lunes, 30 de abril de 2018

C LA "SALA DE LOS DESAMPARADOS"


MIENTRAS SE ARREGLABA y lavaba en un cuarto de aseo comunal, estuvo mucho más preocupada de sí misma y de lo que los otros pensarían de ella que de observar y pensar en los demás. 

Vio que— las reclusas, tal como le anunció la víspera Montserrat, apenas vestidas se dedicaban a diversas faenas; hacer sus camas, ordenar sus cuartos, fregar los pasillos y trasladar a los servicios, y vaciar en ellos, las bacinicas. La primera vivencia que quedó en ella fue este cuadro entre cómico y peregrino, pero que juzgó triste y desolador, y en cualquier caso inusual a sus pupilas. Si algún día se viese precisada o tuviera la ocurrencia de redactar sus memorias, no dejaría de describir la cola formada por aquellas mujeres desconocidas y de aspecto muy diferenciado y "especial" que avanzaban muy dignas —bacinilla en mano— camino de los lavabos para vaciar en los retretes la carga nocturna de sus vejigas. Observó al punto que las primeras que concluían aquellas funciones rutinarias salían del pabellón y se dirigían a las escaleras. "Al país que fueres haz lo que vieres", recordó. 
Y las siguió hasta el inmenso aposento que algunos llamaban
 —tal como la víspera explicó Montserrat Castell— la "Sala de los Desamparados". Por una puerta iban entrando muy espaciadas —como las perdices "chorreadas" en los ojeos
— las mujeres; y, por otra puerta, los hombres. Buscó asiento donde pudo: percibió las miradas furtivas de unas y otros fijándose en ella y calificándola de "nueva"; se propuso hablar lo menos posible para no equivocar los síntomas de su enfermedad fingida, y, al advertir que alguien se acercaba para decirle algo, y no deseando que nadie le hablase, bajó los ojos y los mantuvo largo rato fijos en el suelo.
 La gran galería iba poblándose de gentes afectadas por toda clase de taras. Apenas alzó los párpados, la visión de conjunto la espantó tanto, que volvió a abatirlos. ¿Qué es lo que observó para que de tal modo la acongojase? No sabría explicárselo, pues no osó mirar a nadie fijamente a los ojos. No eran las individualidades lo que, en un principio, la dejó aturdida, sino la masa, y no porque aquel conjunto de hombres y mujeres fuese amenazante o alborotador. Nada más lejos de la realidad. Dada la cantidad de gente allí reunida, las voces eran sensiblemente más apagadas que en cualquier otro lugar multitudinario:
 la sala de espera de una estación, por ejemplo, o la recogida de equipajes de un aeropuerto. Lo primero que advirtió es que eran distintos. De una rápida ojeada vio que los gordos eran más gordos, los delgados más delgados, los altos más altos, los bajos más bajos, los inquietos más inquietos, los tranquilos más tranquilos, los risueños más risueños y los tristes más tristes. Resbaló la mirada sobre los que padecían malformaciones visibles de los rostros o el cuerpo 
—mongólicos, babeantes, jorobados, enanos, gigantes, boquiabiertos
— rehuyendo el contemplarlos. También eran muchos más los rostros y los cuerpos bien configurados. Con esto y todo, lo que daba un aire siniestro al conjunto era la proporción de deformes y de feos. Eran menos... pero eran muchos. Observó que algunos fumaban e instintivamente quiso echar mano de sus cigarrillos. No tenía. Se los habían quedado en "la aduana". Alguien a su derecha lo advirtió; le ofreció uno y aproximó la brasa del que estaba fumando para que ella lo encendiese. Alicia rehusó; dio las gracias con un ademán y se levantó de su asiento, sin mirar al que tuvo esa atención con ella. Sólo vio su antebrazo: un suéter castaño, el borde del puño de una camisa blanca y una mano de hombre. Dudó hacia dónde dirigirse, pues tenía la sensación de que miles de ojos la espiaban. Alejóse hacia el fondo de la galería. Poco a poco se fue animando a contemplar a los residentes. Era preciso acostumbrarse, encallecerse. Entre aquella población alucinada debía descubrir a un hombre que rondara los cincuenta años, de contextura atlética, que pudiese y supiese escribir, de caligrafía estrafalaria y poseído del capricho de utilizar bolígrafos de distintos colores para estampar cada letra. Si no se atrevía a mirarlos cara a cara, ¿cómo llegar a conocerlos? Sin conocerlos, ¿cómo descubrir al que buscaba? Ella estaba allí al servicio de su cliente Raimundo García del Olmo. ¡No debía olvidarlo! Un individuo de las características de su "hombre tipo" estaba de pie en el centro mismo de la galería mirándola acercarse. Movió los brazos agitadamente como si nadara hacia ella, mas sus pies permanecían quietos. Con voz estropajosa, pero entendible, exclamó: "¿Por qué has venido? ¿Dónde estabas? Yo no estoy muerto, ¿verdad?" Estremecióse Alicia y no sabía si quedarse quieta o seguir andando. Aquel hombre la miraba y no la miraba. Le hablaba y no era a ella a quien hablaba. Se diría que estaba soñando. ¡Ah! ¿Por qué no se quedó sentada donde antes? Muy alterada y conmovida desvióse del nadador y siguió galería adelante donde había menos gente que en la parte central. En aquel rincón había sillas vacantes, y sus vecinos, todos "autistas" o solitarios, no hablaban entre sí. Sentóse en una de ellas. ¿Qué es lo que vieron sus ojos? ¿Le engañaba la vista o estaba padeciendo una alucinación? Un hombre tumbado sobre las losas dormitaba con gran placidez. Su cabeza, alzada treinta centímetros del suelo, semejaba descansar cómodamente en una almohada... ¡mas tal almohada no existía! ¿Cómo el durmiente podía mantenerse en esa posición inverosímil? Cerca de él, allí donde finalizaba el corredor y la pared formaba ángulo con su oponente, una mujer, vestida de rojo, de espaldas a Alicia, de pie y en actitud de firme, parecía haber sido castigada a un rincón, como hacen con los chiquillos en las escuelas primarias. Quedó Alicia espantada de su inmovilidad. Pero aún más se conmovió días después cuando supo que aquella interpretación puramente intuitiva era exacta. Aquella mujer cometió, cuando era niña y estaba sana, una acción de la que se arrepintió profundamente y, en consecuencia, ahora se consideraba castigada al rincón; 
al rincón más alejado de la clase cual era el fondo de la inmensa galería. Una enfermera de bata blanca se acercó a ella y le dijo:
 —Anda, Candelas, déjalo ya, que pronto llamarán para el desayuno. Volvióse "la castigada" y pudo Alicia verle la cara. 
El rostro de la llamada Candelas era el de una mujer sana, de unos cuarenta años, perfectamente normal. Su dolencia no afectaba a su físico sino a las entrañas de su espíritu, llagado por un recuerdo infamante e incógnito. Trémula y acongojada vio a la enfermera despertar al durmiente y aconsejarle que fuese acercándose hacia donde estaban todos, pues pronto los llamarían al comedor.
 Al ver a Alicia, preguntóle si necesitaba ayuda. Respondió que no, aunque no entendió bien a qué ayuda se refería, e incorporándose, desanduvo el camino de antes. 
Alguien le aclaró días más tarde que esa almohada invisible en la que reclinaba su cabeza el dormilón existía en realidad: existía con forma, peso, volumen y consistencia en la mente de ciertos enfermos. 
Tan de verdad era, y tantos los que la usaban, que tenía un nombre: "la almohada esquizofrénica". 
Y también supo que el hombre de apariencia normal que parecía nadar hacia ella como soñando, estaba soñando en efecto: soñando despierto. Padecía lo que los médicos denominaban "delirio onírico".
 Por mucho que quisiese dominarse y no mirar a los "singulares", sus ojos se le escapaban hacia ellos como imantados. Sentíase aturdida, espantada, estremecida, pero ello no era óbice para que dejase de observarlos. Se le quedó fijada la imagen de un gigante de andar torpe y profunda obesidad, hombros a normalmente caídos, ojos bovinos y boca perpetuamente abierta, que escogió,, con tanta lentitud como minuciosidad, el lugar en que había de sentarse; y la de una especie de gnomo jorobado, de cabeza des-proporcionadamente grande para su cuerpo, de inmensas orejas voladoras, nariz curva y derrumbada hasta más abajo  del labio inferior, frente estrechísima y labios que sonreían perpetuamente y que eran de la forma exacta de una media luna: una media luna cuyos extremos llegaban de oreja a oreja; y la de una anciana muy pequeña, y de cara más pequeña aún de lo que correspondía a su cuerpo, con los morritos en punta, cual si fuera a echarse a llorar o estuviese profundamente enfadada; y la de un larguirucho, delgadísimo, de aspecto aquijotado, nuez muy pronunciada, pelos hirsutos y mirada de loco. 
¡Todos lo eran — pensó Alicia—, pero así como otros traslucían en los suyos idiotez, tristeza, falta de fijación, o eran radicalmente normales, éste los tenía bulliciosos, patinadores, gesticulantes, parlanchines! Intuyó Alicia que tal individuo hacía ímprobos esfuerzos por acercarse a ella y entablar conversación. 
Creyó entenderlo así por sus posturas insinuantes, sus nerviosas cortesías, y la posición de sus piernas predispuestas a una reverencia cual las que hacían los cortesanos al 
bailar el rigodón. 
Mas ella lo rehuía, cambiando de sitio o alejándose, lo que producía inequívocas muestras de desaliento en su hipotético galanteador.


                                                  ....

"B" LA CATALANA ENIGMÁTICA(III)


La funcionaría, al oír a Alice, tuvo una asociación de ideas, y rogó a ésta que acercara su cabeza. La palpó cuidadosamente y extrajo de su pelo una, dos, hasta diez horquillas. Las contó, las anotó y las guardó. El cabello cuidadosamente recogido cayó, lacio, sobre la nuca.
—¿A todos los que entran aquí los desvalijan de esta manera?
 —protestó Alicia. Montserrat prefirió callar. ¿No serían excesivas las precauciones que tomaban con esta señora? Se guardó muy bien de confesar que el médico había dado instrucciones de que se comprobase que no había algún objeto extraño en las cremas, los tarros, los frascos. Hasta ordenó que se desmenuzase el jabón de tocador. Y que se la privase de la posesión de todo objeto punzante. Pero se abstuvo de informar a la nueva paciente de que un cateo tan exhaustivo era excepcional. Y, como no le gustaba mentir, optó por guardar silencio. La señora de Almenara se puso en pie.
 —¿Qué he de hacer ahora? —Espéreme en mi despacho —rogó Montserrat. Cuando regresó, tras unas diligencias, Alice Gould, señora de Almenara
—definitivamente Alicia desde entonces
— se contemplaba llorando ante el espejo. A la propia Montserrat Castell se le saltaron las lágrimas. En media hora escasa, la dama se había transformado en pordiosera; su elegante atuendo, en un hato de harapos; su cuidado cabello, en greñas; su aspecto había envejecido en diez años; y, al aproximarse a ella, por carecer de tacones, la descubrió más baja. Si esta mutación se había producido en pocos minutos, ¿qué no sería dentro de dos, diez, veinte años? Cerró Montserrat los ojos para que no se borrara de su memoria, antes que fuera tarde, el recuerdo de la mujer grácil y armoniosa que le sorprendió por su elegante apostura cuando fue a buscarla al despacho del doctor Ruipérez, y se aproximó a la ruina que la había reemplazado.
Alicia—murmuró—, tenemos ya permiso para entrar. Los reclusos han concluido de comer y se disponen a acostarse. Usted y yo iremos  al comedor. Cenaré con usted y más tarde la acompañaré a su celda, que es individual, por ser de pago.
—No tengo apetito para cenar.
—Tenemos que cumplir el reglamento. ¿Vamos? Junto a la puerta de metal que culminaba el pasillo, había un enfermero, descorrió dos cerrojos y empujó el pesado armatoste.
—Esta es Alicia, la nueva reclusa. —Ya sé, ya sé...
 —Buenas noches —dijo Alicia cortésmente; pero el hombre no le respondió. La sala era inmensa y estaba repleta de múltiples mesas y sillas, Sobre las primeras, ceniceros llenos de colillas, y en algunas, juegos de damas, parchís, dados y ajedrez. Se notaba que la gran sala
—o enorme galería
— había estado ocupada pocos momentos antes. También había un asiento corrido de cemento que bordeaba
—como un zócalo
— casi toda la habitación y una cristalera
 —ahora cerrada
— que daba al parque. El techo era muy alto. A una distancia desproporcionada del suelo estaban las ventanas (Alicia las contó: dos, tres, seis...) enrejadas y cubiertas, además, por una telilla metálica.
Antes —explicó Montserrat—, todas las ventanas estaban enrejadas. Ya no. Estas que ahora vemos son las únicas supervivientes. Hoy los maní..., los hospitales psiquiátricos, están mucho más humanizados. Nuestro actual director ha hecho una gran labor en ese sentido.
—¿El doctor Alvar? Si ¿Le conoce usted? Nos conocemos... indirectamente. A través de un amigo común.
—¿Esta sala en que estamos
 —comentó Montserrat
— la llaman "De los Desamparados".
—¿Por qué?
Montserrat se limitó a decir:
—Mañana lo comprenderá usted mejor.
Tras varias galerías —todas grandes, todas altas
— llegaron al comedor. Aquel edificio —todo lo
contrario de una casa de muñecas
— parecía construido para gigantes. En el refectorio, muchas
mesas —de treinta o cuarenta cubiertos casi todas,
— de las cuales sólo una estaba ocupada por
un inmenso hombretón, de cara desvaída y cabeza des proporcionadamente pequeña para su cuerpo, al que una enfermera daba de comer, llevándole la cuchara a la boca, como a un niño.
Alicia y Montserrat se sentaron alejadas de él.
—¿Está paralítico? —preguntó Alicia.
—No. Es un demenciado profundo. No es ciego, pero no ve; no es sordo, pero no oye. Tampoco
sabe hablar ni andar. Su cerebro está sin conectar. Es como una lámpara desenchufada.
—¿Y siempre ha sido así?
—No. Se ha ido degradando lenta, progresiva, irreversiblemente.
—¿Es peligroso?
—¡En absoluto! Si lo fuese, estaría en lo que algunos llaman, ¡muy cruelmente!, la jaula de los
leones.
—¿Qué significa eso?
—La unidad en la que residen los más deteriorados.
Comieron en silencio un guiso de patatas cocidas con algunos trozos, pocos, de pescado, excesivamente aliñado todo ello con azafrán. El alimento estaba tan amarillo por la especia, que
parecía de oro. De postre, dos manzanas.
A media comida, concluyó la del otro comensal. La enfermera, con alguna dificultad, logró ponerle en pie, alzándole por las axilas. Retiró la silla que había tras él, y se fue, llevándose el
plato. El hombre quedó de pie, inmóvil, los brazos separados, los hombros encogidos, en la misma postura que le habían dejado, tal como si siguiesen alzándole por los sobacos.
—¿Se va a quedar solo? —preguntó Alicia.
—No. En seguida vendrán dos enfermeros a desnudarle y acostarle. Le llamamos "el Hombre de Cera" porque mantiene la postura en que le colocan los demás. Y no la cambia jamás ni puede
cambiarla.
—¿Aunque hubiese un incendio?
—¡Aunque lo hubiese!
—¿Cómo se llama ese mal?
—Es una variante de la catatonía.
—¿Sufre mucho?
—No; no sufre. Hubo una pausa.
—¿Y usted, Alicia? ¿Sufre usted?
—Yo estoy resignada.
—Cuando usted quiera, la acompaño a su cuarto.
Penetraron en una nave tan grande como las acostumbradas. Una mujer —que no era Conrada,
aunque se asemejaba a ella— sentada en una silla, junto a la puerta, hacía de cancerbero de
aquel recinto.
—Esta es Alicia, la nueva. Como hoy es su primera noche, le voy a hacer un poco de compañía
—explicó Montserrat.
—Está prohibido.
—Ya sé, ya sé...
—Vaya con ella, pero que conste que está prohibido.
—Gracias —murmuró Alicia.
La guardiana simuló no haber oído y se cruzó de brazos.
El gran pabellón estaba dividido en dos bloques desiguales, por un pasillo. Según se avanzaba,
el bloque de la izquierda —que ocupaba un quinto del gran pabellón— correspondía a las
habitaciones individuales; y el de la derecha, que ocupaba los otros cuatro quintos, al dormitorio colectivo de mujeres. Eran cuadrículas pequeñas y sin techo dentro del gran pabellón, del mismo
modo que las celdillas de las abejas abiertas en el conjunto de un panal. Pronto supo Alicia que no era el único dormitorio. Allí sólo dormían las tranquilas. Tanto la pared del pasillo que daba a
la pieza colectiva como la que bordeaba los cuartos de una sola cama, estaban agujereadas por ventanucos sin cristal, de modo que la guardiana de noche pudiese observar lo que ocurría, lo
mismo en el interior del bloque multitudinario como en el de las celdas privadas. De aquél llegaban murmullos, risas contenidas, cuchicheos apagados. Las reclusas debían de estar
acostadas, mas no dormidas.
—Esos son los servicios y los lavabos —explicó Montserrat, señalando unas puertas lejanas—.
Más para ir a ellos, de noche, hay que pedir permiso a Roberta, la vigilante nocturna.
Sobre la cama de Alicia había un camisón de tela blanca, de mangas cortas, sin lazos ni botones.
—¿No puedo limpiarme los dientes?
—Mañana le darán todo lo necesario.
—¿Ni cepillarme el pelo? Montserrat negó con la cabeza.
—¿Ni ponerme una crema hidratante en la cara?
Nueva negativa.
—A mi edad, si no se cuida la piel se reseca en seguida, y se agrieta y llena de arrugas.
—No faltarán ocasiones en que yo pueda hacer alguna trampa para usted... como la del jerez de hoy. Más por ahora le conviene cumplir el reglamento lo más estrictamente posible. Y no
distinguirse en nada de las demás. Dígame, Alicia, ¿quiere que me quede un rato mientras se acuesta?
Alicia movió afirmativamente la cabeza.
—Mañana —explicó Montserrat mientras aquélla se desnudaba— en cuanto suene el timbre va usted a los servicios. Roberta le asignará un lavabo y un casillero para sus cosas de tocador.
Muy pocas, ¿sabe? Un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un jabón y un peine. En treinta minutos todos deben estar vestidos. Después cada uno arreglará su cuarto, hará las camas y
fregará un trozo de pasillo. La limpieza es la norma de esta casa. ¡Hace sólo quince años esta nave parecía una porqueriza o un corral de gallinas! Y ahora, ya ve usted, está más limpia que los chorros del oro. Tenemos un gran director. Hay un recreo de media hora antes del desayuno
—prosiguió— en el que se reúnen los inquilinos del pabellón de hombres y de este de mujeres.
¡Después... más de doce se enamorarán de usted!
Alicia la interrumpió.
—¡Montserrat! ¡Mi cuarto no tiene techo!
—Es una medida de prudencia, para el caso de que las puertas quedasen bloqueadas por dentro. Y no olvide que muchos padecen claustrofobia.
Metióse Alicia en la cama y la Castell sentóse en su borde.
—¿Por qué es usted tan buena conmigo? No esperó a que le contestasen.
—¡Odio que me compadezcan! No soy digna de compasión, puesto que no estoy enferma.
Pronto todos lo comprenderán, y saldré de aquí; pero hoy, ahora, tengo miedo. No quiero que
apaguen la luz. Dígale a la hermana de Conrada que no la apaguen...
—¿Cómo sabe que la guardiana de noche es hermana de Conrada?
—Usted me lo dijo antes.
—No. No se lo dije.
—Lo habré adivinado —comentó Alicia. Y siguió hablando entrecortadamente, como si jadeara.
La tensión emocional se reflejaba en su rostro—. ¡Dígale que no apague la luz, y que no asome
su horrible cabeza por ese agujero que hay en la pared! Se me paralizaría el corazón. Déme la
mano, Montse. Ha sido usted muy buena conmigo. No se marche hasta que me haya dormido.
Gracias, gracias, que Dios se lo
pague. Apriéteme fuerte la mano y no se vaya. Estoy muy cansada...

Minutos después las luces fueron apagándose, manteniéndose sólo encendidas las que bordeaban el inmenso pabellón, de modo que la celda quedó en una vaga penumbra. Las voces, risas y toses del dormitorio común fueron también cediendo. Cuando la consideró dormida, Montserrat despegó suavemente los dedos de Alicia que oprimían su mano; la besó en la frente, y se fue. Los quehaceres de la jornada no habían concluido para ella. Pero Alicia no dormía. Súbitamente, la cabeza de la hermana de Conrada asomó por la ventana abierta sobre su celda. Alicia, que no se esperaba esta aparición, no pudo evitar un sobresalto y dio un grito. Al instante, en el dormitorio común se oyó un alarido —provocado, según supo después, por su propio grito—; al alarido siguió un llanto quejumbroso; al llanto, un clamor horrísono y espantable, como el aullido de un lobo. Y a poco se organizó una algarabía de lamentos, ayes y voces, en el que participaron casi todas, por no decir todas, sus vecinas de pabellón, y que llenó de pavor a la nueva reclusa. Sobre aquel estruendo, destacó como un trueno la voz de Roberta, dominando a todas: —¡A la que grite la saco a dormir al fresco, entre culebras! Cesaron los gritos, pero prosiguieron los lloros. —¡Y a la que llore, también; que sé muy bien quién es! Se aplacó el llanto, pero siguieron los gimoteos. Se oyeron los pasos secos y rápidos de la guardiana de noche y, al punto, dos sonoras bofetadas. Se hizo el silencio. A poco, la puerta de la celda de Alicia se abrió y entró Roberta con la palma de la mano extendida y amenazadora. "La nueva" —como la llamarían durante muchos días— se irguió en la cama y la contempló con tal autoridad que la mano de la guardiana de noche se distendió: "¡Atrévase!", parecía expresar Alicia, sin pronunciar palabra. —¡Estúpida! —se limitó Roberta a decir. Alicia se deslizó entre las sábanas y cerró los ojos. El corazón le batía en el pecho. Pensó que aquella noche le sería imposible conciliar el sueño. ¿Cuántas locas habría allí, en el dormitorio común? ¿Cómo serían? ¿Qué edades tendrían? ¿Cuáles las malformaciones de sus mentes? Pero también había oído gritos del lado de acá; en las celdas individuales que eran —según supo después— unas de pago, y otras para enfermas características: las llamadas "sucias", que se excrementaban al dormir; las que no podían valerse por sí mismas, las sonámbulas, las epilépticas y las que añadían a su cuadro clínico la condición de lesbianas. Entre aquel mundo, sumado al de los hombres, que pernoctaban en otros pabellones, habría de descubrir un asesino, autor material de un crimen, o bien a su inductor; o, por ventura, a ambos. Alicia deseaba dormir para estar lúcida y despejada a la mañana siguiente. Mas entre el querer y el poder media un abismo. Estaba físicamente cansada, pero su mente no cesaba un punto de maquinar y ese galán esquivo que era el descanso parecía haber renunciado definitivamente a visitarla. Cuando al fin consiguió adormecerse tuvo un sueño tan profundo cuanto parlanchín y desasosegado. Soñó que un león la trasladaba entre sus poderosas mandíbulas hacia un lugar incógnito, sin herirla ni siquiera dañarla. El león penetró en una cueva tenebrosa cuya luz se iba apagando a medida que profundizaba en ella. Cuando la oscuridad fue total, dejó de tener conciencia de sí misma.


                                               ....

"B" LA CATALANA ENIGMÁTICA(II)


Esta señora —intervino Montserrat— no es residente "todavía".
—¡Sí, es residente! ¡Acaban de
darme su "ingreso"! ¡Vamos, recójalo! Alice, señora de Almenara, se inclinó sobre el suelo,
recogió con mano temblorosa el encendedor y se lo entregó a quien lo pedía.
—¡Guárdelo en su bolso!  Obedeció.
—Cuando terminéis y se haya desnudado, me llamáis
 —dijo la mujer fuerte. Y sin añadir más, salió.
La nueva reclusa (sólo ahora comprendió que ya lo era) se llevó ambas manos al rostro. No lloró.
Su voz se oyó hueca y opaca,—Juro a Dios que nunca, nunca, volveré a tener, mientras esté aquí, arrebato de cólera. Se cubrió los ojos con las manos. Repitió:
Lo juro ante Dios vivo... Y una vez más:
—Lo juro.
Montserrat, como si no hubiese ocurrido nada, comentó:
—Esta mujer se llama Conrada Azpilicueta. Es la decana del sanatorio. Ella y yo somos más antiguas que el director y que todos
los médicos y los enfermeros. Salvo los pacientes, claro. Hay algunos que llevan aquí más de cuarenta años. Alicia... ¿le sirvo otra copa de jerez? Alice Gould negó con la cabeza,
—Tal vez lo
vaya usted a necesitar...
Negó de nuevo.
Se me olvidó decirle que hemos recibido órdenes de practicar un trámite que será, sin duda, muy
humillante para usted. ¡A no todos los humilla, por supuesto! Hay algunos que se ríen y se divierten con estas pruebas. Yo no las puedo sufrir. Se trata de esculcar a algunos enferm...:
quiero decir algunos residentes, una vez que están desnudos. Deben hacer algunas flexiones y dejarse hurgar en sus partes más intimas por... por... esta señora que acaba de conocer. Las pecas que cubrían parte del rostro y el dorso de las manos de Alicia se volvieron cárdenas.
—¿A todos los que ingresan se les hace pasar por esa prueba?
—A todos, no. Sólo a muy pocos: a los drogadictos o a los sospechosos de querer atentar contra su vida o la ajena...
—Pero ¡no es mi caso!
—Tal vez esa estúpida historia del veneno de su historial clínico sea la causa de que... 
—¿Piensan que puedo traer veneno escondido en... en esas partes? i
—Yo... —precisó Montserrat, eludiendo la pregunta— no asisto nunca a esos cateos. ¡Es más fuerte que yo!—
—¿Y si yo le suplicara, con toda mi alma, que no se fuese?
—rogó Alicia con un hilo de voz.
—¡No me deje sola con esa mujer!
—Cada cosa requiere su orden. Antes de desnudarse, veamos si tiene : usted ropa que le sirva para diario.
Extendieron las maletas sobre la mesa: faldas de tweed, suéteres y chaquetas de Cachemira, ropa interior de encaje, blusas de seda francesas e italianas, zapatos de marca...
—¿No tiene usted unos pantalones vaqueros?
—No...
Conrada penetró en la habitación y husmeó el contenido de la maleta.
—Nada de esto sirve. ¡Vaya usted desnudándose La prueba se realizó en el propio despacho de Montserrat; Alice Gould se desnudó despacio, doblando cuidadosamente su ropa sobre la mesa. Tenía los labios apretados y la mirada febril. Montserrat consideró que la nueva enferma tenía una gran facha... vestida: mas no un buen cuerpo desnudo. Tal vez lo tuviera, seguramente lo
tuvo cuando era más joven. Pero ya no lo era. Su distinción, su exquisita elegancia eran producto a medias de su modisto y de su apostura. Así, desnuda, parecía un ser desvalido e
inerme. La primera parte de la operación tuvo lugar sobre el sofá donde Alice hubo de tumbarse y ofrecer su cuerpo como a la intervención del ginecólogo.
—Ahora, póngase en pie y doble las piernas —ordenó Conrada—. Suponga que está en el campo y que se dispone a orinar. ¡Vamos! ¡Hágalo! Montserrat Castell se volvió de espaldas y se mordió los labios. Consideró la humillación que para esa señora tan exquisita debía suponer someterse a semejante ceremonia. Recordó al Tarugo unos años más atrás, radiante por la novedad de esta experiencia, pidiendo a gritos que le hurgasen más adentro del ano, pues era más arriba donde guardaba un secreto. A las mujeres, esta investigación se hacía por igual en el recto y en la vagina, donde alguna  vez ocultaban drogas o limas, o pequeños punzones capaces de matar, o tal vez veneno, cuidadosamente envuelto en bolsitas de plástico, sin sospechar que nadie pudiese hallarlas en tal escondrijo. Cuando la degradante y exhaustiva operación hubo concluido, Conrada ordenó: "¡Vístase esto!" Montserrat se volvió hacia Alicia que así de pie, desnuda, sofocada
 —con grandes manchas violáceas bajo los párpados,
— parecía la imagen misma de la desolación.—Me ha dicho que me vista. ¿Qué he de vestirme? Eso...
—señaló Conrada.—¿Puedo... puedo... conservar mi ropa interior antigua? —Sí —respondió rápida Montserrat, anticipándose a cualquier otra decisión. Póngasela, Conrada, entretanto, se lavaba las manos, mirándola vestirse a través del espejo. Y antes——preguntó Alice Gould tartajeando de rabia— ¿se las había lavado usted? procuró dominarse, pues se había jurado no dejarse llevar por la cólera. Vistióse Alicia con unos pantalones de hombre, aunque limpios, viejos; unos calcetines, también varoniles; y unos zapatos bajos. En cuanto a la prenda superior no sabía cuál era el revés y cuál el derecho. Era una blusa descolorida, mil veces lavada en lejía. Sobre ella una chaqueta de punto, nueva, pero tan basta y desangelada que daba pena contemplarla. Conservó, como hemos dicho, su ropa interior como reliquias de su pasado. Cuando hubo concluido de vestirse, declaró:
—Estoy dispuesta. Salió Montserrat del cuarto, rogando a Alicia que la esperara, y al poco tiempo regresó: "La ecónomo —dijo— no puede ahora atendernos. Ya nos avisará." Sentáronse. Montserrat respetó el tenso silencio de Alicia. Con miradas furtivas, la reclusa contemplaba la parte visible de los calcetines entre los bastos zapatos de agujetas y el borde del pantalón hombruno; las mangas de su blusa blancuzca
—que no blanca
— y que un día fue de colores estampados, algunos de los cuales resistieron heroicamente los embates de la lejía. Alicia se comparó con un soldado romano. ¡Qué extraña asociación de ideas! Lo cierto es que, llegada la hora del combate, el soldado, armado de todos sus instrumentos ofensivos y protegido por el casco, el escudo y la coraza, se comportaría de otra suerte que si le lanzasen desnudo a un cuerpo a cuerpo con el enemigo. Ella contaba entre sus armas con su buen gusto en el vestir y su poder de seducción. Tal como la habían disfrazado se sintió inerme y desamparada. La batalla había empezado y la privaron de su armadura. Su osadía no era ya la misma. Sentíase insegura y desmoralizada. Sin su atuendo acostumbrado, Alicia era como un milite romano sin su coraza. El traje de color crema, con el que llegó al sanatorio, yacía sobre la mesa, caída la falda hasta cerca del suelo y doblado el corpiño hacia atrás, como una mujer muerta, tumbada de espaldas.
 —Me dijo usted antes —preguntó Montserrat por romper el hielo— que conocía el judo. ¿Cómo se le ocurrió aprenderlo?
 —Soy detective diplomado
—respondió secamente Alicia. La ecónoma asomó el rostro por el vano.
—Cuando quieran.
—Hemos de transportar los bártulos a su departamento
—explicó Montserrat—. Yo la ayudaré. El recuento de la ropa fue exhaustivo, así como los objetos de tocador del neceser y cuanto contenía su bolso y su saco de mano. Todo fue precintado.
 —¿Los libros también?
 —También. Estos eran tres: Introducción a la Filosofía, de Kóesler; Antropología del delincuente, con un subtitulo que decía: "Crítica a Lombroso", y Dietética, salud y belleza, de Jeannete Leroux. —¿El cepillo de pelo? ¿A quién puede molestar que tenga un cepillo de pelo?
Alice Gould estaba sentada frente a la ecónoma, al otro lado de la mesa en que se anotaban cuidadosamente los objetos guardados.


                                                 ....