martes, 24 de abril de 2018

*B* LA CATALANA ENIGMÁTICA



UNA LINDA MUCHACHA deportiva mente vestida con unos pantalones vaqueros, una alegre blusa de colores y una chaqueta de lana sin abrochar, asomó entre las jambas. Para Alice fue como la aparición de un ángel, pues había imaginado la llegada de una bruja robusta y desgreñada, vestida con bata blanca y enarbolando una camisa de fuerza.
—Soy Montserrat —dijo jovialmente la recién venida. Y al punto añadió
—: ¡Uf! ¡Qué señora tan distinguida!
Es usted una joven muy bonita — comentó Alice con voz débil, devolviendo el cumplido
— . ¿Es realmente Montserrat? ¿Montserrat Castell?
—La misma. ¿por qué me lo pregunta con tanta alegría?
—Porque la imaginaba a usted muy distinta.
—Cuénteme cómo me imaginaba.
—Fea, gorda, baja y fuerte como un toro: capaz de dominar, si llegara el caso, a un loco furioso. Montserrat rió de buena gana.
—No soy bonita —exclamó sin dejar de reír
— , pero tampoco el carcamal que usted imaginaba.
En cambio, ha acertado usted en lo de creerme capaz de dominar a un hombre. En efecto, soy
capaz. He tomado clases de judo.
—¡No es posible!
—palmoteo Alice Gould.
—¿Tanto la sorprende?
—No me sorprende. Me alegra. ¡Porque yo las he dado también! ¡Soy cinturón azul!
—¿Usted...?
—¿Se sorprende?
—Me ocurre lo que a usted: me alegro. ¡Así podremos practicar! Aunque yo soy de muy inferior categoría. Rompieron ambas a reír con la mayor jovialidad del mundo. Una clara corriente de simpatía fluía  en ambas direcciones entre las dos.
—Y dígame, Montserrat, ¿cuál es la misión que desempeña en esta casa?
—En seguida lo verá. Venga usted conmigo y le contaré mis secretos. Cruzaron el umbral de la
puerta por la que Alice sentía tanta prevención, y penetraron en un pasillo, largo y estrecho,
bordeado a uno y otro flanco por módulos acristalados y al que llegaban, como afluentes al río
principal, otros corredores, No se oía otro ruido que el tecleo monótono de una máquina de
escribir. Al fondo del pasaje, un portaron de acero, de mayor envergadura y consistencia, cubría todo el panel. Avanzaron amistosamente agarradas del brazo, como sí se conocieran desde siempre. Alice se detuvo.
—¿Qué puertas son éstas? Corresponden a las oficinas.
—¿Y aquella grande, del fondo?
La llamamos "La Frontera". Ahora estamos en la "aduana". ¡De todo hablaremos en su momento! Mire: éste es mi despacho. Pase usted. Es pequeño, pero confortable. Era una habitación muy modesta. El presupuesto del sanatorio no daba para más. Con todo se veía la mano de una persona delicada, en pequeños detalles, como flores, aunque estuviesen colocadas en un vaso de beber; fotografías artísticas haciendo las veces de cuadros; el buen orden de cada objeto y la absoluta limpieza. Encima de la mesa, un pequeño crucifijo de hueso que imitaba marfil, y, en el suelo, la maleta, el neceser y un saco de mano
—todo haciendo juego— que había traído
Consigo al sanatorio Alice Gould. Tras un pequeño biombo, un lavabo y un espejo.
Tomó Alice asiento en el sillón de una minúscula salita y Montserrat se dejó caer de espaldas
sobre el frontero, levantando, al hacerlo, los pies hacia el techo.
—A usted no la han sometido "todavía" a ningún tratamiento, ¿verdad?
—No. "Todavía", no.
—Entonces haremos una pequeña picardía.
Se incorporó con tanta agilidad como se había sentado, levantando para tomar impulso las
piernas al aire; entrecerró sigilosamente la puerta y extrajo de un armario una botella de jerez y dos copas.
—¿Está usted segura —preguntó Alice— de que está permitido beber?
—Puede que cuando le hagan el tratamiento se lo prohíban. Entretanto, ¡aprovechémonos! Llenó ambas copas.
—Chin, chin... —murmuró Montserrat, al golpear cristal contra cristal, a modo de brindis.
—Chin, chin.. —repitió Alice maquinalmente. Y en seguida, con añoranza:
—A mi padre, que era inglés, le entusiasmaba el jerez. ¡Lo que ignoraba es que también les
gustara a los españoles!
—¿Es usted hija de ingleses?
—Ya hablaremos de mí
—respondió Alice
—. Ahora ardo en deseos de saber qué hace aquí mi equipaje y cuál es la misión, en qué trabaja y en qué se ocupa una muchacha tan agradable y tan simpática como usted.
—Se lo diré: yo ingresé aquí como asistenta social, hace ocho años... Alice Gould la interrumpió
asombrada.
—¿Ocho años dice? Sería usted una niña...
—No lo crea. Tengo treinta.
—¡Yo no le hacía más de veinte!
Rió Montserrat con la jovialidad que solía. No era la suya una risa fingida ni simplemente cortés. Le manaba espontáneamente del alma, como el agua que rebosa de un manantial.
—Bien, prosigo —dijo Montserrat— Años después se necesitó un monitor de gimnasia, y gané,
por concurso, el puesto de monitor. Más tarde se creó una plaza de psicólogo. Para preparar los tests, estudié a fondo... ¡y la plaza de psicólogo fue cubierta por una psicóloga! Esos son mis tres puestos "oficiales". Pero, además, me han encargado otras funciones que antes dependían de  múltiples personas que, según dicen, no siempre actuaban con acierto. Y una de esas funciones es la que estoy realizando ahora con usted: ayudarla a dar los primeros pasos, informarla de las costumbres obligadas del sanatorio y... siempre que usted me lo permita, aconsejarla.
—No sólo se lo permito, Montserrat: se lo ruego...
—¿Puedo entonces comenzar mis clases?
Bebió Alice un sorbo de jerez, asintió con la cabeza y mostró la mayor atención.
—No sólo ha de cambiarse de ropa, como le ha sugerido el doctor, sino también de nombre.
Llámese Alicia simplemente: el apellido ni lo mencione. Para las gentes que va usted a tratar,
hasta una fonética extranjera marca un signo de excesiva "diferenciación". Y ya está usted más
que diferenciada con su estatura, sus rasgos faciales tan perfectos, su distinción natural y su
clara inteligencia, para "además" llamarse o vestirse de un modo distinto a como ellos
acostumbran a oír o a ver.
—La diferencia que me separa de los otros residentes es más profunda que la fonética de un
nombre o una manera de vestir —comentó Alice, pronunciando cada palabra con intencionada
lentitud. Y humedeció de nuevo los labios en el jerez, bien que apenas lo sorbió.
Sin mirarla directamente a los ojos, y a sabiendas de cuál sería la respuesta, Montserrat
preguntó:
—¿A qué diferencia se refiere usted?
—Muy sencillo. Ellos están enfermos. Y yo, no.
Montserrat no hizo comentario alguno. ¡Cuántas veces a lo largo de los años había escuchado la misma cantinela! Pero no era lo mismo oírla de labios de un ser cuyos rasgos
 —o cuyos ojos denunciaban a las claras su deformidad mental, que de los de esta mujer cuyas ideas y cuyos sentimientos parecían tan bien ordenados y equilibrados como sus movimientos, o como la  armonía de los tonos del bolso, los zapatos, el vestido y el equipaje.
—Dentro de unos minutos vivirá usted tres experiencias: una, por cierto, muy entretenida; las
otras, no.
—Comencemos por la peor.
—Después de que escojamos la ropa que más le conviene, y ya se haya vestido con ella, habrá
usted de entregar (contra recibo y un inventario) todos los enseres que tenga encima, la ropa
que lleva puesta y. su dinero. Todo —insistió con énfasis
—: el reloj, el encendedor, el anillo, el broche. En la celda no podrá usted tener nada personal.
—¿Ni algodón?
—Ni algodón.
—¿Ni cigarrillos?
—Ni cigarrillos. De día puede usted fumar, pidiéndoselo al vigilante de turno. De noche, no.
Todos sus enseres serán precintados y almacenados, en tanto esté usted en "observación". Y se los devolverán al salir, cuando esté curada o, simplemente, cuando consideren que no. significan un peligro para usted o para los demás.
—Ya le dije que no estoy enferma —insistió Alice—: estoy secuestrada. Soy víctima de un
secuestro legal.
Apenas lo hubo dicho tomó la copa de jerez en sus manos. Continente y contenido temblaban
entre sus dedos.
—La experiencia "entretenida"
 —continuó Montserrat haciendo oídos sordos a la declaración de
sanidad psíquica de la señora de Almenara
— es el test psicológico para medir la edad mental, la
capacidad de concentración, la velocidad de decisión, los reflejos y otras cosas similares. Estoy
segura de que pasará la prueba brillantísimamente. Pero no es obligatorio que sea hoy. Si se
siente usted cansada o deprimida, puede aplazarse para otro día.
—No tengo motivos para estar deprimida
—dijo Alice mordiendo cada palabra
—. Pero lo cierto
es que estoy cansada. Muy cansada.
Dio un brusco giro a su cabeza, corrió para apartar de la frente un bucle o un pensamiento que la estorbara, y bebióse el contenido de la copa de un solo golpe.
—¿Puedo fumar?
—¡Se lo ruego!
—¿Puedo encender... con mi encendedor, por última vez?
—¡Por favor, Alicia!
Encendió el cigarrillo sin poder dominar el temblor de sus labios y de sus manos; pasó la yema
del índice por cada una de sus aristas; lo mantuvo un instante en la palma de la mano, como si
quisiese grabar en la memoria su peso y su forma, y extendió el brazo hacia Montserrat Castell.
—Acéptemelo, se lo ruego. La asistenta social tomó cariñosamente con ambas manos la que le
tendían y se la cerró con el encendedor dentro.
—Nos está prohibido aceptar regalos de los residentes. Me jugaría el puesto. Y créame —añadió con voz amistosa
— que deseo estar cerca de usted toda la temporada que viva aquí.
¡Entonces, tampoco lo quiero yo!
—gritó Alice Gould. Y llena de despecho lanzó al suelo la pieza
de oro blanco.
No tuvo tiempo de arrepentirse ni disculparse. La puerta, que estaba sólo entrecerrada, se abrió con brusquedad. Una sesentona de aire severo (en cierto modo semejante, si no parecida, a como había imaginado que sería Montserrat Castell) penetró sin llamar. Extendió la vista de un lado a otro, hasta descubrir en el suelo lo que buscaba.
¡Recójalo! —ordenó con tono y modales que no admitían réplica. Alice palideció más aún de lo
que parecía permitir la blancura natural de su piel.

                                                        

                                                                 ...