¡Es más inútil todavía! Tiene un lejanísimo parentesco con la escritura ideográfica, mas una vez añadida su carga de inutilidad, la distancia entre lo necesario y lo que no sirve para nada, se hace tan grande, que la considero entre las primeras de las Artes Mayores. ¿No opina lo mismo, doctor? —Mi querida amiga, no es mi opinión lo que interesa, sino la suya. —¿Y no le interesa que a mí me interese conocer su opinión, doctor? ¡Sería muy poco galante de su parte dejarme hablar y hablar sin intervenir! —Eso es precisamente lo que deseo, señora. Y empiezo a pensar que se le ha acabado la inspiración. ¿Cómo juzga usted la Poesía? —Paralela en méritos a la Pintura, aunque un tanto más inútil todavía. ¿Qué quiere decir, o para qué sirve decir: Mi corazón, como una sierpe se ha desprendido de su piel, ' y aquí la miro entre mis dedos llena de heridas y de miel? "¡Oh, doctor! Ni el corazón tiene una piel como la de las serpientes que se la cambian cada temporada como las modas de las mujeres, ni los ofidios ni el corazón acostumbran a impregnarse del zumo de las abejas; ni hay hombre que pueda contemplar viscera tan delicada entre las manos: pues si estuviese vivo moriría en el intento; y si muerto, no podría contemplarla. ¡Y sin embargo este poemilla de García Lorca es arte puro! "Queda, por último, la Música. ¿Qué mayor inutilidad que unir unos ruidos con otros ruidos que no expresan directamente nada y que pueden ser interpretados de mil distintas maneras según el estado de ánimo de quien los escuche? ¿A quién alimenta eso? ¿A quién abriga? ¿A quién cobija? ¡A nadie! La Música es la más inútil, biológicamente hablando, dé todas las Artes y, por ello, por su pavorosa y radical inutilidad, es la más grande de todas ellas; la menos irracional, la más intelectual, la más espiritual, la más humana, en tanto que esto signifique superación de los seres inferiores. Porque lo cierto es que hay quien entiende, ¡equivocadamente, claro está!, por "humano"... Alicia se detuvo y se sonrojó: —¡Ah, doctor, estoy hablando como un ser pedante e insufrible! Discúlpeme. No quiero hablar más. —La he llamado precisamente para que conversemos —insistió el doctor. —Estoy tan avergonzada de mi charlatanería... que ahora desearía ser "mutista", como mi compañero de mesa. —¿Un tal Rosendo López? —preguntó el doctor. —No. Mi vecino de mesa se llama Bocanegra, o algo parecido, y me ha escrito una nota diciendo que "no habla porque no le da la gana". —Ese sí que es un verdadero enfermo —comentó el doctor—. ¡Un verdadero enfermo! Y al punto se arrepintió de haberlo dicho, porque indirectamente había insinuado que ella no lo era. Y afirmar eso sería tanto como engañarla. —Me estaba usted diciendo qué es lo que se entiende y lo que no debe entenderse por "humano". —La gente equivoca este término y entiende por "debilidades humanas" lo que en realidad son "debilidades animales". Lo humano, por el contrario, es lo que supera a lo animal: lo que está por encima de lo que hay en nosotros, de fieras. —Me dijo usted antes, señora de Almenara, que el silencio no existía... ¡He aquí un tema que me gustaría escucharle! —¿Me va usted a tolerar seguir parloteando, doctor? —La voy a provocar a seguir hablando. —Pero, doctor, me avergüenza el concepto que va usted a formarse dé mí. ¡Yo nunca he sido charlatana! —¿Y si le dijera que además de conocerla clínicamente me interesa conocerla intelectualmente?
—¡Me sentiría muy pedante, doctor Arellano! Me gusta tener cierto sentido de la medida.
—Expláyese mejor. ¿Por qué afirmó antes que el silencio no existía?
—Por puro sentido de la observación, doctor.
—Explíqueme eso con cierto detalle.
—Muchos afirman —comenzó Alice Gould con aire distraído y distante— que el hombre ha
matado el silencio. Es muy injusto decir eso, porque el silencio ¡no existe! A veces huimos de la
gran ciudad para escapar del bullicio, pero no hacemos sino trocar unos ruidos por otros.
Cuando se acercan las vacaciones, deseamos conscientemente cambiar de ocupación: la
máquina de calcular, por la bicicleta; o la de escribir, por el arpón submarino. También de un
modo consciente deseamos cambiar de paisaje: la ventana del inquilino de enfrente por la
montaña, el campo o la playa. Pero de una manera inconsciente, lo que anhelamos, sin saberlo,
es cambiar de ruidos: el bocinazo, el frenazo, el chirriar de las máquinas, las radios del vecino,
por otros menos desapacibles, como el rumor del viento entre los pinos o la honda y angustiada
respiración del mar.—¿Considera usted al mar como un ser vivo?—¡Naturalmente, doctor! La
tierra no es un planeta muerto. Y el mar ocupa las tres quintas partes de la tierra... o... o algo
parecido. Y además se muere y hace ruido. ¡Todo lo que vive lleva el sonido consigo!
—Me sorprendió usted, señora de Almenara, desde que entró por esa puerta; sería injusto
negarle que mi sorpresa va de aumento en aumento. No obstante, sigo creyendo que la total
soledad se aproxima mucho al silencio.
—No, doctor. No hay bosque, por oculto y lejano que se halle, por tranquilo que esté el aire que
lo envuelve, que no tenga su propio idioma sonoro. ¿Usted no ha oído hablar a los árboles?
¡Todo el mundo los ha oído hablar! No se sabe bien qué es lo que se escucha, qué es lo que
suena. No hay arroyos en las proximidades, no hay pájaros, no hay insectos, y las copas están
quietas. Con esto y con todo, hay un palpito indefinible, indescifrable. Se dice entonces que se
oye el silencio. Es una manera de decir porque lo cierto es que "algo" se oye... mientras que el
silencio es inaudible.
—No se interrumpa, señora. Estoy embobado escuchándola. Animada y halagada por la
admiración que despertaba en el doctor, Alice Gould prosiguió:
—He aquí una palabra, "silencio", que el hombre ha inventado para expresar una realidad que no
ha experimentado jamás, para describir lo que nunca ha conocido: porque todo en él y alrededor
de él es un cúmulo de mínimos estruendos. Y la voz que sonó una vez no se pierde para
siempre. La vibración de la onda sonora se expande y aleja, pero permanece eternamente. Esta
conversación que estamos teniendo, doctor, existirá en el futuro en algún lugar lejano.
—¿Quiere usted decir que toda palabra es eterna?
—Es una simpleza lo que digo. No hay nada de original en ello, puesto que está probado. La
curiosidad insaciable del hombre creó grandes ojos (los telescopios) para ver más allá de lo que
la vista alcanza. Ahora ha creado grandes orejas (los radiotelescopios) para captar los ruidos del
Universo. Y he leído que aún se oye el sordo clamor de la primera explosión: la que fue origen
de la creación del mundo y de la fuga de las galaxias. ¡Antes de esto, sí existía el silencio! ¡Y se
acabó! ¡No hablo—más! ¡Me ha forzado usted a expresarme ex cátedra, pedantescamente! Ha
conseguido avergonzarme. ¡Me siento muy ridícula!
Quedó mudo el doctor y observó descaradamente —entre compadecido y admirado— a aquella
singular mujer, inteligente, sensitiva, fina, atacada de una enfermedad aún sin diagnosticar.
—¡Oh, doctor, le he aburrido; estoy segura de que le he aburrido! ¿No me responde, don César?
—Después de sus admirables palabras sobre el silencio, respéteme usted, señora de Almenara,
que me recree recordándolas. Estuvo callado mucho más tiempo de lo que Alicia hubiese
querido.
—¿Le he molestado en algo, doctor?
—Sí. ¡Cállese!
Al cabo de unos segundos, preguntó:
—¿Puedo retirarme?
—¡¡No!! —fue la respuesta desabrida de César Arellano. Y, en seguida, añadió disculpándose:
—He dicho "no"... porque me faltaba preguntarle si necesita usted algo... y si yo puedo
proporcionárselo.
—Sí, doctor... ¡Míreme! ¡No estoy acostumbrada a andar vestida así! Ello me deprime. He visto a
algunos residentes correctamente vestidos: tal vez exageradamente bien vestidos. Yo no aspiro
a tanto. Quiero, sencillamente, no estar disfrazada de lo que no soy: un chulo de barrio, un
hortera de pueblo. ¡Quiero vestirme de mí misma! ¡Claro que no quiero galas ni elegancias
sofisticadas! Pero, eso sí, vestirme con cierta armonía, de acuerdo con las circunstancias en las
que estoy... y... y... recuperar mis objetos de tocador.
—Cuando suba usted a su cuarto se encontrará con sus objetos personales. Sólo le ruego que
se vista usted con cierta discreción.
—¡Oh, doctor! ¿Es cierto lo que me dice? —exclamó con gran alegría.
—Un momento... un momento... ¡No quiero precipitarme! ¿Quién dio la orden de...? En realidad
haré todo lo posible para que recupere usted sus cosas... en cuanto hable con el doctor
Ruipérez. ¡Vamos, señora, no vale la pena de que se afecte tanto por haber rectificado! Me
precipité en decirle que sí, impulsado por un gran deseo de complacerla. Mañana proseguiremos
nuestras conversaciones.
—Esto que hemos hecho hoy, ¿se llama psicoanálisis?
—¡No! ¡En absoluto! Yo no usaré esa terapia con usted; ni siquiera la hipnosis; salvo que me lo
ordene el doctor Alvar. Pretendo simplemente conocerla... y que usted me conozca, hasta
confesarme voluntariamente su secreto, que intuyo no está alveolado en su subconsciente, sino
flotando libre y alegremente en su consciente. ¿Me equivoco?
—Zona rastrillai...
—¿Qué quiere decir eso?
—Zona acotada..., en ruso.
—Hábleme de su secreto.
—¡Vedado de caza!
—Bien, señora de Almenara. Es usted una mujer... "modélica"...
¡Qué expresión más torpe! Es usted una mujer admirable: ésa es la palabra: digna de
admiración, y con una personalidad cautivadora. Me siento realmente satisfecho de haberla
conocido. Sólo lamento... el sitio... y la ocasión.
—Doctor, ¿qué dije antes para que usted se enfadara?
—No me enfadé con usted, Alicia, sino con el hecho de que... sea usted tan perfecta y que a
pesar de ello... ¡Bien! ¡Me callo! Algún día se lo diré.
Cuando la paciente hubo salido, el médico anotó unas palabras en un bloc. A las que añadió con
gesto malhumorado: "¡No es usual ver a los ángeles en el infierno!" Mas en seguida lo tachó
porque se avergonzaba de haberse dejado fascinar, cautivar, por la belleza, el encanto y la rara
personalidad de Alice Gould.
...