viernes, 1 de junio de 2018

K LA CAMISA DE FUERZA III

—He visto, doctor, una especie de granja, en que todo el mundo estaba tumbado menos un
anciano.
—Ya sé a lo que se refiere...
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen en esa postura?
—Padecen una locura colectiva.
—¿Locura colectiva?
—Sí. El anciano tiene, o tuvo, porque muchos murieron, unos treinta hijos. Todos los que usted
vio tumbados son hijos, nueras, yernos, nietos y bisnietos suyos y padecen un mismo delirio.
Sonaron en ese instante los característicos pitidos en el avisador mecánico de su bolsillo.
—Lo siento. Me llaman de la unidad. ¡Veremos qué ha pasado con la prófuga! Me hubiera
interesado mucho seguir hablando con usted.
Se despidió de Alicia; fuese a buen paso hacia su pabellón; y ella, "¡' apesadumbrada por la
interrupción, reemprendió el camino hacia el
edificio central. Le había gustado mucho ese médico. Le agradaría hacer amistad con él. ¿Qué
habría querido decir al afirmar que no todos los doctores —ni como médicos ni como hombres—
tenían la calidad de César Arellano? Por segunda vez tuvo la intuición de que una guerra sorda
se desarrollaba en el hospital al margen del mundo de los enfermos.
No había Alicia conseguido fumar su cigarrillo. Pero se abstuvo de pedir fuego a otro que no
fuese un "bata blanca".
Le devolvió la calma y la ayudó a restablecer el control sobre sí misma el abrazo que recibió de
Rómulo, apenas la vio entrar en la "Sala de los Desamparados".
—¿Dónde has estado tanto tiempo?
—Me han dado unas vacaciones.
—No es verdad. Yo vi que te ponías muy malita. Y que te llevaban en brazos. Y me dio mucha
pena.
—Pero ahora ya estoy completamente curada. ¿Te alegra saberlo?
—¡Mucho! ¡Mira, tócame esta oreja! —le dijo mientras él hacía lo propio con Alicia—. ¿Ves?
¡Tengo un guisante debajo de la piel, igual que tú!
Era cierto. Ambos tenían una mínima adiposidad en el pabellón de la oreja, encima del lóbulo.
—Me han dicho, Rómulo, que sabes escribir. ¿Es verdad?
—¡Sí! —respondió con orgullo—, pero lo hago muy despacito.
—Algún día tienes que escribir algo para que yo lo vea.
—¡Te lo voy a escribir ahora! —dijo jovialmente.
Y muy agitado salió corriendo, y a poco regresó con bolígrafo y papel. La lengua entre los
dientes, toda la atención prendida de su labor, escribió con lentitud: "Yo sé quién eres tú..."
Era la segunda vez que le decía esto. ¿Qué querría significar?
Tan abstraída estaba Alicia en su conversación con aquel pobre muchacho, cuya edad había
quedado congelada a los seis años, y en el misterio que aquellas palabras encerraban, que no
vio a Montserrat Castell cruzar toda la galería para llegar hasta ella, ni las señas que la joven le
hacía desde lejos.
—Alicia, el director te llama. Se puso en pie rápidamente.
—¡Al fin! —murmuró la detective apretando los párpados. Con pasos precipitados corrió Alice
Gould, anhelante, hacia "la frontera"; más de pronto la asistenta social la detuvo.
—¿No tendrías tiempo de cambiarte de ropa antes de ser recibida? Estás demasiado bien
vestida, Alicia. Al director puede molestarle verte así. No le gustan las diferencias tan marcadas
entre sus pacientes.
"¡Increíble comentario el de la Castell!", pensó Alicia para su coleto. Lejos de lo que ella decía,
de haber sabido que Samuel Alvar estaba dispuesto a recibirla, se hubiera puesto el traje con el
que llegó al sanatorio y adornado con su broche de oro.
—¡Estoy impaciente por verle!, Montserrat. No quiero hacerle esperar, perdiendo el tiempo en

cambiarme. ¿Puedo pasar un momento por tu despacho? Facilitóle Montserrat Castell peine y cepillo; y Alicia se atusó y ordenó lo mejor que pudo. Consideró Alicia que los espejos, como muchas personas, tienen respuestas distintas para las mismas preguntas, según los casos. Al regresar a su casa de Madrid, después de una corta temporada de playa, advertía con asombro lo tostada que estaba su piel, aunque se hubiera estado viendo a diario reflejada en los espejos de su vivienda veraniega. Ella era la misma... pero el espejo no. Y era éste quien la hablaba, como si dijera: "Estás muy mejorada desde la última vez que te vi." Esta asociación de ideas le venía ahora a Alicia, porque en aquel espejito del despacho de Montserrat Castell se había visto reflejada por última vez cuando aún vestía desaliñada y la llamaban "la Rubia", "la nueva" o "la Almenara". —¡Ya no parezco tan loca! —musitó riendo en voz alta. Montserrat no movió un músculo del rostro, pero Alicia creyó advertir cierta conmiseración en su mirada, como si dijera para sus adentros que sólo por fuera se distinguía de los demás. Muy turbada por ese pensamiento, Alicia penetró en el despacho del director. Visto de cerca, le pareció un hombre aún más joven que cuando lo atisbo en la habitación acolchada, y medio ebria aún por los calmantes. Tras la barba y el bigote negros, y las grandes gafas con montura de pasta del mismo color, se columbraba el rostro de un hombre que apenas sobrepasaba la treintena. Tal vez fuera ésa la razón por la que se dejaba barba: simular más años y dar a su talante una severidad que, de afeitarse, carecería. Sus modos eran suaves y contenidos. Hablaba en voz muy baja. Y no sonreía ni para saludar. Sus zapatos eran viejos y usaba calcetines colorados. No era sólo Alicia quien contemplaba a Samuel Alvar. También el director la contemplaba a ella. No la había visto más que una vez, atada a una cama, sudoroso el rostro y el pelo desordenado sobre la cara. ¿A qué venían esos aires de princesa, ese atuendo de turista de lujo en vacaciones y ese talante de superioridad? Samuel Alvar tragó saliva y señaló fríamente un asiento frente a su escritorio. Apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos de ambas manos, bajo su barbilla, esperando que ella le expusiera los motivos de su insistencia en ser recibida. Pero Alicia no habló. —¿Tiene usted algún problema? —preguntó el médico, sorprendido ante su mutismo—. Expláyese con toda confianza. No tenga miedo. ¡Vamos, anímese! Alicia sonrió con aire de complicidad. —¿Es eso todo lo que tiene que decirme, doctor? Este la miró de hito en hito. Sus dedos comenzaron a tamborilear impacientes. —La he recibido porque usted pidió verme. No la he llamado espontáneamente. Dígame, pues, lo que desea. Volvióse Alicia Gould a un lado y otro de la habitación; comprobó que las puertas estaban cerradas. —¡Estamos solos, doctor! —En efecto, estamos solos —respondió el médico. —Soy Alice Gould. ¡Alice Gould de Almenara! ¿No le dice nada mi nombre? —Sé perfectamente quién es usted —replicó el doctor—. He leído su expediente y conozco su historial. —¿Y no recuerda la carta que me escribió antes de ingresar yo en el sanatorio exigiendo determinadas condiciones para mi ingreso? Los dedos que antes tamborileaban impacientes se distendieron. Su rostro mostró una profunda atención. —Hábleme de esa carta... —dijo en un susurro de voz. Visiblemente excitada, Alicia replicó: —En esa carta usted condicionaba mi ingreso en el sanatorio a que nadie, ni médicos ni enfermos, conociera la verdadera razón de mi estancia aquí, y a que me comportara ante todos como una paciente. Para ello me aconsejaba que leyera un manual titulado Síndromes y moda
lidades de la paranoia, del doctor Arthur Hill, editado en castellano por Editorial Coloma, y que
estudiase todo lo relacionado con la modalidad que yo debía simular. ¡Y así lo hice! Y me
aprendí muy bien lo del "delirio crónico, sistematizado, irrebatible a la argumentación lógica". ¡He
seguido todas sus instrucciones, doctor Alvar! Las ideas delirantes secundarias que he fingido...
—Perdón, señora de Almenara, ¿qué entiende usted por ideas delirantes secundarias?
—Las que derivan de algunos acontecimientos de la vida del enfermo que dejaron una profunda
huella en su ánimo. Yo no sé si estuve torpe al fingir como causa desencadenante de mis delirios
la ingratitud de un caballo... ¿El caballo era bello? Mi marido también. ¿El caballo era ingrato?
¡También lo era mi marido! ¿El primero me coceó? ¡El segundo
intentó envenenarme! Para una persona "constitucionalmente predispuesta" para la enfermedad,
pensé que fingir eso era un buen comienzo para redondear una "fábula delirante", cuyo final era
obligado.
—¿El final era obligado?
—¡Sí! Es como uno de esos certámenes que ponen en el colegio a los alumnos de literatura:
"¡Inventen ustedes una historia cuyo final sea la boda de los protagonistas!"
—¿Y cuál es el final de su "historial delirante"?
—Que mi marido, una vez fracasados sus intentos de envenenarme consiguió con malas artes
"secuestrarme legalmente" en un hospital psiquiátrico.
—¿Y por qué era obligado ese final?
—¡Porque yo necesitaba encerrarme en este centro para realizar la investigación criminal de que
le habló a usted el doctor García del Olmo!
—¿Y qué títulos tiene usted para realizar tal investigación criminal?
—¡Soy detective diplomado! ¿Lo ha olvidado usted?
—Perdón, señora de Almenara... Le ruego que me disculpe. Había olvidado ese extremo
importantísimo. Como en el entretanto he gozado de unas largas vacaciones, he perdido
contacto con los temas que dejé pendientes antes de marcharme. Por ejemplo, tampoco
recuerdo con exactitud la clase de investigación que debía usted realizar aquí en el sanatorio.
Alicia, cada vez más atónita, comentó:
—No entiendo, doctor, a qué clase de examen me está sometiendo. Sólo estoy segura de que
usted sabe todo lo que me pregunta. ¿Cómo puede ignorar que el padre del doctor García del
Olmo fue encontrado muerto hace más de dos años por su propio hijo, cuando éste regresaba de
un congreso de su especialidad que se celebraba en París? Todos los periódicos publicaron
noticias tanto del congreso, en el que García del Olmo presentó varias mociones, como del
crimen, cuya víctima era el padre de una personalidad muy conocida en España y fuera de ella...
¡y amigo personal de usted!
Guardó silencio Alice Gould, esperando que el director del hospital rompiera su inexpresividad de
monje budista en trance de meditación. Este se limitó a decir:
—Prosiga.
—Ignoro si Raimundo García del Olmo le dijo a usted toda la verdad acerca de su caso o silenció
algunos extremos. El más delicado es que la policía llegó a sospechar de mi cliente. Temían que,
conociendo éste los terribles dolores que sufría su padre a causa del cáncer de estómago que
padecía, y a sabiendas de que el mal era irreversible y que le quedaban pocos meses de vida,
hubiera querido ahorrarle más sufrimientos y
le adelantara la muerte por piedad. ¡Esto no fue así, por supuesto! Pero es lo qué la policía llegó
a temer. Doctor, ¿le contó este extremo su amigo García del Olmo?
—Prosiga, señora, prosiga...
—Por entonces, comenzó a recibir las misivas semanales que usted sabe ya. Y me encargó que
investigase de dónde procedían. No tardé en averiguar, por el examen grafológico, que el autor
era un psicótico y que estaba recluido aquí, y que el papel en que escribía sus misivas no
pertenecía al que se facilita a los enfermos, sino al que usan ustedes en las oficinas. En realidad,

se trataba del mismo papel de cartas que usa usted, salvo que habían recortado a tijera la parte alta de la hoja, suprimiendo el membrete con el nombre del sanatorio y la dirección. Lo comprobé al ver la carta que me dirigió usted imponiéndome sus condiciones para ingresar aquí. —Prosiga, señora de Almenara. —No continuaré, doctor —dijo Alice Gould, sin ocultar su enojo—, ni diré una palabra más mientras no me aclare por qué me pregunta cosas que usted sabe tanto o mejor que yo. ¡Tengo la desagradable sensación de que se está usted burlando de mí!. —Nada más lejos de la realidad, señora de Almenara. ¡No acostumbro a burlarme de los pacientes que están sometidos a mi cuidado y a mi responsabilidad! Alicia quedó sin aliento. Fijó largamente los ojos en el médico intentando calcular hasta cuándo duraría la broma. Pero el rostro de Samuel Alvar era impenetrable. —Doctor... —alcanzó a decir, casi sin voz—, ¡yo no soy una paciente suya! ¡Estoy aquí por mi propia voluntad! ¡Soy una detective profesional! —Aclaremos bien esto —añadió el director del manicomio, poniéndose en pie y comenzando a pasear lentamente por el cuarto—. Para una reclusión voluntaria le hubiese bastado una declaración firmada por usted misma indicando su deseo de ser tratada en este establecimiento y un certificado del doctor Ruipérez, que fue quien la recibió, señalando que era usted admitida. ¡No es eso, señora mía, lo que consta en su expediente! En su ingreso se han seguido los trámites de los casos involuntarios: a saber, certificación médica del doctor Donadío, colegiado de Madrid, dejando constancia de la enfermedad, así como de la necesidad de internamiento, y solicitud de su esposo, don Heliodoro Almenara, como pariente más próximo, dirigida directamente a mí, como director médico del establecimiento, para que autorizara su reclusión. —¡Conozco muy bien todo eso, doctor! ¡La solicitud de mi marido fui yo misma quien la redactó y le arranqué la firma sin que él mismo supiese de qué se trataba! ¡Y el informe médico del doctor Donadío está falsificado! —¿Y la firma del subdelegado de Medicina de Madrid, legalizando la del doctor Donadío, está falsificada también? ¿Y la de su marido haciéndose responsable de los gastos que ocasione usted en el hospital, ya que es usted "enferma de pago", y que estampó en las oficinas de este centro el día que la acompañó a recluirse... ¿también está falsificada? —¡Mi marido no me acompañó aquí el día de mi ingreso! ¡Fue mi cliente quien me acompañó: Raimundo García del Olmo, su amigo de usted! La gran sorpresa para mí fue saber que el director no estaba, sino un sustituto suyo... ¡Mi investigación iba a ser mucho más ardua sin su ayuda! —Y... dígame, señora de Almenara... ¿ha conseguido usted averiguar algo sin mi ayuda? —Sí, doctor Alvar. Estoy segura de que el autor de los escritos delatores es hombre y no mujer; tiene entre cincuenta y cincuenta y cinco años; tuvo algún día una posición social, familiar o económica, de cierta brillantez y posee una personalidad fuertemente vengativa. Su inteligencia está más degradada que su memoria. Vive para rumiar sus venganzas: se regodea con ese pensamiento. Es resentido y envidioso. Ya era un malvado antes de enfermar. Posee tendencias agresivas y sádicas. Y no es un inductor, sino el autor directo del crimen. Esto es lo que he averiguado sola, amén de disminuir a poco más de media docena la lista de sospechosos. ¡No es poco, si tenemos en cuenta que el manicomio alberga a más de ochocientos enfermos! Para que esta lista quede reducida a uno solo, preciso su colaboración. Samuel Alvar, que se movía a pasos cortos, las maños en la espalda, por su despacho, al llegar a este punto arqueó las cejas interrogante. —Preciso —continuó Alice Gould— dos datos y un favor. Los datos son éstos: conocer la fecha de ingreso en el hospital de una pequeña lista de residentes (ocho o diez a lo sumo), que yo le daré; conocer asimismo si alguno de ellos, caso de estar ya ingresado, gozó de un permiso, o se le permitió, en suma, salir del hospital, no menos de dos días enteros, entre el 10 y el 12 de marzo de hace dos años.
—Esos datos, señora, pertenecen al secreto de nuestros archivos.
—¡No le pido revolver los archivos de todo el hospital, sino conocer los expedientes de ocho o
diez sospechosos! Si ello supone una pequeña irregularidad administrativa... mayores son las ya
cometidas por nosotros, inducidos por usted.
Las cejas del médico seguían arqueadas.
—Me ha hablado usted de los datos, no del favor.
—El favor es —prosiguió Alice Gould— que me permita usted permanecer en el hospital unos
días más de lo convenido. Las cejas del doctor Alvar se arquearon aún más.
—¿Cuántos días más?
—Unos diez. En caso contrario...
—Me pide usted algo verdaderamente extraño. Pero no quiero interrumpirla. Prosiga. ¿En caso
contrario?
—En caso contrario, me temo que no pueda llegar a una conclusión definitiva. Habré fracasado
en mi investigación por su culpa; confesaré a mi marido dónde estoy y le rogaré que venga a
buscarme.
—¡Vamos a ver, vamos a ver, señora de Almenara! ¿Me está usted diciendo que su marido
ignora dónde se encuentra usted?
—Exactamente, doctor: eso es lo que he dicho.
—Pero... ¿no declaró que se consideraba "legalmente secuestrada" y precisamente por su
marido?
Alice sonrió con cierta conmiseración. El doctor Alvar, con toda su apariencia de hombre frío,
sereno, puntilloso y metódico, parecía haber olvidado los puntos claves de su compromiso. Unas
largas vacaciones son, a veces, necesarias como lavado de cerebro de las personas ocupadas y
con cargos de responsabilidad... ¡pero no hasta el punto de olvidar pactos tan graves y delicados
como los que le ataban a ella!
—Procuraré, doctor, refrescarle la memoria. Cierto que yo me declaro, en nombre de mi cliente,
la única responsable, junto con él, de las "anormalidades legales" que hemos cometido para
justificar mi presencia aquí. Pero usted no puede negar que fue quien me sugirió que lo hiciera.
—Mí querida señora...
—¡Déjeme concluir! Esa declaración que le hice al doctor Ruipérez, en ausencia de usted, de
considerarme "legalmente secuestrada" fue una argucia más para fingir una personalidad falsa.
Mi marido no puede tenerme secuestrada, sencillamente porque ignora dónde estoy. Ya le he
dicho que le hice firmar, como tantas otras veces, multitud de papeles y entre ellos el que
contenía su solicitud de mi internamiento. Y él lo firmó en barbecho... Intuyo, doctor, que quiere
averiguar si le he metido a usted en un compromiso, y le reitero que no. Quienes hemos
cometido algunas irregularidades hemos sido Raimundo y yo. Estoy dispuesta a firmarlo y
rubricarlo.
—Y... ¿cómo puedo yo saber —preguntó el médico, perdiendo por primera vez la compostura—
si cuando dice la verdad es ahora o entonces?
Alice se enfadó:
—¡No sé qué clase de juego es éste, doctor! ¡Repito una y cien veces
que todo lo que yo declaré entonces es pura mentira, para adaptarme a la personalidad psicótica
que usted me aconsejó y poder ingresar en el manicomio para realizar mi investigación criminal,
sin que nadie conociera mi verdadera personalidad, con la sola excepción de usted! ¿Qué nueva
cobardía es ésta?
—Procure usted calmarse, señora. No necesita gritar para que yo la oiga ni he tolerado nunca
que mis pacientes me griten.
—Yo le tengo mucho respeto, doctor Alvar... ¡pero no mayor del que debe usted tenerme y
demostrarme! ¿De quién se está burlando: de su amigo García del Olmo, de mi marido o de mí?
—Está usted seriamente enferma, señora, y sería deplorable que...

La indignación de Alice Gould llegó al colmo. ¿Quién se había creído que era ese pobre mequetrefe, esa piltrafa de ciencia mal aprendida y peor digerida, para desdecirse hoy de lo que dijo ayer, ante ella, Alice Gould, y con el daño irreparable que tal actitud podía suponer para su cliente? Si malo fue que Alice Gould, obnubilada por la indignación, pensara esto... peor fue decirlo perdiendo totalmente la compostura. El director escuchó sin alterarse esta explosión de cólera. Su voz, calmosa y suave, contrastó con la de ella, descompuesta y airada. —En una declaración que hizo usted al doctor Ruipérez el día de su ingreso, le dijo: "Yo soy muy dócil, y haré siempre lo que se me ordene..." Yo le ruego, señora de Almenara, que sea consecuente con tan buenos propósitos y sea dócil. El no serlo no le servirá de nada, y retrasará su curación, puesto que está usted enferma, ¡lo cual no quiere ni mucho menos decir que su mal sea incurable! Necesitamos su colaboración para devolverle la salud, porque la alteración pasajera de su. equilibrio mental... No pudo el director Samuel Alvar proseguir porque una sonora bofetada le cortó la palabra y el aliento. No se inmutó en sus ademanes, aunque una ligera palidez ensombreció su rostro. Este tipo de enfermos arrogantes y soberbios, que se creen nacidos de los cuernos de la Luna, son los más peligrosos y difíciles de tratar. A su condición de locos razonadores sumaba esta mujer la altivez típica de la clase social de la que procedía, acostumbrada a dominar, someter y ser servida. Un símbolo más de la opresión social de la que no se libran ni las cárceles ni los manicomios. Fría y astuta —mientras no se la contradiga— era casi un modelo de las cualidades mentales que debe reunir una envenenadora. Su única duda era dilucidar si el lugar más apropiado para ella era la cárcel o el manicomio. Situóse el director tras su mesa escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho sin interrumpirla. —¿Cómo se atreve, doctor, a cuidar pobres tontos, cuando es usted más tonto que aquellos a quienes trata? ¡No tengo por qué tolerar sus bromas! ¿No tiene usted ojos en la cara, ya que carece de toda ciencia, para saber distinguir á los que viven bajo su mismo techo? ¡Ya me sorprendió la facilidad con que pude engañar a su ayudante al entrar aquí! ¡Ahora no me sorprende nada! ¡Tal ayudante para tal jefe! ¿Se da cuenta, pobre joven sin luces, de que por su culpa García del Olmo puede no sólo dar con sus huesos en la cárcel, sino perder su carrera? ¿Se da cuenta de que...? Quien no se dio cuenta de que dos enfermeros habían penetrado a sus espaldas en el despacho del director fue Alice Gould. No los advirtió hasta que sintió sus poderosas manos sujetándola fuertemente por los brazos. —¡Llévensela! —ordenó el director. Ella enmudeció súbitamente, y no hizo ningún ademán por debatirse. La sacaron en vilo del despacho y cerraron la puerta que daba a las oficinas. Por la otra, apareció Ruipérez. —Está todo grabado —dijo escuetamente—. ¡Qué bien hiciste en tomar esta precaución! —¿Grabaste desde el principio? —Desde el momento mismo en que la invitaste a sentarse. Te confieso que me apena mucho lo ocurrido. Hasta ahora ha sido una paciente excepcional. Nunca había dado motivos de queja. Por primera vez Samuel Alvar se alteró. Apretó las mandíbulas y los labios le temblaron. —¿No ha dado motivos de queja dices? ¡Creo recordar que ha matado a un hombre y ha abofeteado al director de su hospital! ¿Te parece poco? ¡Nadie, hasta ahora, le había llevado la contraria! Vivía feliz con sus delirios sin que nadie la contradijese ni la desdijese. El miércoles de la próxima semana, antes de la junta de médicos, quiero que escuchemos juntos la grabación de hoy y que la comparemos con la de la charla que tuvo contigo el día de su ingreso. Creo que deberíamos modificar algún punto del diagnóstico. —¿Cuál es tu idea? —Me la reservo hasta después de haber oído las cintas.
—¿Quieres que esa tarde asista alguien más a la audición?
—Sí. Díselo a César Arellano, que es quien la conoce mejor.
Iban a separarse cuando el director detuvo a Ruipérez. Su voz sonaba de nuevo impersonal y
lejana:
Escucha, Teodoro. Nadie debe enterarse de que esa bruja me ha abofeteado. Cuento con tu
amistad y tu discreción. Con "batas blancas" o sin ellas, el hospital está Heno de hijos de puta
que lo pasarían en grande si se enterasen.
—Descuida, Samuel. Nadie lo sabrá por mí.
Unos nudillos imperiosos golpearon la hoja de la puerta. Sin esperar a que la autorizasen a
entrar, penetró en el despacho Montserrat Castell, con una hoja escrita en la mano. Tenía
lágrimas en sus ojos, y se la veía debatirse entre su acostumbrada compostura y la cólera.
—Samuel, ¿tú has ordenado que impongan a Alice Gould la camisa de fuerza?
—No...
—Entonces fírmame este papel que dice: "No está autorizada la camisa de fuerza para la señora
de Almenara".
—Depende de lo que haya hecho, además de lo que ya hizo. ¿Qué ha sucedido?
—¿Ni siquiera a mí vas a concederme lo que te pido? Samuel Alvar comentó mientras firmaba:
—Si de ti dependiera, convertirías este hospital en un crucero de placer para ancianos y niños en
vacaciones.
—¡No lo dudes! —respondió Montserrat con energía. Y tomando el papel entre sus manos, salió
corriendo, y cerró con violencia la puerta del despacho de su jefe.

K LA CAMISA DE FUERZA II

De una de ellas salió Cosme, "el Hortelano", quien quedó muy sorprendido de ver a Alicia por aquellas latitudes. —¡Bienvenida a nuestro barrio, Almenara! —¡Que Dios te bendiga, "Hortelano"! ¡Gracias por lo que has hecho por mí! La tomó "el Hortelano" de un brazo y se alejaron donde no pudieran ser oídos. Contóle Cosme que creyó a pie juntillas lo que ella le había contado del ataque del "Gnomo", porque él ("con estus los mis ojus que comerán la tierra") había visto cómo, en otras ocasiones, atacaba a otras mujeres, entre otras a "la Niña Oscilante", a la que quiso violar. Al oír esto llevóse Alicia las manos al rostro, horrorizada. —Llegué a tiempu pa impedirlo; le di una güeña somanta de palus y le juré, que si lo golbía a jacer, le partiría la su joroba en dos. El qui haya sío usté o yo mesmo el que se l'ha partió no cambia la cosa. De modu y manera que declaré lo que no vi, mesmamente que si lo hubiera visto. Alice Gould quiso confrontar por ella misma lo que ya le había contado Montserrat Castell. —Dígame, Cosme. Cuando hay un muerto por accidente, ¿no interviene el juzgado? —Sí, interviene, sí. Pero yo les dije lo que todo el mundo sabe. Qui acostumbraba a correr comu liebre fogueada y qu'aquel día tropezó, diose con un peñascu y se partió la su joroba. Usté, Almenara, no piense más en ello. ¡Y cuide su salud! Y hasta más ver, que hoy tengo cita con las zanahorias y no está bien que me quede de palique con usté mientras ellas me esperan. Fuese "el Hortelano" y prosiguió Alicia su camino entre las viviendas. Una cincuentona de buenas carnes barría el polvo a la entrada de su pabellón y, al verla avanzar, dejó de mover la escoba y la saludó con gran simpatía. —Buenos días, señora Alicia. —Buenos días, ¿cómo sabe usted cómo me llamo? —La vi un día en misa y otro en el bar. Pregunté que quién era usted, y me dijeron su nombre. —¿Y usted cómo se llama? —Teresiña Carballeira, para servirla. Pero me llaman "la Bordadora". Tiene usted que venir un día por el taller. Ya verá qué cosas más lindas hacemos. —¡Ya lo creo que iré! ¿Y qué bordan ustedes? —¡Uf! Mil cosas: al canutillo, al tambor, de realce, y también de imaginería. Y nos pagan muy bien. —Pues no dude que iré" a visitarla al taller. ¡Hasta luego, Teresiña! —¡Hasta más ver, señora Alicia! Siguió caminando sin poder quitarse de la cabeza que esta Teresiña fue la que mató a hachazos a su madre confundiéndola con una serpiente. Y mandó al otro mundo a dos servidores del manicomio el mismo día que ingresó. ¡Los médicos consiguieron sacarla a pulso del pozo en que se encontraba! ¡Arreglaron la oscura maquinaria de su juicio perturbado! ¡Acertaron con la avería, como los expertos de un taller en un coche que no anda, y consiguen ponerlo en marcha! El habilísimo mecánico que manipuló en su interioridad, y a quien debía la salud, era el doctor Arellano. Mas a quien debía poder vivir en la actualidad como una buena ama de casa, y no en uña celda, y trabajar en un taller de artesanía y ganar un salario digno era a Samuel Alvar. Estaba deseando conocer a fondo al director. Lo necesitaba profesionalmente, pero también le interesaba desde una perspectiva puramente humana. Adentróse entre los paseantes que deambulaban en torno al bar y a los jardines. ¡Cuánta gente le era aún desconocida! ¡Sería milagroso que el esquizofrénico de las mil cartas fuese el hombre que buscaba! ¿No sería demasiada casualidad que "el Albaricoque" y el autor de las misivas a
García del Olmo fueran la misma persona y que la solución de la incógnita quedara así resuelta
por puro azar?
Extrajo un cigarrillo y se acercó a un "autista" o solitario a pedirle fuego.
—¡Déjeme en paz! —respondió éste con violencia inusitada. Tardó Alice Gould en reaccionar. El
hombre, encendido en cólera, tiró al suelo su cigarro.
—¡Atrévase a tocarlo —dijo— y le arranco la lengua!
Alejóse Alicia con más celeridad de la acostumbrada y se llevó un gran sobresalto al sentirse
brutalmente agarrada por la muñeca. Mas no era el encorajinado solitario, como ella pensó, sino
una mujer de extremada corpulencia quien la sostenía con fuerza. Vestía una bata azul y
zapatillas negras. Sus dedos eran de hierro. Más que asirla, la
atenazaban. Nada decía la mujer. Nada hacía tampoco, si no era mirarla. ¡Ah, qué pavoroso
vacío el de aquellos ojos! Carecían totalmente de expresión. Eran ojos mudos. Detrás de ellos
estaba la Nada. Alicia tuvo miedo. El rostro de aquella mole humana era monstruoso, cetrino y
feroz. Un bozo lacio y negro se unía en el labio superior a los pelos que le colgaban de la nariz.
También le salían pelos de las orejas; sus cejas estaban unidas, y un vello oscuro y
desigualmente distribuido le cubría las anchas mejillas. Alicia se propuso no utilizar el judo, salvo
en caso de ser atacada. Y aun así, de poco le serviría su habilidad, pues aquella mujer duplicaba
su peso. La situación era grotesca al par que peligrosa. No sabía Alicia qué hacer. Si hablaba, si
se movía, si intentaba desasirse, tal vez moviera el resorte que aquel oscuro entendimiento
necesitaba para atacarla a dentelladas. Un "bata blanca" corrió presuroso hacia ellas.
—Manténgase serena, no hable, no pretenda huir —le dijo a Alicia. Y variando el tono ordenó a
la forzada:
—¡Suéltala!
Esta, lejos de obedecer, arrugó el labio superior uniéndolo a la nariz, enseñó los dientes y emitió
un rugido sordo que paralizó el corazón de Alicia. Tres "batas blancas" se acercaron
cautelosamente.
—¡Suéltala!
Nuevo rugido amenazador, esta vez más prolongado. Uno de los cuidadores, que estaba tras la
fiera, la enlazó vigorosamente por el cuello con todo el antebrazo.
—¡Suelta tu garra o te estrangulo!
Aplacóse la presión de su mano, más no el rugido.
—Ahora extiende tus pezuñas.
La hembra rugiente extendió los brazos.
Con habilidad y rapidez suma, le enchufaron una suerte de lona, de inmensas mangas. Fue la
primera vez que vio una camisa de fuerza. (Aquel mismo día vería una segunda).
La condujeron hacia su jaula. Al verla avanzar, a grandes y torpes zancadas, arrastrada por sus
captores, Alicia recordó a los esclavos antiguos, apresados en las guerras púnicas y uncidos al
carro triunfal de un cesar romano victorioso.
—¡Hala, a dispersarse! —ordenó el primero de los "batas blancas" al grupo de curiosos que se
había apelotonado para presenciar la captura de "la Mujer Gorila", como supo después que la
denominaban—. Y usted —le dijo a Alicia— venga conmigo.
—No sé si podré sostenerme sobre las piernas —respondió ésta—. Estoy aterrada. Preferiría
sentarme.
No lejos de allí había un grueso castaño con un banco circular en torno a él. El "bata blanca"
condujo a Alicia del brazo.
—Tómese esta pastilla y siéntese aquí conmigo.
—Prefiero no drogarme. ¿Es usted enfermero?
—No. Soy médico. Usted es visitante, ¿no?
—Soy residente; pero por poco tiempo ya.
—¿Es usted residente? ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¿Ha pasado mucho susto?

—¡Mucho, doctor!
—¿Está segura de que no quiere una pastilla?
—Creo que no voy a necesitarla, ¡salvo que vuelva esa mujer a acercarse por aquí! ¿Quién es?
¿Qué tiene? ¿Es oligofrénica?
—No. Es una demente.
—Pero ¿no significa lo mismo?
—En absoluto. El oligofrénico padece una insuficiencia en el desarrollo de la inteligencia,
mientras que el demente sufre un debilitamiento psíquico profundo, global y progresivo. Esta que
acaba usted de conocer está en su estado terminal, absolutamente deteriorada. Se nos había
escapado. Aún no sabemos cómo.
—¿Usted cree que me quiso atacar?
—Es poco probable. Sólo ataca cuando tiene miedo. ¡Hizo usted muy bien en mantenerse en
absoluta inmovilidad! De lo contrario la hubiera usted asustado. Ella no sabía si lo que tenía
agarrado era un ser humano o una sartén, o una planta o un animal.
Quedó Alicia empavorecida al oír esto.
—¿Es posible, doctor? ¿Hasta ese punto llega su obnubilación? ¡Es terrible saber que estas
cosas sean así!
—A los veintiún años —comentó el doctor— tuvo su primer brote. Antes de eso trabajaba de
pianista en un cabaret. He visto fotografías suyas de entonces. ¡Era preciosa!
Guardó Alicia silencio. ¡Que aquella evolución fuera posible la asustaba aún más que el haber
estado apresada entre sus garras!
—Me sorprende, doctor, no haberle conocido antes.
—Soy jefe de la Unidad de Demenciados. Y salgo poco de mi unidad.
—¿La Unidad de Demenciados es lo que llaman "la Jaula de los Leones"? El "bata blanca"
pareció enfadarse.
—Quien haya inventado esa denominación es un infame. Los que residen en mi unidad son
seres humanos enfermos: los más profundamente enfermos del hospital. Los más dignos de
lástima. Los más necesitados de ayuda y protección.
—Me gusta mucho oírle hablar así, doctor, y lamento haber usado esa expresión. Leyó Alicia el
nombre del médico bordado en su bata: J. Rosellini.
—¿Es usted italiano?
—Nieto de italianos. ¿Se encuentra ya mejor?
—Sí. Creo que sí.
El físico del doctor Rosellini era —al parecer de Alicia— demasiado perfecto. Su perfil era casi
femenino. Su peinado, un tanto antiguo: sólido por la gomina a lo Carlos Gardel o Rodolfo
Valentino. Se le antojó a Alicia (que era gran examinadora de menudencias) que su excesiva
seriedad era forzada. ¿Cómo expresar con claridad su pensamiento? Se diría que el doctor
Rosellini tenía complejo de guapo, y lamentaba que su rostro fuese más el de un niño bonito que
no el de un científico. No lo vio sonreír ni una vez.
—Pensé que estaba usted aquí de visita y sigo sorprendido de que sea usted una paciente.
¿Quién la atiende? ,
—El doctor Arellano.
—No hay en el hospital mejor médico ni mejor hombre que él. ¡No todos son iguales!
—Celebro oírselo decir, doctor Rosellini. Yo aprecio mucho a don César. Y le considero un gran
clínico.
—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó el médico después de comprobar discretamente
que llevaba anillo de casada.
—Alicia Gould de Almenara.
Leyó Alicia en los ojos del médico el deseo de preguntarle algo (a qué tratamiento estaba
sometida, de qué mal estaba diagnosticada o cosa semejante), mas ella se anticipó.

K LA CAMISA DE FUERZA


A PRIMERAS HORAS DEL DÍA SIGUIENTE, y a los dos meses dé su ingreso en el hospital, Alicia fue puesta en libertad: quiérese decir que abandonó el enclaustramiento forzoso en la Unidad de Recuperación, en la que mejoraban lentamente el "tristísimo superviviente", Antonio el Sudamericano y la falsa duquesa. Al "Aquijotado" no logró verlo más: su encierro se prolongaba: su crisis no remitía. Suplicó Montserrat Castell a la elegante señora de Almenara que no se vistiese con ropas de tanta calidad para convivir a diario con el común de los residentes del edificio central, con lo que decidió comprarse otra más adecuada en la primera ocasión en que le dieran permiso para salir. El regreso del doctor Alvar no sólo era imprescindible para el progreso de su investigación sino que mejoraría considerablemente su status personal. Era seguro que, a partir de ahora, la dejarían moverse con libertad por dentro y fuera del hospital. A pesar de la recomendación de Montse, y como no tenía más ropa que la suya propia (y le repugnaba ir vestida desaliñada) se vistió uno de sus trajes sastres —tal vez excesivamente sofisticado para el lugar...—. ¡Pero no tenía otros! —¡Qué conjunto tan mono! —le dijo la institutriz al despedirla. Como tenía perdido el conocimiento cuando la trasladaron a la unidad, y las ventanas de los cuartos eran inaccesibles para acodarse en ellas, Alicia no supo, ni se preocupó en saber, en qué parte de la propiedad estaba enclavada la residencia. Al salir, ahora, por vez primera sorprendióse de lo lejos que estaba de la mole del edificio central y aun de las dependencias aisladas del bar, la capilla y las llamadas casitas familiares. Las "familias" que en ellas vivían— familias de hombres en una acera y de mujeres en la otra— estaban compuestas por gentes muy recuperadas, que llevaban años sin haber padecido una crisis y que si no se las devolvía a sus hogares era sencillamente por carecer de hogar y no tener parientes próximos o lejanos que quisiesen hacerse cargo de "la loca" o del "loco", aunque estuviesen harto más equilibrados que muchos que andan sueltos por las calles o que rigen desde el gobierno los destinos de las naciones. Aunque su propósito era dirigirse en línea recta al edificio central, tuvo que dar un pequeño rodeo porque se topó en el camino con una pareja tumbada en el suelo, que practicaba con singular entusiasmo el noble ejercicio de la procreación. Consideró que la primera norma del lugar en que se hallaba, y que merecía estar escrita en letras de bronce junto a la verja de entrada, debería ser ésta: "Prohibido asombrarse de cuanto se observe más allá de estas murallas". A pesar de haberse hecho este propósito ¿cómo no sorprenderse de lo qué vio, no lejos de ahí, en una especie de aprisco adosado a una granja? Subido a lo alto de una peña había un hombre ancianísimo de colosal estatura y larguísimas barbas que la brisa mecía. Tales barbas era lo único en su cuerpo que tenía movimiento. Por lo demás, y si no estuviese de pie, se diría estar muerto. En torno suyo, cerca de un centenar de hombres y mujeres yacían en el suelo, tumbados boca abajo, los brazos extendidos hacia el frente, como si lo adoraran. No entendió qué significaba este rito y se dispuso preguntarlo al primer "bata blanca" que encontrase. Prosiguió su camino hacia las viviendas familiares. Al llegar le llamó la atención contemplar los parterres, y las flores, y los arbolitos armoniosamente situados frente a las casas por iniciativa de los mismos enfermos; y le satisfizo mucho la pacífica actividad que en su interior se desarrollaba y que bien podía advertirse, pues casi todas las ventanas estaban abiertas. Unos barrían, otros fregaban platos, o hacían las camas, o tendían ropa a secar. Realmente las iniciativas del joven barbudo director representaban un colosal avance en el sistema hospitalario, respecto a las antiguamente llamadas casas de locos. Asomado a una ventana, Norberto Machimbarrena, el triple homicida, mecánico de la Armada, a quien se había dejado de considerar peligroso, la saludó con gran cortesía. A Alicia le interesaba mucho este hombre ya viejo, aunque fuertote y sano, porque era un paranoico, que era el mal que Alicia fingía sufrir. Si no le habían devuelto la libertad era por creerse espía de la Marina de Guerra, lo que indicaba que no estaba totalmente
curado. "¿Y si fuese verdad lo que él dice —pensó Alicia para sí—, del mismo modo que yo creo ser detective y lo soy en realidad?" Un "bata blanca" salió de una vivienda, cruzóse con Alicia y penetró en otra. Por lo que le oyó decir, dedujo que estaba inspeccionando la limpieza de cada residencia.

J UNA CARTA DE AMOR III

—He estado ausente desde el pasado sábado. Acabo de enterarme de lo ocurrido. Ninguna otra persona lo sabe más que el director, Ruipérez, la Castell y yo. Pero quiero oírselo a usted misma. ¿Cómo fue? —Doctor... —preguntó Alice Gould con voz apenas perceptible—, ¿viene usted a verme como fiscal, como médico o como amigo? —Tiene usted la virtud de saber hacer preguntas incontestables. —¡La última persona del mundo que quería que se enterase es usted! —protestó Alicia—. Y ya le han ido con el soplo. ¿Es que acaso lo van divulgando a los cuatro vientos? —No, Alicia. Del mismo modo que considero una ligereza por parte "de ellos" el haber mentido a la autoridad judicial, no considero lo mismo el hecho de decirme a mí, que soy su médico directo, la verdad. No se le escapó a Alicia el matiz de referirse al director y a su ayudante como "ellos", cual si formaran parte de un equipo médico distinto. ¿Habría alguna enemistad entre César Arellano y Samuel Alvar? Trajo Conrada la silla; sentóse en ella el doctor, y Alicia al borde de la cama. Arellano se esforzó en mostrarse amable. Debió de recordar, sin duda, los consejos que los tratados de psiquiatría dan a los médicos de esta especialidad respecto a la "transferencia"—lo que los angloparlantes llaman transfer—, de muy difícil traducción, pero que alude al arte tan necesario del médico para saber captar la atención, la confianza y la simpatía del loco. Esta, al menos, fue la aventurada interpretación de Alice Gould a sus palabras: —Está usted muy bella, Alicia. Y celebro que, al fin, le hayan permitido tener consigo sus pertenencias. Alice Gould no musitó. —¿Cómo ocurrió esa desgracia? —Tal como la ha relatado "el Hortelano", que fue el único que la presenció. Endurecióse el rostro del médico. —Si usted no ha salido de aquí, y a los pocos que saben la verdad se les ha prohibido que hablen de este tema con usted, ¿cómo sabe lo que declaró "el Hortelano"? —No se preocupa usted, doctor, de cómo pudo suicidarse un paciente desde este mismo piso, ¿y le preocupa o le sorprende que yo tenga amigos que puedan" tranquilizarme y sosegarme en un asunto tan trascendental? Hay gentes en este infierno que me aprecian, que saben que yo no pude atentar voluntariamente (¡ni tan siquiera por negligencia!) contra la vida de un hombre; que entienden la conmoción que esta desgracia ha supuesto en mi sensibilidad; y que me han hecho el regalo de consolarme al darme un poco de información de lo que ocurría detrás de estas paredes. .¿Le parece a usted mal que me hayan prestado ese poco de caridad? —No, Alicia. No me parece mal. Y por el aprecio y la estimación que le profeso, agradezco a ese ser incógnito el bien que le ha hecho. ¡No me hable usted con esa acritud, Alicia! No me la merezco. Acabo de enterarme ahora de lo que ocurrió y lo primero que he hecho ha sido venir a verla, con el deseo de comprobar por mis propios ojos que la depresión de los primeros días, de la que me han hablado, ha sido vencida ya por su coraje y su equilibrio. —Sí, doctor. Ya le he dicho que me encuentro mucho mejor. Los primeros días pedí a Dios que me concediese "una fobia" de esas milagrosas que da a algunos privilegiados para que olviden
sus verdaderos traumas. Y ahora le pido lo contrario. Hay que aceptar la realidad tal cual es. Y
yo no fui responsable. Actué en legítima defensa contra un bicho innoble y brutal.
—¡Así me gusta verla, Alicia! ¡Animosa y dispuesta a vencer al mundo!
—Pues así me ve usted, doctor.
—Observo además con gran satisfacción que esos traumas no afectan para nada a su belleza.
—Ya me lo dijo usted antes.
—Pero simuló no haberlo oído.
—Pensé y sigo pensando que sus palabras se debían a una deformación profesional. El deseo
de eso que ustedes llaman "transferencia": ¡el éxito del gran clínico con el enfermo mental que le
ha tocado en turno!
—No es ése nuestro caso, Alicia —respondió secamente Arellano.
Sonó de súbito el pitido característico, la señal de llamada en el aparato que los médicos llevan
en el bolsillo de la bata, y Alicia fue incapaz de reprimir un gesto de decepción. Asomóse el
doctor a la puerta:
—Conrada —dijo—, pregunte usted por teléfono si la llamada es urgente. Caso de serlo, me
avisa. De no serlo, no es necesario que nos interrumpa,
—Gracias por quedarse, doctor. El caso es que tengo tres cosas para usted. Sólo tres. Pero
importantes. Muy importantes. ¡Importantísimas! Y quisiera decírselas por orden.
Entró Conrada.
—Es urgente, doctor. ¡Otro suicidio!
El médico, a grandes zancadas, salió sin despedirse.
—¡Lo milagroso es que no haya más! —comentó con ira al cerrar la puerta.
No tuvo tiempo Alicia de analizar el verdadero sentido de estas palabras, pues apenas salido el
médico se entreabrió la puerta y asomó la cabeza de Ignacio.
—¿Puedo pasar?
—Tengo silla vacante. Pasa y siéntate.
—Pareces triste.
—Sí, lo estoy.
—Y yo aburrido. Hay un pequeño drama aquí dentro: ¡"la Duquesa" mejora por minutos! Y eso
es terrible... Me acaba de explicar toda su genealogía. Ella no es Pérez a secas, me ha dicho. Es
Pérez de Guzmán. Y hemos trepado por su árbol genealógico durante dos horas hasta llegar al
siglo XV. Comprenderás que después de este esfuerzo esté agotado. Dime: ¿por qué estás
triste?
—Decepcionada, sería más justo decir. Tenía cosas muy importantes que hablar con el médico y
nos han interrumpido.
—¡Ten cuidado con los médicos! El 85 % de las enfermas tienen la tendencia a enamorarse de
ellos. Y algunos se aprovechan de esa circunstancia. ¡Y hacen bien!
—Ni yo soy una enferma ni me gusta oírte hablar así, "señor Urquieta". ¡No te va!
—¿Por qué?
—No sé cómo explicártelo. Es cómo si con un traje azul te pusieses una corbata de color café
con leche. Tu personalidad es otra.
—Yo no tengo personalidad alguna, Alicia. La tuve y la perdí. ¡Se la tragó el subconsciente!
—Vas a acabar enfadándome, Ignacio. ¡Tú tienes una gran personalidad! Si yo fuera médico...
—Sigue: ¿qué ibas a decir?
—¡Te curaría!
—Pues te suplico por caridad que empieces ahora mismo el tratamiento. ¡Sólo por darte gusto
sería capaz de dejarme curar! Unos golpes ya conocidos sonaron en la puerta.
—¡Entre, doctor!
—¿Cómo sabes que es el doctor? César Arellano entreabrió la puerta.
—Hicieron mal en avisarme. Ruipérez ya se había hecho cargo del caso. Era un enfermo que

acababa de ingresar: un neurótico. No hubo tiempo siquiera para medicarle. ¡Lástima! —Guardó
silencio antes de proseguir—: ¿Cómo se encuentra usted, Ignacio?
—¡Como un rey! La radio ha anunciado tiempo soleado y seco. ¿Qué más quiero? ¡Bueno... los
dejo! ¡No conviene interrumpir la "transferencia" entre médico y paciente! Que descanses, Alicia.
Hasta mañana, doctor.—
—Me decía usted antes —recordó César Arellano— que tenía tres cosas muy importantes para
mí. Empecemos por la primera. La escucho.
—Quería darle las gracias por haber seguido mi consejo.
—¿Qué consejo?
—Cambiar sus horripilantes lentes de pinza, con los que parecía una caricatura de Fresno de los
años veinte, por esas excelentes gafas bifocales, que tienen una montura preciosa, que
dignifican su rostro y que le hacen parecer hasta guapo.
—Seriamente, Alicia. ¿Esta es la primera de las cosas importantísimas que tenía que decirme?
¿Cómo serán las demás?
—¡No se envanezca, don César! Las tres cosas que quiero decirle van en orden inverso a su
importancia: de menor a mayor. La segunda va a sorprenderle. He recibido esta carta —añadió,
tendiéndosela— y quisiera saber de quién es y qué significa.
El doctor la ojeó, sin poder reprimir una sonrisa.
—Esta es una carta de amor... ¿Le halaga? Alicia replicó:
—De haber sabido que iba a ser galanteada por carta, me hubiera gustado escoger a mi galán.
¡Su estilo es tan poco romántico! Pero ¿habla usted en serio? ¿Es una carta de amor?
—No, Alicia, no hablaba en serio. Y además no está dirigida a usted, sino a mí. Su autor es...
pero, ¿para qué hablar de él?; se lo voy a presentar.
César Arellano se puso en pie y llamó a Conrada Segunda.
—Procure usted —le dijo— que me busquen a Pepito Méndez, uno al que llaman "el
Albaricoque", y le digan que suba aquí a verme.
—Ahora mismo, doctor.
Repasó de nuevo Alicia la extraña letra. Cada vez que pensaba más en ello, consideraba que se
parecía como una gota de agua a otra a la de las misivas que recibió Raimundo García del
Olmo. Lo que no imaginaba era la prontitud y la eficacia del doctor Arellano en satisfacer su
curiosidad.
—¿Qué enfermedad padece?
—Esquizofrenia hebefrénica y, afortunadamente, dependencia patológica del hospital.
—¡Bravo por la claridad! ¿Qué quiere decir ese insigne galimatías?
—Mi insigne galimatías significa que su mentalidad, sus actos y sus efectos son tan estrafalarios,
incoherentes y absurdos como su escritura.
—Y ¿por qué dijo que "afortunadamente" padece hospitalismo? ¿Qué significa eso?
—Quiere decir que sólo se encuentra a gusto en el hospital. El desea fervientemente ir a ver a
una tía suya, que es la única familia que le queda, y cada vez que se lo permitimos, vomita. ¡Al
"Hortelano" le pasaba lo mismo: enfermaba al acercarse a su casa y se ponía automáticamente
bueno al regresar aquí! Eso es lo que llamamos "fobia de alejamiento" o "dependencia neurótica
de un centro hospitalario". Pero este mozo, al que va usted a conocer en seguida, es tan
incongruente que no sueña con otra cosa que ir a su casa y, apenas la pisa, son tales sus
vómitos y accesos de fiebre que pide a gritos que le traigan aquí, donde se dedica a hacer
méritos para que, como premio a su buena conducta, le permitamos ir a visitar a su tía. Y así
sucesivamente.
—¿Y cuáles son los méritos que hace?
—Escribirme centenares de cartas y depositarlas bajo todas las puertas por las que pasa: porque
yo soy su Dios y estoy en todas partes. El fue maestro de escuela...
—¡Pobres alumnos! —interrumpió Alice Gould.

—Fue maestro de escuela —prosiguió el doctor— y sabe que los alumnos que hacen bien sus ejercicios o sus deberes son merecedores de premio. Estas cartas, en realidad, son "pruebas de exámenes voluntarios" que él hace para que yo lo premie dejándole ir a ver a su tía. —Es asombroso... —No haga usted demasiado caso a esta interpretación que doy a sus cartas relacionándolas con su antiguo oficio, porque en realidad, los
Dos muestras de la interesante sintaxis y caligrafía del "Albaricoque".
Nota: Estos textos son auténticos. Corresponden a un esquizofrénico de la modalidad
hebefrénica y fueron recogidos por el autor de este libro en el hospital psiquiátrico en que se
recluyó para documentarse.

médicos no conocemos el proceso mental del esquizofrénico, que es siempre disparatado,
simbólico e incomprensible.
—Doctor —preguntó Alicia con aire de preocupación—, ¿querrá ese hombre, "el Albaricoque",
explayarse ante usted delante de mí?
—A usted no la verá...
—¿No me verá?
—No. Su atención estará tan prendida en mí, que no la verá.
La puerta se abrió violentamente. Entró un hombre muy rubio, redondito y sonrosado. ¡Quien le
puso el apodo frutícola no carecía de ingenio! Su físico carecía de malformaciones, pero sus

ademanes y gestos eran tan extremosos como los del "Astrólogo". La mirada que dirigió al
médico traslucía veneración, adoración y una infinita gratitud por el honor de ser llamado.
—¡Doctor, doctor! ¿Qué quiere?
—He recibido una carta tuya muy interesante.
—Doctor, doctor, usted es Dios y también el monte Kilimanjaro, de África Occidental. Y yo le
quiero mucho, doctor, porque también es mi madre. Y cinco por cinco, quince. Y tres por dos,
dieciocho.
—¿Para qué me has escrito?
—Para que me deje ir a ver a mi tía. Se va a morir sin que yo la vea. Se ha muerto ya, y todavía
no la he visto, doctor. Y el Pisuerga pasa por Salamanca. Y nunca me han castigado a un rincón.
Moctezuma, multiplicado por Cortés, igual a Méjico, doctor. Arreato zipitapo. Arreato zipiton.
—Y ¿por qué quieres ir a ver a tu tía?
—Porque la odio mucho, doctor. Y porque es hermana de una sobrina que yo tengo, doctor. Y
porque está ya muy joven, doctor. Y porque también es el Kilimanjaro, que pasa por Valladolid. Y
porque la quiero mucho, doctor. Y porque Dios es un triángulo.
—Esta vez no puedo darte permiso.
—Por favor, doctor. Que mi tía libra los jueves. Y la víbora enciende las nubes. Y yo soy muy
bueno. Y Pétchora, Omega, Niemen, Volga, Vístula y Ural. Y las fauces del conejo patinan las
portadas de los geranios, doctor. ¡Déjeme ir a ver a la abuela, doctor, que yo soy muy bueno!
—De acuerdo. Te dejaré ir.
—¡Viva la huelga de hormigas nadadoras, doctor! Fu, fu, fu. Teodorico, Teudiselo y Wamba.
—¿Estás ya contento?
—Sí, doctor.
—Pues ¡hala! ya puedes marcharte.
Se fue moviendo mucho el trasero y braceando. El médico preguntó;
—¿Qué le ha parecido el autor de las cartas que usted recibe?
—Me ha dado mucha pena conocerle. Mucha. ¿Es homosexual?
—Es amanerado, como su escritura, pero no es pederasta. Carece de huellas de perforación
anal.
—¡No le había pedido tantos detalles, doctor! Azoróse éste y varió de tema.
—Me dijo usted que eran tres las cosas de las que quería hablarme. Le he complacido en las
dos primeras, Alicia. ¿Cuál es la tercera?
Se frotó las manos nerviosamente. La súplica contenida en su mirada rebosaba ansiedad.
—La tercera es tan importante, doctor, que enfermaría si me la denegara. ¡Necesito, con
urgencia, ser recibida por el director! ¡No acabo de comprender cómo no ha sido él quien tomase
la iniciativa de llamarme! ¡Encarezco a su mediación, doctor Arellano, que don Samuel Alvar me
reciba mañana!

J UNA CARTA DE AMOR II

Los días pasaban sin que acertara —a pesar de sus múltiples avisos— a comunicarse con el director; sin que Samuel Alvar la llamase —lo que la tenía absorta y confundida—; sin que el doctor César Arellano —al que creía su amigo— la atendiese; sin que Raimundo García del Olmo, su cliente, le enviase la menor comunicación, ni la visitase; sin que ninguna novedad, en fin, viniese a turbar la monotonía de ver cómo los psicofármacos aplacaban paulatinamente la turbulenta agitación del "comunicante con su padre"; elevaban la moral del "triste", sosegaban las inclinaciones maníacas de la institutriz y atemperaban, en ella misma, la obsesión y los remordimientos por la muerte involuntaria del "Gnomo" de las grandes orejas, la boca de media
luna, la nariz descolgada, el aliento fétido y la joroba torcida. En el hospital el tiempo debía medirse con un reloj de ritmo distinto a los del resto del mundo. Por Conrada la Joven, Alicia sabía que el doctor Alvar estaba empeñado en grandes obras: suprimir las rejas denigrantes allí donde todavía subsistían, multiplicar los espacios deportivos y los talleres de terapia, adicionar al sanatorio clínicas de Traumatología, Obstetricia, Odontología, y no sabía cuántas más; que el doctor Ruipérez apenas podía ocuparse de los enfermos porque toda la administración estaba en sus manos, incluida la admisión de nuevos pacientes; que el doctor Arellano estaba ausente; y que los demás clínicos no daban abasto, ya que no era un adagio más lo de "la primavera la sangre altera", sino que real y verdaderamente la llegada de los calores multiplicaba los brotes esquizofrénicos, encendía los maníacos, excitaba las deformaciones sexuales y ponía fuego a la pira (muy bien aderezada por las malformaciones congénitas) de toda suerte de visiones, obsesiones, alucinaciones y delirios. Dispuesta a no malgastar su tiempo, Alicia había ultimado un catálogo de preguntas dirigidas a su cómplice, el doctor Alvar, al que , precedía un informe respecto al estado de su investigación criminal y al que seguía la petición del permiso necesario para poder tomar (con la colaboración de Montserrat Castell, aunque sin que ésta conociera el fin último pretendido) una serie de iniciativas. Entre éstas una que consideraba esencial: organizar concursos de redacción y caligrafía entre los que supiesen escribir. Las preguntas, cuya aclaración pedía al director eran las fechas de ingreso de seis sospechosos cualificados, y los días de asueto, o de permiso para salir al exterior, que hubiesen tenido una treintena de reclusos en los últimos dos años. Acongojóse no poco Alicia de no haber excluido a Ignacio Urquieta ni a Sergio Zapatero —cuya demenciación progresaba irreversiblemente— de la nómina de los "posibles". Pero una cosa era la simpatía y otra muy distinta su deber profesional. Empezaba ya a pensar que su permanencia en la unidad sería eterna, cuando dos sucesos vinieron a alterar la monotonía de su encierro. Uno, la recepción de una carta; otro, una visita inesperada. La carta la encontró junto al umbral de la puerta de su cuarto (seguramente deslizada por el intersticio entre la hoja y el suelo). Era larguísima, carecía de comas, puntos y comas, puntos simples y puntos y aparte. No había separación entre los vocablos. Su caligrafía era estrafalaria, amanerada hasta el paroxismo y difícilmente legible; su redacción incoherente y extravagante, con algunos rasgos de ingeniosa lucidez; su texto decía así: MORAL COLECTIVA ES UN ARTICULO QUE ENTRESACAMOS DE IDEAS PROCERES BIENEN A SER UN SUMANDO DE ESTA SUMA HÉROE Y SOLITARIO REHUYE HIR A LA TURBA AVASALLADORA DONDE LO ACOMPASIONE MAS LA FIGURA A PASTERNAK ESTUDIANTE LA NOBIA DE MI COMPADRE ESPECIE DE ROBACULOS 1 + 1 = 1x2 = 23 x2 = 5— 1 EL RUIDO ES UN ATENTADO CONTRA LA SALUD Y EL PRINCIPIO PARA LA ALEGRÍA DE LA POBLACIÓN 1a. 2a. 3a. PSICÓLOGOS PSICÓLOGO GUIA DETECTIVE COLEGA BALADRON GREGORIO Y MARAÑON 6+1 = 6 ANATOMÍA DEL CRIMEN 8 + 2 = 10 x 19 = 19 + 6— 5 = 25 FUME MEDIO ASCO ÁSPERO NOBEL X POLBORA = DINAMITA KARBURO POLBORA X NOBEL = DINAMITA SOL DO RE MI FA ALMORROIDES!!! La carta carecía de firma. ¿Qué quería decir esa majadería? ¿Por qué se la enviaban a ella? ¿Quién la había introducido en su cuarto? ¿Qué significado podía darse a esos vocablos "anatomía del crimen" entre dos operaciones aritméticas mal hechas? ¿Era un mensaje, un aviso, una amenaza? ¿Encerraba una clave? ¿Guardaba alguna semejanza la letra con las misivas recibidas por García del Olmo? Su mejoría respondía afirmativamente. En cuanto regresara a Madrid haría una confrontación grafológica de ambas escrituras. Estaba considerando esto cuando unos nudillos golpearon suavemente la puerta. Acudió a abrir y no
pudo evitar que su epidermis sajona se sonrojase ("¡las epidermis sajonas son así!", se dijo para disculparse) al ver ante ella una persona que no esperaba ver, que deseaba ver y cuya presencia, inexplicablemente, la turbó: el doctor Arellano. Su mirada era grave y severa: —Acabo de saber que estaba usted aquí. ¿Cómo se encuentra? —Ya me encuentro bien, doctor. No puedo ofrecerle un asiento porque no lo hay. —¡Conrada! —ordenó autoritario—. ¡Tráigame una silla! Hizo una pausa. Se le notaba violento y contrariado.

J UNA CARTA DE AMOR


DESPERTÓSE ALICIA mucho más calmada y cumplió muy gustosa las obligaciones que imponían las normas. En el hospital era obligatorio bañarse o ducharse diariamente; cosa que agradecía tanto por ella misma cuanto por los demás. Como en la Unidad de Recuperación el húmero de bañeras y duchas era inferior al de los residentes, iban llamándolos por turno para cumplir esta función. Al ser avisada Alicia que le tocaba su vez, tardó unos segundos en enfundarse la bata y en meter en sus bolsillos unos puñados de sales de baño, ya que llevar el tarro a la vista se le antojó pretencioso. Al salir, se topó en el pasillo con uno de los dos tristísimos que, muy a la ligera, había atisbado la víspera. Fue patético cruzarse con él. No eran dos seres que se enfrentaban. Eran dos mundos. El de una mujer animosa, dispuesta a superar la crisis (o la melancolía, o la depresión, o como se llamara eso en términos científicos) que su atroz aventura del "domingo negro" le produjo, y un ente vencido, acosado, inmerso en las tinieblas pavorosas de la desesperación y el desconsuelo. Mientras deslizaba la suavidad del jabón sobre su piel, Alicia, muy vulnerable al sufrimiento ajeno, no pudo dejar de pensar en aquella imagen misma del dolor. Porque aquel individuo parecía haber, tocado fondo: más abajo de su desesperanza, ya no había más. No existían otros estratos más profundos. Cuando Alicia salió del baño, el hombre había conseguido alcanzar la meta más anhelada de su vida: el suicidio. Logró trepar —salvando dificultades inverosímiles— a un ventanuco situado encima de la bañera y se lanzó al vacío. Nadie habló de él durante el almuerzo en comunidad. Todos lo sabían. Ninguno lo comentó, también los manicomios tienen sus convencionalismos sociales, su no escrita normativa. ¡Era de mal gusto hablar de un "accidente" que un día u otro podía ocurrir a cualquiera de los demás! "La Duquesa de Pitiminí" —Charito Pérez en sus días apacibles— estaba muy mejorada. Su crisis remitía a ojos vistas. Nada tenía que ver aquella señora mayor y bien educada, antigua institutriz de niños y viejos, con el esperpento que días pasados organizó la tremolina en el comedor. El muchacho del "pomo de la puerta auricular telefónico" estaba más calmado, bien que su brote no había remitido del todo. Movía los labios cual si hablara, aunque sin emitir sonidos; reía o . sonreía sin ton ni son y sus ojos se ablandaban y enternecían ante un recuerdo grato a su memoria. Pero su mirar no era ya el difuso de otras veces, y contestaba cuando le ofrecían sal o le preguntaban si deseaba más arroz. Alicia entendió que aquel infierno difería del de Dante, en tener una puerta accesible a la esperanza. El tristísimo, superviviente, era en cierto modo el más mimado de los presentes. Le acercaban el pan que él no se atrevía a pedir; le servían agua cuando su vaso estaba vacío; le colmaban, en fin, de mínimas y discretas atenciones, que él agradecía con un gesto de cabeza o la sombra de una sonrisa. "Es un recuperable", pensó Alicia. ¿No era ésta la actitud del "Hortelano" muchos años atrás, según le habían contado no una sino muchas veces? Y allí estaba ese hombre, jovial, cortés con todos, intelectualmente sano y humanísimo en su conducta: tal como Alicia sabía mejor que nadie. El optimismo de este pensamiento la desconcertó al advertir su parte contraria. "Cosme está sano, sí. Pero aquí vive desde que le enclaustraron. Y aquí morirá". —Doña Alicia —dijo la antigua institutriz—, si usted prefiere, podemos tomar el café en el salón. Advirtió Alicia en la conversación de Charito Pérez que todos los síntomas de su locura de días pasados estaban presentes en su charla. No se consideraba zarina del Imperio, pero... sí alardeaba de grandes conocimientos sociales con gentes de alcurnia; no exhibía chuscamente sus pobres carnes al aplauso admirativo de los dementes, pero mantenía cierta proclividad a aludir a chismes procaces. A saber: quiénes se entendían entre sí y quiénes no en el manicomio y cuántas lesbianas había, y cuántos pederastas, y cuántas frígidas y cuántos impotentes. ¿Significaba esto que la locura consistía en la sublimación patológica o en la descoyuntación exagerada y morbosa de unas tendencias previas que ya estaban latentes en el individuo cuando era sano? A Alicia le importaba un pepino que una bordadora de laborterapia se
entendiese con uno de los cultivadores de la huerta, que el doctor Ruipérez —que, según la institutriz, era hijo ilegítimo— prolongase más de la cuenta sus sesiones de psicoterapia con una antigua maestra poseída de furor uterino. No obstante, para aquella ancianita llena de frustraciones, éstos eran temas del máximo interés. Era realmente paradójico que en unos casos —como en el de la falsa duquesa— la perturbación consistiese en la afloración al consciente de las tendencias reprimidas en el subconsciente y en otros —como en el de Ignacio Urquieta— en la terca obstinación del subconsciente a no decir al consciente su verdad. En ambos casos era un conflicto entre el yo verdadero y el falso yo. El yo verdadero, en el caso de los exaltados —como la institutriz— era el reprimido. El yo verdadero en el caso de los angustiados —como Ignacio— era el oculto. Luego eran versiones distintas de un mismo cuadro. ¿Acertó en el test al definir la locura como un conflicto entre el "yo" real y el anhelado? La dificultad para los psiquiatras estaba en saber cuál era el "real". En estos berenjenales andaba (pues era perfectamente compatible el vagar de sus meditaciones y un cortés asentimiento de cabeza a cada muestra de chismes eróticos o genealógicos de la institutriz), cuando oyóse una gran tumulto en la entrada. Más tarde supo que era su amigo, "el Aquijotado", al que echaban al "Saco", pues había sufrido un rebrote peligroso de sus delirios y era urgente aprovechar la cama que dejó vacante el suicida. El amigo de los espacios anunciaba el fin inminente del mundo, y tenía inquieta y alborotada a la grey del edificio central. Quienes no iban nunca por Recuperación eran los oligofrénicos, y Alicia juzgó que estaban clínicamente mejor atendidos los locos —siempre conflictivos— que los tontos, poco proclives a los conflictos. Recordó a sus "tres niños" con gran ternura, y las misteriosas palabras de Rómulo: "Ya sé quién eres...". En los tres días subsiguientes, Alicia no vio al autor de "la novena teoría", pues su agitación no cesaba y acabaron trasladándolo al cuarto enguatado, del que ella misma fue inquilina. Urquieta era el único de la unidad que almorzaba solo en su dormitorio y que tenía permiso para salir (y aun la orden de salir, porque el tiempo era soleado y seco, y debía aprovecharlo); con lo cual sus oportunidades de charlar con él eran pocas. Una tarde en que la vigilante andaba muy atareada observando a Antonio el sudamericano, Alicia, sin ser vista, y sin pedir permiso, se deslizó en el cuarto enguatado, en cuya cama, atado de pies y manos, yacía su amigo "el Astrólogo". Su contemplación le produjo una gran tristeza. Sergio Zapatero parecía dormir, pero su agitación era terrible. Todo él era un puro temblor. Alicia se sentó al borde de la cama y le acarició la frente procurando sosegarlo. Al cabo de un tiempo, el amante de los espacios siderales entreabrió los ojos, la contempló lleno de gratitud, rompió a llorar y pronunció estas extrañas palabras: —¡Oh, señora, yo no soy digno de que vengas a visitarme! Me habías prohibido hacer la última operación aritmética y te he desobedecido. Ya lo sé todo. Ya sé cuándo ocurrirá lo que me prohibiste averiguar. No soy merecedor de que me consueles... ¡oh, María, María, Madre de Dios vivo, estrella de mi infancia, pañuelo de los tristes, bendita entre todas las mujeres! Estremecióse Alicia al escuchar estas palabras. Se consideró cometiendo un burdo sacrilegio, pero le pareció atroz desengañarle, y no le habló. Se limitó a acariciarle la frente. Sergio Zapatero se fue calmando. Sus convulsiones cesaron. Y se quedó dormido. Quien no pudo dormir aquella noche fue Alice Gould