sábado, 19 de mayo de 2018

I EL "SACO”II


                                               ...   
—¡No!
—¡Qué abochornada me siento de estar aquí! ¡Qué vergüenza, Dios, qué vergüenza!
—No pienses más en ello...
—¡De modo que éste es "el Saco" donde echan a los predemenciados! ¡Es la antesala de "la
Casa de las Fieras"!
—No, Alicia, no es así. La mayoría de los que aquí están no padecen enfermedades crónicas,
sino crisis pasajeras. Es el caso de Ignacio Urquieta y de "la Duquesa", y del falso inapetente al
que robaron las yemas de Avila, y del soñador despierto, y de algunos más, a los que no
conoces.
Abrióse entonces la puerta. La enfermera, a quien Alicia calificó de incompetente, la informó de
que por órdenes del médico podía pasar a su nuevo dormitorio. Recorrieron los breves metros de
pasillo que unía un cuarto con otro. ¡Alineados airosamente en el suelo, por orden de tamaños,
estaban su maleta, su maletín, su saco de mano, su bolso y sus objetos de tocador!
—¡Tú lo has conseguido, Montse! ¡Estoy segura de que has sido tú! ¡Que Dios te lo pague!
—¡Yo no he sido más que la mediadora! Las órdenes partieron del director.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Al fin ha regresado Samuel Alvar?
—¿Cómo me preguntas eso, Alicia? ¡Llevamos un buen rato hablando de él! ¿No te he dicho
que fue el director quien sugirió al "Hortelano"...? Alicia no la dejó concluir:
—¡Pensé que te referías al director suplente: a Ruipérez!
—No, hija, no. Me refería al director titular. Es uno de los médicos que te atendió esta mañana.
El otro, el más viejo, es el doctor Sobrino, jefe de esta unidad.
—¿El joven de las barbas? ¿Ese es Alvar?
—El mismo.
—¿Y él es uno de esos pocos que saben la verdad?
—Sí.
—Y ¿quién más lo sabe?
—Ruipérez y yo.
—¿Qué puedo hacer para ver inmediatamente al director?
—No pierdas el sentido de la medida, Alice Gould. ¿Olvidas que anteayer sufriste un gravísimo
accidente, capaz de desequilibrar a una persona normal? ¿Se te ha borrado de la memoria que
te desmayaste? ¿Ya no te acuerdas de que (equivocadamente o no) te han visto darte de
cabezazos contra las paredes? La norma, muy sabia por cierto de nuestro director, es que más
vale prevenir que curar. Y aquí has de pasarte unos cuantos días muy vigilada y observada.
—Escúchame, Montserrat. Ahora ya puedo decírtelo. El director es el único que sabe, desde
antes de ingresar, que yo soy una persona totalmente sana. Que ni estoy ni he estado nunca
enferma del coco. Y conoce la verdadera causa por la que vine aquí. ¡Y tú, muy pronto, también
lo sabrás!
Volvióse bruscamente hacia un gran ramo de flores que la ilusión de las maletas le había
impedido, antes de ahora, apreciar.
—¿Es él quien me las envía?
—No, querida. Soy yo.
—Eres un amor.
Entresacó Alicia una rosa del ramo y la extendió a la Castell.
—Me vas a hacer dos favores: una, darle esta rosa al "Hortelano", diciéndole que es de parte de
una admiradora suya que le aprecia mucho. Otra, preguntarle a Samuel Alvar si ha caído en la
cuenta de quién soy yo. ¡No le digas más! El ya entenderá lo que le quiero decir.
—¡Tienes ideas de bombero! Cumpliré el primer encargo. El segundo, no.
Imitó Alicia cómicamente los morritos de la vieja que no lloraba, pero que lo parecía, y besó con
gran cariño a la asistenta, psicóloga y monitora cuando ésta cayó en la cuenta (y cayó en ese

instante) de lo tarde que era y de la cantidad de cosas que aún le quedaban por hacer.
—Gracias por todo, Montse. Esta se volvió desde la puerta.
—Si se te pasa el efecto del calmante que te han dado y vuelves a encontrarte excitada,
desasosegada o nerviosa, no dejes de decírselo a la enfermera. ¡Prométemelo!
—Prometido.
En efecto, estaba excitada, como lo está un niño ante el regalo de Navidad con el que siempre
ha soñado y que le ayuda a olvidar pasadas amarguras. Deshizo con cuidado el equipaje.
Ordenó su armario
—cosa nada fácil, pues era minúsculo y no cabían en él sus efectos personales— y su
nerviosismo subió de punto al decidir cómo iba a vestirse para dar la gran campanada ante
Ignacio Urquieta. Cuando se hubo peinado, maquillado, vestido y arreglado las manos
—operaciones encadenadas de no poca duración— salió al pasillo. Este era un corredor de
dimensiones normales: no como las gigantescas galerías del edificio central. En uno de sus
extremos estaban los baños y servicios de hombres y. mujeres. En el otro, la puerta de salida
con el cerrojo echado. Supuso —y no se equivocó— que los huecos a uno y otro lado del pasillo
correspondían a los distintos dormitorios, y más tarde comprobó que los dos abiertos —cerca de
la entrada— daban a los salones o cuartos de estar. Su primera visita fue a los lavabos, pues
necesitaba imperiosamente mirarse al espejo, y en su cuarto no lo había. Quedó satisfecha de
su inspección, bien que rozó con la yema de los dedos los bordes laterales de sus ojos junto a
las sienes: "Tienes que vigilarte, Alice Gould. Estas arrugas son nuevas".
Desanduvo el camino dispuesta a hacer una entrada triunfal en el cuarto de estar. Y cumplió su
propósito. El expoliado de las yemas de Avila silbó largamente:
—¡Caray, qué señora! —añadió como culminación de su silbido.
Los otros hombres no dijeron nada, pero leyó en sus ojos la admiración. Y esto la satisfizo.
Ignacio Urquieta no estaba. El muchacho llamado Antonio, al que vio confundir el pomo de una
puerta con el auricular de un teléfono, era el único con la cabeza ida, la mirada difusa y gran
agitación en sus movimientos. Había dos tristes, infinitamente tristes, pavorosamente tristes; y
tres mujeres que leían revistas, de aspecto normal, sin taras físicas, de muy distinta edad. Alicia
tardó en reconocer a la de más años: era "la Duquesa de Pitiminí". Vestía un traje gris oscuro,
peinaba moño, llevaba la cara lavada, sin pintarrajear. De no haber sabido que se encontraba en
tal lugar, jamás la hubiera reconocido. La mujer levantó la mirada de su lectura y sonrió a Alicia.
—Buenas tardes, señora. Sentóse Alicia a su lado.
—Ignoraba que estuviese entre nosotros.
—Ayer —confesó Alicia— me sentí muy mal. Tuve un desmayo.
—Lo siento de veras —comentó la anciana—. Yo estuve muy enferma también días pasados. Es
la arteriosclerosis, ¿sabe? No sé lo que pasó. No me acuerdo de nada. Pero dicen que estuve
muy excitada.
—¡Ahora tiene usted excelente aspecto —la confortó Alicia.
—¡Ah, me encuentro mucho mejor, ya lo creo! Sólo que la medicación es muy fuerte y, a veces,
me tiemblan un poco las manos. La enfermera intervino:
—Alicia, si usted quiere, le puedo enseñar el piso. Aún no lo conoce.
—Con permiso —dijo Alicia a la falsa duquesa.
—¡Vaya, vaya! ¡No se moleste por mí!
Quedó admirada Alicia por su mejoría y salió al pasillo, donde la enfermera la esperaba.
—Era un pretexto para hablar a solas con usted —le dijo—. Ayer cometí un grave error. Estoy
desolada. Le ruego que me disculpe. Calló Alicia, y la buena mujer prosiguió:
—Sabíamos qué había sufrido usted un gran disgusto y que se desmayó a causa de ello. Al verla
tan excitada, pensé que... ¡En fin, el director y don Salvador Sobrino me han echado una buena
reprimenda!
—Pálpeme la cabeza. ¡No tengo golpe alguno! ¡Míreme la frente; no tengo un arañazo!
                                                   ...

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