente los que declaré. ¡Luego la sospecha sigue
en pie y la investigación continúa! Otro asunto inexplicable es éste.
Y depositó sobre mi escritorio unas hojas de papel. Eran de pequeño formato y todas ellas tenían
recortadas a tijera una pequeña franja cual si se tratase de hojas de escribir con membrete, en
las que la parte impresa hubiese sido suprimida.
Una de las cartas decía:
Asesino. Tú le mataste. No yo.
En la otra estaba escrito:
Me he vengado de ti. No de él.
En la última se leía:Ríete ahora de mí, como te reíste otras veces.
Observé estos escritos con atención y curiosidad profesionales. Todas las misivas estaban
rotuladas con bolígrafos de distintos colores: rojo, sepia y verde. Las letras eran grandes y
desiguales: la caligrafía de las capitulares parecía un arabesco u orlas estrafalarias; las líneas
estaban torcidas y algunos vocablos tachados. Sobre uno de estos manchones había algo que,
tal vez, pudiese ser una huella dactilar.
—Desde hace algo menos de un mes —comentó García del Olmo— recibo una por semana.
—¿Se las has enseñado a la policía?
No.
¿Por qué?
—Porque parecería que es una argucia mía, a la desesperada, para que dejen de sospechar de
mí. Sólo cuando consiga averiguar quién es el autor de estas cartas que se delatan a sí mismas
se las entregaré a la policía. Pero ni un minuto antes. ¿Te imaginas lo que significa para un
hombre de mi posición profesional verme en entredicho, y que los periódicos ávidos de
escándalos publicaran alguna de estas cartas en que se me llama asesino?
Yo medité un instante.
—No sé si haces bien en ocultar a la policía la existencia de esas cartas...
—Alice: atiende bien esto. La noche en que mi padre fue brutalmente asesinado no había, como
te he dicho, línea aérea directa París-Madrid-París. Pero ¿cómo puedo yo saber si no la había
París-Copenhague-Roma-Madrid y regreso, u otra combinación extraña, pero posible, con
Turquía, o El Cairo, que permitiera ir y regresar de París a Madrid en una sola noche? Además...
—Además... ¿qué?
Raimundo García del Olmo titubeó:
—Un congresista italiano perdió su pasaporte y lo encontró días más tarde. Alguien pudo haberlo
cogido, viajar con él una noche y regresar...
—Escucha, Raimundo. Todo lo que dices, si eres de verdad inocente, como estoy segura,
carece de sentido. ¿Viajó alguien con ese pasaporte perdido a Madrid? Este es un dato muy fácil
de saber. Yo puedo averiguártelo en un abrir y cerrar de ojos. ¡Es demasiado sencillo!
—Eso es lo que quiero. Que me lo averigües y que te encargues de todo mi caso. Sobre todo de
esto: ¿quién o quiénes, desde dónde y por qué, me escribe o me escriben estas cartas?
—Por de pronto, déjamelas —le dije—. Quiero hacer un examen grafológico y dactilar de todas
ellas. Y si recibes más, no las manosees, como te he visto hacer antes. Las tomas con pinzas y
las envuelves
suavemente, sin frotarlas, en papel de seda. Y me las das. Quizá esta investigación sea más
fácil de lo que piensas. Ve haciendo memoria de tu infancia y primera juventud. Quien te escribe
es alguien que, alguna vez, justa o injustamente, se sintió gravemente agraviado por ti. Tal vez
haga de esto muchos años. Desde entonces este hombre o esta mujer ha sufrido al verte
encumbrar y triunfar, mientras que él, que en un momento dado estuvo a tu mismo nivel social,
económico o profesional, se ha ido degradando y tal vez viva ahora una existencia miserable.
Bucea también en tu memoria y en tu conciencia si recuerdas haber cometido un desafuero
contra alguien a quien tú despreciaras o minimizaras, o considerases, por las razones que
fueren, inferior a ti. No descartes una mujer: una joven desairada, por ejemplo. Y ahora, querido
Raimundo, deja de mirar al techo, que allí no vas a encontrar escrito el nombre de tu enemigo, y
vuelve a verme pasado mañana a esta misma hora.
Al ver que se ponía en pie le advertí:
—Excuso decirte que si me impides que hable con mi marido de tu caso... ¡tampoco debes tú
decirle que me has encomendado este asunto!
—¿Cómo se te ocurre que voy a...?
—Se me ocurre... —le interrumpí— porque ser hombre y ser discreto son términos
incompatibles. ¡Hala, vete; qué tengo que empezar a trabajar!
Rió la doctora Bernardos, por la incompatibilidad que veía la señora de Almenara entre los
varones y la discreción, y Alice Gould prosiguió con su historia:
—Tal vez los haya aburrido hasta ahora, pero les aseguro que lo que voy a decirles á
continuación no los aburrirá. El examen grafológico de aquellas extrañas misivas era todo un
diagnóstico. Su autor era sin duda alguna un perturbado mental y probablemente un
esquizofrénico de la modalidad hebefrénica, cosa que yo entonces no sabía lo que era. Perdón
por el inciso. ¿Recuerda usted, doctor Arellano, la carta que apareció en mi dormitorio, cuando
estuve en Recuperación y que me envió uno que llaman "el Albaricoque"? Era una letra muy
semejante a las misivas que recibió García del Olmo. Y las capitulares también estaban llenas de
dibujitos, rombos y espirales. Bien: prosigo. Advertí que todos los sobres llevaban el matasellos
de esta provincia. Me informé y supe (ya que antes lo ignoraba) que la famosa Cartuja de los
monjes cistercienses albergaba hoy el más grande de los manicomios de España; que era
nacional y no provincial: es decir que podía albergar a enfermos de todo el territorio y no sólo de
esta provincia. También supe que era mixto: de hombres y mujeres. Y que era el primero de
España en que se había inaugurado "el régimen abierto", en que los pacientes no peligrosos
podían salir libremente y pasear fuera de sus murallas y visitar los pueblos cercanos e, incluso,
pasar temporadas en sus casas. Consideré que siendo el autor de las cartas un esquizofrénico
residente en esta provincia, sería altamente probable que estuviese recluido aquí o que lo
hubiese estado en otro tiempo, o, en fin, que se tuviese noticias de él. Y me propuse tomar el
coche y solicitar del director del sanatorio mental una información respecto a la clientela que
albergaba. De aquí que averiguase primero el nombre de su director.
Cuando expuse a García del Olmo mi propósito, Raimundo lo aprobó.
—¿Cómo podríamos averiguar quién es el director del manicomio? —me preguntó.
—Ya lo he averiguado —respondí triunfante—. Es don Samuel Alvar.
—¿Qué dices? ¿Es Samuel Alvar director de ese manicomio?
Sí.
—¡Samuel es íntimo amigo mío! —exclamó—. ¡Hace años que no nos vemos, pero nos
queremos entrañablemente! Samuel no puede negarme nada que yo le pida, y más sabiéndome
en una situación tan apurada y comprometida.
—Realmente es una suerte que seáis tan amigos —comenté.
—No sé qué debo hacer: si telefonearle o si ir a verle.
—Tal vez las dos cosas —sugerí—. Pero ¿qué es exactamente lo que pretendes pedirle?
—Que te permita vivir en el manicomio como si fueses una enfermera o una estudiante de
psiquiatría que quiere hacer prácticas o... o lo que él mismo nos sugiera como mejor solución.
¡Esta misma tarde le telefonearé!
Los auditores de Alice Gould estaban cada vez más expectantes. La doctora Bernardos hubiese
querido que le anticiparan la última página, como esos lectores que antes de empezar un libro
quieren saber si termina mal o bien.
—Tres días más tarde —continuó Alicia dirigiéndose directamente a Samuel Alvar—, Raimundo
García del Olmo me dijo que había estado aquí con usted y que le expuso su deseo de que una
detective diplomada pudiese realizar dentro del sanatorio una exhaustiva investigación entre los
reclusos. Añadió que usted no opuso reparo a esto, pero que le sugirió que yo ingresara
simulando ser una enferma más, pues mis contactos con los residentes podrían, de este modo,
ser mucho más directos y profundos. Así me lo explicó Raimundo —insistió Alicia con énfasis—,
apenas regresó de su viaje, y me anunció que pronto recibiría una carta suya explicándome
detalladamente los trámites que debían seguirse para mi ingreso.
—¿Y recibió usted esa carta? —preguntó el director.
—Sí, doctor. Ya hablamos de ello el otro día en su despacho.
—¿Recuerda usted cómo empezaba? Alicia frunció los párpados:
—Mi distinguida señora: Nuestro común amigo Raimundo García del Olmo me ha informado...
etc., etc... A continuación me sugería que la dolencia que me sería más fácil simular era la
paranoia y me aconsejaba que leyese un manual titulado Síndromes y modalidades de la
paranoia, del doctor Arthur Hill. ¡Ya se lo conté!
—Pero a estos señores, no. Alicia se volvió hacia ellos.
—Lo que más me impresionó—les dijo— no era el contenido de la carta (a la que acompañaba
fotocopias de un decreto de 1931, regulando el ingreso en los manicomios), porque ya me lo
había anunciado Raimundo. Lo que digo que me llamó la atención era la clase de papel tela en
la que estaba escrita y su formato, porque eran idénticos al de las misivas del esquizofrénico.
Con una sola diferencia: en la del director había un membrete impreso con el nombre, dirección y
teléfono del hospital, y en las del loco, esta parte estaba recortada a tijera.
—¡Estamos en el buen camino! —exclamé con entusiasmo al comprobar esto.
Y rompí a reír porque a un espíritu curioso y aventurero como el mío, acabó divirtiéndole la
colosal insensatez de encerrarse como uno más en una casa de locos.
Hizo Alicia una larga pausa y su rostro adquirió gravedad. Se mordió los labios.
—Ya no me río —añadió, secándose una lágrima.

                                                   ---

M LA JUNTA DE MÉDICOS II

                                               ...
—¿La confidente de los extraterrestres?
—A ésa me refiero. —¿Quieres decir que el tratamiento con insulina la ha mejorado?
—¡Quiero decir que el tratamiento la ha curado!
—¿Cuántos brotes tuvo en su historial?
—Sólo uno. ¡Yo la considero totalmente repuesta! Está en la antesala. Y estoy deseando que
ustedes comprueben por sí mismos... si... si hemos acertado o no. ¿Me permiten que vaya a
buscarla?
Cuando la joven Maqueira entró en el despacho encontró frente a ella siete rostros sonrientes.
Incluso el del director, que no era amigo de esas expansiones, sonreía también. El doctor
Sobrino la traía de la mano.
—Siéntate aquí, Maruja. El director quiere hacerte unas preguntas.
—En realidad —dijo Samuel Alvar— quien va a hacerte las preguntas es el doctor Arellano. Así
estaré más atento a tus respuestas.
Volvió la joven Maqueira los ojos, atemorizados e ilusionados al tiempo, hacia el médico del pelo
casi blanco. Prefería contestarle a él que no al de la barba negra, tan antipático.
Arellano tardó en decir algo porque estuvo considerando que las palabras de Alvar "Así estaré
más atento a tus respuestas" constituían una insigne torpeza. Estas eran palabras intimidadoras
y no alentadoras. "El director —se repitió Arellano por enésima vez— no sabe tratar a los pa

cientes.
Tal vez por ser consciente de ello, me encarga a mí el interrogatorio".
—Maruja —comenzó César Arellano—, ¿sabes por qué nos ves a todos tan satisfechos?
La joven Maqueira se encogió de hombros, no sabiendo qué responder. —Estamos todos
contentos por las buenas noticias que tenemos tuyas. Te hemos hecho muchas perrerías con
tantas y tantas inyecciones, pero ya ves, al cabo de tres meses nosotros te consideramos casi
curada. Y tú, ¿cómo te encuentras?
—Mucho mejor, doctor Arellano. Mucho mejor —respondió, refiriéndose en exclusiva a su estado
físico—. Más de treinta veces creí que iba a morirme.
—Y nosotros también temimos por tu salud... ¡sin llegar a esos extremos de pesimismo! Por eso
estamos ahora tan alegres. Gracias a tus padres, que se dieron cuenta a tiempo de que no
estabas bien, hemos cortado de raíz tu infección. ¿Qué te dijeron tus padres al traerte aquí?
—Que había tenido una meningitis y que me quedé muy deprimida por culpa de las medicinas.
—¿Te acuerdas perfectamente de eso?
—No me acuerdo de la meningitis, pero sí de que mis padres me dijeron que la había tenido. Y
que por eso estaba tan débil y delicada.
—¿Y de qué más te acuerdas?
—De todo.
—¿Qué es "todo"?
—El viaje hasta aquí; la fachada tan antigua dé la Cartuja; el claustro tan bonito; mi primera
conversación con usted y sus palabras: "Se va a hacer cargo de ti un gran médico: el doctor
Sobrino".
—¡Ja, ja, ja! —rió el aludido—. ¿Elogios de un colega? ¡Eso es imposible! ¡Ahora sí que estás
delirando, Marujita!
—Sí, me lo dijo. Prometo que me lo dijo.
—Fue una gran mentira para consolarte —bromeó Arellano—. ¡Es el peor médico de España!
Rieron todos. Y la joven Maqueira, al ver que iban de chunga, rió también, por primera vez desde
que fue internada.
—¿Y qué más recuerdas? —prosiguió don César.
—La gente del comedor me daba un poco de miedo. En mí mesa había sólo una persona
simpática: Ignacio Urquieta, y los dos últimos días una señora parecida a mi madre, pero mucho
peor vestida. Antes de ésta, un señor que lloraba y otro que no hablaba. Después me puse a
morir, doctor Arellano; y ya no recuerdo otra cosa que inyecciones y más inyecciones y mucho sudor.
—Durante la meningitis en tu casa y durante tu recaída aquí llegaste a delirar y dijiste muchos
disparates. ¿Recuerdas alguno de ellos?
—No.
—Parecía como si entre sueños hablaras con extraterrestres.
—¿De verdad? ¡Qué vergüenza! La gente pensaría que yo era tonta.
—No tiene ninguna importancia, puesto que estabas delirando a causa de la fiebre. ¿No
recuerdas nada de lo que delirabas?
—¡Nada! Salvo la convicción de que me iba a morir.
—Eso no era un delirio, Maruja. Estuviste de verdad muy enferma. Dime: ¿Qué desearías hacer
ahora? Maruja Maqueira sonrió.
—Si se lo digo van a pensar que estoy mala otra vez.
—¡No seas timorata! ¡Vamos! ¡Di lo que te apetece!
—Volver a ver el claustro y copiar una inscripción en latín y que alguien me la traduzca. Y
también que mis padres me traigan los libros de texto. He perdido los exámenes de junio, pero, a
lo mejor, en septiembre puedo aprobar dos o tres materias.
Samuel Alvar interrumpió:
—¿Dónde preferirías estudiarlas? ¿En tu casa de Santander o aquí?
—¡En Santander, claro!
—Pues las estudiarás en Santander. Y ahora, al salir, le dices a Montserrat Castell que tienes
órdenes mías de que te enseñé el claustro. ¡Hasta luego, Maruja!
—¡Hasta luego a todos!
Se acercó al doctor Sobrino y le dio un beso.
—Gracias —musitó.
Al salir Maruja, las siete sonrisas que la despidieron eran aún más anchas que las que la
saludaron al entrar.
—¿Padeció en realidad una meningitis? —preguntó Dolores Bernardos.
—No —respondió Salvador Sobrino—. Se lo hicimos creer, de acuerdo con sus padres, para
justificar sus delirios. Estos brotaron súbita
mente tras una estúpida sesión de espiritismo en que ella creyó haber oído hablar al demonio.
Sus compañeros, todos estudiantes de bachillerato, la vieron tan miedosa que, para calmarla, le
dijeron que acaso no fuera Satán sino la voz de un extraterrestre. Ella se aferró a esta idea. Y
durante muchas noches, siempre a la misma hora, oía una
música lejana que era el aviso de que los extraterrestres iban a comunicarse con ella. E
inmediatamente le hablaban. Eran mensajes que le transmitían, como mediadora entre dos
mundos, para que los comunicase a los terrícolas. Sus padres, bien aconsejados, la internaron
sin pérdida de tiempo. César Arellano diagnosticó la paranoia, y yo tuve la suerte de acertar con
el tratamiento.
El cupo de sonreír de Samuel Alvar quedó agotado para tres meses. Su despilfarro de hoy
necesitaba ese tiempo mínimo para reponerse. Más era evidente que existía una corriente
comunitaria de satisfacción cuando el equipo médico lograba sacar a flote a quien yacía en
simas inalcanzables. Y entre estas profundidades, donde muy raramente llegaba la sonda del
médico, estaba en primer lugar la temible paranoia. El hospital contaba entre ochocientos
reclusos sólo con tres considerados paranoicos puros: Maruja Maqueira, la estudiante; Norberto
Machimbarrena, el bilbaíno suboficial mecánico de la Armada, y Alicia Gould de Almenara,
pendiente esta última de un diagnóstico definitivo. El haber salvado a la primera, gracias a la
rapidísima intervención de sus padres y a la celeridad del diagnóstico y del tratamiento
adecuado, era algo que a todos llenaba de lícito orgullo. El caso de Machimbarrena no era el
mismo. Su paranoia no debía considerarse como totalmente desaparecida (aunque sí
"encapsulada"), ya que seguía considerando justificada su estancia en el hospital psiquiátrico por pertenecer (lo cual era falso) a los servicios de información de la Marina de Guerra. Todos
hubieran querido seguir comentando "el caso" de la señorita Maqueira, del mismo modo que los
buenos jugadores comentan y analizan una jugada comprometida de ajedrez. Pero Alvar los
llamó al orden. El doctor Sobrino —recordó el director— tenía otro caso delicado que exponer a
la junta: el de Sergio Zapatero.
—Es muy triste —dijo éste—. Su proceso se va agravando sin que yo le encuentre una salida. Si
llevo dos días sin medicarle es sólo para que ustedes puedan opinar.
La mirada desvaída, sudoroso el rostro, el pelo hirsuto, entró Sergio Zapatero sostenido por las
axilas por dos "batas blancas". Comenzó a hablar, entre gemidos y gestos suplicantes, en una
jerga ininteligible, en la que surgían aisladas algunas palabras en inglés.
César Arellano entendió al punto lo que vagaba en su mente dislocada, y lo interrumpió:
—Todos nosotros hemos estudiado español, señor Zapatero. Puede usted, si prefiere, hablar en
su propio idioma.
—Gracias, almirante. En efecto, prefiero hablar en espa... en espa... ¡Bueno, ustedes me
entienden! ¿No deseaban mi muerte? ¿Qué esperan para matarme? ¡Me he adelantado a todos!
La expansión de las... La expansión de las... ¡eso: de las gala... galaxias!... se ha terminado.
Desde la creación se fueron expan... expandiendo... Fu... ¡Fuuuuuuú...! como la metralla de una
bomba. Eso es: como la mmmmmetralla. Y ahora los trozos sueltos de esa explosión se han
parado y regresan a su núcleo que es la espiritual... ¡No, no! la espiración... ¡No no! La Espiral de
Andrómeda. Eso es: La Espiral de Andrómeda, que es el núcleo del Noveno Universo. Los
trocitos que llamáis estrellas iniciaron el jueves el camino de regreso por el mismo agujero que
hicieron en el vacío cuando se expan... cuando se expan... ¡eso es!... expandieron.
Era penoso verle sufrir. Si los enfermeros lo soltaran caería al suelo. Más si no le soltaban no
podía bracear. Se le veía debatirse para poder imitar con los brazos el movimiento de expansión
y de retroceso de las galaxias, la fusión de los cuerpos celestes menores con los mayores, el
choque horrísono y espantable de los satélites con sus planetas, de los planetas con sus soles,
de los soles con sus galaxias y de las galaxias entre sí, hasta fundirse toda la materia astral en
un solo cuerpo que se iría apretando cada vez más sobre su propio núcleo hasta reducirse al
tamaño de un balón de fútbol, más tarde de una nuez, después de una
canica, de un chícharo, de un grano de mostaza, de una mota de polvo, de un corpúsculo
microscópico de infinita densidad, pues contendría concentrada la totalidad de la masa de los
Nueve Universos. Como no podía accionar los brazos para expresarse, lo hacía con las piernas
y tan pronto quedaba en el aire, colgado de los sobacos, como pateaba, o dejaba los remos
flojos en el suelo, como un pelele mal .sostenido por los hilos que movía su manipulador. La
angustia de Sergio Zapatero era pensar cómo podrían caber en un cuerpo celeste tan diminuto
todos los pobladores, de los mundos habitados. Pero lo que más desazón le causaba, hasta el
punto de arrancarle lamentos, era lo incómodos que estarían, así de hacinados, los pobres locos,
sobre todo los que no podían valerse por sí mismos, como Alicia, "la Niña Péndulo" o "el Hombre
de Cera". Prorrumpió en fin en una patética oración pidiendo al Creador que les diese la muerte
antes del sábado próximo en que todo eso iba a ocurrir. El mismo se ofrecía para pasar a
cuchillo a todos sus compañeros y evitarles así presenciar la hecatombe cósmica. "No te
preocupes por ellos —le decía a Dios— por... por... porque... todos son equi... equi... ¡eso es!
equivocaciones tuyas. Son los ren... renglones torci... torcidos, de cuando apren... apren... ¡eso
es!... aprendiste a escribir. ¡Los pobres locos —continuó ahogado por los sollozos— son tus fal...
faltas de ortoorto... ortografía!"
Se lo llevaron. Aun con la puerta cerrada, seguíanse oyendo sus lamentos. Hubo un largo
silencio que rompió Samuel Alvar:
¿Desde cuándo está así?
—Lleva en este estado dieciocho días... salvo los que le he hecho pasar dormido. Al despertar
reemprende su delirio en el punto mismo en que lo dejó. Hemos comparado sus ochenta y seis cuadernos: los signos y grafismos de sus páginas son todos rigurosamente iguales, sin variar
una raíz cúbica o la coma de un decimal. Se consultó con un matemático si aquello tenía sentido
y respondió que no. Eran operaciones encadenadas en las que números de veinte o más cifras,
con otros tantos , decimales, se multiplicaban, dividían, elevaban a una potencia y se restaban o
sumaban a la raíz cúbica de otra cifra de múltiples guarismos, todo ello sin concierto y sin llegar
a ningún resultado.
La totalidad de sus cuadernos, salvo el último, llegaban a la mitad de la página 102, donde
bruscamente el cálculo quedaba interrumpido.
—¿Y en el último?
—En el último, tras la última cifra se leía: "...igual a... EL JUEVES COMIENZA LA RECESION
DE LAS GALAXIAS". ¡Su cálculo había terminado!
—¿Qué opinas, César?
—No hay duda —dijo éste— de que nos encontramos ante un caso
de una bouffé delirante en un enfermo crónico, y que no ha respondido a los psicofármacos que
se le han aplicado. Creo que procede, ¡y con urgencia!, el electroshock.
—Creo lo mismo —dijo Salvador Sobrino. El director ordenó:
—Doctora Bernardos: haga usted el estudio somático de Zapatero, para ver si el electroshock es
todavía posible. Sólo después tomaremos una decisión.
Se pusieron todos en pie. Rosellini bostezó discretamente.
—¡Un momento, un momento, señores! —exclamó el director—. ¡No hemos terminado! ¡Yo
también tengo una enferma que presentar!
César Arellano frunció la frente. Su ceño era de disgusto. No de sorpresa. El director prosiguió:
—Ruipérez; hazme el favor de avisar, a quien esté de guardia en la antesala, que le diga a la
señora de Almenara que puede pasar.
N
ALICE GOULD CUENTA SU HISTORIA
LA SALA DE JUNTAS estaba situada en el antiguo edificio de la Cartuja: en la que antaño fue la
sala capitular de los primitivos monjes. Se llegaba a ella por un pasillo de piedra increíblemente
bajo. "Los frailes de entonces debían de ser muy pequeños", pensó Alice Gould. Tuvo que
desandar parte del camino recorrido porque la circulación en dos sentidos no cabía en tan
estrecho recinto. Y menos cuando los que venían de frente eran tres: dos "batas blancas" y,
probablemente, un paralítico al que llevaban en volandas. Cuando retrocediendo llegó a un
ensanchamiento (en el que había una aspillera por donde los cartujos podían disparar flechas,
caso de ser atacados) se detuvo allí, para dejar paso a los que salían. ¡Qué penosa impresión la
suya, al descubrir que el que colgaba, como un muñeco de trapo de los brazos de los en
fermeros, era "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos"!
—Maestro... —le saludó Alice Gould.
Más éste no la vio. Sus ojos sólo columbraban lo que le dictaba su mente. Y en ésta no cabían
más que cuerpos astrales chocando entre sí. Los enfermeros miraron a Alicia con severidad y
prosiguieron su camino. Ella reemprendió el suyo.
Desde que Montserrat Castell le enseñó la nota del director, citándola a comparecer en la junta
de médicos, decidió vestir su ropa mejor. Avanzó Alice Gould, airosa como un cisne, por el
antiguo laberinto. Si alguien lo suficientemente perspicaz hubiese sabido leer en sus ojos,
y descifrar el misterio de su sonrisa, habría descubierto en su rostro
muy distintos sentimientos y propósitos:
1.°) Necesitaba ganar la confianza y simpatía de los reunidos.
2.°) Tenía que vengarse de Samuel Alvar. Lo de ponerle la camisa de
fuerza (de la que fue liberada por Montserrat Castell) era una injuria que no podía quedar
impune. El mediquito de las barbas negras las iba
a pasar moradas si pretendía medirse con ella.

M LA JUNTA DE MÉDICOS

                                             ...
VEINTE AÑOS ANTES de que Alice Gould ingresara en el hospital psiquiátrico, cuatro chiquillos
de una aldea llamada Villafuente de Calcamar, perdida en lo más abrupto de las montañas
leonesas, vagaban entre las frondas de un bosque, cosechando, por encargo de sus padres,
hierbas aromáticas y medicinales. Se apodaban "el Currinche", "el Pecas", "el Adobe" y "el
Mustafá". Los dos últimos eran hermanos. "El Adobe" contaba nueve años y "el Mustafá" había
cumplido doce. Tenían ya repletos varios sacos con otras tantas variedades cuando "el
Currinche", que era el experto de la expedición —pues sabía distinguir las hierbas por sus
nombres y conocía las propiedades medicinales de cada una— comenzó a escarbar junto al
tronco de una planta y misteriosamente comentó a sus amigos:
—Mirad ¡ésa es la que llaman la raíz maldita! ¡Si se la mastica se ve al demonio!
Quedaron los otros espantados de contemplarla por primera vez, ya
que todos la conocían de oídas, y "el Pecas" les propuso probarla para ver si era verdad o
cuento lo que de ella se decía. "El Adobe", aunque era el más joven, se opuso a ello y hasta se
enfrentó con su hermano mayor, que aceptó la propuesta con gran entusiasmo. Insistió "el Ado
be" en que si lo hacían correría a la aldea para chivarse y, como viera que comenzaban a
desenterrar la raíz, cumplió su amenaza, y fuese a buen trote hacia el caserío. Lo último que oyó
fue la voz del "Currinche", que le gritaba:
—¡No seas maricón y vente pa acá! ¡Sabe a regaliz!
Cuando los padres de los chiquillos y otros hombres de la aldea llegaron al bosque conducidos
por "el Adobe", los encontraron alucinados. Sus palabras balbucientes eran incomprensibles; sus
gritos, destemplados; sus movimientos, ebrios, y sus miradas, de locos. Cargaron con ellos y se
los llevaron a la aldea con intención de pedir al cura que les echara agua bendita y los
exorcizase, pues los creían endemoniados. "El Currinche" murió antes de que llegasen a
Villafuente de Calcamar; "el Mustafá" falleció al atardecer, presa de grandes convulsiones; y los
alaridos de "el Pecas" se oyeron hasta la medianoche. Los que velaban a los muertos dejaron de
oír sus voces con la última campanada del reloj de la parroquia.
La madre de este último explicó al siguiente día que su marido había cargado a hombros con el
cadáver de "el Pecas" "pa enterrarle aonde descansan sus agüelos". No era cierto. Sólo era
verdad que cargó a hombros con su cuerpo —no con su cadáver— y no para enterrarle, sino
para enjaularle. Amordazado y atado lo condujo dentro de un saco hacia una lejana propiedad
que tenía en un lugar apartadísimo y lo encerró en un hórreo abandonado. Ni su mujer ni él
querían tener consigo a un hijo con el diablo dentro. No estaban dispuestos a que en la aldea les
señalasen con el dedo considerándolos los padres de Satanás y achacándoles cada desgracia
que sobreviniese. En consecuencia, decidieron ocultarlo y turnarse marido y mujer para llevarle
pan, agua y manzanas (o lo que se terciase) dos veces por semana. ¡Ojalá hubiese muerto con
los otros niños endemoniados! El día de su encierro, "el Pecas" cumplía diez años de edad.
Durante varios días y cuando el viento soplaba de poniente (donde está la morada del diablo) se
oyeron en la lejanía los alaridos de las almas de los niños condenados aterrorizando al
vecindario. Después dejaron de oírse para siempre.
Veinte años más tarde —cuando Alice Gould llevaba dos semanas internada en la unidad de
Recuperación— unos cazadores llegaron a Villafuente de Calcamar para contratar un guía que
los condujese por aquellas espesuras para matar el urogallo. Llegaron a un acuerdo con
168
un mocetón de veintinueve años al que apodaban "el Adobe". Estaban los tres, de noche
cerrada, esperando el primer claror del alba (que es el momento en que el urogallo se traiciona y
denuncia su presencia con su canto), cuando una fuerte tormenta descargó su furia en el lugar.
Hubo que abandonar el puesto, porque en tales circunstancias el urogallo no canta. La lluvia caía a raudales; el camino forestal en que dejaron el Land Rover quedaba muy lejos, y no había en
varias leguas a la redonda sitio alguno en que guarecerse. A mitad de camino descubrieron un
hórreo abandonado del que ni siquiera "el Adobe" tenía noticia. Propuso el guía cobijarse allí
hasta que escampase. Forzaron la pequeña gatera por donde se vuelca el grano (que estaba
claveteada por fuera) e iban a descolgarse por ella, cuando a la luz de las linternas descubrieron
dentro del hórreo a un hombre agazapado, totalmente desnudo, con barbas y melenas que le
llegaban a la cintura, en tal estado de desnutrición que semejaba un esqueleto viviente, con uñas
en pies y manos que parecían garras y un gesto indescriptible de terror ante los ruidos, las voces
y la luz de la linterna. Ante aquella espantosa visión, prefirieron la lluvia al cobijo; y, tan pronto
como llegaron a tierra de cristianos, pusieron en conocimiento del primer puesto de la Guardia
Civil lo que habían visto. La Benemérita rescató al hombre con la ayuda de "el Adobe", y
denunció el caso al juzgado. El juez, como primera medida, decretó el procesamiento de los
padres del "Pecas" y el internamiento de éste en el manicomio, donde fue ingresado en el
Departamento de Urgencias que dirigía el doctor don José Muescas. Lo trajo la Guardia Civil,
envuelto en una manta, el mismo día en que Alice Gould tuvo su desgraciada entrevista con
Samuel Alvar.
La historia que queda relatada (parte de la cual pudo desentrañarse por lo que "el Adobe"
declaró a la Guardia Civil, y la Guardia Civil al doctor Muescas) fue contada por éste punto por
punto ante sus compañeros en la junta de médicos. Estaban presentes el director, Samuel Alvar;
el ayudante de Dirección, doctor Ruipérez; el jefe de los Servicios Clínicos, César Arellano; el
jefe de la Unidad de Demenciados (o "Jaula de los Leones", según el vocabulario de Alicia),
Alberto Rosellini; el jefe de las Unidades de Recuperación, Salvador Sobrino (a quien se le
llamaba "el Nazi" o "el de las S. S.", a causa de las iniciales de su nombre y apellido), y la
doctora Dolores Bernardos, que era la experta en el manejo de los aparatos para la tomografía
computarizada, la electroencefalografía y el electroshock. Los médicos no psiquiatras (analistas,
anestesistas, etc.) no asistían a la junta de los miércoles.
—¿Cuál es su estado actual? —preguntó César Arellano.
—¡Terrible! —comentó el doctor Muescas—. No sabe hablar; anda a gatas; come con las manos;
huye con pavor si alguien pretende tocarle
y, cuando quiere hacer alguna necesidad, se baja los pantalones y defeca en un rincón.
—¡Es un precioso ejemplo de amor paternal! —comentó con ira la doctora Bernardos—. ¿Qué
edad tiene ahora?
—Treinta años.
—¿Y dices que lo enjaularon a los diez?
—¡A los diez! Arellano intervino:
—¿Está demenciado?
—¡Ahí está el problema! —respondió el doctor Muescas—. Pensé que lo mejor sería destinarle a
la unidad de Alberto Rosellini, pero éste, después de estudiarle, se opone a ello. ¡Y tal vez tenga
razón!
Me opongo —explicó Rosellini— porque no le considero un demente. Si anda a gatas es porque
en el hórreo no cabía de pie; si come |con las manos es porque no sabe manejar los cubiertos: o
nunca le enseñaron, o en veinte años se le olvidó. Si no habla, es porque no lo ha hecho en los
dos últimos tercios de su vida. Pero sus ojos sí hablan: he leído en ellos el miedo, pero también
un paulatino sosiego a medida me escuchaba y un infinito anhelo de protección. En mi unidad,
hombre carecería de esperanzas. Fuera de mi unidad, creo que podría ser recuperable.
—Si te parece, director, me haré cargo de él —propuso el doctor Obrino, jefe de las Unidades de
Recuperación. —¿Qué opinas, César? —preguntó el director, —Opino que ha hecho muy bien
Rosellini en no aceptarle y que hay seguir la propuesta del doctor Sobrino —respondió el
interpela Me gustaría ver a ese hombre. —En cuanto me haga cargo de él, te avisaré. —¡A
quienes sí me gustaría recibir en mi departamento —dijo el de apellido italiano— es a sus padres! ¡A esos monstruos los aceptaría con gusto entre mis huéspedes!
—Perdón, perdón —cortó Samuel Alvar—. Discrepo de cuanto se ha dicho. En la Unidad de
Recuperación, ese hombre se considerará un monstruo comparado con los otros residentes. En
cambio, en la de Demenciados se verá superior a ellos, puesto que su mente no está deteriorada
y le será más fácil salir adelante. ¿Cuáles son tus otros dos casos, Pepe? José Muescas
comentó indignado:
—Nos han "colado" a dos políticos, director, que tienen de locos lo que yo de astronauta.
—Si es cierto lo que dices, no pienso consentirlo.
—¡No debes consentirlo —habló la doctora Bernardos— o al menos
has de hacer hasta lo imposible por conseguir que los separen! ¡Juntos son un peligro! Se
envalentonan el uno al otro: quieren demostrarse mutuamente cuál es más hombre,
¿comprendes? Lo primero que hicieron fue abofetear a una asistenta social, que es
guipuzcoana, porque no les habló en vascuence.
—¿Son de ETA? —preguntó asombrado el director.
—Sí, ¡y que te cuente Pepe lo que ocurrió después!—Contó el doctor José Muescas que, cuando
un enfermero llamado Melitón Deza tomó a uno de ellos por un brazo para acompañarle a hacer
la primera inspección, éste le dio un rodillazo violentísimo en los testículos que lo dejó
agarrotado de dolor. Cuando el enfermero se repuso, lo tumbó de un puñetazo.
—¿Quién a quién? —preguntó severo Samuel Alvar.
—El enfermero al etarra —respondió José Muescas—. Y entonces el supuesto enfermo le dijo
estas palabras sibilinas: "Veo que llevas anillo de casado. Probablemente tendrás hijos.
¡Cuídalos!" Melitón Deza mordiendo cada palabra le respondió: "Puede que algún cobarde se
atreva a vengarse en mis hijos. Pero te juro que ése... ¡no serás tú!"
—Al enterarte de lo ocurrido —le interrumpió secamente el director—, ¿qué medidas tomaste?
—Destinar al enfermero a otra unidad.
—No es bastante. ¡Ábrele expediente!
—¿A Melitón Deza?
—¡Ábrele expediente he dicho! Es intolerable que un enfermero pegue a un paciente y además
lo amenace.
—Quiero recordarte que Melitón Deza es de lo mejor que hay en esta
casa.
—¡Ábrele expediente!
Los médicos se miraron unos a otros, perplejos. La decisión del director no les parecía justa.
Aclaró Samuel Alvar que no eran problemas políticos los que a ellos competía dilucidar, sino los
puramente clínicos. Si les habían metido gato por liebre, pedirían la revisión del proceso. Si
estaban realmente enfermos los aceptaría en el hospital, pero elevando una solicitud urgente
para que uno de ellos fuese trasladado a otro centro psiquiátrico.
Todos los presentes se mostraron conformes con las últimas palabras del director, mas no con la
apertura del expediente al enfermero. Las dudas surgieron cuando se discutió dónde debían ser
destinados, en tanto se les sometía a observación. Dolores Bernardos insistía en que su
arrogancia era peligrosa; su aspecto, provocador y desafiante; y que no debían convivir en el
edificio central con el común de los enfermos, porque serían fuente de continuos conflictos. El
director decidió, con
la aprobación de todos, que mientras hubiese camas libres en la Unidad de Urgencias,
permaneciesen allí bajo la vigilancia del doctor Muescas, pero bajo la jurisdicción clínica de
César Arellano, quien se aventuró a pronosticar que en sólo dos sesiones declararía si estaban
locos o no. A continuación tomó la palabra el doctor Sobrino.
—No todo han de ser conflictos o malas noticias en el hospital —dijo éste con ademán
satisfecho—. Creo que "hemos sacado del pozo" a ¡una enferma que parecía irreversible: la
muchachita Maqueira.
                                               ...