—Prosigo —continuó el director—. Y con esto entro en la parte más importante de mi exposición. Tendréis que disculparme si echo mano de un ejemplo un tanto burdo. Si una persona recibe un golpe de mediana intensidad en una parte sana de su cuerpo —el antebrazo, pongamos por caso— el dolor que le produce es muy inferior que si lo recibe en una parte enferma: ese mismo brazo que estaba roto por un accidente anterior, o que padecía osteomielitis o tuberculosis ósea. En el primer caso, el daño producido por el golpe se reduce a una contusión pasajera. En el segundo, puede producirle una invalidez. Este es el caso de Alicia Almenara cuando recibe un mazazo —¡un terrible mazazo!— y no en cualquier sitio sino en la parte de su personalidad más "predispuesta": su orgullo patológico, enfermizo. "Pensad que ella ha intentado envenenar a su marido y que ha sido descubierta. El psiquiatra amigo de la familia recomienda su internamiento. ¡Estos son hechos probados y no por ella precisamente! Ella sabe que va a ser hospitalizada. Su soberbia patológica "le impide ver" la verdad de su fracaso tanto en el envenenamiento cuanto en no haber sabido eludir sus responsabilidades. ¡Y surge el delirio de interpretación paranoico! Ella no viene aquí como enferma, ni como subterfugio para escapar de la cárcel, sino voluntariamente y para realizar una misión altamente meritoria: "combatir una lacra, la delincuencia; del mismo modo que ustedes los médicos combaten otra lacra, la enfermedad", según le dijo a Ruipérez el día de su ingreso. ¡Ella lo cree firmemente así! Del mismo modo que cree que falsificó el informe del doctor Donadío con mi complicidad; que el hombre que la depositó en el manicomio no es su marido, sino su cliente, y que yo la iba a ayudar a descubrir a un asesino. Esta, es su fábula: éste su delirio de interpretación. Esta es la verdadera paranoia de Alicia Almenara. Ahora bien: ¿de qué medios ha de valerse para poder ingresar en un hospital psiquiátrico y realizar su altruista y sublime misión? Decide fingirse enferma, simular una paranoia para que la permitamos realizar una investigación criminal. Y esta paranoia falsa y simulada es la contenida en su declaración del primer día: la coz del caballo, el intento de su marido de querer envenenarla a ella, etc. Todo eso es falso: ella lo sabe y es parte de su simulación. Nos encontramos, por tanto, ante una envenenadora que ha dado muerte a un hombre y que me ha abofeteado a mí, triplemente peligrosa: por su paranoia auténtica (que ella desconoce), por su paranoia fingida (que ella simula) y por su propia inteligencia. Hizo una pausa, inquieto de que nadie le apoyase ni le replicara. —¿Qué opinas, César, de lo que he dicho? —¿Me permites que te hable con toda claridad? —No sólo te lo permito. Te lo ruego. —Pues bien, Samuel. Considero que tu opinión no se tiene en pie. Estas palabras, dichas por el clínico más prestigioso del hospital, le alteraron visiblemente. No obstante, con un admirable sentido del autodominio, suplicó: —Te ruego que me digas por qué. Estoy dispuesto a rectificar mi hipótesis, caso de que me convenzas. César Arellano expuso su criterio con voz profesional. —Acabas de decir que la declaración de Alice Gould a nuestro colega Teodoro Ruipérez, el día de su ingreso, pertenecía a una simulación de "paranoia". Supongamos que sea cierto. Pero en ese caso, querido
director, no puedes utilizar sus palabras de aquel día ("bella cabeza vacía", refiriéndose a su marido; "muy poco inteligente el pobre", refiriéndose a su médico particular; "a Cristo también le crucificaron", etc.) para avalar su dolencia verdadera. Una de dos: o fingía (como tú dices) o declaraba su verdadera personalidad. Y tú no tienes derecho, como acabas de hacer, a utilizar los elementos de su "paranoia fingida" para demostrar la supervaloración de su "yo", en la que basas su auténtica paranoia. Creo que mi argumento no tiene vuelta de hoja. —En efecto —reconoció Samuel Alvar con increíble capacidad de encajar golpes—. Tu objeción es buena. ¿Tienes alguna otra? —Sí. Y me temo que ésta sea superior a la primera. Tú has dicho que el brote paranoico de Alicia Almenara surgió en ella al saberse cogida: al saber que iba a ser encerrada en un manicomio. Quiero hacerte reconsiderar esa opinión que juzgo precipitada. Piensa bien que el doctor Donadío ya la consideraba paranoica de "antes". De modo que hay que convenir que ese médico era tonto al declarar una paranoia inexistente (¡en cuyo caso tenía razón Alicia Almenara!) o es un futurólogo excepcional, ya que diagnosticó una dolencia que acabaría produciéndose después. —Tus argumentos son impecables —reconoció el director con humildad—. Con esto y con todo, recuerda lo que te digo. Mi anticipo de diagnóstico está mal formulado, de acuerdo. ¡Pero esa bruja está loca! Un silencio glacial acogió las palabras del director. Ni siquiera Ruipérez se atrevió a apoyarle. Su hostilidad hacia esa mujer comenzaba a hacerse sospechosa. Arellano insistió: —Tú, que conoces bien a ese doctor Donadío, que le hizo el primer diagnóstico, dime, ¿es un profesional competente? —Yo no le conozco de nada —mintió Samuel Alvar, algo alterado. —Y si no os conocéis..., ¿no te parece inusual la carta que te escribió? —¡Siempre es inusual la cortesía! —Dime, director: ¿qué historia es esa de unas misivas, gracias a las cuales esta mujer, que se cree una detective, piensa que podrá descubrir un crimen? —No acabó de contármelo. Su arrebato de cólera se lo impidió. —Considero esencial —comentó Arellano— conocer entera "su fábula delirante". Ella la tenía reservada para cuando tú llegases y yo lo ignoro todo al respecto. ¿Por qué no la haces llamar? —¿Qué opinas, Teodoro? —Yo no tengo más opinión que lo que tú mandes —respondió Ruipérez. Y César Arellano consideró que su joven colega había dicho una gran verdad. Iba éste a añadir algo, cuando el avisador electrónico de bolsillo de Ruipérez produjo unos sonidos característicos. Descolgó al instante el teléfono e informó al director: —Los demás clínicos nos recuerdan "con la mayor cortesía", y con un poco de sorna, que hoy es día de junta y que llevan una hora esperando. —Diles que ya vamos —dijo Samuel Alvar poniéndose en pie. Ruipérez bromeó por teléfono: —¡El director me dice que está indignado con vuestro retraso! Lleva una hora esperando que le aviséis. ¡Ahora vamos para allá! Samuel Alvar redactó una nota y se la dio a Teodoro Ruipérez, para que la entregase a Montserrat Gastell, y ésta informase a la señora de Almenara que, en el curso de la tarde, iba a ser recibida por la junta de médicos. Entretanto, Arellano —mientras caminaba— exhaló el aire de sus pulmones sobre sus cristales y los limpió con más minuciosidad que nunca. No tenía ideas claras todavía, pero eran muchas —¡muchas!— las cosas que no cuadraban ni en la brillante exposición del director ni en la rara personalidad de Alice Gould.
jueves, 7 de junio de 2018
LL EL DIAGNOSTICO DEL DIRECTOR III
LL EL DIAGNOSTICO DEL DIRECTOR II
—¿Por ejemplo? —En el test de las palabras inductoras de Jung. La lista de tales palabras la hice yo mismo. Buscaba afanosamente una respuesta esquizofrénica (que en el caso de esa señora no podría ser más que la paranoide) y no la hallé. Perdóname, Samuel, si me vanaglorio de aquella antigua iniciativa mía de que los tests se archivasen no por "individuos", como antes, sino por grupos de enfermedades diagnosticadas y confirmadas. Pues bien: he comparado sus respuestas a las manchas de Rorschard, tanto como las estadísticas aportadas por el mismo, cuanto con las de este hospital. Y no hay un solo esquizofrénico en la casa que coincida con las interpretaciones de la Almenara. Lo mismo acontece con los dibujos de un espacio abierto y uno cerrado que la psicóloga le ordenó hacer: no son simbólicos ni abstractos, amanerados o extravagantes, sino la expresión gráfica y un tanto ingenua de dos recuerdos triviales. "En consecuencia: su encuadramiento psicosociológico es el de una burguesa de clase media elevada, de costumbres sanas, muy inteligente y que siente una profunda aversión por las mentes cuadradas, los espíritus mezquinos y los obsesos intelectuales. Samuel Alvar le interrumpió: —Háblame de su conducta. —No ha dado motivo de queja desde que ingresó. —¡Me parece que exageras, César! ¿Cómo puede decirse que no ha dado motivo de queja una mujer con antecedentes de envenenadora que a la quinta semana de internamiento ya dio muerte a un hombre? —¡La muerte del "Gnomo" fue un accidente! ¡Hubo un testigo en cuyo testimonio siempre has fiado! —protestó con énfasis el doctor Arellano. —¡Hubo una muerte, César! El testimonio del "Hortelano" sólo me sirve para saber que ella, en efecto, fue atacada. Más no se defendió de cualquier modo. ¡Se defendió matando! ¿Sigues no considerándola peligrosa? —Sabemos muy bien que fue un accidente —insistió el interpelado—. De no haber sido por la deformación de su columna vertebral, el hombre que la atacó estaría ahora jugando a los bolos, y no bajo tierra. —Ella sabía muy bien cuál era la malformación física de aquel individuo... ¡y le partió la columna! Esa mujer —prosiguió el director— será dócil en tanto en cuanto nadie la humille, la contradiga o la ofenda. Representa un peligro potencial para los demás enfermos y para sus cuidadores, mayor que el de Teresiña Carballeira el día que ingresó. —¡Estás exagerando! —¡No estoy exagerando! La Carballeira padecía un acceso de locura, es decir, una crisis pasajera capaz de ser reducida. Mientras que la Almenara es una enferma crónica. Su crisis, por decirlo de un modo acientífico pero muy claro, es permanente. Ella está buscando al asesino de un anciano llamado García del Olmo. Cuando crea descubrirlo, lo denunciará. Y, en vista de que el juzgado no se lo lleva, ejercerá la justicia por su mano, del mismo modo que otro de los paranoicos de esta casa mató a tres compañeros suyos de barco por considerarlos separatistas vascos. Le sorprendió al doctor Arellano la dureza con que se expresaba Samuel Alvar. No era habitual en él cuando se trataba de diagnosticar a un paciente. No tardó en conocer los motivos de tal dureza. —¡Y no es el único acto de violencia el que ha cometido "ese espíritu exquisito" que tú has descubierto en ella! ¡En este mismo despacho se permitió el capricho de abofetear al director del hospital en que está internada! César Arellano no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. —¿Quieres decirme que Alicia Almenara te abofeteó? —Lo que estás oyendo. —¿Y cómo no fui informado yo de eso?
—Le rogué a Ruipérez que guardara la máxima discreción. —¿Conmigo también? —preguntó indignado—. ¿Qué quieres que te diga, director? ¡Me parece incorrecto que no se me haya dicho una palabra acerca de un suceso tan grave relacionado con esa mujer! Ruipérez intervino en defensa de su jefe: —En realidad, tal vez me excedí en la petición que me hizo el director. ¡Samuel no me pidió que te lo ocultara a ti! —Señores —intervino Alvar con tono pacificador—, los problemas que hemos de tratar son largos y hemos de concluir antes de que empiece la junta de médicos. Si os parece vamos a pasar la cinta de su conversación conmigo. Después de oírla, os daré mi parecer. —Estoy impaciente por escucharla —exclamó César Arellano, con la voz más calmada y procurando ocultar la doble irritación que sentía. Contra Alicia Almenara por la increíble audacia de haber agredido al director. Contra el director, por habérselo ocultado. —Te aconsejo —le sugirió el doctor Ruipérez con tono de chanza mientras pulsaba el conmutador del magnetófono— que te mantengas bien sentado durante la audición para no caerte de espaldas ante lo que vas a oír. Fue un buen consejo. César Arellano quedó profundamente deprimido y triste. Había soñado con dar, algún día, un diagnóstico favorable de esta señora tan singular, y tal esperanza se desvanecía a medida que escuchaba la insólita colección de disparates ensartados por Alice Gould en su primera entrevista con el director. Tampoco estaba de acuerdo con el modus operandi de Samuel Alvar. Su invitación a ser dócil constituía una provocación. Sus palabras — "está usted muy enferma"—, imprudentísimas y contradictorias. Había conversado con ella cual si fuese una mujer mentalmente sana. ¿Por qué entonces soltarle a bocajarro que estaba "muy enferma"? Y si realmente lo estaba, ¡no era ése el modo de conseguir la necesaria "transferencia" para ganar su confianza y sumisión! Samuel Alvar era un buen director para llevar el timón de aquella nave de ochocientos penosos pasajeros. Pero era un mal clínico. Sabía beneficiar con sus iniciativas a la masa de enfermos, pero no al individuo doliente. Su visión, puesta al servicio del conjunto, no era capaz de acertar con "la" persona. Le faltaba práctica en el trato directo de los psicóticos, y, por ende, experiencia. "¡Muy mal, muy mal, Samuel Alvar!", se decía Arellano para sus adentros. Más esto no le consolaba de la desazón que le producía considerar que aquella alma cautivadora de Alice Gould estaba realmente trastornada por un mal. —¿Qué te ha parecido, César? —le preguntó el director, apenas hubo pulsado el interruptor del magnetófono. El doctor Arellano se movió incómodo en su asiento. —A partir de aquí he de trazar un diagnóstico. ¡Y eso no puede improvisarse, Samuel! —No te pido un diagnóstico en regla, sino un avance provisional. —Sin negar que pueda desdecirme algún día —respondió lentamente el jefe de los Servicios Clínicos—, mi impresión actual es que estamos ante una paranoia o ante una simulación. Juntó el director, al oír esto, las yemas de los dedos de ambas manos —ademán tan característico en él como lo era en Arellano limpiarse las gafas—, y dijo: —Considero que las eventualidades que has aventurado, César, no son forzosamente incompatibles entre sí. He meditado mucho en ello estos últimos días y he llegado al siguiente resultado: ¡Considero que nos encontramos ante un caso conjunto de paranoia y simulación! Calló prudentemente el doctor Arellano. Encendió Alvar un cigarrillo, e, inmediatamente, por distracción, lo apagó. Se encontraba más cómodo con las yemas de ambas manos unidas. —Voy a exponeros mí impresión personal. Hizo una pausa, para dar más énfasis a su declaración, inclinó el busto hacia delante. —Señores —añadió con cierta solemnidad—, creo que nos encontramos ante el caso singularísimo de una auténtica paranoica (que, como todas, ignora que lo está), que finge una
falsa paranoia puesta al servicio de su verdadero delirio.
Ruipérez lanzó un largo silbido admirativo, o bien por adular a su jefe (cosa en él habitual), o
bien porque sinceramente veía en esas palabras la clave del misterio de la extraña personalidad
de Alicia Almenara.
César Arellano mostró igual perplejidad. El había dicho: "o paranoia o simulación". Mas he aquí
que Samuel Alvar precisaba: "paranoia y simulación".
Animado por la expectación producida en su breve auditorio, Samuel Alvar prosiguió:
—Antes de que surgiera su primer brote, ella, aun estando sana, poseía ya una personalidad
muy predispuesta. La supervaloración de su "yo" era algo más que simple presunción, soberbia y
vanidad, tan común en las mujeres de su clase. Se consideraba más inteligente, sensible, culta,
espiritual, distinguida, elegante y delicada que cuantos la rodeaban. Todo ello, en grados que ya
rozaban lo patológico, y que la inclinaban a despreciar, minusvalorar a los demás. Su afán de
superación la llevó a extremos ciertamente inusuales en una mujer de su ambiente y de su
posición. Como, por su sexo, no le era dado presumir de ser más fuerte que los varones,
aprendió judo; y llegó, con tenacidad inaudita, a ser, nada menos, que cinturón azul, con lo que,
sin duda, se habilitaba para poder vencer a un hombre corpulento. El binomio "exaltación del
propio yo, minusvalorización del ajeno" lo hemos comprobado nosotros mismos. Voy a poner
unos cuantos ejemplos extraídos de manifestaciones suyas:
"1.°) "Freud es un cretino. Le odio."
"2.°) "Me gustaría ser yo quien le hiciese a Freud un psicoanálisis."
"3.°) "El capellán es un incompetente": palabras a las que hay que añadir la audacia de
dirigírselas por escrito al obispo de la diócesis, a quien no conoce.
"4.°) "¡Este test .es para deficientes mentales!", como significado: "No para mí, que soy un ser
superior."
"5.°) "No recuerdo haberle autorizado a que me tutee", dicho a una enfermera, cuidadora suya,
pretendiendo establecer con ella una barrera social.
"6.°) "Es usted ciego, mudo y majadero. ¡Este es su verdadero diagnóstico!", palabras escupidas
a la cara de un infeliz esquizofrénico, y entre las que destaco muy particularmente la de
"diagnóstico" vocablo que ella se considera con autoridad para utilizar.
"7.°) "El doctor Donadío es muy poco inteligente el pobre."
"8.°) "Schopenhauer es un imbécil."
"9.°) Después de haber llamado "cretino" a Freud e "imbécil" a Schopenhauer, no me acompleja
demasiado que haya llamado tonto al propio director del hospital en que ella está recluida. A lo
que hay
que añadir tu acertada declaración, César, de que tiene fobia a las mentes cuadradas, a los
espíritus mezquinos y a los obsesos intelectuales. Y la tuya, Ruipérez, de que le parecía mal,
incluso la legislación que regula la admisión de los enfermos.
"Me he detenido hasta ahora en los aspectos negativos. En los que manifiesta su desprecio
desde Freud a Schopenhauer hasta este modesto servidor de ustedes. Pero no quiero pasar por
alto los positivos, directamente relacionados con la supervaloración patológica de su "yo":
"1.°) "Me siento llamada por Dios para ser madre de estos desgraciados."
"2.°) "Sí yo fuera médico... ¡le curaría!", palabras dichas a Ignacio Urquieta.
"3.°) "Mi padre no sólo me quería: me admiraba", o algo muy parecido.
"4.°) "¿Estas flores me las ha enviado el director?" ¡Como si yo pudiera entretenerme en mandar
florecitas a las pacientes!
"5.°) "¡Cristo era superior a Anas y, no obstante, le crucificaron!" De modo que al hablar de sí
misma no se le ocurre otro ejemplo más próximo y apropiado que el del propio Cristo.
"Merece la pena observar que ni siquiera en estas manifestaciones de autoexaltación prescinde
del menosprecio a los otros. Su idea, tan altruista, de maternidad espiritual tiene como
contrapartida despectiva a "estos desgraciados". Su afirmación de que ella curaría a Urquieta va
acompañada de una velada acusación de incompetencia a todos nosotros que no hemos sabido sanarle. Y la figura de "Cristovíctima" igual a "Aliciavíctima" tiene como contrapartida a dos seres menores, Anas y Caifas, que lograron llevar al patíbulo al Hijo del Hombre, y que son iguales a otros dos seres inferiores: su marido y su médico, que consiguieron recluirla. ¿Para qué seguir? —No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con velado sarcasmo—. Has reconstruido paso a paso durante setenta días todas sus manifestaciones con nosotros, con los enfermeros y con los enfermos. Has debido dé tener muchos y muy diversos informadores. Tu relación es completísima. Fuera de lo que has dicho... ¡no hay más!
—Le rogué a Ruipérez que guardara la máxima discreción. —¿Conmigo también? —preguntó indignado—. ¿Qué quieres que te diga, director? ¡Me parece incorrecto que no se me haya dicho una palabra acerca de un suceso tan grave relacionado con esa mujer! Ruipérez intervino en defensa de su jefe: —En realidad, tal vez me excedí en la petición que me hizo el director. ¡Samuel no me pidió que te lo ocultara a ti! —Señores —intervino Alvar con tono pacificador—, los problemas que hemos de tratar son largos y hemos de concluir antes de que empiece la junta de médicos. Si os parece vamos a pasar la cinta de su conversación conmigo. Después de oírla, os daré mi parecer. —Estoy impaciente por escucharla —exclamó César Arellano, con la voz más calmada y procurando ocultar la doble irritación que sentía. Contra Alicia Almenara por la increíble audacia de haber agredido al director. Contra el director, por habérselo ocultado. —Te aconsejo —le sugirió el doctor Ruipérez con tono de chanza mientras pulsaba el conmutador del magnetófono— que te mantengas bien sentado durante la audición para no caerte de espaldas ante lo que vas a oír. Fue un buen consejo. César Arellano quedó profundamente deprimido y triste. Había soñado con dar, algún día, un diagnóstico favorable de esta señora tan singular, y tal esperanza se desvanecía a medida que escuchaba la insólita colección de disparates ensartados por Alice Gould en su primera entrevista con el director. Tampoco estaba de acuerdo con el modus operandi de Samuel Alvar. Su invitación a ser dócil constituía una provocación. Sus palabras — "está usted muy enferma"—, imprudentísimas y contradictorias. Había conversado con ella cual si fuese una mujer mentalmente sana. ¿Por qué entonces soltarle a bocajarro que estaba "muy enferma"? Y si realmente lo estaba, ¡no era ése el modo de conseguir la necesaria "transferencia" para ganar su confianza y sumisión! Samuel Alvar era un buen director para llevar el timón de aquella nave de ochocientos penosos pasajeros. Pero era un mal clínico. Sabía beneficiar con sus iniciativas a la masa de enfermos, pero no al individuo doliente. Su visión, puesta al servicio del conjunto, no era capaz de acertar con "la" persona. Le faltaba práctica en el trato directo de los psicóticos, y, por ende, experiencia. "¡Muy mal, muy mal, Samuel Alvar!", se decía Arellano para sus adentros. Más esto no le consolaba de la desazón que le producía considerar que aquella alma cautivadora de Alice Gould estaba realmente trastornada por un mal. —¿Qué te ha parecido, César? —le preguntó el director, apenas hubo pulsado el interruptor del magnetófono. El doctor Arellano se movió incómodo en su asiento. —A partir de aquí he de trazar un diagnóstico. ¡Y eso no puede improvisarse, Samuel! —No te pido un diagnóstico en regla, sino un avance provisional. —Sin negar que pueda desdecirme algún día —respondió lentamente el jefe de los Servicios Clínicos—, mi impresión actual es que estamos ante una paranoia o ante una simulación. Juntó el director, al oír esto, las yemas de los dedos de ambas manos —ademán tan característico en él como lo era en Arellano limpiarse las gafas—, y dijo: —Considero que las eventualidades que has aventurado, César, no son forzosamente incompatibles entre sí. He meditado mucho en ello estos últimos días y he llegado al siguiente resultado: ¡Considero que nos encontramos ante un caso conjunto de paranoia y simulación! Calló prudentemente el doctor Arellano. Encendió Alvar un cigarrillo, e, inmediatamente, por distracción, lo apagó. Se encontraba más cómodo con las yemas de ambas manos unidas. —Voy a exponeros mí impresión personal. Hizo una pausa, para dar más énfasis a su declaración, inclinó el busto hacia delante. —Señores —añadió con cierta solemnidad—, creo que nos encontramos ante el caso singularísimo de una auténtica paranoica (que, como todas, ignora que lo está), que finge una
falsa paranoia puesta al servicio de su verdadero delirio.
Ruipérez lanzó un largo silbido admirativo, o bien por adular a su jefe (cosa en él habitual), o
bien porque sinceramente veía en esas palabras la clave del misterio de la extraña personalidad
de Alicia Almenara.
César Arellano mostró igual perplejidad. El había dicho: "o paranoia o simulación". Mas he aquí
que Samuel Alvar precisaba: "paranoia y simulación".
Animado por la expectación producida en su breve auditorio, Samuel Alvar prosiguió:
—Antes de que surgiera su primer brote, ella, aun estando sana, poseía ya una personalidad
muy predispuesta. La supervaloración de su "yo" era algo más que simple presunción, soberbia y
vanidad, tan común en las mujeres de su clase. Se consideraba más inteligente, sensible, culta,
espiritual, distinguida, elegante y delicada que cuantos la rodeaban. Todo ello, en grados que ya
rozaban lo patológico, y que la inclinaban a despreciar, minusvalorar a los demás. Su afán de
superación la llevó a extremos ciertamente inusuales en una mujer de su ambiente y de su
posición. Como, por su sexo, no le era dado presumir de ser más fuerte que los varones,
aprendió judo; y llegó, con tenacidad inaudita, a ser, nada menos, que cinturón azul, con lo que,
sin duda, se habilitaba para poder vencer a un hombre corpulento. El binomio "exaltación del
propio yo, minusvalorización del ajeno" lo hemos comprobado nosotros mismos. Voy a poner
unos cuantos ejemplos extraídos de manifestaciones suyas:
"1.°) "Freud es un cretino. Le odio."
"2.°) "Me gustaría ser yo quien le hiciese a Freud un psicoanálisis."
"3.°) "El capellán es un incompetente": palabras a las que hay que añadir la audacia de
dirigírselas por escrito al obispo de la diócesis, a quien no conoce.
"4.°) "¡Este test .es para deficientes mentales!", como significado: "No para mí, que soy un ser
superior."
"5.°) "No recuerdo haberle autorizado a que me tutee", dicho a una enfermera, cuidadora suya,
pretendiendo establecer con ella una barrera social.
"6.°) "Es usted ciego, mudo y majadero. ¡Este es su verdadero diagnóstico!", palabras escupidas
a la cara de un infeliz esquizofrénico, y entre las que destaco muy particularmente la de
"diagnóstico" vocablo que ella se considera con autoridad para utilizar.
"7.°) "El doctor Donadío es muy poco inteligente el pobre."
"8.°) "Schopenhauer es un imbécil."
"9.°) Después de haber llamado "cretino" a Freud e "imbécil" a Schopenhauer, no me acompleja
demasiado que haya llamado tonto al propio director del hospital en que ella está recluida. A lo
que hay
que añadir tu acertada declaración, César, de que tiene fobia a las mentes cuadradas, a los
espíritus mezquinos y a los obsesos intelectuales. Y la tuya, Ruipérez, de que le parecía mal,
incluso la legislación que regula la admisión de los enfermos.
"Me he detenido hasta ahora en los aspectos negativos. En los que manifiesta su desprecio
desde Freud a Schopenhauer hasta este modesto servidor de ustedes. Pero no quiero pasar por
alto los positivos, directamente relacionados con la supervaloración patológica de su "yo":
"1.°) "Me siento llamada por Dios para ser madre de estos desgraciados."
"2.°) "Sí yo fuera médico... ¡le curaría!", palabras dichas a Ignacio Urquieta.
"3.°) "Mi padre no sólo me quería: me admiraba", o algo muy parecido.
"4.°) "¿Estas flores me las ha enviado el director?" ¡Como si yo pudiera entretenerme en mandar
florecitas a las pacientes!
"5.°) "¡Cristo era superior a Anas y, no obstante, le crucificaron!" De modo que al hablar de sí
misma no se le ocurre otro ejemplo más próximo y apropiado que el del propio Cristo.
"Merece la pena observar que ni siquiera en estas manifestaciones de autoexaltación prescinde
del menosprecio a los otros. Su idea, tan altruista, de maternidad espiritual tiene como
contrapartida despectiva a "estos desgraciados". Su afirmación de que ella curaría a Urquieta va
acompañada de una velada acusación de incompetencia a todos nosotros que no hemos sabido sanarle. Y la figura de "Cristovíctima" igual a "Aliciavíctima" tiene como contrapartida a dos seres menores, Anas y Caifas, que lograron llevar al patíbulo al Hijo del Hombre, y que son iguales a otros dos seres inferiores: su marido y su médico, que consiguieron recluirla. ¿Para qué seguir? —No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con velado sarcasmo—. Has reconstruido paso a paso durante setenta días todas sus manifestaciones con nosotros, con los enfermeros y con los enfermos. Has debido dé tener muchos y muy diversos informadores. Tu relación es completísima. Fuera de lo que has dicho... ¡no hay más!
LL EL DIAGNOSTICO DEL DIRECTOR
TAL COMO ESTABA PREVISTO, aquel miércoles se reunieron los doctores Alvar, Ruipérez y César Arellano en el despacho del primero. Los tres médicos escucharon, con creciente interés, la cinta en la que estaba grabada la primera manifestación sobre sí misma que hizo Alicia Gould de Almenara el día de su ingreso. Concluida la audición, el doctor Ruipérez se dirigió al director y resumió: —Los síntomas me parecieron lo suficientemente claros y coincidentes con el informe que nos hacía el que fue su médico particular. De modo que encomendé la enferma al jefe de los Servicios Clínicos para que éste la estudiase y te pasara sus conclusiones a tu llegada. Yo le remití una nota resumiéndole las mías: "Paranoia pura sin mezcla —al menos apreciable— de otros síndromes". —¿Estás de acuerdo, César? —preguntó a éste el director. —En efecto, los hechos fueron así —respondió el doctor Arellano, eludiendo lo más importante dé la pregunta. —No me refiero a los hechos —aclaró el doctor Alvar—, sino al diagnóstico de Ruipérez. —Tu ayudante no hizo diagnóstico alguno —precisó el jefe de los Servicios Clínicos—, puesto que no la estudió. Tan sólo me remitió un avance de opinión. —Eso es lo que te preguntaba. Si estás de acuerdo con su opinión de que nos encontramos ante una paranoia pura sin mezcla de otros síndromes. César Arellano humedeció sus nuevas gafas con el vaho de su aliento y respondió evasivo: —Estoy de acuerdo en que otros síndromes no hay. —¿A qué pruebas la has sometido? —Por tratarse de una envenenadora potencial, el caso de esta mujer me interesó vivamente desde el primer día. Pero mi interés aumentó al descubrir que me hallaba ante una personalidad de altos vuelos, distinta y superior al resto de los enfermos de este hospital; y distinta y superior también al común de los sanos. Tras mi segunda sesión con ella, tomé estas notas que os voy a leer: "Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada". "No sólo advertí que ocultaba algo. Ella misma me lo confesó. Ese "algo" era un secreto que guardaba exclusivamente para ti, director. Caso de tratarse de una psicosis delirante, pensé que en ese secreto estaría la clave de su delirio. Ello no fue óbice para que la sometiera a toda clase de pruebas. —Hiciste bien. Vengan los resultados. —Son todos negativos. No tiene trastornos psicomotores. Anda, se mueve y gesticula con naturalidad; carece de tics; es una gran gimnasta. Practica el judo. Y, en cuanto a su rapidez de reflejos, ahí está, como el mejor ejemplo, su desgraciado incidente con el jorobado. "¿Trastornos de lenguaje? Tampoco los tiene. Su dicción es correcta, no tartamudea, sabe adecuar las palabras a sus pensamientos y pronuncia, sin equivocar un sonido, curiosos trabalenguas en varios idiomas. "Se le han hecho análisis del aparato respiratorio, digestivo, cardiovascular y urinario. El hormonal y del líquido encefalorraquídeo los superó con éxito. No hay asomo de sífilis propia o heredada. Hay que descartar cualquier tipo de toxicomanía: odia las medicinas, no toma pastillas para dormir. Lo mismo digo del alcoholismo. Han transcurrido más de dos meses desde que ingresó y no ha tomado alcohol, ni lo ha pedido, ni se ha angustiado al no consumirlo. Puedo, por tanto, afirmar con la mayor seguridad que, de padecer esta señora una psicosis, ésta no es de origen orgánico. —¿Se le hizo encefalograma? —Se me olvidaba decírtelo. No hay falsas respuestas. No hay lesión cerebral. En consecuencia, puse mucho énfasis en el estudio de los tests y en su preparación. Aparte de los tradicionales de Bidetsimon, Wechsler, Jung y Rorschard, introduje por mi cuenta algunas variaciones
L EL CEPO II
Cruzó Alicia la "Sala de los Desamparados" y pasó al parque, donde —por ser día de visitas— muchos pacientes paseaban con sus amigos y familiares. La idea de huir, y de cómo huir, la azuzaba intermitentemente como una abeja cien veces espantada y que otras tantas volviera, tenaz, hacia su objetivo. No desechaba la idea de la fuga, mas consideró que no era el momento propicio para planteársela. No le faltarían ocasiones de pensar en ello. Ni siquiera le preocupaba cómo sacar el dinero que tenía depositado en las oficinas. Una mínima cantidad sería suficiente para alejarse de allí y comunicarse con Heliodoro. Ya pensaría en ello. Ahora no. La acuciaban otros problemas. Unos, relacionados con la actitud que debía adoptar cara a los médicos y a los enfermos. Otro, investigar el motivo por el que había sido encerrada. Era evidente que alguien se beneficiaba con su encierro, o que se había beneficiado ya, en cuyo caso la prolongación de su estancia allí era ya inútil, incluso para su secuestrador. Se fue alejando Alice Gould por el parque en dirección a las murallas, bien que rehuyendo el territorio donde fue atacada por "el Gnomo". Era por donde menos paseaban los locos. La mayoría buscaba la zona ajardinada o la deportiva. Por allí sólo se aventuraban los "autistas" — enemigos del trato social— y los melancólicos. Halló Alicia un reborde en las mismas murallas que podía servirle de asiento y se aisló del mundo sin otra compañía que sus meditaciones. La palabra "motivo" la atormentaba corrió un clavo que perforase su mente. Era preciso estructurar ese "motivó": ese beneficio del que alguien —un ser incógnito y no imaginado— gozaba al retenerla apartada del mundo. Este beneficio podría ser positivo (el interés o la venganza) o negativo (evitar que ella alcanzase una meta determinada). Analizó la palabra "venganza". Dada su profesión, es evidente que había perjudicado a no pocas personas, chantajistas, estafadores, en su mayor parte. El tema de la venganza no debía ser descartado. Escribiría una lista de todos los casos, anotaría los nombres de los implicados... Pasó a estudiar la posibilidad de que, al encerrarla, alguien quisiese evitar que alcanzase su objetivo. Y esta idea la cautivó. "¿Y qué objetivo puede ser ése, Alice Gould —comentó en voz alta—, dadas tu dedicación y tu profesión?" "¡Evitar que descubras un delito que estabas a punto de desentrañar!" "¿Ves alguna fisura a tu deducción?" "Sí —respondió al punto—: veo una. No es necesario que yo estuviese a punto de descubrir un delito. Basta con que mi verdugo creyera (con razón p sin ella) que yo iba a descubrirlo." "Vas por el buen camino, Alice, procura no distraerte", añadió, dándose ánimos. Y en seguida prosiguió: "Pero esto no es suficiente. La persona que pensase tal cosa tenía que tener medios bastantes para encerrarte. Luego es necesario que además de temer de ti la averiguación de 'algo' estuviese en sus manos la facultad de encerrarte". "Estas personas no son más que tres —se dijo Alice—: Heliodoro, mi marido; Raimundo García del Olmo, mi cliente... y el director del hospital, Samuel Alvar. Procedamos a un análisis: Heliodoro carece de motivo". Cierto que ella
era más rica que él, pero su marido disponía a su antojo de cuanto necesitaba, y él ganaba por sí mismo dinero suficiente para mantener un alto nivel de vida. De otra parte, no había colaborado en su encierro. Ella misma le había engañado para poder encerrarse, porque temía —¡con harta razón!— que se opusiese a tan extravagante medida. ¡Ah, qué temerariamente se había comportado al fingir la historia de los venenos y qué injusta al pintarlo como un pobre diablo, sin más horizontes que hacer hoyos en el golf sobre la par y perder, por tonto y por enviciado, su dinero a las cartas! Enjugóse Alice Gould una lágrima —que era tanto de ira por su necedad, cuanto de arrepentimiento— y se dispuso a seguir sistematizando "el hipotético motivo" de su incógnito verdugo. García del Olmo fue el segundo, cuya actuación intentó interpretar. Sus ideas eran terriblemente vagas en relación con él. Las causas de este hombre para querer encerrarla no las veía por ninguna parte. El riesgo, para un hombre de su prestigio, de cometer semejante felonía y ser descubierto, era un precio demasiado alto para el provecho (que ella no entendía ni imaginaba, ni se acercaba siquiera a una lejana sospecha o intuición) que pudiera obtener con su encierro. No obstante... no obstante... Estas palabras quedaron enganchadas en su mente, como la repetición de un disco rayado. No obstante... no obstante... era obligado —¡aunque no entendiese los motivos!— analizar la actuación de su cliente. Volvió Alice Gould a hablar —bien que musitando— en voz alta. Los pensamientos le fluían más coherentes si los expresaba con sonidos. Y, sobre todo, advertía mejor los fallos de su argumentación, si los "oía" que si solamente los "pensaba". "Hay algo incomprensible —se dijo— en la actuación de mi cliente. El deseaba que yo ingresase aquí para realizar, en su favor, una investigación determinada. Más he aquí que yo hubiera podido ingresar "voluntariamente". Como mi plaza, según estaba previsto, sería "de pago", el responsable del hospital me hubiera aceptado "en régimen de observación", aunque a los quince días me dijera: "¡Señora, váyase con viento fresco: está usted más sana que una cereza sin picotear!" Y he aquí que, a pesar de la sencillez de este procedimiento (con el que yo hubiese podido, con igual fortuna, realizar la investigación que a él interesaba) prefirió que mi ingreso fuese "involuntario", lo cual suponía una complicación extraordinaria en los trámites de admisión: dictamen médico, firma legalizada por una autoridad (todo ello falsificado) y "solicitud" marital para mi internamiento. ¡No cuadra! ¡Esto no , cuadra! ¿Falsificar un documento oficial, pudiendo no hacerlo, para alcanzar el mismo objetivo? ¿Exponerse a que le descubran? ¿Exponerme a mí a que Heliodoro hubiese observado la naturaleza de lo que firmaba, y, con ello, dar al traste con mi ingreso en el hospital? Aquí hay un fallo. He de anotarlo en mi memoria, aislarlo y, una vez que tenga completo el cuadro de la situación, volver después a analizarlo. No te olvides, Alice Gould. De aquí ha de partir la investigación". El sol daba de plano sobre las murallas y Alice Gould tuvo calor. Tan abstraída estaba en sus meditaciones, que no recordaba el tiempo que llevaba expuesta al sol. Unas gotitas de sudor le perlaban la frente. Se las enjugó con el dorso de la mano. Más no se movió de allí. Se sabía cerca de la verdad. Y no quería hacer el menor ademán o movimiento que la distrajera. La diferencia —se dijo— entre el sistema voluntario de ingreso en un hospital psiquiátrico y el involuntario no estriba sólo en los trámites previos, sino en las consecuencias posteriores. Y estas consecuencias eran radicalmente distintas en uno y otro caso. Cuando el ingreso es voluntario, el así admitido abandona el manicomio con casi tanta sencillez como entró. Mientras que si la reclusión es por solicitud familiar a causa de un informe médico que aconseja el internamiento, la salida ya no es tan fácil, del mismo modo que un encarcelado no puede abandonar la prisión cuando le plazca, sino cuando la condena se haya cumplido. La conclusión a la que llegó Alice Gould era bien triste, pero de una evidencia cegadora. Si se había seguido con ella para ingresarla en el manicomio el segundo sistema a pesar de sus
complicaciones..., ¡era precisamente para que no pudiese salir! El autor material de este secuestro había sido Raimundo García del Olmo con la complicidad del doctor Alvar y la ingenua, necia y temeraria colaboración de ella misma. Estaba muy lejos de sospechar las razones. Pero esto era así. Había sido atrapada en un cepo. ¡El queso que utilizaron como señuelo fue la investigación criminal de un delito inexistente! ¡Y ella, la más estúpida de las ratitas de Indias que se cultivan en los laboratorios! Se puso bruscamente en pie poseída de cólera contra sí misma. Y se lanzó una sarta de improperios en inglés, costumbre adquirida desde niña, pues era en este idioma en el que sus padres la regañaban por aturdida. Divisó a lo lejos, caminando hacia donde ella estaba, a un grupo de tres reclusos: "el Hortelano", "el Albaricoque" y "el Falso Mutista". Estos dos últimos pertenecían a la lista de los sospechosos que Alice había confeccionado con la ingenua pretensión de que el doctor Alvar la informase de a cuál o a cuáles de ellos se les permitió salir del sanatorio en las fechas en que fue asesinado el padre de Raimundo García del Olmo. Se llevó ambas manos a la cabeza. ¿No acababa de llegar a la conclusión de que. tal delito era inexistente? ¡Acabaría por perder el juicio si alguna vez lo tuvo! ¡Aquel crimen sucedió en la realidad! ¡No era por tanto inexistente! ¡Los periódicos lo publicaron y comentaron! ¡Ella ya estaba en antecedentes de que había quedado impune cuando conoció a Raimundo! Los tres hombres se cruzaron con la Almenara. "El Hortelano" se llevó un dedo a la gorra para saludar a la señora Alicia; ésta le devolvió el saludo, besándose la mano y soplando en dirección suya para que el beso le llegase; "el Mutista" cerró los ojos para no verla, y cada uno siguió su camino. Las ideas de Alice Gould eran cada vez más confusas. A la incógnita del crimen del viejo García del Olmo se sumaba la de las causas de su propio encierro. Y sobre estos pensamientos, el deseo acuciante de comunicarse con su marido y un imperioso afán de fuga.
era más rica que él, pero su marido disponía a su antojo de cuanto necesitaba, y él ganaba por sí mismo dinero suficiente para mantener un alto nivel de vida. De otra parte, no había colaborado en su encierro. Ella misma le había engañado para poder encerrarse, porque temía —¡con harta razón!— que se opusiese a tan extravagante medida. ¡Ah, qué temerariamente se había comportado al fingir la historia de los venenos y qué injusta al pintarlo como un pobre diablo, sin más horizontes que hacer hoyos en el golf sobre la par y perder, por tonto y por enviciado, su dinero a las cartas! Enjugóse Alice Gould una lágrima —que era tanto de ira por su necedad, cuanto de arrepentimiento— y se dispuso a seguir sistematizando "el hipotético motivo" de su incógnito verdugo. García del Olmo fue el segundo, cuya actuación intentó interpretar. Sus ideas eran terriblemente vagas en relación con él. Las causas de este hombre para querer encerrarla no las veía por ninguna parte. El riesgo, para un hombre de su prestigio, de cometer semejante felonía y ser descubierto, era un precio demasiado alto para el provecho (que ella no entendía ni imaginaba, ni se acercaba siquiera a una lejana sospecha o intuición) que pudiera obtener con su encierro. No obstante... no obstante... Estas palabras quedaron enganchadas en su mente, como la repetición de un disco rayado. No obstante... no obstante... era obligado —¡aunque no entendiese los motivos!— analizar la actuación de su cliente. Volvió Alice Gould a hablar —bien que musitando— en voz alta. Los pensamientos le fluían más coherentes si los expresaba con sonidos. Y, sobre todo, advertía mejor los fallos de su argumentación, si los "oía" que si solamente los "pensaba". "Hay algo incomprensible —se dijo— en la actuación de mi cliente. El deseaba que yo ingresase aquí para realizar, en su favor, una investigación determinada. Más he aquí que yo hubiera podido ingresar "voluntariamente". Como mi plaza, según estaba previsto, sería "de pago", el responsable del hospital me hubiera aceptado "en régimen de observación", aunque a los quince días me dijera: "¡Señora, váyase con viento fresco: está usted más sana que una cereza sin picotear!" Y he aquí que, a pesar de la sencillez de este procedimiento (con el que yo hubiese podido, con igual fortuna, realizar la investigación que a él interesaba) prefirió que mi ingreso fuese "involuntario", lo cual suponía una complicación extraordinaria en los trámites de admisión: dictamen médico, firma legalizada por una autoridad (todo ello falsificado) y "solicitud" marital para mi internamiento. ¡No cuadra! ¡Esto no , cuadra! ¿Falsificar un documento oficial, pudiendo no hacerlo, para alcanzar el mismo objetivo? ¿Exponerse a que le descubran? ¿Exponerme a mí a que Heliodoro hubiese observado la naturaleza de lo que firmaba, y, con ello, dar al traste con mi ingreso en el hospital? Aquí hay un fallo. He de anotarlo en mi memoria, aislarlo y, una vez que tenga completo el cuadro de la situación, volver después a analizarlo. No te olvides, Alice Gould. De aquí ha de partir la investigación". El sol daba de plano sobre las murallas y Alice Gould tuvo calor. Tan abstraída estaba en sus meditaciones, que no recordaba el tiempo que llevaba expuesta al sol. Unas gotitas de sudor le perlaban la frente. Se las enjugó con el dorso de la mano. Más no se movió de allí. Se sabía cerca de la verdad. Y no quería hacer el menor ademán o movimiento que la distrajera. La diferencia —se dijo— entre el sistema voluntario de ingreso en un hospital psiquiátrico y el involuntario no estriba sólo en los trámites previos, sino en las consecuencias posteriores. Y estas consecuencias eran radicalmente distintas en uno y otro caso. Cuando el ingreso es voluntario, el así admitido abandona el manicomio con casi tanta sencillez como entró. Mientras que si la reclusión es por solicitud familiar a causa de un informe médico que aconseja el internamiento, la salida ya no es tan fácil, del mismo modo que un encarcelado no puede abandonar la prisión cuando le plazca, sino cuando la condena se haya cumplido. La conclusión a la que llegó Alice Gould era bien triste, pero de una evidencia cegadora. Si se había seguido con ella para ingresarla en el manicomio el segundo sistema a pesar de sus
complicaciones..., ¡era precisamente para que no pudiese salir! El autor material de este secuestro había sido Raimundo García del Olmo con la complicidad del doctor Alvar y la ingenua, necia y temeraria colaboración de ella misma. Estaba muy lejos de sospechar las razones. Pero esto era así. Había sido atrapada en un cepo. ¡El queso que utilizaron como señuelo fue la investigación criminal de un delito inexistente! ¡Y ella, la más estúpida de las ratitas de Indias que se cultivan en los laboratorios! Se puso bruscamente en pie poseída de cólera contra sí misma. Y se lanzó una sarta de improperios en inglés, costumbre adquirida desde niña, pues era en este idioma en el que sus padres la regañaban por aturdida. Divisó a lo lejos, caminando hacia donde ella estaba, a un grupo de tres reclusos: "el Hortelano", "el Albaricoque" y "el Falso Mutista". Estos dos últimos pertenecían a la lista de los sospechosos que Alice había confeccionado con la ingenua pretensión de que el doctor Alvar la informase de a cuál o a cuáles de ellos se les permitió salir del sanatorio en las fechas en que fue asesinado el padre de Raimundo García del Olmo. Se llevó ambas manos a la cabeza. ¿No acababa de llegar a la conclusión de que. tal delito era inexistente? ¡Acabaría por perder el juicio si alguna vez lo tuvo! ¡Aquel crimen sucedió en la realidad! ¡No era por tanto inexistente! ¡Los periódicos lo publicaron y comentaron! ¡Ella ya estaba en antecedentes de que había quedado impune cuando conoció a Raimundo! Los tres hombres se cruzaron con la Almenara. "El Hortelano" se llevó un dedo a la gorra para saludar a la señora Alicia; ésta le devolvió el saludo, besándose la mano y soplando en dirección suya para que el beso le llegase; "el Mutista" cerró los ojos para no verla, y cada uno siguió su camino. Las ideas de Alice Gould eran cada vez más confusas. A la incógnita del crimen del viejo García del Olmo se sumaba la de las causas de su propio encierro. Y sobre estos pensamientos, el deseo acuciante de comunicarse con su marido y un imperioso afán de fuga.
L EL CEPO
ALICIA NO LLORABA, pero estaba profundamente abatida. Así lo advirtió Montserrat Castell apenas penetró, como una exhalación, en la celda de castigo o "de protección", como se la denominaba en la jerga hospitalaria. Contempló a su amiga con tanta pena como irritación hacia los autores de aquella estúpida iniciativa, y entregó a los loqueros la cédula que acababa de firmar el director. —¡No está autorizada la camisa de fuerza para la señora de Almenara! —gritó, mientras extendía el papel—. ¡Vamos! ¡Desátenla! Uno de los hombres leyó el escrito, lo arrugó y lo tiró al suelo. —¿Sabes lo que te digo, guapa? ¡Que te vayas a la mierda! Y si hay que desempaquetarla... ¡hazlo tú! Y la próxima vez que haya que dominar a un furioso te ocupas tú de ello; ¡ya verás de qué te sirven tus lecciones de judo! ¡Hala! ¡Hasta más ver! Arrodillóse Montserrat junto a Alicia y comenzó la difícil labor de "desempaquetarla". Estaba bien dicho el eufemismo, porque era un verdadero fardo, varias veces precintado, a lo que quedaba reducido el desgraciado sujeto envuelto en aquel siniestro envoltorio. "Ha sido un error", murmuró por tres veces, mientras deshacía la difícil y habilísima combinación de nudos. Cuando hubo concluido su operación, había lágrimas en los ojos de Alice Gould. Y al advertirlo, como si de un mismo manantial se tratara, surgieron otras en los de Montserrat. —¿Has sufrido mucho? ¿Te han hecho daño? Alice no contestó. Las insistentes preguntas de la muchacha, y las reiteradas protestas de que había sido una iniciativa estúpida e incontrolada, tampoco obtuvieron respuesta. Alicia agradecía la solicitud de la catalana, pero quería estar sola. Ella misma saldría por sus propios pies de la celda de protección y se dirigiría al jardín. Montserrat (tal vez un poco decepcionada de que fuese rechazado el consuelo que había querido brindarle como compensación de la humillación sufrida) respetó los deseos de la más lúcida de las enfermas, y salió. Estaba en un error al pensar eso. Alicia no había sufrido humillación alguna por la camisa de fuerza o, al menos, este sentimiento pasaba a tan segundo término que no merecía anotarse en los archivos de su sensibilidad. Hubiera aguantado muchas horas más, las manos cruzadas en el regazo, y las largas mangas que la envolvían atadas a la espalda; y su idea obsesiva no hubiera variado un punto: ¡estaba secuestrada! ¡Alguien la retenía involuntariamente en aquel maldito lugar contra toda lógica, contra toda razón, por la fuerza e ilegalmente! Sus reiteradas declaraciones de que "estaba legalmente secuestrada" se habían vuelto paradójicamente ciertas. Lo que ella dijo como mentira resultaba a la postre ser verdad. Las ideas se le amontonaban con tal profusión en la cabeza que se estorbaban unas a otras, impidiéndola razonar con claridad. Los sentimientos de cólera; de humillación por haber sido engañada; de vergüenza de sí misma por haber colaborado cándidamente a su propio secuestro, se estremezclaban aumentando su confusión. "He de razonar ordenadamente", se decía; pero el mandato dirigido a su conciencia no era obedecido. Abandonó la celda de protección y se dejó conducir por sus pasos allí donde la llevaran. Descendió con gran lentitud peldaño tras peldaño y tan abstraída estaba que, a veces, dejaba una pierna en el aire, detenida, antes de dar el paso siguiente, como una grulla. Desde aquel rellano debía verse la apretada humanidad de los lo cos, pero carecían de interés para ella. Eran muebles humanos, siempre los mismos y en el mismo lugar. Tal vez sus ojos se posaran indiferentes • en "el Hombre de Cera", que se creía estatua de sí mismo, y en "la Niña Oscilante", convertida en un reloj de pared; acaso llorara el deprimido ante la contemplación de sus desgracias inexistentes, y por ventura, el ciego mordería en ese instante con más saña que nunca la empuñadura de su bastón. ¡Tal vez, tal vez...!, pero ella no los veía, y si los veía, su atención se despegaba de ellos, que era tanto como no verlos. A quien veía con el recuerdo era a su marido firmando displicente los papeles que ella le pasaba —recibos de pisos arrendados; un poder a
procuradores para entablar un pleito; una postal a unos amigos felicitándolos por su santo y, entremezclado con los papeles triviales, la solicitud de internamiento, que ella misma redactó y en la que Heliodoro estampó su firma sin saber lo que firmaba. ¿Cómo recurrir a él pidiéndole que la sacara de allí, cuando su correspondencia había sido retenida por la dirección del manicomio, como ocurrió con la carta dirigida al obispo de la diócesis protestando contra el capellán? Más si Heliodoro, alarmado por su tardanza en regresar, preocupado por la prolongación de su ausencia más allá de lo previsto, intentara buscarla, ¿dónde la encontraría? ¿Cómo imaginar que no estaba en Buenos Aires, donde le había dicho que debía centrarse una investigación sobre la falsificación de un testamento, sino encerrada en el manicomio de un pueblo y sin poder salir ni comunicarse con él? ¿Qué tendría que ver García del Olmo en este juego? ¿Era autor, era cómplice, era el hombre de paja de un tercero, o por ventura no tenía nada que ver con su secuestro y había sido engañado como lo fue ella misma? Estas preguntas se entremezclaban con la actitud de Samuel Alvar, quien podía ser sincero y estar engañado; o insincero y engañar, con lo que su complicidad ni era descartable ni podía ser aceptada, sin más.
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