viernes, 1 de junio de 2018

J UNA CARTA DE AMOR


DESPERTÓSE ALICIA mucho más calmada y cumplió muy gustosa las obligaciones que imponían las normas. En el hospital era obligatorio bañarse o ducharse diariamente; cosa que agradecía tanto por ella misma cuanto por los demás. Como en la Unidad de Recuperación el húmero de bañeras y duchas era inferior al de los residentes, iban llamándolos por turno para cumplir esta función. Al ser avisada Alicia que le tocaba su vez, tardó unos segundos en enfundarse la bata y en meter en sus bolsillos unos puñados de sales de baño, ya que llevar el tarro a la vista se le antojó pretencioso. Al salir, se topó en el pasillo con uno de los dos tristísimos que, muy a la ligera, había atisbado la víspera. Fue patético cruzarse con él. No eran dos seres que se enfrentaban. Eran dos mundos. El de una mujer animosa, dispuesta a superar la crisis (o la melancolía, o la depresión, o como se llamara eso en términos científicos) que su atroz aventura del "domingo negro" le produjo, y un ente vencido, acosado, inmerso en las tinieblas pavorosas de la desesperación y el desconsuelo. Mientras deslizaba la suavidad del jabón sobre su piel, Alicia, muy vulnerable al sufrimiento ajeno, no pudo dejar de pensar en aquella imagen misma del dolor. Porque aquel individuo parecía haber, tocado fondo: más abajo de su desesperanza, ya no había más. No existían otros estratos más profundos. Cuando Alicia salió del baño, el hombre había conseguido alcanzar la meta más anhelada de su vida: el suicidio. Logró trepar —salvando dificultades inverosímiles— a un ventanuco situado encima de la bañera y se lanzó al vacío. Nadie habló de él durante el almuerzo en comunidad. Todos lo sabían. Ninguno lo comentó, también los manicomios tienen sus convencionalismos sociales, su no escrita normativa. ¡Era de mal gusto hablar de un "accidente" que un día u otro podía ocurrir a cualquiera de los demás! "La Duquesa de Pitiminí" —Charito Pérez en sus días apacibles— estaba muy mejorada. Su crisis remitía a ojos vistas. Nada tenía que ver aquella señora mayor y bien educada, antigua institutriz de niños y viejos, con el esperpento que días pasados organizó la tremolina en el comedor. El muchacho del "pomo de la puerta auricular telefónico" estaba más calmado, bien que su brote no había remitido del todo. Movía los labios cual si hablara, aunque sin emitir sonidos; reía o . sonreía sin ton ni son y sus ojos se ablandaban y enternecían ante un recuerdo grato a su memoria. Pero su mirar no era ya el difuso de otras veces, y contestaba cuando le ofrecían sal o le preguntaban si deseaba más arroz. Alicia entendió que aquel infierno difería del de Dante, en tener una puerta accesible a la esperanza. El tristísimo, superviviente, era en cierto modo el más mimado de los presentes. Le acercaban el pan que él no se atrevía a pedir; le servían agua cuando su vaso estaba vacío; le colmaban, en fin, de mínimas y discretas atenciones, que él agradecía con un gesto de cabeza o la sombra de una sonrisa. "Es un recuperable", pensó Alicia. ¿No era ésta la actitud del "Hortelano" muchos años atrás, según le habían contado no una sino muchas veces? Y allí estaba ese hombre, jovial, cortés con todos, intelectualmente sano y humanísimo en su conducta: tal como Alicia sabía mejor que nadie. El optimismo de este pensamiento la desconcertó al advertir su parte contraria. "Cosme está sano, sí. Pero aquí vive desde que le enclaustraron. Y aquí morirá". —Doña Alicia —dijo la antigua institutriz—, si usted prefiere, podemos tomar el café en el salón. Advirtió Alicia en la conversación de Charito Pérez que todos los síntomas de su locura de días pasados estaban presentes en su charla. No se consideraba zarina del Imperio, pero... sí alardeaba de grandes conocimientos sociales con gentes de alcurnia; no exhibía chuscamente sus pobres carnes al aplauso admirativo de los dementes, pero mantenía cierta proclividad a aludir a chismes procaces. A saber: quiénes se entendían entre sí y quiénes no en el manicomio y cuántas lesbianas había, y cuántos pederastas, y cuántas frígidas y cuántos impotentes. ¿Significaba esto que la locura consistía en la sublimación patológica o en la descoyuntación exagerada y morbosa de unas tendencias previas que ya estaban latentes en el individuo cuando era sano? A Alicia le importaba un pepino que una bordadora de laborterapia se
entendiese con uno de los cultivadores de la huerta, que el doctor Ruipérez —que, según la institutriz, era hijo ilegítimo— prolongase más de la cuenta sus sesiones de psicoterapia con una antigua maestra poseída de furor uterino. No obstante, para aquella ancianita llena de frustraciones, éstos eran temas del máximo interés. Era realmente paradójico que en unos casos —como en el de la falsa duquesa— la perturbación consistiese en la afloración al consciente de las tendencias reprimidas en el subconsciente y en otros —como en el de Ignacio Urquieta— en la terca obstinación del subconsciente a no decir al consciente su verdad. En ambos casos era un conflicto entre el yo verdadero y el falso yo. El yo verdadero, en el caso de los exaltados —como la institutriz— era el reprimido. El yo verdadero en el caso de los angustiados —como Ignacio— era el oculto. Luego eran versiones distintas de un mismo cuadro. ¿Acertó en el test al definir la locura como un conflicto entre el "yo" real y el anhelado? La dificultad para los psiquiatras estaba en saber cuál era el "real". En estos berenjenales andaba (pues era perfectamente compatible el vagar de sus meditaciones y un cortés asentimiento de cabeza a cada muestra de chismes eróticos o genealógicos de la institutriz), cuando oyóse una gran tumulto en la entrada. Más tarde supo que era su amigo, "el Aquijotado", al que echaban al "Saco", pues había sufrido un rebrote peligroso de sus delirios y era urgente aprovechar la cama que dejó vacante el suicida. El amigo de los espacios anunciaba el fin inminente del mundo, y tenía inquieta y alborotada a la grey del edificio central. Quienes no iban nunca por Recuperación eran los oligofrénicos, y Alicia juzgó que estaban clínicamente mejor atendidos los locos —siempre conflictivos— que los tontos, poco proclives a los conflictos. Recordó a sus "tres niños" con gran ternura, y las misteriosas palabras de Rómulo: "Ya sé quién eres...". En los tres días subsiguientes, Alicia no vio al autor de "la novena teoría", pues su agitación no cesaba y acabaron trasladándolo al cuarto enguatado, del que ella misma fue inquilina. Urquieta era el único de la unidad que almorzaba solo en su dormitorio y que tenía permiso para salir (y aun la orden de salir, porque el tiempo era soleado y seco, y debía aprovecharlo); con lo cual sus oportunidades de charlar con él eran pocas. Una tarde en que la vigilante andaba muy atareada observando a Antonio el sudamericano, Alicia, sin ser vista, y sin pedir permiso, se deslizó en el cuarto enguatado, en cuya cama, atado de pies y manos, yacía su amigo "el Astrólogo". Su contemplación le produjo una gran tristeza. Sergio Zapatero parecía dormir, pero su agitación era terrible. Todo él era un puro temblor. Alicia se sentó al borde de la cama y le acarició la frente procurando sosegarlo. Al cabo de un tiempo, el amante de los espacios siderales entreabrió los ojos, la contempló lleno de gratitud, rompió a llorar y pronunció estas extrañas palabras: —¡Oh, señora, yo no soy digno de que vengas a visitarme! Me habías prohibido hacer la última operación aritmética y te he desobedecido. Ya lo sé todo. Ya sé cuándo ocurrirá lo que me prohibiste averiguar. No soy merecedor de que me consueles... ¡oh, María, María, Madre de Dios vivo, estrella de mi infancia, pañuelo de los tristes, bendita entre todas las mujeres! Estremecióse Alicia al escuchar estas palabras. Se consideró cometiendo un burdo sacrilegio, pero le pareció atroz desengañarle, y no le habló. Se limitó a acariciarle la frente. Sergio Zapatero se fue calmando. Sus convulsiones cesaron. Y se quedó dormido. Quien no pudo dormir aquella noche fue Alice Gould

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