—Dígame, "Hortelano", ¿quién fue el miserable que le lanzó un día un cubo de agua a los pies?
—Aquel día, ¡fíjese usté lo que son las rarezas del mundo!, estuvo mismamente a punto de
morir; ¡y sólo por un cubo de agua!
—Pero ¿quién fue el que se lo echó?
—Uno, medio jorobeta, con la nariz así caída, y la boca de oreja a oreja, y...
—¡"El Gnomo"! ¡Yo le Hamo "el Gnomo"!
—Pos el mismu debe ser, porqui al que yo digo, no le va mal "alias" ese qui usted li ha puesto.
Acordóse Alicia de que lo dejó abandonado después del costalazo; le contó al "Hortelano" lo
ocurrido, y le rogó se acercase a mirar si no se
había roto un hueso.
—Pero ¿llegó usted mismamente a luchar con él?
—Pregúnteselo cuando le vea.
—¿Y le venció?
—Lo mismo le digo: pregúnteselo a él. Espero que el susto le sirva de
lección.
—¡Pero si él, pequeñajo comu es, y jorobaduco comu es, es fortísimo!
—Me sorprende no verle por aquí a estas horas.
—¿En qué parte de la huerta dijo usté que fue la cosa?
—Donde cultiva usted las lechugas. Muy cerca de donde hablamos. Pero no dentro de la huerta,
sino unos metros más lejos; en los pastos.
—Pos aya voy a ver. Aonde usté me dice. Y que conste que ha hecho usted mu requetebién.
Calóse Cosme la boina y salió bajo la lluvia. Se acercó Alicia a una
"bata blanca" llamada Cecilia.
—¿Se sabe algo del señor Urquieta?
—El médico de guardia le ha mandado a la unidad de recuperación.
—¿Quién es el médico de guardia, hoy domingo?
—El doctor Ruipérez.
—¿No podría hablar con él?
—Es imposible. Está reunido con la familia del señor Urquieta.
—¿Tan grave está?
—No se preocupe, señora de Almenara. Créame: el señor Urquieta
siempre sale adelante.
—Gracias, enfermera... Eso me consuela... Es el único amigo que tengo aquí. Y también me
consuela ver a una persona educada, como usted, que responde a las preguntas que se le
hacen, y sabe tratar a las personas, y...
—Parece usted un poco excitada. ¿Le ocurre algo?
Iba Alicia a responder que sí; que aquel domingo le había caído encima como una losa que
cierra un sepulcro: su propio sepulcro con ella dentro. Mas la "bata blanca" frunció la frente y
desvió de ella la mirada.
—Perdón que no la pueda atender ahora —dijo—. Ese chico "nuevo" empieza a preocuparme.
—¿Ya no soy yo "la nueva"...?
—No. Ya no.
"El nuevo" representaba poco más de veinte años. Sus rasgos eran seminormales. No era
mongólico, pues carecía de pómulos abultados si eso era "esencial" del mongolismo, cosa que
Alicia ignoraba, Tampoco tenía los ojos orientales de algunos, ni esa frente abombada que tanto
llama la atención, sobre todo en los niños nacidos con esa triste dolencia. A pesar de todo se
advertía en su rostro (que no en su cuerpo) una
anormalidad difícilmente definible, que Alicia intentaba descubrir. ¿Acaso Sus labios demasiado
gruesos y el inferior algo caído? ¿Por ventura su frente, que era algo cóncava en lugar de
convexa? ¿Tal vez sus ojos demasiado pequeños para una cara tan ancha?
El joven buscaba con gran inquietud algo por las paredes. Al fin se detuvo ante el pomo de una
puerta y lo agarró con la mano. Se agachó para acercar sus labios al pomo y comenzó a hablar,
con marcado acento sudamericano, e intercalando entre cada frase lo mismo lágrimas que
grandes risotadas.
—Papá... papá... estoy muy bien, papá... ¡ja, ja, ja! Ya he llegado. Esto es macanudo, viejo... ja,
ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena, papá, papá... y dan muy bien de comer y las camas y
las frazadas son muy limpias, papá... y yo no quiero que llores más... Esto es muy bonito, papá...
ja, ja, ja, ja, y la gente es muy dije y muy buena... y yo no quiero que llores... Adiós, viejo. ¡Que
vengas a verme...! ¡Adiós!
Se apartó de la puerta. Y comenzó a deambular por la galería hablando solo y la mirada ida.
Ignoraba que había cientos de ojos que le contemplaban. De pronto, regresó hacia el pomo de la
puerta:
—¡Papá, papá... soy yo! Oye, viejo, quiero que le digas a la prima Manuela... que ya he llegado y
que esto es muy bonito, y que la gente es muy buena... ja, ja, ja. Y que estoy muy contento. Y
que no sea sonsa y que no gimotee por mi culpa, porque con sólo pensarlo me hace llorar a mí.
¡Papá, papá! Dile que las frazadas están muy limpias, y que se come macanudo y que los
médicos son muy buenos... Y que no quiero que llore porque yo estoy muy contento. ¡Papá,
papá!
Sería necio pensar que las gentes que le escuchaban —lo mismo sanos que enfermos— eran
inconmovibles. Salvo los perversos, los antisociales, los absolutamente idiotas o los
demenciados pacíficos (pues quienes no lo eran habitaban en "la Jaula de los Leones")
sentíanse contagiados por una simpatía comunitaria hacia "el nuevo". Rómulo, situado tras él, le
imitaba. Pero no como burla, sino como...
"¿Cómo qué? —se preguntó Alicia—. ¿Cómo qué?" Lo cierto es que Rómulo reía cuando el
muchacho reía, asegurando que estaba muy contento. Y afirmaba con ademanes que la comida
era excelente y las camas muy limpias y la gente muy buena. Y lloraba cuando el nuevo lloraba
al pedir a su padre que no quería ver triste a su prima Manuela. Y le seguía los pasos por la
"Sala de los Desamparados" imitando su gesto ido, el movimiento de sus labios, sus ademanes
de desaliento y sus contradictorias carcajadas.
—¡Rómulo! —ordenó Alicia—. ¡Ven aquí! Acercóse el chico.
—No molestes a ese señor. ¿No comprendes que está muy triste y si
te ve creerá que te burlas de él?
Acaeció entonces una cosa insólita, que dejó honda huella en el ánimo y la memoria de Alice
Gould. El pequeño Rómulo se le colgó del cuello, la besó y le dijo misteriosamente al oído:
—Yo sé quién eres...
Y acto seguido echó a correr y se perdió en el fondo de la galería.
El nuevo se acercó otra vez al pomo de la puerta.
—Papá, papá... ¡que soy yo, el Antonio!
La vigilante hizo un gesto a dos enfermeros para que la siguieran.
—Escúchame, Antonio. Anda, sé buen chico y atiéndeme bien. Pon tus ojos en mí. ¿Me ves?
Procura fijarte en mí, y escucharme... Ya sabes que todos somos muy buenos... Todos aquí
somos muy buenos... ¿Me escuchas? Todos somos muy buenos, como le has dicho a tu padre.
Y tú debes ser muy obediente también. Ahora sigue a estos amigos que van a acompañarte a tu
cuarto...
El muchacho obedeció a los enfermeros. Estos abrieron la puerta ante él, y el chico los siguió.
"¡Otro al que echan al "Saco"!", pensó Alicia.
Se oyó un largo murmullo en la sala. El amigo de las galaxias se acercó a Alice Gould con
ademanes más agitados y amanerados que nunca, de puro corteses. Estaba llorando.
—Todos los locos me conmueven. ¡Dios mío, Dios mío, protege a ese
joven!
...
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