viernes, 6 de julio de 2018

Q EL HORNO DE ASAR DE PEPE EL TUERTO


LA NOTICIA DE QUE ALICIA había descubierto a los dos asesinos corrió como el viento por todo el manicomio. Charito Pérez fue el más eficaz de los correveidiles, añadiendo de su cuenta los más sabrosos picantes. La enfermera, de la que decían que fue abofeteada por uno de los etarras, en realidad había sido violada por los dos y, en consecuencia esperaba gemelos, uno de cada violador. Melitón Deza, que recibió un rodillazo "en un sitio muy feo", iba a ser castrado, pues el golpe le produjo una gangrena y había quedado inservible para la virilidad. Pronto dejaría de crecerle la barba y le nacerían pechos de mujer. Las sandeces de la obsesa de los chismes sexuales eran sólo un reflejo de la conmoción general. "El Hombre Elefante" fue residenciado en la Unidad dé Dementes, para mantenerlo alejado de Rómulo, su verdadero enemigo, y Norberto Machimbarrena trasladado a Leganés en Madrid, pues al manicomio de Bilbao, su tierra natal, no parecía prudente enviarlo por temor a que acabara con la mitad de los recluidos. A lo largo de los días que siguieron, Alicia se veía asediada por enfermos y enfermeros que querían saber detalles del porqué y el cómo consiguió llegar a la verdad. Un corrillo permanente de curiosos la rodeaba. Su prestigio era inmenso. Aunque eran muchos los residentes e incluso empleados que ella no conocía, todos en cambio sabían quién era ella. —Mira; esa guapa que va por allí, es la rubia que descubrió a los asesinos —se decían unos a otros. Algunos se armaban un buen barullo en sus estropeados caletres. Había quien pensaba que el mérito de Alicia era haber evitado que enterraran vivo al joven Rómulo, porque todos le creían muerto; no faltaban quienes creyesen que era "la Rubia" quien mató a dos hombres malos que pegaban y maltrataban a los impedidos y enfermos. Pero donde alcanzó cotas más altas la simpatía y admiración fue entre los médicos y enfermeros. Aquéllos, por la gallardía y dignidad de Alicia al defenderse contra toda sospecha de perturbación mental. Estos, por haber desviado la acusación que pesaba sobre dos compañeros suyos: la enfermera donostiarra y Melitón Deza, que era el más comprometido. Fueron días de euforia y lícita satisfacción para Alicia Almenara. La doctora Bernardos le regaló la bata blanca que le había sido hurtada y un ejemplar encuadernado de su tesis doctoral acerca de los sociópatas; el doctor Rosellini la obsequió con flores; César Arellano, con la anhelada tarjeta naranja, que le permitía salir acompañada fuera del hospital y una invitación a cenar mano a mano con él en el vecino pueblo La Fuentecilla; Montserrat Castell con un tomo primoroso de una edición antigua de Las Moradas, de santa Teresa. —A ella también la creyeron loca —comentó Montserrat, al entregarle el ejemplar. Quiso Alicia estrenar inmediatamente su tarjeta naranja, y suplicó a la Castell que la acompañase fuera de las murallas. Sólo una vez había cruzado la verja: el día de la fatídica excursión. Pero entonces fue en manada, como borregos, y ella quería experimentar el placer de exhibir su permiso de salida al guardián que un día le negó el paso, y caminar "por la parte de fuera", solamente por gozar del regustillo de la libertad. Aceptó gustosa la alegre, jovial y encantadora Montse, advirtiéndole que el paseo habría de ser forzosamente corto, pues sólo faltaba una hora para el cierre dé las verjas. Y allá se fueron agarradas del brazo, felices y en compañía. —Es muy curioso lo que voy a decirte —comentó Alicia mientras caminaba—. Me faltan pocos días para salir de aquí... y, ¡qué sensación más extraña!, me dará mucha pena marcharme. —¿Cuándo consideras que te darán de alta? —En cuanto se persone aquí mi cliente. Tú misma me contaste que el comisario Ruiz de Pablo le telefoneó desde el despacho de Alvar para informarle de que mi misión había concluido. —Guárdame el secreto —replicó Montserrat con cierto aire de misterio—. A mí también me dará pena dejar esta casa, y ya me falta poco: igual que a ti.
Miróla sorprendida Alice Gould.
—¿Te marchas?
—Sí.
—¡No puedo creerlo! ¡Montserrat, tú que eres una institución en esta casa! ¿Y adonde te vas?
—Nunca lo adivinarías.
—¿Te vas a casar?
—En cierto modo... sí.
—¿Que quiere decir "en cierto modo"? O te casas o no te casas...
—Alicia, hace ya tres años que decidí ingresar en un convento. Si no he profesado todavía es
por la duda que he tenido algún tiempo acerca de la orden en que debo tomar el velo. Ya lo he
resuelto. El próximo invierno ingresaré en las Carmelitas.
—¡Me dejas absolutamente perpleja! ¿Estás segura de que tienes vocación?
—Estoy segura de que Dios me llama desde un camino distinto al de antes.
—¡Me quedo muy triste al escucharte! ¿Qué será de esta casa sin ti?
—¡Nadie es imprescindible!
—¡Tú sí! ¡Tú eres el alma de esta institución! Escucha, Montse... Si digo algo inconveniente
atribuyelo a que sigo aturdida por la noticia que me has dado. (¡Yo que quería buscarte un novio,
joven, apuesto, listo y rico!...) Lo que quería decirte es esto. Desde tu punto de vista, ¿no eres
más útil a la sociedad, a tu prójimo, a los desheredados, a los pobres locos, quedándote aquí
que encerrándote en una clausura?
—Ya he sido Marta muchos años. Ahora me toca ser María —respondió sonriendo Montserrat.
—Me gustaría —insistió Alicia— penetrar hasta el fondo en el conocimiento de eso. En el
entendimiento de lo que dices. ¿No es más santo cuidar leprosos que rezar maitines? Cuando
esos admirables enfermeros de la "Jaula de los Leones" levantan, lavan, visten, dan de comer en
la boca, desnudan y acuestan en la cama a los dementes; cuando éstos se hacen encima sus
necesidades, y sus cuidadores los limpian y cambian de ropa, varias veces al día, ¿no están
haciendo más méritos que quienes rezan tres rosarios o están dos horas de oración ante el
Sagrario?
—¡No se trata de una carrera de méritos, Alicia! Voy a ponerte un ejemplo. Imagina a "la Niña
Oscilante". De pronto alguien la toma de la mano, y ella obedece a ese impulso exterior. Deja
entonces de oscilar y cumple la voluntad de su guía. Se entrega totalmente a su conductor con
confianza y obediencia ciegas. Pues, del mismo modo, nuestras almas son pendulares como la
de esa muchacha hasta que llega un día en que Dios las toma de su mano y las conduce y guía
personalmente. ¿Quién se atreverá a decir "no quiero ir por allí", "prefiero ir por allá"?
¡Es imposible resistirse a su voluntad! Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Yo soy como "la Niña
Oscilante" y Dios mi conductor.
Quedó Alicia muy impresionada por lo que acababa de escuchar y no de entender. No se
imaginaba al hospital sin Montserrat Castell. Y le daba no poca pena que esta joven mujer, tan
bien dotada y atractiva, se encerrase voluntariamente y de por vida en una clausura.
—¡Dios es muy injusto al escoger a una criatura como tú para El solo!
—Estás desvariando, Alicia. No sabes lo que dices. ¡Anda, vamos para casa, antes de que nos
cierren las verjas!
Al acercarse vieron al doctor Arellano, despidiendo en la puerta a un grupo de visitantes. La
llegada de las dos mujeres coincidió con la partida de éstos; de modo que emprendieron los tres
juntos el camino hacia el edificio central.
—¿Estrenando libertad, Alicia?
—Ejercitándome en ella, doctor. Tengo que estar preparada. ¿No te parece?
Una de las cosas que más llamó la atención de Alicia las primeras semanas que vivió en el
manicomio fue la enorme ascendencia de los médicos sobre la población hospitalizada. Y muy
especialmente de aquellos que trataban directamente a tos enfermos.

Se les acercó "el Tarugo", que era una versión del "Gnomo", de triste recuerdo, aunque sin
joroba.
—Doztor, doztor.
(Le tocaba con ambas manos. Otra de las características que observó Alicia es que hay una gran
mayoría de sobones: como en la India, como entre los negros. Para hablar, tocan, dan pequeños
golpes en el pecho o en los brazos.)
—¡Doztor, doztor, hola, doztor!
—Hola, "Tarugo", Dios te guarde.
Siguieron caminando. En la Unidad de Demenciados que dirigía Rosellini, "la mujer Gorila",
antigua pianista de cabaret, asomada a una ventana miraba sin ver, o sin saber que veía, hacia
un vacío tan infinito como el de su mente.
Los autistas o solitarios se apartaban al paso del médico. Otros corrían hacia él.
—Me he vaciado, doctor. He perdido todo: el estómago, el hígado, los intestinos. ¡Ya no me
queda nada dentro!
—No te preocupes. Mañana te daré una medicación para que te vuelvan a crecer las entrañas.
—Pero ¡es que también se me han derretido los huesos, doctor!
—¡Eso no tiene importancia! Yo te pondré otros nuevos. ¡Hasta mañana!
"El Albaricoque" se acercó moviendo mucho las caderas.
—Ocho por dos, es igual a quince más cuatro menos tres, doctor. Y usted es mi madre y también
la catedral de León.
—Gracias por tus cumplidos, "Albaricoque". Mañana hablaremos. Ahora tengo mucha prisa.
Despidióse Montserrat Castell, y César Arellano preguntó a Alicia.
—¿No era mañana cuando habíamos concertado cenar juntos?
—Sí. A las nueve.
—¿Y por qué no lo adelantamos a hoy?
—Me parece una excelente idea.
El pueblo La Fuentecilla estaba situado a seis kilómetros de la antigua Cartuja. En algún tiempo
no muy lejano debió de ser precioso. Había una gran plaza porticada con asombrosas y
antiquísimas columnas; arcos de piedra tras los que nadan escalinatas pinas y misteriosas;
casonas hidalgas con su escudo antañón —memoria de viejos y tal vez desaparecidos linajes—,
una soberbia iglesuca románica, un castillo en ruinas con la torre desmochada (de cuando los
Reyes Católicos abatieron junto con las torres la insolencia levantisca de los nobles), y sobrias
mansiones señoriales con gárgolas que imitaban fantásticos tritones, faunos y vestiglos. Pero
junto a estas nobles piedras había horrendos y altísimos edificios modernos de ladrillo, tiendas
iluminadas con neón, fábricas situadas en el centro del casco urbano y otras mil novedades que
los aldeanos construyeron con orgullo de "modernizar" el pueblo, sin comprender que con ello
arruinaban la belleza primitiva.
—Mira —le dijo Alicia a su acompañante—. ¡Por aquí no ha pasado Samuel Alvar!
Y le señaló una soberbia cancela de hierro que enmarcaba un ventanal.
—Te advierto —comentó César Arellano— que no debes ser injusta al juzgar a los
antipsiquiatras. Su crítica de los antiguos sistemas hospitalarios ha sido muy constructiva y
gracias a ellos se han hecho reformas admirables en los manicomios. Su fallo consiste en ser
más "sociólogos" que "médicos", y en olvidar que para poner en práctica sus teorías hay que
crear primero una infraestructura que las haga posibles. Te aseguro que suprimir las rejas para
evitar la sensación de encierro opresivo a los enfermos es una medida excelente. Pero antes de
eso hay que construir ventanas que por su forma o su tamaño no quepa por ellos el cuerpo de un
hombre. La terapia ocupaciónal y la laborterapia son útiles y bienintencionadas... pero, ¡ojo!, no
puedes poner un martillo en manos de un hombre con instintos agresivos. El día que sus teorías
sociales se adecuen con las realidades científicas se
habrá dado un paso definitivo en beneficio del enfermo. No debes juzgar despectivamente a

Samuel Alvar.
—¡Odio a ese hombre! —comentó Alicia.
—No necesitas jurármelo... Dime, Alicia, ¿por qué le abofeteaste?
—Fue un impulso irresistible.
Caminaban a pie entre las callejas. Cruzaron bajo una arcada de la que nacían unos peldaños.
La calle era escalonada y, algo más arriba, se dividía en dos ramales en forma de horquilla que
dejaban en el centro, como una isla, una casona antigua y señorial.
—¡Ah, qué bonito es esto! —exclamó Alicia—. Cuando yo quede libre me gustaría comprar esa
casa, y convidar a mis antiguos amigos del hospital. ¿Aceptarías, César, que te invitara a mi
casa?
—Y tú, Alicia, ¿aceptarías venir a la mía?
—Claro que sí.
—Entonces vendrás a ésta. Porque ese viejo caserón es de mi propiedad.
—¡No me digas! ¿Vives aquí?
—Todavía no. Lo estoy arreglando por dentro.
—¡Necesito imperiosamente que me lo enseñes!
—No tengo las llaves conmigo.
—Otro día me lo tienes que enseñar.
—¿Por qué tanto interés, Alicia?
—Porque los hombres no tenéis idea de arreglar una casa por dentro. Y ese edificio es una joya.
Y estoy segura de que si no sigues mis consejos lo vas a arruinar.
César Arellano se detuvo en seco.
—Contagiado por tus impulsos, yo también estoy sintiendo uno: "irresistible" como los tuyos.
—¿Cuál?
—¡Abrazarte!
—¡Vedado de caza, espacio acotado, zona rastrillai! —exclamó Alicia fingiendo escandalizarse
por la ocurrencia.
—¿No me abrazaste tú a mí cuando te entregué la tarjeta naranja? —protestó Arellano.
—Pero lo hice mucho más inocentemente de lo que ahora leo en tus ojos.
—¿También sabes leer en mis ojos?
—En este caso, sí.
Detrás de la casona que tanto gustaba a Alicia había una antigua taberna muy graciosamente
decorada. HORNO DE ASAR, PEPE EL TUERTO, rezaba un cartel. A la entrada estaba la barra
repleta de una parroquia gritadora y bulliciosa que bebía vasos de tinto y engullía
botanas de todas clases. A esa estancia daban dos puertas. Una decía: COMEDORES; la otra,
TELEFONOS. Quedó Alicia como imantada ante la visión del auricular. César Arellano vio la
duda en sus ojos. Más ella —no sin gran sorpresa del médico— desistió de telefonear y penetró
en la segunda puerta. A los comedores se subía por una escalinata muy pina. Estaba bien
puesto el plural, pues eran tres los que había en la primera planta y dos en la segunda y última:
todos muy originales. Los techos eran de vigas de madera; y la decoración, ristras de ajos,
cebollas y pimientos que colgaban de las paredes entre platos de cerámica antigua. Por los
suelos una colección muy pintoresca de alambiques de cobre de las más diversas formas y
tamaños.
—¡Bienvenidos, don César y la compañía! —dijo un hombre vestido con un delantal de rayas
verdes y blancas que los había seguido por la escalera.
—¡Hola, Pepe, Dios te guarde! Tengo invitada de honor y quiero que luzcas tu buena cocina.
¿Qué nos aconsejas?
—Tengo unos pimientos rellenos que son de los que Dios se llevó de viaje; y unos caracoles a la
riojana, que hablan de tú al paladar; y unos cangrejos de río, que son como para relamerse la
partida de nacimiento. Eso, de primero. Y de segundo, lo obligado: cordero asado con salsa de

menta, que no lo hay mejor en toda Castilla. De postres no ando muy glorioso: queso y carne de
membrillo.
—¿Qué te apetece, Alicia?
—¡Todo! —respondió ésta con entusiasmo.
—Del cordero asado no se puede prescindir sin ofender al dueño de la casa —recordó
sabiamente el médico—. Y en cuanto al primer plato te sugiero que uno de nosotros pida los
caracoles y otro los pimientos, y nos los dividamos por mitades.
Pepe el Tuerto (que no era tuerto más que de apellido) apostrofó:
—Y como regalo de la casa yo les traigo unos cangrejitos para que vayan haciendo boca. Y así
lo prueban todo. ¿Qué vino quieren?
—¡El de la tierra es excelente! —recordó Arellano.
—Pues no hablemos más.
Fuese el mesonero para encargar la comida.
—No sabes, César, qué feliz me siento. Después de cuatro meses enclaustrada estoy como en
el paraíso.
—Y yo me siento feliz de verte feliz.
—Dime, César, ¿cuáles son los trámites legales para salir del manicomio?
—En tu caso, Alicia, o por solicitud formal de tu marido al director del hospital (que puede ser
denegada por éste caso de considerarte en "estado de peligrosidad") o cuando Samuel Alvar por
si mismo considere que no tienes razón alguna para seguir internada, en cuyo caso sedas
devuelta a tu marido, aunque éste no te reclamase. De aquí que me parezca una torpeza de tu
parte crearte un enemigo ¡precisamente en el director!
—¿Y en el supuesto (¡cosa que Dios no quiera!) de que mi marido sufriese en su viaje por
América un accidente mortal y que el director siguiese odiándome y se opusiera a soltarme?
—En ese caso te queda el medio de recurrir a la autoridad gubernativa, que dispondría lo que ha
de hacerse.
—Y si Alvar convence en contra mía a la autoridad gubernativa, ¿no me queda ya otro recurso?
—No.
Alicia sonrió maquiavélicamente.
—¡Qué poca imaginación tienes! ¡Claro que me queda otro medio de salir airosa de la empresa!
Pero no te lo digo porque eres demasiado inocente.
—Tal vez le ocurra a Alvar lo mismo que a mí —bromeó César Arellano—. Si yo fuese el director
no te pondría nunca en libertad. Eso sería tanto como perderte. Y no estoy dispuesto a un
sacrificio tan grande.
—Eres un amor, Cesar. Déjame seguir meditando en voz alta. Si no paro de hablar, sé que corro
el riesgo inminente de escuchar una declaración galante. ¡Y eso hay que evitarlo! Escucha. Yo
estoy segura de que la versión que di la semana pasada de por qué Samuel Alvar quiere ignorar
los compromisos que adquirió con García del Olmo, es auténtica. ¡No quiere que se sepa que la
falsificación de los documentos de mi ingreso se hizo de acuerdo con él! Pero estoy empezando
a considerar que tampoco me conviene nada a mí que eso trascienda oficialmente. Ni a García
del Olmo tampoco. De suerte que... tal vez no convenga insistir en que aquellos documentos
están falsificados.
—Explícate mejor...
—Si demuestro que los documentos eran falsos saldré del manicomio para ir a la cárcel, lo cual
no es una perspectiva que me haga especialmente feliz. En cambio, si mi marido me reclama, o
si el director me declara sana, saldré del hospital para ir directamente a casa. ¡A partir de
mañana me dedicaré a enamorar al director! ¿Qué te parece mi idea?
César extendió sus manos y posó sus dedos en la frente y en las sienes de Alice Gould.
—Tus ideas, querida Alicia, están ahí dentro, bajo tu piel, bajo tu cráneo, y son siempre tan
fantásticas e insospechas que quedan fuera de mi alcance.

—¿No decías que sabias leer en mis ojos?
—Sé leer tus sentimientos. Tus disparates, no. Alicia se sonrojó levemente.
—Soy consciente de que has leído en ellos que me gusta tu personalida4, que me agrada tu
conversación y que tu compañía me llena de calma y felicidad. ¡Pero eso no tiene ningún mérito!
Yo también he leído eso mismo en los tuyos.
Alice Gould tomó las manos de César, las retiró de sus sienes y se las llevó a los labios. Las
mantuvo unos instantes así, cerrados los ojos, concentrada en sí misma.
—¡Cangrejitos de La Fuentecilla! ¡Especialidad de la casa! —gritó Pepe el Tuerto subiendo la
escalera.
Cuando se hubo ido el mesonero, Alicia inició un monólogo con sus manos a las que llamó
"descaradas e impulsivas" y a las que amenazó con castigarlas si no la prometían ser más
discretas en adelante.
—Estás siendo muy injusta con ellas —protestó César Arellano—. Y me veo precisado a
consolarlas. Las tomó entre las suyas y ahora fue él quien las besó. Los cangrejos tardaron
varios minutos en comenzar a ser engullidos.

P LA DETECTIVE EN ACCIÓN


ANTES DE ASISTIR A LA FIESTA de Marujita Maqueira, Alicia escribió dos cartas. Una dirigida a su oficina, encareciendo que le enviasen su licencia de detective y una separata de su tesis doctoral, y otra a su marido. Querido mío:
Cuando recibas estas líneas ya te habrás enterado por la doctora Bernardos de mi situación y
del lío tan estúpido en que me he metido. Ven pronto a buscarme. Te quiere,             
, ALICE Releyó Alicia ocho o diez veces tan breves líneas, y de súbito, obedeciendo un impulso, la rasgó en trozos tan menudos como confetis. Quedó enajenada, contemplando las briznas de papel. ¿Por qué rompió la carta a Heliodoro? No encontró respuesta válida. Volvió a escribirla, palabra por palabra, idéntica a la anterior. Y sin pensarlo más la metió en un sobre y la guardó en su bolso. A la fiesta en el pabellón de deportes asistieron Norberto Machimbarrena (el hoy alegre y ayer asesino de tres compañeros de la Armada), Teresiña Carballeira (que no le aventajaba, mas tampoco se quedaba a la zaga respecto al número de homicidios), "el Hortelano", "el Falso Mutista", "el Albaricoque", las dos Conradas —madre e hija—, Chanto Méndez, ex "Duquesa de Pitiminí", Ignacio Urquieta (responsable de que en la recepción no hubiese una sola jarra de agua, aunque sí jugos, gaseosas y sangrías); don Luis Ortiz, quien en honor a sus anfitriones no lloró, y el hombre que soñaba despierto y que parecía totalmente restablecido. Por parte de los invitantes estaban Marujita; sus padres, que eran muy jóvenes y agradables; y un hermano suyo, también estudiante de Bachillerato, que estaba literalmente pasmado ante la conversación del "Albaricoque" y la no conversación de Carolo Bocanegra. Quedó muy sorprendida Alicia de que los Tres Magníficos no asistieran a la simpática fiesta de despedida, a pesar de estar invitados. Montserrat Castell tampoco apareció por allí. Tan sólo el doctor Sobrino (médico a cuyo cargo estuvo Marujita Maqueira) se acercó a saludar. Estuvo muy pocos minutos y se le veía más atento a lo que ocurría fuera que dentro del pabellón. Alicia estuvo el mayor tiempo posible con la señora de Maqueira, madre de Maruja. Extremó su amabilidad con ella, pues deseaba ganar su voluntad. Y al final le pidió que cuando saliera del hospital depositara en un buzón, al pasar por el primer pueblo, las dos cartas que le entregó. —¿Qué función desempeña usted en el hospital? —preguntó la madre de Maruja, Alicia mintió con toda la barba. —Soy la doctora Bernardos y mi misión es manejar la tomografía computarizada. ¡Ah! Se extendió Alicia en múltiples consideraciones acerca de las ventajas de "su" instrumento para trazar un diagnóstico y dijo tales dislates acerca de su especialidad que hubiera hecho sonrojar a una pared encalada. Apenas se hubo asegurado de que las cartas serían depositadas, la acució la necesidad de visitar en sus dependencias a la doctora Bernardos y conocer por ella misma la conversación mantenida con Heliodoro. Se despidió de la familia Maqueira con gran cariño y salió al exterior. Gran sorpresa fue la suya al ver rodeado el pabellón por guardias de uniforme y otros hombres, desconocidos para ella, de paisano. Le interceptaron el paso. —Sólo puede circularse en dirección al edificio central —le dijo el hombre. —¿Yo tampoco? —preguntó fingiendo gran perplejidad. Y, al punto, improvisó—: ¡Soy la doctora Bernardos! —Bien. Siga usted. Pero procure seguir las órdenes dadas y ponerse su bata blanca, doctora. —No me parecía correcto llevarla puesta en una recepción. ¡Ahora mismo me la pongo!
"¿Qué habrá pasado?", se preguntó Alicia. El manicomio parecía tomado manu militan. Llegó al
pabellón deseado. Nueva interrupción. Esta vez no podía preguntar por Dolores Bernardos de
parte de Dolores Bernardos, pues la omnipresencia no es don concedido a los humanos.
—Necesito urgentemente ver a la doctora.
—¿Qué quiere de ella?
—Soy la señora de Maqueira. Mi hija, que creíamos restablecida, daba hoy una fiesta y...
—Estoy enterado. ¿Ha ocurrido algo?
—Ha vuelto a tener una recaída. ¡Necesito urgentemente hablar con la doctora!
—Pase usted...
Subió Alicia camino del despacho de la médica. "Yo no soy mentirosa por gusto —se dijo
disculpándose— sino porque ¡me obligan!"
—¿Se ha enterado usted de lo ocurrido? —le dijo Dolores Bernardos al verla entrar.
—Será muy grave, sin duda... pero lo que yo quiero saber es si logró usted comunicarse con
Heliodoro.
—Su marido, Alicia, está en Buenos Aires.
—¿Está en Buenos Aires? ¡Buscándome sin duda! ¿Qué explicación le dieron en casa?
—Me respondió una de esas cintas grabadas que repetía siempre lo mismo: "Don Heliodoro
Almenara está de viaje en Buenos Aires. Si quiere dejar alguna comunicación, al oír la señal,
comience a dictarla. Puede usted disponer de un minuto".
—Es espantoso lo que me dice, doctora Bernardos. ¿No decía esa cinta dónde se aloja en
América?
—No.
Guardó Alicia silencio. La médica insistió:
—¿Ignora usted lo que ha ocurrido en el hospital?
—¿Qué ha ocurrido?
—Un paciente fue asesinado ayer durante la famosa excursión, otro
se ahogó, dos intentaron suicidarse y seis han desaparecido. Al notar que eran ocho los que
faltaban, se ha salido en su busca y se ha encontrado a los dos muertos, ¡víctimas de las ideas
geniales del director! De los otros no hay rastros. ¡Probablemente se han fugado o se han
perdido! Alicia quedó espantada de lo que oía.
—¿Conozco yo a alguno de los muertos?
—Probablemente ambos eran residentes del edificio central, ya que el asesinado es un chico
que se llama Rómulo. Uno de los rugados su hermano Remo. El otro, el ahogado, es...
—¿Han matado a Rómulo? ¿Han matado al "Niño Mimético"? ¡No quiero oírlo! ¡No quiero oírlo!
¿Quién ha sido el monstruo que ha hecho eso?
—Es lo que intenta averiguar la policía.
—¡Dios maldiga a su asesino! —exclamó Alicia, bañada en lágrimas—. ¡Pobre Rómulo, se ha
muerto sin decirme su secreto! Yo le quería como a un hijo. ¿Dónde están ahora los cadáveres?
—En la sala de autopsias. Esperando a que llegue el forense.
—¿Podría verlos?
—No, Alicia. Rigurosamente prohibido.
—Cuando se levante la prohibición o cuando se haga una capilla ardiente, me gustaría rezar una
oración junto al pobre Rómulo.
—De otra parte —informó la doctora Bernardos— no han aparecido los dos sociópatas de ETA.
Y la policía quiere averiguar si se mezclaron ayer entre los excursionistas.
—No será fácil averiguarlo. ¡Éramos cerca de trescientos!
—Desde que entraron aquí los políticos, no han ocurrido sino desgracias. Incluso los médicos
tenemos órdenes de no movernos hoy de nuestros despachos.
—¿Por qué ha dicho usted "sociópatas", doctora? A este tipo de maleantes ¿no se les llama
psicópatas?

La médica la observó atentamente. Recordó que en la junta de médicos, Alice Gould había afirmado ser doctora cum laude por una tesis muy parecida a la que ella presentó. Y se dispuso a aprovechar aquellas horas de inactividad forzosa para averiguar hasta qué punto la extraña señora de Almenara mentía en esto o decía verdad. —En su tesis doctoral sobre la delincuencia infantil —preguntó Dolores Bernardos— ¿considera usted psicópatas o sociópatas a los niños delincuentes? El tema me interesa mucho porque yo he escrito sobre la psicopatía del delincuente antisocial y creo que las anomalías de sus conductas están mucho más enraizadas en su infancia de lo que se ha señalado hasta ahora. Estos chicos de ETA que andan por ahí fuga dos, y que en su primer día de internamiento tumbaron a una débil mujer de un puñetazo, dejaron fuera de combate al enfermero Melitón Deza y noquearon a Ignacio Urquieta ¿son locos? ¿Son simples delincuentes? La respuesta no es tan sencilla como parece. ¿Cómo fueron sus infancias? ¿Qué raíces tienen, en sus anomalías de adultos, sus traumas infantiles? —Mi tesis doctoral —respondió Alice Gould— versaba exclusivamente sobre los gamines colombianos. ¿No ha oído usted hablar de ellos? La palabra con la que los denominan es un galicismo: deriva de "gamín" en francés, y no en su acepción de chicos, muchachuelos, sino de golfillos callejeros. La mayor parte de ellos desconocen quiénes fueron sus padres. Son seres abandonados, generalmente fruto de uniones ilegítimas, y por instinto se agrupan y forman bandas. En una sociedad tan culta como la colombiana son una lacra endémica. Se los ve dormir, de día o de noche, junto a las grandes autopistas, o bajo los soportales de las iglesias o en los porches de los comercios. Son tan jóvenes (cinco, seis, tal vez ocho años) que la policía se apiada de ellos. Esas bandas, inicialmente, piden limosna a quien se la da. Más tarde exigen dinero a quien no se lo da de buen grado. A los nueve o diez años cometen su primer robo en pandilla. A los catorce, su primer delito dé sangre. Son carne de presidio; son los futuros grandes bandoleros. Y muy pocos los que logran integrarse en la sociedad y acatar sus normas. Pero yo le aseguro que no son "individuos", enfermos de por sí, sino los frutos lógicos de una sociedad enferma. No son "antisociales" constitutivamente. No se han marginado por su propia voluntad. Es la sociedad quien los ha mantenido y los mantiene marginados. Prueba de ello es que cuando personas heroicas o instituciones beneméritas intentan rescatarlos, lo consiguen. La doctora Bernardos rondaría los sesenta años: tal vez algunos menos. Mediana de estatura, ancho el busto, grandes caderas, no era, a pesar de eso, una mujer obesa sino una mujer fuerte. Enviudó muy joven (de otro médico psiquiatra que llegó a ser director del manicomio de Conjo, en Santiago de Compostela); no tuvo hijos y dedicó toda su vida al ejercicio de su profesión. Entendió muy bien que Alice Gould no era una vulgar charlatana; que hablaba de lo que sabía y que entendía y dominaba los temas de los que hablaba. Era una mujer con "hechizo", y, sin duda, una de las pocas con quien poder mantener, en el hospital, conversaciones de cierta altura. —Los "psicópatas" a los que definí en mi tesis doctoral, difieren mucho de sus "gamines" — comentó—. Los míos no proceden de la miseria. Muchos pertenecen a clases pudientes o son hijos de gentes que sin vivir en la opulencia son dueños de pequeños negocios (tabernas, librerías, tiendas) o que tienen sueldos dignos, o poseen tierras o ganados con los que vivir con modestia, pero sin aprietos. No pertenecen a subclases como los gitanos nómadas o subculturas como los quinquis. Siendo niños, si roban no es para comer, sino para destruir lo robado. Si rompen un objeto no es porque les desagrade, sino porque agrada a otros. Si maltratan a un animal no es por defenderse de él, sino para verle sufrir. Si huyen de sus casas y abandonan sus familias no es por afán de aventuras, sino por un secreto, indómito e invencible sentido de la insolidaridad primero familiar, después social y por último individual. Son incapaces de querer a nadie. Su capacidad afectiva es nula. Esta es la cantera, la materia prima de donde surgen los "grapos", los "etas", las "brigadas rojas" italianas o los "meinhof' alemanes. Se los enclava bajo el común
denominador de psicópatas, término demasiado amplio y, por ello, mucho más inadecuado que el de sociópatas, que ya empieza a hacer fortuna, y que es el que yo defiendo. —Dígame, Dolores: ¿No todo delincuente habitual es un sociópata? —¡De ningún modo! El sociópata es un individuo clínicamente muy bien definido. ¿Le pongo algunos ejemplos? El delincuente habitual es un hombre que ha decidido infringir las leyes para vivir. Comprende la necesidad de las leyes, no las discute, pero se las salta. No odia a la sociedad, pero se aprovecha de ella. El sociópata infringe igualmente las leyes, pero no por sacar utilidad alguna de su infringimiento (lo cual, en todo caso, sería una causa secundaria), sino por considerar intolerable la existencia misma de las normas. Si un delincuente común roba un cuadro o cualquier obra de arte es para venderla y obtener un beneficio. El sociópata, una vez robada, la quema, o la abandona una vez destruida. Al revés del delincuente "normal" el sociópata odia a la sociedad y no se aprovecha de ella. En un interrogatorio policial el delincuente común se quedaría realmente pasmado si le preguntaran por qué había robado las joyas del camarín de la Virgen en una ermita alejada. ¿Para qué iba a ser? ¡Para desguazarlas y venderlas y obtener un dinero! ¿Acaso existía otra respuesta razonable? Pero es evidente que existen otras respuestas: "porque no me gusta que una estatua de madera lleve joyas", o bien "porque cuando yo era niño y creía esas sandeces le pedí un favor a esa virgen y no me lo concedió". O bien "porque pasé por ahí y se me ocurrió demostrar al párroco que era tonto". ¡Estas hubiesen sido típicas respuestas de un sociópata! El delincuente común padece sentimientos de culpabilidad e incluso el arrepentimiento. El sociópata, en cambio, está muy satisfecho de su conducta. Y tiende a airearla y darle publicidad. Un delincuente común, generalmente, con mejor o peor fortuna, "planea" sus actos delictivos. Al sociópata se los planean otros, y el rasgo característico de su impulsividad consiste en convertir inmediatamente en actos sus deseos: lo mismo se trate de una violación que de disparar contra un policía que hace guardia en una esquina o está plácidamente tomando un refrigerio en un bar. "Pero el rasgo diferencial de un sociópata respecto a los incursos en cualquier otro cuadro clínico psiquiátrico es el hecho de no padecer alteración alguna es su inteligencia. Resuelven positivamente los tests y el médico puede apreciar en la entrevista exploratoria de su mente una manera adecuada de razonar. ¿Son, por tanto, enfermos, o no lo son? Su peligrosidad queda fuera de toda duda. Y están patológicamente inclinados a la reincidencia. El que ha matado una vez, matará dos. Mas ¿cuál es el medio adecuado de la sociedad para defenderse de esos enemigos natos y primarios de todo orden sociopolítico? ¿El patíbulo, la cárcel perpetua o el manicomio? Los problemas médico-legales que plantean los sociópatas son harto sutiles. Sus conductas están gravemente deterioradas, pero no a causa de una deformación previa del sistema intelectivo, sino por la ausencia de códigos morales o por la sustitución de éstos por otros que se ciñen a sus tendencias. Ello los transforma en eternos inadaptados, fanáticos de lo absurdo, que aplican su ley no contra los individuos, sino contra la sociedad en su conjunto por razones que ellos mismos no saben explicar, ni las leyes combatir, ni los sociólogos entender. ¡Desde luego, a nosotros los médicos nos molesta mucho que los jueces nos cuelen en el manicomio delincuentes de esta procedencia! Es de las pocas cosas en que estoy de acuerdo con algún médico, cuyo nombre prefiero callar, de este hospital... ¡Por cierto, Alice, estuvo usted durísima, pero brillantísima también, la otra tarde en su duelo con el director! No acabo de entender cómo consiguió usted llevarle a su propio terreno y dominarle de tal modo. Si no tuviera hartos motivos para desconfiar de él, me hubiera llegado a dar pena, como cuando un boxeador es excesivamente superior a otro y lo masacra sin que el árbitro interrumpa la pelea. ¡Todo cuanto usted dijo de los suicidios, de las fugas, de la utopía de los métodos de los antipsiquiatras, es asombrosamente cierto! ¿Cómo consiguió usted informarse tan a fondo? —Mi profesión me obliga a ser muy observadora —comentó Alicia.
Y creyó entrever que Samuel Alvar no era santo de su devoción. El calor que empleó en
felicitarla por su actuación de la víspera, ¿se debía exclusivamente a la brillantez con que supo
defenderse; a las pruebas y argumentos contundentes para alegar que ella era una mujer sana;
a la lógica empleada para dejar bien patentes las razones por las que quiso ingresar en el
manicomio... o por el baño dialéctico que había dado a
un individuo que no le era grato, ni como hombre ni como médico, y cuya inquina hacia Alice
Gould tenía todos los visos de apoyarse en razones poderosas, incomprensibles y no limpias?
En esto estaban cuando sonó el teléfono de la doctora. Escuchó atentamente, respondió con
monosílabos y colgó.
—Los "sociópatas" de ETA acaban de ser encontrados en los sótanos de la antigua Cartuja...
¡Ambos muertos!
—¿Asesinados?
—¡Degollados! La orden de no movernos de donde estamos subsiste. Ahora los traen al
depósito. ¡No le faltará trabajo al forense! Déme uno de sus cigarrillos, Alicia. ¿Quiere que le
prepare un té?
Al cabo de media hora sonó de nuevo el teléfono del despacho y Dolores Bernardos lo descolgó.
Escuchó unas palabras.
—Espere un momento —dijo.
Y separando el auricular del oído, alzó los ojos hacia Alicia.
—Me tiene usted que perdonar, señora de Almenara, pero debe usted marcharse. El forense
está ya en el despacho del director y subirá aquí de un momento a otro. Ya la tendré informada.
Ahora váyase, por favor.
Volvió a acercar el auricular al oído y a tomar notas de lo que le decían. Alicia se formó
rápidamente su composición de lugar. El forense —había dicho la doctora Bernardos— "subirá
aquí". Luego era en esa misma planta donde estaban depositados los cadáveres. Fuese hacia la
puerta, junto a la que había una percha de la que colgaban un impermeable de verano y una
bata blanca. Tomó la bata y salió. Al otro extremo del largo corredor un policía montaba guardia.
Se enfundó la bata y se acercó a pasos decididos hacia él. Entretanto iba pensando para sí:
"Una mentira más... ¿qué importa al mundo?"
—Soy la nueva forense —le dijo al policía—. ¿Es aquí?
—Pase usted, doctora.
En la sala olía a formol. Los cuatro cadáveres yacían en camillas de operaciones. Los de los
etarras estaban degollados. El arma empleada debió de ser un gran cuchillo, sin duda. El del
pequeño Rómulo carecía de heridas aparentes. Un hilillo de sangre ya seca le caía del labio
sobre el mentón. Su cuerpo estaba menos rígido que el de los racistas. Aquéllos, sin duda,
llevaban más tiempo muertos. Alicia acarició su cara y le besó en la frente. Hizo un gran esfuerzo
por dominar su emoción. Empezaba a comprender... Empezaba a sospechar... Tomó la mano
del gemelo entre las suyas y observó sus uñas con gran atención.
La voz del inspector sonó tras ella con tono profesional.
—Tiene hundido el tórax y reventado el vientre, con las entrañas fuera. Ahora lo verá usted.
Lo que acababa Alicia de descubrir era de extrema gravedad.
En el ahogado, Alicia reconoció al primer hombre al que vio dormir sobre la "almohada
esquizofrénica".
Le apenó considerar su triste destino. Pero muy pronto dejó de mirarle para volver sus ojos hacia
los otros tres muertos: "Ya sé quiénes son sus asesinos", murmuró para su coleto. Y en voz alta
comentó:
—Voy a buscar mi instrumental.
Y, fuertemente impresionada por lo que había visto y descubierto, salió para no volver.
No se quitó la bata blanca para no verse privada de libertad de movimientos. Dio un gran rodeo
por el parque como precaución, ya que no quería en modo alguno cruzarse con el auténtico

forense que vendría, como mandaba la lógica, por el camino más corto desde el despacho del
director y, probablemente, acompañado por éste.
Se acercó Alicia a un policía de paisano.
—Buenas tardes, inspector.
—Buenas tardes, doctora.
—Si no es indiscreción, ¿podría decirme quién dirige la investigación de estos crímenes?
—El comisario Ruiz de Pablos. Algunas personas van a ser interrogadas.
—¿Sería usted tan amable de hacerle llegar una nota diciendo que sólo es necesario que tome
declaración a una persona? Me consta que hay alguien en el hospital que tiene la clave de lo
ocurrido.
—¿Respecto a cuál de los tres crímenes?
—Respecto a los tres. Todo lo que sea retrasar su declaración es perder el tiempo, inspector. Se
trata de una mujer. Tome su nombre, por favor. Se llama Alicia de Almenara.
Despidióse Alice Gould del asombrado policía y penetró en el edificio central por la puerta que
daba a los lavabos. Allí colgó la bata y salió a la galería, en el momento justo en que vio al hoy
ahogado dormir con la cabeza reclinada en una almohada inexistente. Este individuo ya no
estaría más allí. Tal vez tuviera en el otro mundo una almohada mejor. A la mujer auto castigada
en el rincón le habían cambiado la ropa mojada por otra seca, y seguía donde siempre.
Avanzó por el pasillo. "La Niña Péndulo", indiferente al drama que le había ocurrido al gemelo, se
cimbreaba como un junco agitado por el viento eterno. Su balanceo era el mismo de otras veces.
Con todo, al no estar Rómulo a su lado acariciándole la frente, parecía mucho más desvalida.
"El Hombre Elefante", lejos de ella, pero sin dejar de mirarla, enternecido, estaba sentado donde
solía. Nadie se ocupó de cambiarle la ropa. Muchos de los allí reunidos habían asistido a la
fatídica excursión, y a unos se acordaron de vestirles y a otros no. ¡Se carecía de tiempo para
poder ocuparse de todos! ¿Cuántos de ellos carecían de memoria o de sentimientos para echar
de menos al ahogado, a los fugados y al gemelo?
Ignacio Urquieta no estaba. Dejó de verle en la fiestecita de Maruja Maqueira, cuando alguien le
avisó que preguntaban por él. Se acercó a varios enfermeros y enfermeras que cuchicheaban
agrupados en un rincón.
—¿Hay más noticias de lo ocurrido? —preguntó.
—Sí. Algo más lejos de donde aparecieron los cadáveres de los "políticos", se han descubierto
unos trapos con los que el asesino se lavó las manos de sangre y limpió el cuchillo.
—¿Hay agua en los sótanos?
—Allí están los antiguos lavaderos de los frailes.
—La calefacción y las calderas de agua caliente están también allí, ¿no?
—En efecto, aquello es inmenso.
Alicia no necesitaba conocer este detalle para estar "segura" de quién era el homicida de los
etarras, pero ello le ayudaría a argumentar su descubrimiento.
—¿Alguno de ustedes asistió a la excursión? Había tanta gente que no los vi. Yo fui una de las
primeras en regresar.
—Fue un verdadero drama recuperar a toda su gente, encontrar a los rezagados y emprender el
camino de vuelta. Y una gran peña que nadie viese caer al agua al que se ahogó. No había más
de treinta centímetros de profundidad, pero como carecía de reflejos y cayó boca abajo, así se
quedó. Para mayor desgracia, ya de regreso a la búsqueda de los que faltaban, descubrimos el
cuerpo del pobre Rómulo. Debieron de matarle con una gran piedra en el pecho, que después
retiraron de ahí.
—¿Existen sospechosos?
—Han detenido a cuatro. Uno de ellos es Urquieta, su compañero de mesa. Parece ser que ayer
"los políticos" le dieron una paliza. ¡Sentiría que ese hombre, por vengarse, se hubiera metido en
un lío!

—Será puesto en libertad en seguida. Tiene una magnífica coartada —aseguró Alicia. Los "batas
blancas" la miraron asombrados.
—¿Cuál?
—Primero he de decírselo a la policía. Pero les prometo contárselo todo. ¿Quiénes son los
demás detenidos?
—Una enfermera a quien esos bestias abofetearon y un compañero nuestro, Melitón Deza, a
quien amenazaron con matar a sus hijos. También detuvieron a Remo, el hermano del muerto.
Alicia se sintió vivamente interesada al oír esto.
—Pero ¿no se había fugado?
—Eso creímos. Pero regresó solo muchas horas después. Y como entre esos dos gemelos
pasaban cosas muy raras... los "polis" han pensado que todo es posible.
En eso estaban cuando desde "la frontera" se oyó gritar:
—¡Almenara! ¡Que pase al despacho de la Castell!
Despidióse Alicia de los enfermeros. Estaba triste, pero satisfecha. Se consideraba en uno de
sus días más lúcidos y estaba dispuesta a dar la gran campanada. En los anales del hospital,
algún día futuro se escribirá: "Aquí estuvo Alice Gould".
Montserrat la recibió en una actitud un tanto cómica: de pie, las piernas en aspa, los brazos
cruzados sobre el pecho, y una mirada que tenía, a partes iguales, todos estos ingredientes:
asombro, preocupación, recelo y amistad.
—¿Qué nuevo disparate vas a cometer, Alice Gould?
—Desde que estoy aquí "dentro" no he cometido ningún disparate —rectificó Alicia sonriendo—.
Los que están "fuera" no lo comprendéis todavía.
—¿Es cierto que le has dicho a un policía que la única persona del hospital que sabe todo lo
ocurrido eres tú misma?
—Sí. Y es certísimo.
—¿Es verdad que te has hecho pasar por una doctora?
—Sí. ¡Y también por la señora de Maqueira! ¡Y por una forense! ¡Era el único modo que tenía
para moverme de un lado a otro, descubrir los tres crímenes y contárselo a la policía!
—Alicia, querida, ¿te has vuelto loca?
—Montserrat, querida, si yo estuviera "loca de antes" hubiera sido muy inoportuno que perdiera
el juicio precisamente hoy en que voy a demostrar a sanos y enfermos que ni lo estoy ni lo he
estado nunca.
Montserrat hizo un gesto de desaliento.
—¡Me moriré sin comprenderte!
—Te juro que no te morirás sin comprenderme... ¡siempre que vivas unos minutos todavía...!
—Escúchame, Alicia. Dentro de poco vas a hacer una declaración voluntaria ante médicos y
policías. ¿Qué pretendes con ello?
—¡Dar la gran campanada!
—No sé cómo explicártelo, Alicia, sin ofenderte. Eso que dices es
muy poco prudente. Piensa que, a lo mejor, en ese exceso de seguridad tuya radique la raíz de
un mal: de una enfermedad, ¿me comprendes?
—¡Montse, Montse! Atiéndeme bien. Si no estoy loca no tienes por qué preocuparte. Y si lo
estoy, no tengo remedio. Y en ese caso ¿por qué te vas a preocupar?
—¡Eres incorregible!
—Por cierto, Montse, ¿quién va a pasar a máquina mi declaración?
—Yo misma.
—Pues escucha bien lo que te digo —añadió Alicia con gran seriedad—. No aceptes que te
dicten ellos lo que yo declare. Lo que yo diga, lo dicto yo. No quiero interpretaciones ajenas que
me puedan perjudicar, ¿me entiendes?
Montserrat quedó perpleja al oír esto, porque ella siempre pensó "atemperar" sus declaraciones

para favorecerla. Pero estaba claro que Alicia de Almenara no cedía su derecho a una trascripción textual de sus palabras. Quería actuar a cuerpo descubierto, sin más acá ni más allá, y a banderas desplegadas. Sonó el teléfono. La señora de Almenara debía pasar al despacho del director. Montserrat Castell, los antebrazos paralelos y, sobre ellos, su máquina de escribir, la siguió por el pasillo. Ya no era ella la que guiaba a Alice Gould. Ahora era Alice Gould quien la guiaba a ella. Como tenía las manos ocupadas, Montse no pudo santiguarse antes de entrar en el despacho de Samuel Alvar. ¡Estaba aterrada! Al cuarto de trabajo del gran jefe le habían añadido varias mesas auxiliares, con sus sillas correspondientes, y el director cedió su mesa de trabajo al comisario Ruiz de Pablos. Este era un hombre pequeño, calvo, próximo a los sesenta años, de ojos cansados, brazos cortos y manos casi infantiles que mantenía quietas y enlazadas como si rezara apoyado sobre la mesa. Junto a él, también sentado, estaban dos policías, uno de ellos —el inspector Soto— con una preciosa cara de caballo; el otro, con cara de moro. El resto del auditorio estaba compuesto por Montserrat (que se instaló muy cerca de la silla que ofrecieron a Alice Gould) y "los tres Magníficos": Arellano y Ruipérez, sentados; Samuel Alvar, de pie y las manos a la espalda. —Buenas tardes, señores. —Buenas tardes, señora de Almenara. Ese es su nombre, ¿verdad? Alicia afirmó con la cabeza. —A través del inspector Morales ha pedido usted verme con urgencia, ¿no es así? —Así es, señor comisario. —Explíqueme por qué. —Porque sé quiénes, cómo y por qué han cometido los tres crímenes. Y puedo asegurarles que no es ninguno de los cuatro detenidos. —¿Ha sido usted testigo de los tres crímenes? —preguntó con aire aburrido él comisario. —No, señor Ruiz de Pablos. De ninguno. Tampoco usted ha visto lo que ha ocurrido y estoy segura que acabaría descubriendo lo mismo que yo. Pero tardaría más. Sólo he pretendido con esta entrevista no hacerle perder tiempo. Cuando estuve en el depósito de cadáveres... —Eso es imposible —cortó seco Samuel Alvar—. Todas las puertas de acceso estaban vigiladas. —Querido director —murmuró con hastío Alce Gould—: tiene usted la mala suerte de contradecirme siempre en las cosas que puedo probar. Mis testigos son: el policía que hacía guardia a la puerta del pabellón de deportes, a quien le dije que yo era la doctora Bernardos y el cual me vio ir hacia su unidad; el que hacía guardia ante la unidad de la doctora Bernardos, a quien dije que yo era la señora Maqueira y que mi hija, a quien se consideraba ya curada, acababa de sufrir un brote de locura, motivo por el cual necesitaba ver imperiosamente a la doctora Bernardos; la propia doctora, a quien robé su bata blanca que todavía estará depositada en los lavabos del pabellón central; y, por último, el inspector que hacía guardia ante la sala de autopsias, a quien dije que yo era la nueva forense: lo que me permitió entrar en la sala de autopsias. Todos ellos podrán declarar que lo que digo es verdad. Iba de nuevo a hablar Samuel Alvar cuando el comisario recordó que era él quien dirigía el interrogatorio. —¿Qué intención le movió a querer ver los cadáveres? —Descubrir a los asesinos. —¿Y cree usted haberlo conseguido con sólo echar un vistazo a los muertos? —Sí, señor comisario. —Pues bien, comience usted a dictar todo lo que vio y lo que dedujo. Montserrat Castell alzó los dedos al aire sobre las teclas de la máquina de escribir, como una pianista que va a iniciar un recital, y Alicia comenzó a dictar: —Yo, Alicia Gould de Almenara, de nacionalidad española, casada, sin hijos, detective diplomado con licencia 2 4 6972 guión 76, legalmente secuestrada en el Hospital Psiquiátrico de
Nuestra Señora de la Fuentecilla, declaro que al estudiar los cadáveres depositados en la sala de autopsias comprobé que dos de ellos habían muerto recientemente y otros dos lo habían sido con muchas horas de anterioridad. Respecto a estos dos últimos, lo primero que advertí es que Ignacio Urquieta no pudo de ningún modo haberlos matado, cosa que confirmé más tarde con otro detalle. Estaban degollados a cuchillo. ¿Y cómo podía haber conseguido Ignacio Urquieta un cuchillo de las dimensiones que exigían las heridas si no era penetrando en alguna de las cocinas, que es donde se guardan? Esto es muy difícil para cualquier otro recluso, pues las cocinas están muy vigiladas aunque reconozco que no es imposible robarlos con astucia y habilidad. Pero en el caso de Urquieta es radicalmente imposible: porque en las cocinas hay agua, fregaderos y grifos que pueden chorrear. Además de esto, el asesino se limpió las manos con un trapo mojado en los antiguos lavaderos de los frailes, por donde mana una fuentecilla de agua continua. Ruego a los doctores que expliquen al señor comisario y al señor inspector por qué esto representa una imposibilidad que elimina de toda sospecha a don Ignacio Urquieta. Los tres médicos quedaron convencidos con el argumento de Alicia. —Si me permite, comisario —intervino César Arellano—, quisiera aclarar esto. Hacerse con un cuchillo es muy, muy difícil, pero no imposible. Lo que para nosotros los médicos es inaceptable es que el señor Urquieta se lavara las manos en agua. Sí ustedes dan por probado que tanto el cuchillo, como las manos del asesino, fueron lavadas con ese trapo que encontraron cerca del lugar del crimen... entonces me veo forzado a aceptar la declaración de esta señora y apoyarla. Ese hombre padece un horror patológico al agua. ¡Desechen ustedes a Ignacio Urquieta de la lista de sospechosos! —¿A pesar de haber recibido una paliza humillante delante de dos mujeres? —intervino uno de los inspectores. —Fui testigo presencial de esa paliza —exclamó con calor Alice Gould—. Yo estuve presente cuando los militantes de ETA tumbaron de un golpe, o mejor, noquearon a Ignacio. Y como los enfermeros de guardia se lo llevaron, privado de sentido, él no pudo ver por dónde huían sus agresores. Pero yo sí: ¡iban a reunirse con el que iba a ser su asesino! —¿A qué hora fue eso? —preguntó con tono aburrido el comisario. —El doctor Arellano puede ayudarme a recordarlo. No habrían transcurrido dos o tres minutos desde que él me dejó en compañía de la señorita Maqueira y del señor Urquieta, anteayer, miércoles, día de la junta ordinaria de médicos. —Eran las diez menos veinte de la noche —precisó César Arellano. —Bien —volvió a hablar el comisario—, ¿por qué dijo usted que iban a reunirse con el que iba a ser su asesino? —Me he expresado mal. Ellos no tenían intención de reunirse con nadie. Pero alguien los detuvo. Alguien que hablaba en vascuence y que prometió ayudarlos. Este hombre (muy buen conocedor, por lo que diré después, de los sótanos) los introdujo en el laberinto que hay allí abajo; asegurándoles que existía un pasadizo secreto de los antiguos frailes para salir al otro lado de las murallas, cosa perfectamente creíble y hasta probable. Les rogó que esperaran allí, entretanto él iba a buscar una linterna para guiarlos. ¡Y lo que trajo fue un cuchillo! —¿No dijo usted que era altamente difícil encontrar un cuchillo? —Con una sola excepción: los pacientes qué viven en viviendas particulares tienen cocinas montadas con todos sus utensilios. Y hay un enfermo que reúne esas condiciones: vivir en una de esas viviendas en que hay cocinas propias, hablar vascuence, y haber sido internado por haber dado muerte a cuchillo, hace más de cuarenta años, a tres separatistas vascos. Los doctores que me escuchan saben que me estoy refiriendo a Norberto Machimbarrena, maquinista de la Armada, colaborador voluntario para arreglar cuantos desperfectos ocurrieran en las máquinas y calderas instaladas en los sótanos y que decía estar aquí para vigilar si había separatistas vascos. En cuanto supo que había dos, decidió eliminarlos. Y en cuanto los vio se
los escabechó limpiamente, dicho sea con perdón por la vulgaridad del vocablo. ¿Puedo rogar al
doctor Ruipérez que explique a estos señores policías en qué consiste la enfermedad de
Norberto Machimbarrena?
Hízolo el aludido. Contó la obsesión de este paranoico por matar a vascos separatistas. Recordó
cómo todo paranoico —el loco razonador— guarda siempre en su memoria su fábula delirante. Y
cómo el tal Machimbarrena seguía considerándose miembro de los servicios de información de
la Marina (cosa que ni era en la actualidad ni lo fue nunca antes) con la supuesta misión de
descubrir traidores a España.
—La versión de esta señora he de confesar que me parece altamente plausible —concluyó.
Y tras una pausa que empleó en observar con admiración a la Almenara, añadió:
—Es más. Creo que no hay otra posible.
El comisario respondió secamente; casi con acritud:
—Decidir eso no es asunto suyo, doctor. Lo que quisiera saber es cómo la señora de Almenara
sabe lo que ocurrió "en el interior" del sótano sin haberlo visto.
—Es pura deducción, señor comisario —dijo Alicia—. Sólo quería llamar su atención respecto a
la imposibilidad de que Ignacio Urquieta fuera culpable y... sobre mi creencia, que someto a su
mejor criterio, de que Norberto Machimbarrena debe ser interrogado. Pero no creo que mi
deducción de lo que ocurrió en el sótano difiera mucho de la verdad. Usted lo comprobará muy
pronto personalmente. En cuanto al tercer crimen...
—Un momento, señora. Antes de pasar al tercer crimen quisiera pedir al inspector Soto que se
encargara personalmente de hablar con la doctora Bernardos; devolverle su bata, caso de que la
haya perdido, y preguntar a los policías que hacían guardia en los sitios que ha dicho la señora
de Almenara, si confirman su declaración. De paso, que traigan a ese individuo llamado
Machimbarrena, y que espere fuera.
—Perdón —interrumpió Alicia—. A Machimbarrena no conviene que lo traiga la policía, sino un
médico.
—Comisario —dijo interviniendo César Arellano—: no eche en saco roto lo que ha dicho esta
señora. Si ése hombre se considera apresado, no declarará nada. Se dejará matar antes de abrir
la boca. Pero si cree que quien le llama es el jefe de los servicios de Información de la Armada,
confesará de plano. Y aspirará a una recompensa.
—Caso de que tenga algo que confesar... —murmuró el comisario.
—Tal vez la persona indicada para traer hasta aquí a Norberto Machimbarrena sea la doctora
Bernardos —sugirió Ruipérez—. Así el inspector se ahorra una visita.
La pregunta del comisario más que una cuestión fue una orden:
—¿De acuerdo, Soto?
—De acuerdo.
Y salió, no sin gran decepción de Alice Gould, a causa de lo mucho que le gustaban los caballos.
—¿En cuanto al tercer crimen? —inquirió el comisario Ruiz de Pablos.
—En cuanto a ese horrible crimen, y ya que ustedes no pueden interrogar al joven Remo, voy
a...
—Si podemos o no podemos interrogar a ese muchacho no es asunto suyo, señora.
—¡No pueden ustedes interrogar a Remo! —porfió Alicia terca.
—Insisto en que vamos a interrogarlo —anunció el comisario.
—Y yo insisto en que no; ¡porque el joven Remo ha muerto! La declaración de Alicia produjo
auténtica conmoción. Y Montserrat Castell perdió el aliento cuando le oyó decir:
—Tengo dos testigos de que lo que afirmo es cierto: uno está en este cuarto. ¡La señorita Castell
no me dejará mentir!
Sonrojóse Montserrat. Por un lado no quería perjudicar a su extraña amiga y de otro ¿cómo no
contradecirla? ¡Ella ignoraba que Remo hubiese muerto!
—Los dos hermanos —explicó Alicia— eran tan iguales que médicos y enfermos sólo los

distinguían por su actitud: bulliciosa e incansable la del agilísimo Rómulo; pacífica y solitaria la
de Remo. Pero muy pocas personas sabían que, además, tenían otro signo de diferenciación:
Rómulo poseía una pequeña adiposidad en el pabellón de la oreja derecha del tamaño de un
pequeño chícharo (muy parecida por cierto a otra que tengo yo), mientras que Remo carecía de
ella.
—¡Es cierto! —murmuró aliviada Montserrat.
—¿Se pasa usted palpando las orejas a todos los residentes, en busca de adiposidades
semejantes? —preguntó el director. El comisario intervino:
—Le ruego, doctor Alvar, que no olvide lo que le dije antes. Soy yo quien ha de preguntar.
Dígame, señora de Almenara, ¿comprobó usted que el cadáver del que todos creían que era
Rómulo carecía de ese detalle?
—Sí, comisario. Y como el verdadero Rómulo ha regresado ya, no será difícil constatar esa
diferencia. Yo no me paso la vida palpando orejas ajenas, como ha sugerido, con la jovialidad
que le caracteriza, nuestro contumaz y simpático director (aunque algún día me gustaría darle un
buen tirón a las suyas), pero quienes sí hacen esto, con todo "nuevo" que ingrese aquí, son dos
personas: el propio Rómulo, por razones misteriosas qué ha prometido decirme, y Charito Pérez,
porque asegura que ese defecto es señal de bastardía.
—No se desvíe del tema principal, señora —dijo Ruiz de Pablos, que comenzaba a atender las
palabras de Alicia con un talante bien distinto al del comienzo.
—Pues bien, comisario. Desde el momento mismo en que advertí que el muerto era Remo
sospeché quién era el asesino.
El comisario Ruiz de Pablos, que había imaginado que iba a escuchar el relato fantástico de una
logorreica, iba de asombro en asombro. Montserrat Castell aprovechaba las pausas para pedir a
Dios que—Alicia saliese bien parada de aquella sesión. Ruipérez comenzaba a dudar de sus
primeros juicios. Y César Arellano tenía tal fe en la astucia, la capacidad de observación y la
inteligencia de Alicia, que estaba seguro de que decía la verdad.
—Para explicar con mayor claridad cómo llegué a la conclusión de quién era el asesino, yo le
rogaría, señor comisario, que autorizara al doctor Arellano a buscar en sus archivos el test que
me hizo al ingresar aquí.
—Los expedientes son secretos —interrumpió el director. Ruiz de Pablos le miró con severidad:
—¿Incluso para descubrir un asesinato? Alice Gould rompió a reir.
—¡No es la primera vez que oye usted eso mismo, director! Y la oposición a la autoridad puede
llegar a constituir un delito.

—Ve al archivo, Montserrat —ordenó el director— y trae el expediente de la Almenara.
—Al hacerme el test —continuó ésta— me pidieron entre otras muchas cosas que hiciese un
dibujo. Y entonces, aunque torpemente, pues soy mala dibujante, reflejé un episodio que me
había impresionado vivamente aquella misma mañana. En ese dibujo hay tres personas: el
asesino de Remo, su hermano Rómulo y... "la que es motivo del crimen".
—Ahora lo entiendo todo, comisario —exclamó Arellano sin poder ocultar su admiración—. Lo
que dice esta señora es de una increíble lucidez. De modo, Alicia —dijo dirigiéndose a ella—,
que tú crees que el asesino es...
—¡"El Hombre Elefante"! —exclamó Alicia con energía.
—Ignoraba que os tutearais —comentó muy sorprendido el director.
—¿Lo prohíbe el reglamento? —preguntó, rápida como una saeta, Alice Gould. Entró Montserrat
con el expediente.
—¿Puedo tutearla, director? —pidió permiso Alicia, con harta insolencia. Este respondió con un
gesto de hastío.
—Busca, Montse, por favor, los dibujos de un interior y un exterior que me encargaste. ¡Ese, ése
mismo es!

Lo tomó Alicia con sus manos y se lo llevó al comisario. Los demás médicos, así como la Castell, rodearon la mesa. —¿•Ve usted, comisario? ¡Este hombre gordo e inmenso es el asesino! Este chiquillo que ataca y provoca insensatamente, como lo haría un gato salvaje que se atreviese con un proboscidio, es Rómulo. Y esta niña arrodillada en el suelo cara a la pared, y que es bellísima, es el gran amor de los dos. La historia es realmente conmovedora. Rómulo cree que la chiquilla es su hermana y la considera como algo suyo: algo de su propiedad. Se sienta junto a ella y durante horas le habla y le acaricia la cabeza. Es emocionante escucharle inventar cuentos para ella sola y decirle cosas bonitas con tal ternura que estremece a quien le oiga. Pues bien, entretanto, este hombre que yo he dibujado de pie, se pasa las horas muertas sentado y con los ojos fijos, llenos de amor, puestos en la muchacha. Rómulo no se aparta de ella para guardarla, siempre protegida del gigante. Y el gigante no se acerca porque tiene miedo a Rómulo. No he visto esta escena una sola vez, ¡la veo a diario! Pero aquel día, el que llamamos "Hombre Elefante" se puso en pie, y como es muy torpe, dio un pequeño tropezón que asustó a Rómulo, y éste, creyéndose atacado, se puso en esta posición del dibujo, enseñándole los dientes, dando de rodillas, pequeños saltos, con una agilidad pasmosa, gruñendo como un leopardo y amagando zarpazos, como si fuese una fierecilla acosada y furiosa. Lleno de miedo, el gigantón se fue, andando de lado, para no ser atacado por la espalda. Fíjense bien en lo que he dicho: "para no ser atacado por la espalda". Porque, en efecto, no pasarían muchos días sin que Rómulo pasara de los gruñidos a los hechos. Y le saltaba por la espalda, le mordía las orejas, le arañaba el rostro y, en cuestión de fracciones de segundo, huía después, ágil como una ardilla. Nunca le daba frente. De frente le tenía miedo. —Señora —interrumpió el comisario—, deduzco de lo que estoy oyendo que "el Elefante", como usted le llama, tenía MOTIVO para matar a Rómulo más no a Remo, mientras que usted dijo antes que comprendió quién era el asesino precisamente al comprobar que el muerto era Remo y no Rómulo. —Exacto. A Rómulo, que es agilísimo (y el gigante torpísimo), no hubiera podido atraparle jamás. Mientras que a Romo sí, porque éste no tenía razón alguna para huir de él. Al regresar de la excursión de esta mañana, Rómulo, alertado, caminaría siempre detrás del gigante. Este vio de pronto junto a sí a Remo, y confundiéndole con su hermano, lo mató. —¿Cómo lo mató? —Echándoselo a la espalda como un fardo. Y después dejándose caer sobre él. Y repitiendo este movimiento cuantas veces fuese preciso hasta aplastarlo con sus ciento sesenta kilos: tal como lo hubiese hecho un auténtico elefante. —Señora de Almenara, ¿usted ha visto todo lo que está contando? Alicia no respondió directamente a esta pregunta. —Señor comisario, en el rostro del "Hombre Elefante" están los arañazos y mordiscos que le propinaba Rómulo por detrás. En la espalda de la ropa del gigante hay briznas de hierbas al haberse dejado caer y en sus pantalones sangre del muerto, cuyas entrañas reventaron. Y en las uñas de Rómulo, salvo que hayan cometido el error de bañarle y limpiarle, hay piel ensangrentada de la cara y las orejas del asesino de su hermano. —No ha contestado usted a mi pregunta: ¿usted ha visto todo lo que nos ha contado? —No, señor comisario. —¿La sangre en los pantalones del gigante la ha visto usted? —No. —¿Las huellas de piel en las uñas de Rómulo? —No. Se oyeron unas risitas emitidas por Samuel Alvar. "Esas risitas te las tendrás que tragar, amigo", pensó Alicia Gouid. No fue la única a quien molestaron. Ruiz de Pablo miró al director descaradamente como pensando: "¿De qué se reirá este imbécil?" Y
pronunció unas palabras escuetas:
—Quiero ver el expediente médico de ese gigante. Y al gigante mismo. Y que hagan pasar aquí
al joven Rómulo.
—Montserrat —ordenó el director—, llévate de paso el expediente de Alicia.
—¡No, no no! —dijo Ruiz de Pablos—. El expediente de la señora de Almenara quiero
conservarlo aquí algún tiempo más. Y en cuanto a usted, señora, le ruego que lea lo que ha
escrito la señorita mecanógrafa y si está conforme, lo firme.
Leyólo atentamente Alicia y dictó a Montserrat una coletilla final que dijese: "Leído todo lo
anterior y estando conforme con ello, la detective que suscribe, lo firma en el lugar de su
secuestro, a tantos de tantos de mil novecientos tantos".
¿Qué era más de admirar? ¿La lógica implacable, el rigor de los datos, la capacidad de
observación de esta extraña y clarividente mujer? ¿O su audacia al declararse por dos veces
detective y secuestrada, a sabiendas de que eran los dos elementos básicos en que los médicos
reconocían la existencia de un delirio?
Los médicos, el comisario, la propia Montserrat se miraban entre sí, intentando averiguar el juicio
que la declaración de Alicia Almenara había producido en los demás.
—¿Puedo retirarme, señor comisario?
—Le ruego, señora, que no.
Llamaron al joven Rómulo. Tenía sangre en las uñas y declaró que se había fugado porque tuvo
mucho miedo al ver al hombre gordo matar a un niño. Llamaron al "Elefante". Tenía sangre,
babosidades y excrementos en el trasero de los pantalones. La declaración de Norberto
Machimbarrena fue terminante. Creía que hablaba con sus superiores de los servicios de
Información de la Marina, y relató los hechos tal como Alicia los había imaginado. Se leyeron
brevemente los historiales médicos de los dos encartados. ¡Los casos estaban resueltos!
El comisario de la gran calva y las manos diminutas se puso en pie para despedir a Alice Gould.
Le agradeció calurosamente la información prestada y "como profesional de la policía" —fueron
sus palabras— la felicitó con fervor por su trabajo.
Alicia estaba radiante. El fin de su encierro se acercaba. No había necesitado esperar a que le
enviaran de su despacho la documentación que acreditaba su profesionalidad, sino que había
demostrado con hechos su condición de detective.
—¿Desea usted añadir algo más? —le preguntó Ruiz de Pablos.
—Sí, señor comisario. Quisiera rogar al director que se ponga en comunicación con su gran
amigo Raimundo García del Olmo, y le comunique que ya he descubierto al asesino de su padre.
¡La misión que me trajo al manicomio ha concluido!

O LAS OVEJAS VENGATIVAS


¡QUE DIFÍCIL LE FUE a Alice Gould conciliar el sueño aquella noche! Entre los muchos motivos que, por lo común, alteran el necesario descanso de los hombres hay dos que destacan sobre los demás: la depresión de un gran fracaso y la exaltación de un gran éxito. Para el primero, la naturaleza posee numerosos antídotos: el cerebro colabora con la voluntad para tender una sutil capa de humo que acaba ocultando el recuerdo del descalabro sufrido. Y tarde o temprano el sueño llega como una oportuna medicina. Pero cuando la alteración viene producida por el éxito, ni la voluntad se presta a atender esa protección ni el entendimiento colabora a ello. Ambos a una quieren regodearse con la satisfacción recibida, desean gozar con su recuerdo; se niegan a perder el más mínimo detalle y gustan volver una y otra vez al motivo de su contento. ¿Cómo ignorar, cómo no entender que Alice Gould había tenido una tarde gloriosa? ¿Cómo no calibrar, cómo no percibir un íntimo orgullo al recordar que había dejado fuera de combate a ese hombre al que tomó siempre por su aliado y que acabó volviendo grupas contra ella en lo más arduo de la batalla? Apenas salió de la junta de médicos, y cuando aún la puerta estaba entreabierta, oyó a Rosellini comentar admirativamente a sus espaldas: "¡Qué personalidad la de esta mujer!" En los breves minutos que mediaron entre la versión de Alicia respecto a los motivos que tenía Alvar para mantenerla secuestrada, y su salida, la doctora Bernardos se interesó especialmente en su tesis acerca de Psicología del delincuente infantil, ya que ella —la corpulenta, inteligente y bondadosa doctora— había escrito otra muy semejante o, al menos, con no pocos puntos de contacto: Psicopatología del antisocial. Y quedaron de acuerdo en contrastar sus ideas y sus argumentos algún día. Cierto que el interés de la médica no era solamente científico. A Alicia no se le escapaba el verdadero matiz: Dolores Bernardos quería comprobar por sí misma si Alicia era realmente una universitaria distinguida o su afirmación (al desgaire de la charla) de que su tesis había obtenido el cum laude, no era una jactancia desorbitada. Con el pretexto de que no era prudente que cruzase el parque sola y de noche, César Arellano la había acompañado al edificio central. —¡Ha estado usted implacable, Alicia! ¡Nunca oí una filípica más terrible! ¡Ha hecho usted morder el polvo al director en todos los frentes! —¡La camisa de fuerza ha sido vengada! —respondió Alicia con un ademán entre cómico y triunfal. —Es usted terrible. ¡No me gustaría ser su enemigo! —¡No lo es, doctor! ¿Lo soy yo para usted? —Bien sabe que no, Alicia. —No olvide esto, don César, me lo tiene que demostrar. —Comenzaré mi demostración —dijo éste misteriosamente— invitándola pasado mañana a cenar en el pueblo. ¡Hay un horno de asar, extraordinario! Alicia le apretó el brazo y reclinó la cabeza en su hombro. —¿No me engaña, doctor? ¿Voy a poder salir fuera de este infierno? —Siempre que sea conmigo y bajo una condición. Que no vuelva a llamarme "don", ni "doctor". Simplemente César. Alicia pensaba en esto y se revolvía una y otra vez entre las sábanas. La duermevela no es el momento más propicio para la fijación de las ideas. Se diría que todos los recuerdos del día hacen cola ante la memoria para desear a uno las buenas noches y que no están dispuestos a alejarse sin cumplir este incómodo trámite de cortesía. Esto le ocurría también a ella. César Arellano (que la tuteó aquella noche por primera vez) la dejó en manos de Ignacio Urquieta, que paseaba plácidamente con la ex confidente de los extraterrestres, a la luz de la luna. No eran los únicos paseantes. Norberto Machimbarrena deambulaba en solitario rehuyendo el contacto con cualquier otro paseante, como lo hacían los autistas: cual si tuviera —
pensó Alicia— una cita galante. A ella misma hubiese gustado hacer lo mismo para regodearse
en sus pensamientos que —¡todo hay que decirlo, y ella bien lo sabía!— no eran del todo puros.
Ya que a la lícita satisfacción de haberse ganado la confianza de la junta de médicos (primer
paso necesario para resolver lo equívoco de su situación) se unía un delicioso y perverso
sentimiento de venganza hacia el hombre que, por cobardía y falsos prejuicios, la había
traicionado.
Más no pudo cumplir su propósito de caminar a solas. Urquieta y la muchacha que un día
creyese muerta (y de la que corría la voz que estaba totalmente curada) se acercaron a Alicia.
—Ya hemos cenado —dijo Urquieta—; ¿qué te ha pasado a ti?
—¡He armado la gorda! —comentó Alicia—. ¡Mañana habrá guerra civil de médicos en este
hospital!
(Lo que ignoraba es que la guerra civil se había producido ya.) Caminaron lentamente los tres
hacia el edificio central. Súbitamente, dos energúmenos, desnudos de medio cuerpo, salieron al
exterior más veloces que si todos los demonios del averno los persiguiesen. Derribaron al
"Hombre Elefante", que estaba solo en el interior de la "Sala de los Desamparados", y tan ciegos
iban que, apenas cruzaron la puerta, tiraron al suelo a Maruja Maqueira.
—¡Cabrones! —gritó Ignacio—. ¿No podéis mirar por dónde vais? Detuviéronse en seco.
—Zu ibotarra zara ¿ex? (1) —dijo uno.
—Soy de Bilbao, ¿qué pasa?
—Erderaz perta ex agiter ikasi dezazur ¡artu! (2).
Un puñetazo en el estómago hizo doblarse a Ignacio. Un gancho en la barbilla lo derribó.
Pidieron las dos mujeres ayuda a gritos; Alicia vio a un hombre de azul que echó a correr tras los
dos bárbaros; Marujita Maqueira estuvo a punto de cometer la gran insensatez de echar agua en
el rostro de Ignacio para reanimarlo —cosa que Alicia impidió a tiempo—; llegaron los
enfermeros, lleváronse a Ignacio, que no tardó en volver en sí, y Alice Gould acudió en auxilio
del "Hombre Elefante". Los propios enfermeros le habían ayudado a incorporarse y sentarse,
pero estaba muy asustado a consecuencia de no entender nada de lo que había ocurrido.
Sorprendióse la Almenara de unos extraños arañazos que tenía en la cara. Los dos individuos
que le tiraron al suelo no se los habían hecho, ni vio por el suelo ningún instrumento que pudiese
haberle herido al
caer.
—¿Quién te ha arañado?
—A... a...rañado —respondió él llevándose lentamente las manos a la cara.
—¿Te has afeitado tú solo?
—A... afeitado so... solo.
—Es muy extraño. Están prohibidas las navajas y las maquinillas. Y no pueden hacerse esas
heridas con la rasuradora eléctrica.
—Rasuradora eléctrica —repitió como un eco el hombre gigantesco.
Tras los primeros enfermeros llegaron otros muy irritados. Contaron que los dos etarras que
habían ingresado aquel mismo día consiguieron amordazar y atar con sus camisas al vigilante de
la Unidad de urgencias y consiguieron huir.
(1) Tú eres bilbaíno, ¿no? (2) Para que aprendas a no hablarnos en extranjero... ¡toma! Cada recuerdo tiene su jerarquía íntima y personal, muchas veces con independencia de su importancia intrínseca; Una vez que vio que Ignacio se reponía, la emoción de este episodio pasó a muy segundo término en los archivos mentales de Alicia. Apoyada ahora en la al* mohada, abiertos los ojos y las manos bajo la nuca, su pensamiento volvía una y otra vez a la admiración que consiguió despertar en su auditorio durante la junta de médicos; a la visión del director acorralado por la fuerza superior de sus argumentos y el arte de su dialéctica, y al provecho que habría de sacar de todo ello para la culminación de su misión profesional de
detective. ¡Y —concluido esto— regresar a casa! Más al llegar aquí, sus pensamientos se volvían confusos. Todos sabían que ella no era una envenenadora frustrada, pero los papeles sí lo decían; ella sospechaba que el director la había traicionado, mas éste negaba tener otro conocimiento del ingreso de esta señora que el que decía su expediente. Había encargado a Dolores Bernardos que se comunicase con su marido, pero en el fondo de sus sentimientos no deseaba que Heliodoro viniese a liberarla, retirando la solicitud de ingreso. ¿Por qué? Al llegar a este punto un muro espeso comenzó a alzarse entre Alicie Gould y su capacidad de razonar. "No puedo fijar mis ideas", se dijo. Se recordó de niña jugando al palo ensebado. Se trataba de trepar por un poste encerado y recoger un premio que había en la copa. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, un niño bromista tiró de su falda y la forzó a descender. Por tres veces intentó de nuevo la hazaña y cuando ya rozaba el objeto anhelado, su estúpido competidor tiraba con fuerza de sus piernas. Ahora le acontecía otro tanto. Un oscuro sentimiento le impedía cruelmente alcanzar la meta de su razonamiento. Lanzaba con lucidez y fuerza su argumento hacia el frente y este regresaba a ella como la pelota rebotada en un frontón. Al comprobar la radical imposibilidad de su empeño, llegó a imaginar que en los vasos que tomó en la junta de médicos habían infiltrado una droga, un hechizo, un bebedizo cuya única misión era bloquear una parte de su personalidad, taponar una zona de su memoria, inmovilizar un resorte de su pensamiento. Profundamente desasosegada, saltó de la cama y se acercó a Roberta, la guardiana de noche. —¿Puedo sentarme con usted? —Está prohibido. ¿Qué le pasa? —Deje que me siente un rato. Tengo miedo. —Siéntese, pero hable bajo. —¿Puedo fumar? —Está prohibido. Pero fume si quiere. ¿De qué tiene miedo? —¡Tengo miedo de pensar! —¡Pues no piense! ¡Es así de fácil! ¡Los que piensan, enloquecen! ¡Yo no pienso nunca! Por eso estoy sana. ¿Quiere una pastilla para dormir? —Creo que voy a necesitarla. Fue aquélla una de las noches más agitadas en la historia del hospital. Estaban ya las reclusas dormidas cuando todas las luces del pabellón se encendieron súbitamente y se escucharon pasos y voces de hombre —circunstancia radicalmente inusual en aquel pabellón reservado a las hembras— cursando instrucciones. Roberta advirtió, en voz muy alta, que por órdenes superiores se iba a revisar el local. Alicia vio invadida su celda por el doctor Muescas, acompañado de un hombre de paisano y la enfermera señorita Artigas. Después de mirar bajo su cama y revisar el minúsculo armario, donde difícilmente hubiese cabido un hombre de pie, la hicieron pasar a la habitación común y unirse al resto de las enfermas que, apiñadas en un rincón —uniformadas con los camisones blancos sin lazos ni botones—, formaban, en verdad, un cuadro asaz peregrino. Aunque "la Mujer de los Morritos" protestó que aquello era un atentado contra los derechos del hombre y aún de la mujer, porque violaba la libertad de dormir, que estaba reconocida en la Constitución; y aunque "la Duquesa de Pitiminí" tuvo un acceso de puritanismo alegando que estaba acostumbrada a ser violada por los hombres que ella escogiera y no por los que la escogieran a ella, lo cierto es que la mayoría de las internadas acogieron con más curiosidad que indignación aquellas visitas inesperadas y no hicieron sino reír. Los hombres removieron cada cama, husmearon en los armarios, hicieron abrir los paquetes donde algunas guardaban sus enseres, revisaron las duchas y los excusados y se fueron por donde llegaron, no sin dejar muy alterada a toda la grey femenina, que empleó no poco tiempo en comprobar si durante el cateo alguna fue expoliada. Las más lúcidas del pabellón (Marujita Maqueira y Alice Gould, ya que la guardiana de noche achacaba su sanidad mental a no pensar en nada) dedujeron que las autoridades policíacas habían tomado cartas en el asunto de la fuga de los
racistas de la ETA, a los que se suponía armados porque se detectó que al menos un cuchillo faltaba de las cocinas. Era imposible que hubiesen huido del recinto del hospital porque a la hora en que escaparon de la Unidad de Urgencias estaban ya cerradas las verjas de la tapia exterior. De modo que debían de encontrarse, o bien en el edificio central, o en las dependencias agrícolas, o en la Cartuja, o en uno de los múltiples pasadizos y corredores subterráneos que poseía el convento al igual que no pocos castillos, palacios y fortificaciones medievales. Al día siguiente, y en los minutos que preceden al desayuno, no se hablaba de otra cosa que de las atrocidades cometidas por los sociópatas de ETA, muy bien aderezadas, por cierto, con fantasías más o menos delirantes. Observó Alicia que "el Elefante" tenía más heridas que la víspera y una oreja casi desgarrada. Recordó haber oído decir que algunos enfermos se automutilan. Conrada la Joven le contó días atrás que un loco se había cortado los testículos con una lima de uñas, sin más anestesia que su instinto de destrucción, y pensó que, tal vez, "el Hombre Elefante" hiciera lo mismo con su cara. De modo que se lo dijo al primer "bata blanca" que encontró a mano. Durante el desayuno, Marujita Maqueira no dejó de hablar. Más que el tema de los etarras escapados lo que a ella le interesaba era su declaración de sanidad. Y no podía ocultar su emoción ante la próxima llegada de sus padres y la fiesta de despedida que le habían autorizado a dar en el Pabellón de Deportes, al día siguiente. —Considérese invitado, señor Bocanegra —le dijo amablemente al "Falso Mutista". Este asintió con la cabeza, cuidándose muy bien de mantener cerrados los ojos, pues en presencia de Alicia no había dejado de fingirse ciego ni un solo día. —Estoy desolada, señor Bocanegra, de que haya usted perdido la vista —le dijo Alicia con sorna—. No puede usted hacerse una idea de las reformas que han hecho en el comedor. La pintura nueva es mucho más alegre y los tapices y los cuadros y las lámparas que han puesto, son preciosos. ¡Esto parece un palacio de ensueño! El falso ciego hacía ímprobos esfuerzos por ver todas aquellas maravillas con el rabillo del ojo y al comprobar que eran mentira, su enfado fue tan grande que elevó una petición —¡por escrito, naturalmente!— para que le cambiasen de mesa. La conversación general giró en torno a la fiesta ya dicha, a la fuga de los militantes de ETA y a la excursión organizada —a instancias del director— a un bosque de hayas muy hermoso por donde correteaban varios riachuelos. No era justo —decía Samuel Alvar— que unos enfermos gozasen de un hecho tan excepcional como suponía asistir a un guateque en un manicomio; y otros no. De modo que organizó un almuerzo campestre, al que asistirían todos los no impedidos que no estuviesen invitados por la joven estudiante. "Nada de diferencias sociales", añadió. —El director está más loco que nosotros —comentó Ignacio—. Se le van a ahogar media docena de tontos. Y otra media docena de listos se fugarán. La mañana había amanecido espléndida y fueron muchos los que se apuntaron a la excursión. Alicia, después de informarse de que regresarían a tiempo para la recepción que daban los padres de su compañera de mesa, decidió sumarse a los excursionistas. Ignacio Urquieta también, aunque dispuesto a no llegar a la zona de los arroyos. Mas apenas asomó la jeta al exterior, olisqueó el aire, hinchó y contrajo repetidas veces las aletas nasales y decidió quedarse en casa. —Soy un barómetro viviente —comentó—. Hay riesgo de chubasco. Alicia lo sintió porque era muy grato y ameno conversador y hasta erudito en múltiples y curiosos saberes. Agrupáronse junto a la verja de entrada. A Alicia no le sorprendió ver entre los futuros caminantes a los gemelos Rómulo y Remo, ni a "la Mujer de los Morritos", ni al ciego devorador de bastones, ni al "Tristísimo Recuperado", ni a don Luis Ortiz, ni a la que cantaba sin voz, pero sí le llamó la atención que dejasen ir a la que se auto-castigaba en un rincón, o a "la Niña Oscilante", pues ambas debían ser guiadas de la mano. También le sorprendió la presencia del
"Hombre Elefante", porque, aunque andaba solo y sin ayuda, era torpísimo en sus movimientos. Hubiera querido Alicia ayudar a su tocaya "la Joven Péndulo", pero pronto comprendió que ese privilegio correspondía a su falso hermano, que pegado a ella le hablaba y mimaba. Tomó entonces bajo su cuidado a Candelas, la auto-castigada, y se propuso ser su guía para cuando comenzaran a caminar. Norberto Machimbarrena, el autor de las tres muertes, estaba de excelente humor y entretuvo la espera cantando una preciosa canción en vascuence: Atoz, atoz, gure gana Jesús en Ama garbiyá Diren Deuna maitéa 1. El grupo inicial que estaba apiñado junto a la gran verja como hato de ganado impaciente a la espera de que abran las puertas del aprisco, se vio incrementado por otros de distinta procedencia a quien Alicia no había visto nunca en el edificio central. Intuyó que procedían de distintas unidades porque también vio llegar, todos juntos, a los que convivieron con ella bajo un mismo techo y aún no estaban del todo recuperados, como Antonio el Sudamericano, "el Onírico", "el Expoliado de las Yemas", y "el Tristísimo Superviviente". Entre los últimos incorporados se distinguía una centena de hombres y mujeres que formaban una suerte de tribu con su patriarca al frente. Aquéllos, según le había explicado Rosellini, eran todos descendientes del más viejo y vivían apartados en una granja inserta en el manicomio sin apenas trato con los demás recluidos. El patriarca era un hombre de colosal estatura, luengas barbas blancas y una gran prestancia. Irradiaba hechizo y autoridad. Guardaba un gran parecido con el Moisés de Miguel Ángel. Nadie le hablaba ni él hablaba con nadie. Sus adeptos —hombres y mujeres ya maduros— e hijos y yernos y nueras y nietos innumerables formaban una piña en torno suyo, o bien para protegerle del contacto con los demás, o por acogerse a la irradiación que de él emanaba. No pudo Alicia informarse como hubiera querido porque los "batas blancas" andaban atareadísimos pidiendo a gritos que no se empujasen unos a otros, recontando a aquellos de los que eran responsables, cursando instrucciones respecto al orden de marcha e incluso consultándose entre sí. Apenas se abrieron las verjas, aquel rebaño demostró ser menos controlable de lo que imaginaba él director. La tendencia de las ovejas y las cabras es ir unidas y si alguna se aleja ocasionalmente, en cuanto lo advierte corre asustada a reunirse con el rebaño. Pero estas reses humanas eran de otra calaña y su tendencia apuntaba —como las gotas de mercurio— a la disgregación. Los "batas blancas" corrían por los flancos y a empellones, gritos, amenazas, consiguieron con harta dificultad que se formara una suerte de columna y que ésta se dirigiera a donde querían ellos y no a donde querían los locos. Los únicos que permanecieron siempre juntos fueron los hijos del patriarca. Fuera del manicomio, los perturbados lo parecían mucho más que en el interior de las tapias. Se diría que de puertas adentro, sus actitudes no eran merecedoras de sorprender a nadie por ser acordes con su condición. Pero, en plena naturaleza, hasta las piedras y los árboles y los pájaros debían quedar suspensos ante tan diversos y extraños comportamientos. Candelas, la compañera de Alice, era muy dócil y no producía conflictos. Acostumbrada a estar siempre en un rincón y a obedecer ciegamente a quienes le diesen la mano, estaba atenta a las más ligeras presiones de los dedos sobre su piel y sabía, por ana rara intuición, cuándo tales presiones significaban "izquierda", "derecha", "más de prisa", o "más despacio". Pero otros eran rebeldes, desobedientes, torpes o iracundos. Instintivamente, los menos alucinados o los más sanos —como Machimbarrena, la Carballeira, "el Hortelano", la propia Alicia—, o locos rematados, pero pacíficos, cual era el caso de don Luis Ortiz, vigilaban a los más conflictivos y echaban una mano a los "batas blancas", a quienes —a pesar de su gran número— se les hacía muy duro dominar a aquella tropa. La comprensión más aguda de la singularidad y rareza de tal manada, la tuvo Alicia al cruzarse
 Ven, ven hacia nosotros/Madre de Jesús Inmaculada/Santa María de nuestro amor. 1
con una pareja de guardias civiles. El contraste de los normales con los perturbados era tan grande como el que resultaría de comparar un erizo con una bola de billar. Acercáronse a los enfermeros que iban en cabeza y se informaron de adonde se dirigían y cuál era la causa de aquella diáspora masiva, pues lo cierto es que, entre sanos y enfermos, eran más de doscientos, y aquella caravana más parecía fuga que paseo campestre. Despidiéronse los guardias tras informarse, y al ver Rómulo que el enfermero les estrechaba la mano, estréchósela él también, y creyendo todos que esta cortesía era obligada con la autoridad —y que de no hacerlo podían ser perseguidos o encarcelados— se formó una fila, de la que nadie quiso salirse, y tuvieron los guardias que estrechar trescientas manos pues no eran pocos los que se reenganchaban dos, tres y hasta cinco veces. Había quienes se limitaban a saludarlos, pero no faltaban los que iniciaban largas pláticas. —¿Cómo está usted, señor guardia? —dijo a uno "la Gran Duquesa"—. ¡Bienvenidos a mis tierras! ¿Y su señora madre, sigue bien? Y su esposa, ¡siempre tan dulce y cariñosa!, ¿cómo se encuentra? Sí, señor, sí, Aquí me tiene dando un paseíto con los siervos de la gleba. "El Albaricoque", que hacía cola, le dio un empujón: —Yo soy muy güeno, doztór civil, y usté es el corregidor de Salamanca y también la rosa de Jericó. Había quien les felicitaba por sus ascensos, quienes decían: "Yo no fui el que la mató", o "Voy a presidio por culpa de una mala mujer", o se cuadraban y les saludaban militarmente, o les daban el pésame por la muerte, tan inesperada, de su abuelita. Siguieron caminando y rebasaron unos establos hacia los que se dirigía un gran rebaño de ovejas. Alicia no pudo menos de sonreír al verlas, pues le vino a las mientes la que armó en ocasión semejante don Quijote de la Mancha, el más ilustre de los locos que en el mundo han sido. Si un solo alucinado, confundiendo al rebaño con un poderoso ejército enemigo logró tal escabechina con las pacíficas bestezuelas, ¿qué no harían esos dos centenares de perturbados? El rebaño estaba compuesto por ovejas "caretas", que se distinguen de las "palomas" en que éstas son blancas, mientras que las primeras tienen grandes manchas negras en torno a los ojos, talmente —de aquí su nombre— como si llevasen antifaces de carnaval. Algunos reclusos comenzaron a agitarse al contemplarlas en tan gran número, levantando tan gran polvareda y escuchando el desconcertado estruendo de sus balidos y sus esquilas. Ordenaron los enfermeros detener la marcha. Y, a gritos, suplicaron a los pastores que cambiasen de rumbo, pues lo cierto es que el rebaño se les venía encima y las reacciones de este otro ganado que ellos pastoreaban eran asaz imprevisibles. Aconteció entonces un suceso que, con ser trivial y rutinario, resultaba harto peregrino para quienes no lo hubiesen contemplado nunca. Soltaron de los establos a los corderitos lechales y éstos emprendieron una velocísima carrera en busca de sus madres o, por mejor decir, de sus ubres, ya que estaban hambrientos, porque ésta y no otra era la hora acostumbrada de su yantar. Crecieron de uno y otro lado los balidos de las crías precipitándose hacia sus madres y los de las ovejas llamando a sus recentales; viéronse los locos atacados de frente y espalda por aquellas dos corrientes enfurecidas: el de las grandes corderas y el de los diminutos caloyos; y quedaron en el centro de tan singular combate nutricio. —¡Las pequeñas se están comiendo a las grandes! —gritó uno. —¡Pronto acabarán con ellas y empezarán con nosotros! —gritó otro. Si en la historia del famoso hidalgo manchego fue él quien diezmó y dispersó al que creía ejército enemigo, aquí fue la hora del desquite para la grey lanar. Y si en aquella nunca vista efemérides fue un solo lunático quien desbarató el hato ovejil, aquí se volvieron las tornas y fue la más pacífica y bucólica de las familias balantes quien puso en fuga a más de doscientos orates empavorecidos. Unos huyeron presas del terror; otros, porque veían huir a los demás; algunos corrían para
detenerlos; y nadie sabía a derechas lo que ocurría, salvo los perros y los pastores del rebaño que se cebaron en los pocos valientes que no se dejaron contagiar del pánico general. A saber: Una generosa y corpulenta majareta que, al entender el hambre de las crías, se sacó los opulentos pechos fuera del corpiño, empeñada en dar de mamar a los corderitos; un ilustre mochales —con el cráneo más seco que arena calcinada—, que se puso a mamar de una oveja, no sin antes desposeer a patadas al tierno y legítimo usufructuario de aquellas ubres maternales; tres aficionados a la hípica que quisieron cabalgar a lomo de las corderas; dos "espontáneos taurinos" que se pusieron a torearlas, y el más listo de los alienados, que pretendía tomar las de Villadiego llevándose cuatro caloyos bajo las axilas. Del mismo modo que las perdices ojeadas en sembrados intentan refugiarse entre jaras y espesuras, los inquilinos de Nuestra Señora de la Fuentecilla procuraron cobijarse en un bosquecillo de robles y castaños que no lejos de allí se divisaba. Ello facilitó a los cuidadores reagruparlos. Para conseguirlo, los "batas blancas" rodearon el bosque y fueron cerrando el círculo, echando hacia el centro a todos cuantos toparan. Encontraron a uno, dedicado al dulce placer de ahorcarse; a otro sesteando sobre las muelles plumas de la almohada esquizofrénica y al resto llorando, riendo, bailando, masturbándose, cantando, peleando, haciendo fiestas o comentando (entre sobrecogidos y felices de la experiencia) el ataque de que habían sido víctimas por parte de dos manadas de toros bravos: cada cual a su aire y según soplara el viento de su talante particular. Los recontaron. Faltaban ocho. A tres — apaleados y mordidos por los perros— lograron, horas más tarde, rescatarlos de manos de los pastores. De cuatro venáticos nunca más se supo: otro —de gran sentido estético— se había cortado las venas de las muñecas con el cristal de sus lentes y observaba complacido, las manos hundidas en un arroyo, lo bonita que se ponía el agua teñida con su sangre. —Parece vino de la Rioja —decía maravillado, al tiempo en que lo encontraron. Machimbarrena, "el Hortelano", la Carballeira y Alicia suplicaron a los enfermeros que emprendieran el regreso, pues el estado de excitación de sus compañeros era en verdad alarmante. Declararon éstos que ellos, más que nadie, necesitaban descansar. Estaban agotados ¡y no sin causa! Tumbáronse los más sobre la blanda hierba de las orillas del arroyo; distribuyóse un discreto condumio —bocadillo de jamón, una naranjada y una tableta de chocolate— y los ánimos comenzaron a sosegarse. Advirtió Alicia que, cuando los demás sesteaban, la tribu del patriarca se alejó discretamente en seguimiento de su caudillo. Este doblaba en estatura a toda su descendencia. Alicia consideró a los componentes de aquel clan familiar los más sanos y discretos de cuantos participaron aquel día en la bucólica terapia impuesta por el director, y al ver que se instalaban en torno al hombre imponente que les dio el ser, castigó a Candelas cara al tronco de un árbol, y fuese hacia ellos para curiosear de qué hablaban. El de las grandes barbas —que poseía un bello timbre de voz y excelente dicción— estaba sentado sobre una peña; los demás, a un nivel más bajo, le escuchaban con gran veneración. —Así como Cristo tuvo su Juan Bautista —decía el hombre— yo he tenido mi precursor en Cristo. El (que fue y es el más grande de los Profetas) anunció Mi llegada y enderezó Mi camino. Buscarle a El es encontrarme a Mí. Id y preguntadle quién soy. Os dirá, aun siendo el más grande de los nacidos, que no es merecedor ni de limpiarme el polvo de las sandalias, aunque es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias. Entre El y Yo engendramos, por la Unión Mística, al Espíritu Santo. Pero no somos Uno y Trino. Esas son herejías de los hombres. Ellos son mis brazos y mis manos. Pero mis brazos y mis manos no son Yo; sino los ejecutores de Mi Voluntad. A Cristo no volveréis a verle hasta el último día, pero
yo permaneceré para siempre entre vosotros y mi luz brillará desde lo alto como el Faro que guía al navegante en la oscuridad. Alicia se estremeció, porque estas palabras tan graves y solemnes se vieron subrayadas por un trueno lejano y prolongado. Los seguidores de Dios Padre, al oír una muestra tan evidente de su divinidad, cayeron en éxtasis y le adoraron. Uno de sus hijos creyó estar experimentando una levitación sobrenatural, pero se dio tal golpe en la frente que a punto estuvo de descalabrarse. Apenas una lluvia fina comenzó a caer, "el Creador de todas las Cosas" —de la lluvia entre ellas y las tormentas— abandonó su pulpito rocoso, cubrióse la cabeza con la faldilla de su chaqueta y emprendió con gran solemnidad el camino de regreso. Ignacio Urquieta, "el Barómetro Pensante", tenía razón. Su fobia había intuido la presencia, oculta en el ambiente, de su feroz enemiga. Descargó una tormenta de agua tan inesperada como violenta, con gran acompañamiento de truenos y relámpagos; y allí fue el correr, y el buscar refugio, y el no encontrarlo, y el apresurarse a regresar al hospital, y el maldecir la falacia del tiempo que prometía soles para darles lluvia. Recordó Alicia una excursión escolar siendo niña que quedó frustrada por idéntico motivo. Mas, siendo iguales las causas, ¡qué distinto el comportamiento de estos otros niños grandes cual son los locos! El cielo era el mismo, las nubes, truenos y lluvia semejantes, ¡pero los humanos no! Los había que corrían despavoridos, pendiente abajo como si animales feroces los persiguieran; los había que se revolcaban por los charcos palmoteando y riendo; no faltaban los que adquirían actitudes místicas y proféticas; los que lloraban, los que blasfemaban; los que corrían en círculo sin apañarse un punto de su epicentro; los que lo hacían en dirección contraria a donde querían ir; los que reían, felices de la mala jugada atmosférica; los que se desnudaron para vestirse de Adán y Eva, e hicieron un bártulo con su ropa, minuciosa e ingeniosamente concebido, para que no se mojara; y los que imitaban el gesto del nadador "a la rana": unos, por gusto de hacer el payaso; otros, por creer realmente que se trataba de un naufragio. Regresó Alicia sobre sus pasos y volvió a hacerse cargo de la buena de Candelas, quien, a pesar de la lluvia que caía a raudales, no se apartó del árbol, cara al cual estaba castigada. El joven Rómulo entregó a "la Niña Péndulo" en manos de Alicia y puso pies en polvorosa; mas cuando iba a rebasar al "Hombre Elefante", le vio dudar hasta que optó por quedarse prudentemente detrás. No hay duda, pensó Alicia, Rómulo le tenía miedo. Llevando de la mano a las dos impedidas mentales, la Almenara rebasó a los que andaban más despacio. Entre otros, al "Hombre Elefante", el de la cara arañada, pues la torpeza de sus piernas le impedía correr, y a "Dios Padre", porque su Dignidad se lo vedaba. Delante de ambos caminaba parsimoniosamente Remo, cual si la lluvia no le estorbase. Tras una hora larga de camino (en el que Alicia oyó no pocos improperios por parte de los "batas blancas" contra el responsable de la arriesgada iniciativa de organizar esta excursión) llegó a la verja del manicomio, donde otros enfermeros, igualmente irritados, hacían recuento de los que regresaban. —¿Faltan muchos? —preguntó Alicia. —Más de la mitad —le respondieron. Los últimos rezagados tardaron cerca de tres horas en regresar. Y hubo muchos que no regresaron jamás.