viernes, 11 de mayo de 2018

*G* LA LLUVIA IV


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—Es una pena que no hable usted —le dijo con sorna—, pues estoy segura de que su conversación sería muy amena. El hombre enarcó las cejas como si asintiera: "En efecto, mi conversación sería amenísima. ¡Pero ya ve usted lo que son las cosas!", parecía indicar. —Su voz me conmovió esta mañana al oírle cantar —insistió Alicia—. Y estaría dispuesta a dejarme conmover oyéndole hablar. "El falso Mutista" sacó entonces su cuadernillo de hule, garabateado de notas de colores, y escribió: HAY AQUÍ UN INDIVIDUO QUE, SI HABLO, ME ROBARÍA LOS PENSAMIENTOS. —¡Ah! —exclamó Alicia—. Indíqueme con la mirada quién es... para evitar que me los robe también a mí. Carolo Bocanegra cerró entonces los ojos y, del mismo modo que se hizo mudo voluntario, fingió, desde ahora, ser ciego. Y de ahí en adelante, cada vez que se cruzaba con Alicia abatía con fuerza los párpados, para no verla. A los postres hubo un incidente. Por ser domingo se mejoraba el condumio habitual con alguna golosina. Y, entre las mejoras, estaba el postre: yemas de Avila, media docena por cabeza, y por cierto exquisitas. Uno de los falsos inapetentes se negaba a tomarlas. Con infinita paciencia una enfermera se las llevaba a la boca, que él mantenía obstinadamente cerrada. Al fin se tomó la yema. Nueva operación con la segunda, y nueva negativa inicial. Entonces su vecino, que pertenecía a la estirpe de los glotones, se las arrebató todas y las engulló. Cuando el falso inapetente se dio cuenta del expolio, arremetió contra el expoliador, que era un mozo que rebasaba en mucho los cien kilos, y le golpeó con furia, lo que provocó en el agredido un ataque de risa. Y ni siquiera intentó defenderse. Cuanto más pegaba el expoliado, más se reía el gordo. Alicia supuso que la crisis que sobrevino al primero sería de histeria, pues así se llaman esas rabietas entre el pueblo llano, aunque clínicamente no sabía cómo denominarla. El caso es que entre alaridos, pataleos y arañazos a sus captores, fue sacado de allí por dos forzudos enfermeros, probablemente para echarle en el mismo saco que al "Soñador" y a la "Duquesa de Pitiminí". De súbito, uno de los enfermos comenzó a orinar en un vaso. Era un autista muy conocido porque, aunque andaba siempre solo y rehuía el trato con sus semejantes, saludaba cortésmente a todos con los que se cruzaba, caso que, al decir de los médicos, era rarísimo en
un "solitario". Un enfermero cruzó a grandes pasos el refectorio hacia él, pero no llegó a tiempo de evitar que se bebiese la orina. —¿Qué haces, insensato? —le espetó el "bata blanca". —Lo hago siempre —respondió el autista relamiéndose los labios—. Es un antídoto estupendo contra las ganas de arrancarse la lengua. Si usted no lo hace acabará mutilándose. —¿Tienes ganas, dices, de arrancarte la lengua? —¡Ya no! ¿No ha visto que me tomé el antídoto? Sentóse pacíficamente, Y no hubo más. Por la tarde, Alicia salió a pasear. No quería privarse de la caminata en regla que le habían propuesto; y, ya que no podía realizarla acompañada, la haría sola. Se dirigió al portalón de la entrada, por la que circulaban libremente algunos reclusos. El guarda de la puerta le interceptó el paso: —¿Tienes permiso escrito para salir? Mordióse Alicia los labios, pues le molestó el tuteo. —No —respondió—. No lo tengo. —¡Entonces pa dentro! Y no vuelvas a acercarte por aquí. ¡Hala, aléjate! Bordeó Alicia el antiguo edificio de piedra por donde ocho siglos antes musitaban sus oraciones los cartujos, y se acercó a una zona todavía desconocida para ella: la deportiva, creada por Samuel Alvar. Había muchas cestas de baloncesto adosadas a una pared, donde los aficionados —con gran diferencia de habilidad o torpeza— trataban, desde una distancia adecuada, de meter el balón en la red. Algo más lejos estaba la piscina, completamente vallada con telas de alambre, tan altas como las que se usan en los campos de tenis. Estaba cerrada y nadie dentro, seguramente por ser la hora dé la digestión, ya que el calor apretaba. Cerca de allí estaba la huerta. Cinco o seis hombres trabajaban en ella. Uno de ellos, Cosme, cuya tristísima historia conoció de labios del doctor Arellano. Más allá, monte abierto, monte de pastos, abundante de hierba por las recientes lluvias, y las manchas verdinegras de abundantes encinas. Se acercó al "Hortelano": —¿Qué es esto, Cosme? ¿Trabaja usted en domingo? —Las lechugas no entienden de domingos. Están pidiendu a gritos que se las saque di aquí. —Voy a dar un paseo por el monte. ¡Qué bonito y qué verde está el campo! —Como sigan estas calores mu pronto se agostará. —Pues voy a aprovechar que aún está verde. —¡Hasta más ver, Almenara! —¡Hasta más ver, Hortelano! Alicia inició con buen ánimo la subida de la pendiente. El campo estaba glorioso. Las últimas lluvias caídas y el sol de ahora limpiaban el aire y daban a los pastos un brillo inusitado. Vio un gazapillo, cruelmente atacado de mixomatosis —al que hubiera podido cazar a mano de haberlo pretendido—, y no pudo menos de reírse ante la mala catadura de un asno, atadas las patas delanteras, que se empeñó en trotar desgarbadamente frente a ella por el mismo camino que pretendía seguir. Continuó ascendiendo la suave ladera en busca de la compañía de unas encinas desperdigadas. Desde lo alto de la loma se veía la enorme extensión de la finca que fue cartuja hasta la desamortización por Carlos III de los bienes de la Iglesia, y que hoy pertenecía a la Diputación Provincial. ¿Cuántas hectáreas tendría aquello? Los límites eran bien visibles, ya que toda la propiedad estaba cercada de altísimas murallas que protegían antaño la propiedad de los frailes de las rapiñas del campesinado y hoy evitaban que se fugasen los locos. Buscó Alicia la sombra protectora de una encina, y se tumbó en la hierba. La copa del árbol, vista desde esta posición, se recortaba, como un cromo, sobre un cielo purísimo, en el que había una nubécula aislada que semejaba una hilacha de lino, caída, por descuido, sobre un gran suelo enlosado de azul. Comenzó a divagar, con talante más lírico que filosófico, acerca de la diferencia que va de ver
las cosas desde una u otra posición, ya que, en verdad, la altura semejaba un suelo que ella viera desde el techo; consideró después que esta idea era extravagante, pero no demasiado original, y al fin su atención se fijó de nuevo en la nubécula. ¿Crecía o menguaba? Uno de sus extremos se fundía como azúcar en un líquido caliente; otro, por el contrario, se hinchaba alimentándose de la humedad dispersa en el espacio. Otra hilacha de algodón apareció cerca de ella, y Alicia se preguntó si llegarían a unirse. Su pensamiento saltaba de aquí para allá, tan pronto fijándose en temas abstractos como observando minucias: una hilera de hormigas portadoras de pesos que quintuplicaban el suyo propio; unas golondrinas fugaces; unas cigüeñas que se posaban en tierra, no lejos de ella; y unas bellísimas mariposas condenadas a procrear seres tan repugnantes como las orugas y los gusanos. "¡Qué falta de proporción — pensó— entre la belleza y la fealdad dentro de una misma familia!" Y de aquí pasó a considerar el drama de los padres sanos que tienen hijos monstruosos y demenciados y que tal vez fuera mucho mejor para ella y para Heliodoro no haber tenido hijos que tenerlos; y que Heliodoro era, en hombre, tan handsome, buen mozo, y bien formado, como aquella mariposa, en insecto, fina, bella y delicada. La varonil belleza de Heliodoro no era óbice para que pudiera engendrar hijos vesánicos y repulsivos, como el jorobado de las orejas de pantallas de radar, del mismo modo que la linda mariposa procreaba gusanos. Al fin, sus pensamientos —fugitivos hasta ahora y voladores— se posaron y aquietaron en un objeto solo: su marido. Realmente estuvo muy torpe al no confesarle la verdad. ¿Qué necesidad tenía de decirle que había de irse a Buenos Aires a investigar la falsificación de un testamento? ¿Por qué no informarle de que necesitaba recluirse en un manicomio para investigar un crimen? Cierto qué él, en circunstancias normales, hubiera considerado absurdo ese propósito. ¡Pero, tratándose de su amigo García del Olmo, habría sin duda aceptado! Y ese domingo estaría allí, de visita con ella, tumbados bajo esta encina contándose sus cosas, como cuando regresaban a casa de sus respectivos trabajos y se servían unos whiskies, y pasaban revista a las experiencias cotidianas de cada uno. Rió Alicia para sus adentros al considerar que tal vez hubieran hablado menos y actuado más. No era malo aquel paraje para la intimidad matrimonial, y lo cierto es que ella, a estas alturas de su aislamiento, añoraba tanto su compañía de marido cuanto sus abrazos de hombre. No pudo menos de considerar la sarta de embustes que se había visto precisada a engarzar el día de su primera entrevista con el doctor Ruipérez. Motivos tendrían para reírse juntos cuando le contara cómo lo había pintado y los sentimientos de desprecio que había fingido tener por él. ¿Que Heliodoro se burló a veces de ella y que en el fondo de su pensamiento consideraba una extravagancia la decisión de hacerse detective? Esto era cierto; pero sus chanzas eran cariñosas y nunca hirientes y despectivas. ¿Que él a veces abusaba de su gusto por el riesgo en juegos de envite? También era verdad; pero jamás llegó a ser tan temerario como para poner en peligro su equilibrio económico. Pensaba Alicia con añoranza en el hombre con el que compartía su vida. Dio un suspiro y entreabrió los ojos. Las dos nubéculas, en efecto, se habían juntado, y de su ayuntamiento les habían nacido numerosos hijos que ya crecían y se desarrollaban. Súbitamente oyó unas voces. Alguien se acercaba. Incorporóse y, aunque sentada, apoyó su tronco en el de la encina. A campo traviesa avanzaban cogidos los cuatro del brazo, Ignacio Urquieta y sus visitantes. ¿Amigos? ¿Familiares? Probablemente lo último. El mayor de todos —situado a la izquierda del grupo según los veía venir— sin ser un hombre viejo, podía ser su padre. Ignacio estaba a su lado, y tenía al otro a la mujer —¿tal vez su cuñada?—, cerraba el grupo por el otro extremo un hombre joven y fuerte, aunque de más edad que Ignacio, y que muy bien podría ser su hermano. Sus facciones no eran opuestas y sus contexturas atléticas, muy semejantes. Hablaban en voz baja y reían discretamente de lo que se contaban. Pasaron junto a Alicia y se saludaron. Si ella hubiera estado vestida de otra suerte, era altamente probable que la hubiese presentado. "Esta es la
señora de Almenara, muy amiga mía, y éstos, Alicia, son mi padre, mi hermano Pedro y mi cuñada Juana." Pero tales palabras no fueron dichas. Era lógico. ¿Qué razón había para romper la intimidad familiar presentando a una loca vestida de lo mismo? Siguieron su camino. Y súbitamente Alicia se preguntó qué la autorizaba a pensar que aquella señora joven no fuese la mujer de Ignacio. . Esta idea la malhumoró. Sorprendióse de su propio enfado y se recriminó: "¡Vamos, Alice Gould, no seas estúpida!" Mas es el caso que, estúpida o no, la idea de que aquella mujer fuese la esposa de Ignacio la conturbó. El grupo siguió adelante y se perdió de vista. Fue Alicia a encender un cigarrillo, mas no tenía encendedor —le estaba prohibido tenerlo, cual si tuviese fama de pirómana— y estrujó con ira el cigarro en la palma de la mano, esparciendo después sus residuos por el campo. Es difícil precisar el tiempo —tal vez una hora más— que permaneció, medio adormilada, junto a la encina. Las nubes se habían agrupado y algunas tenían aspecto de mal agüero. Decidió levantarse y seguir caminando. Lo que entonces vio no se le olvidaría mientras viviera. Alocado, bufando, emitiendo gemidos, cubierto el rostro de sudor y perturbados los ojos, pasó junto a ella, como una exhalación, sin verla y a punto de derribarla, Ignacio Urquieta. Alicia quedó paralizada por el pasmo. No era el suyo el trotar de antes, cuando le anunciaron que tenía visita; antes bien, un galope desbocado, desatinado, como quien huye de un peligro inminente y le va la vida en alcanzar refugio. Al descender la pendiente, tropezó; y cayó aparatosamente rodando varios metros. Mas ello no impidió al topógrafo incorporarse de un salto y proseguir su insensata carrera. Pasó entonces junto a Alicia el supuesto hermano de Ignacio, con rostro preocupado y avanzando a pasos largos y rápidos. El camino más corto para entrar en el edificio, era el que ella siguió para venir, cruzando ante la huerta, los talleres y la zona deportiva. Pero Ignacio iba ciego y escogió el camino más largo, el que rodea el bar, la capilla y las "unidades familiares". En ese instante comenzó a llover e Ignacio cayó al suelo como en un ataque epiléptico. El posible padre y la esposa, o cuñada imaginaria, llegaron entonces a la altura de Alicia: —¿Cómo pensar que aún siguiera así? ¡Pobre hijo mío! —Escogimos muy mal el día —comentó ella—, ¡No hemos tenido suerte! Emprendió Alicia el regreso, bien que más despacio que las dos personas que la precedían, para respetar su congoja con la distancia. A lo lejos vio cómo dos "batas blancas" y varios reclusos levantaban a Ignacio y se lo llevaban. No habían concluido para Alice Gould las emociones. Aquel domingo habría que marcarlo con trazos negros en su calendario. Oyó pasos tras ella, intuyó una sensación de peligro y se volvió asustada. Era "el Gnomo", que la seguía. —¿Por qué te has asustado? —preguntó éste con voz humilde. —¡Ah, eres tú, "Gnomo"! —dijo reponiéndose. ("Le he llamado "Gnomo". No debería haberlo hecho. He podido herirle, sin razón alguna. No está bien humillar a los enfermos. Lo cierto es que ignoro su nombre.") —¿Adonde vas? —preguntó el jorobado con tono meloso—. Quiero enseñarte una cosa muy bonita. —Está lloviendo. Ya me la enseñarás otro día. —¡Déjame que te la enseñe! Se acercó a ella y comenzó a tocarla con sus manos, mugrientas y pegajosas. —¡Yo quiero enseñártela, ahora! ¡No otro día! ¡Ahora! Armóse Alicia de paciencia y se detuvo. —¿Qué quieres enseñarme? —¡Mira! —dijo él, e introduciendo sus manos en la bragueta del pantalón que llevaba abierta, le exhibió su sexo—. ¡Tócalo! ¡Ya verás qué caliente está! La bofetada de Alice Gould tardó en producirse los segundos que invirtió en reaccionar. "El Gnomo" se lanzó entonces contra ella y consiguió derribarla. Vio Alicia su inmensa boca de media luna jadeando sobre su rostro, sintió el calor de su fétido aliento en la piel y sus manos
húmedas y nerviosas intentando rasgarle la ropa. La cinturón azul
de judo se portó como quien era. De un movimiento brusco, pasó de estar debajo a estar encima de su atacante. De otro, lo incorporó. Al tercer movimiento, "el Gnomo" volaba por los aires. Frotóse las manos, satisfecha de su buena forma y, sin volver la vista atrás, se encaminó a buen paso hacia el hospital, angustiada por conocer el estado de Ignacio Urquieta.

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