PENETRO ACONGOJADA en la "Sala de los Desamparados".
—¿Qué ha sido de Ignacio Urquieta? —preguntó a Carolo Bocanegra, olvidando su voluntaria
mudez. El muy cretino cerró los ojos como solía.
—¡Ciego, mudo y majadero! ¡Este último es su verdadero diagnóstico! _le dijo Alicia, escupiendo
sus palabras con cólera. Se acercó a Conrada, que aquel domingo estaba de guardia
—¿Qué le ha pasado al señor Urquieta? —le preguntó. Más ésta, en lugar de responderle, la
recriminó con acritud:
—Delante de mí, no vuelvas a tratar a un compañero tuyo como lo has hecho con ese enfermo.
¿Entendido?
—¿Le he parecido descortés?
—¡Sí!
—¡Pues también lo es usted al tutearme! ¡No recuerdo habérselo autorizado!
Volvióse en redondo buscando una cara amiga, mas ¿a quién dirigirse? ¿Al loco espacial? ¿Al
ciego que daba bastonazos? Pensó en la señorita Maqueira, su compañera de mesa, y preguntó
por ella.
—Está en coma —le dijeron con tanta simplicidad como si le contaran que se había torcido un
dedo.
"¡Pobre chica!", murmuró para sí. Lo cierto es que no había tenido ocasión ni posibilidad de
hacer amistad con ella. Era bonita, joven y discreta. Pero creía firmemente que los
extraterrestres le enviaban mensajes para los terrícolas, en los que se encontraba la clave de la
salvación de la humanidad. "¡Si muere —pensó—, tendrá verdaderamente ocasión de hablar con
los extraterrestres!" ¡Oh Dios, este domingo parecía propicio para acumular desgracias!
Súbitamente vio entrar al "Hortelano" en la "Sala de los Desamparados". Acudió a él, como a una
tabla de salvación.
—Estoy angustiada, Cosme. ¿Qué le ha pasado al señor Urquieta?
—Lo de siempre.
—¿Qué es lo de siempre? ¿Qué es?
—Es muy difícil de explicar...
—¿Dónde está ahora?
—En la unidad de recuperación, que dicen. Allí lo hemos llevau.
—¿Usted ayudó a llevarlo?
—Yo soy como de la casa.
—¿Cómo se encuentra?
—Mu mal.
—¿Me habla usted en serio?
—Digo que mu mal, ahora. Pero no se preocupe por él. Pondráse güeno mu pronto.
—Pero... ¿qué es lo que le ha pasado?
—Comprendió mu tarde que iba a llover y cayóle el agua encima. ¡Y el agua es pa él lo que el
perejil pa los loros!
Recordó Alicia su entrevista del primer día con el doctor Ruipérez. Este le habló de un paciente
que tenía fobia al agua, que vomitaba, le subía la fiebre, le salían erupciones en la piel si veía,
oía o tocaba agua. E incluso se desmayaba. ¿Cómo imaginar que este caso singularísimo era el
que padecía Ignacio Urquieta, el más cabal, el más correcto, el más equilibrado de los allí
recluidos? Comprendía sus largas ausencias, que coincidían precisamente con los días
lluviosos. Entendía por qué, en el comedor, estaba situado de espaldas al resto de los enfermos:
¡para no ver las jarras de agua ni los vasos de los demás! Averiguaba la razón del privilegio de
que en su mesa se sirviese sólo vino y gaseosa. Se daba cuenta de por qué, deseando
vivamente refugiarse, prefirió el camino más largo al más corto. ¡Para evitar toparse con la
piscina!
...
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