jueves, 10 de mayo de 2018

F LA HISTORIA DEL "HORTELANO"III

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—Pues aproveche usted mis buenas cualidades docentes —río don César— y siga preguntando. —"El Hombre Elefante", doctor y "el Hombre de Cera" y "el Hortelano": los tres me intrigan, aunque por razones distintas... —Los tres, no obstante, tienen una historia común: son seres abandonados. Sus familias los depositaron aquí, como fardos, y jamás los han visitado, ni enviado algún regalo, ni siquiera preguntaron por ellos... en los últimos cuarenta años. Perdón, rectifico: los dos oligofrénicos son más modernos: el que lleva cuarenta años abandonado es "el Hortelano". Ingresó a los veinte; sanó a los veinticinco. Ya ha cumplido sesenta. —Y al sanar..., ¿por qué no le dejaron libre? —Ninguno de los actuales médicos trabajábamos entonces aquí. Pero conocemos bien la historia, que es ésta: los padres fueron avisados I de que viniesen a recogerle, tal como vinieron a depositarle. Se negaron. Eran gentes modestas, pero no insolventes. Tenían tierras propias y las cultivaban con sus manos. Entonces, como dispone la ley, fue llevado a su pueblo acompañado de un enfermero. A medida que se acercaban al lugar, "el Hortelano" comenzó a sentir una gran agitación, tuvo un acceso súbito de fiebre, vomitó y comenzó a delirar. Con muy buen criterio, el enfermero interrumpió el viaje y tomaron el autobús de regreso. A medida que se acercaban al manicomio, que entonces se denominaba así, la fiebre comenzó a descender, los delirios cesaron y, cuando cruzó la verja de entrada, estaba completamente curado. Tres años después se repitió la experiencia. Esta vez viajó en ferrocarril y, al acercarse a la aldea, quiso tirarse por la ventanilla del tren en marcha. No se volvió a repetir la prueba. El considera éste su hogar. Y aquí quiere vivir y morir. Cuando falleció su padre, unos sobrinos suyos quisieron alzarse con la herencia. El manicomio intervino en nombre y defensa de su residente. Y éste heredó. Y donó todo su dinero al hospital, alegando que no quería nada de una familia que nada quiso de él; y que le bastaba para sus caprichos superfluos con el salario que recibía como jardinero y cuidador de la huerta. Esta es, Alicia, la historia de "el Hortelano". Alice, que había escuchado boquiabierta el relato, no pudo evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos y resbalasen por sus mejillas. —¡Ah, qué boba soy! —protestó contra sí misma, secándose los ojos. —Y ahora, señora de Almenara, voy a decirle los trocitos que ya tengo detectados del alma de Alice Gould. ¿Le interesa conocerlos? Alicia afirmó con la cabeza y le miró expectante. —Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada. Gran lealtad a sus mayores. Deseos de perfección cultural y moral. Sentido de la maternidad. Compasiva frente al sufrimiento ajeno, juicio crítico y autocrítico. Presencia muy activa de su infancia en las líneas actuales de su pensamiento y su conducta, lo que la priva de ciertas defensas para luchar contra maldades ajenas, inconcebibles para ella. Algo altiva, orgullosa; no soberbia. Demasiado segura de sí misma. Excesivamente aventurada en sus juicios, bien que capaz de rectificarlos en el momento mismo en que entienda haber errado. Organismo sano. Gran poder de seducción, que ella conoce y ejerce. Tendencia a mentir o a ocultar algo. Y ahora viene lo más grave de todo: ¡Crasa impotencia de su médico para saber en qué miente o qué es lo que oculta! Pero, ¿qué es eso, Alicia? ¿Está usted llorando? —¡No! —respondió Alice Gould, sin dejar de llorar. —¡Ahí tiene usted su tendencia a mentir! ¿Puedo saber qué es lo que la hace llorar? —¡La historia de "el Hortelano"! —Nueva mentira. —¡Lloro porque no me gustan sus lentes! —Otro embuste. —Lloro... porque tengo ganas de llorar. —¡Ahora ha dicho la verdad!
El caso es que Alice Gould no sabía interpretar su acceso de lágrimas. Pero el doctor Arellano,
sí.
Cuando Alice Gould, un poco turbada, cruzó al otro lado de "la frontera" cayó en la cuenta de
que no había preguntado a don César lo que más le interesaba: saber qué enfermedad padecía
un hombre aparentemente tan equilibrado como Ignacio Urquieta.
La siguiente entrevista que tuvo Alicia con su médico le reservó una gran sorpresa: César
Arellano había prescindido de sus pintorescos lentes de pinza y llevaba unas grandes gafas, con
montura de carey. En efecto, ¡estaba mucho más atractivo!
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1 comentario:

LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS dijo...

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