García del Olmo fueran la misma persona y que la solución de la incógnita quedara así resuelta
por puro azar?
Extrajo un cigarrillo y se acercó a un "autista" o solitario a pedirle fuego.
—¡Déjeme en paz! —respondió éste con violencia inusitada. Tardó Alice Gould en reaccionar. El
hombre, encendido en cólera, tiró al suelo su cigarro.
—¡Atrévase a tocarlo —dijo— y le arranco la lengua!
Alejóse Alicia con más celeridad de la acostumbrada y se llevó un gran sobresalto al sentirse
brutalmente agarrada por la muñeca. Mas no era el encorajinado solitario, como ella pensó, sino
una mujer de extremada corpulencia quien la sostenía con fuerza. Vestía una bata azul y
zapatillas negras. Sus dedos eran de hierro. Más que asirla, la
atenazaban. Nada decía la mujer. Nada hacía tampoco, si no era mirarla. ¡Ah, qué pavoroso
vacío el de aquellos ojos! Carecían totalmente de expresión. Eran ojos mudos. Detrás de ellos
estaba la Nada. Alicia tuvo miedo. El rostro de aquella mole humana era monstruoso, cetrino y
feroz. Un bozo lacio y negro se unía en el labio superior a los pelos que le colgaban de la nariz.
También le salían pelos de las orejas; sus cejas estaban unidas, y un vello oscuro y
desigualmente distribuido le cubría las anchas mejillas. Alicia se propuso no utilizar el judo, salvo
en caso de ser atacada. Y aun así, de poco le serviría su habilidad, pues aquella mujer duplicaba
su peso. La situación era grotesca al par que peligrosa. No sabía Alicia qué hacer. Si hablaba, si
se movía, si intentaba desasirse, tal vez moviera el resorte que aquel oscuro entendimiento
necesitaba para atacarla a dentelladas. Un "bata blanca" corrió presuroso hacia ellas.
—Manténgase serena, no hable, no pretenda huir —le dijo a Alicia. Y variando el tono ordenó a
la forzada:
—¡Suéltala!
Esta, lejos de obedecer, arrugó el labio superior uniéndolo a la nariz, enseñó los dientes y emitió
un rugido sordo que paralizó el corazón de Alicia. Tres "batas blancas" se acercaron
cautelosamente.
—¡Suéltala!
Nuevo rugido amenazador, esta vez más prolongado. Uno de los cuidadores, que estaba tras la
fiera, la enlazó vigorosamente por el cuello con todo el antebrazo.
—¡Suelta tu garra o te estrangulo!
Aplacóse la presión de su mano, más no el rugido.
—Ahora extiende tus pezuñas.
La hembra rugiente extendió los brazos.
Con habilidad y rapidez suma, le enchufaron una suerte de lona, de inmensas mangas. Fue la
primera vez que vio una camisa de fuerza. (Aquel mismo día vería una segunda).
La condujeron hacia su jaula. Al verla avanzar, a grandes y torpes zancadas, arrastrada por sus
captores, Alicia recordó a los esclavos antiguos, apresados en las guerras púnicas y uncidos al
carro triunfal de un cesar romano victorioso.
—¡Hala, a dispersarse! —ordenó el primero de los "batas blancas" al grupo de curiosos que se
había apelotonado para presenciar la captura de "la Mujer Gorila", como supo después que la
denominaban—. Y usted —le dijo a Alicia— venga conmigo.
—No sé si podré sostenerme sobre las piernas —respondió ésta—. Estoy aterrada. Preferiría
sentarme.
No lejos de allí había un grueso castaño con un banco circular en torno a él. El "bata blanca"
condujo a Alicia del brazo.
—Tómese esta pastilla y siéntese aquí conmigo.
—Prefiero no drogarme. ¿Es usted enfermero?
—No. Soy médico. Usted es visitante, ¿no?
—Soy residente; pero por poco tiempo ya.
—¿Es usted residente? ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¿Ha pasado mucho susto?
—¡Mucho, doctor!
—¿Está segura de que no quiere una pastilla?
—Creo que no voy a necesitarla, ¡salvo que vuelva esa mujer a acercarse por aquí! ¿Quién es?
¿Qué tiene? ¿Es oligofrénica?
—No. Es una demente.
—Pero ¿no significa lo mismo?
—En absoluto. El oligofrénico padece una insuficiencia en el desarrollo de la inteligencia,
mientras que el demente sufre un debilitamiento psíquico profundo, global y progresivo. Esta que
acaba usted de conocer está en su estado terminal, absolutamente deteriorada. Se nos había
escapado. Aún no sabemos cómo.
—¿Usted cree que me quiso atacar?
—Es poco probable. Sólo ataca cuando tiene miedo. ¡Hizo usted muy bien en mantenerse en
absoluta inmovilidad! De lo contrario la hubiera usted asustado. Ella no sabía si lo que tenía
agarrado era un ser humano o una sartén, o una planta o un animal.
Quedó Alicia empavorecida al oír esto.
—¿Es posible, doctor? ¿Hasta ese punto llega su obnubilación? ¡Es terrible saber que estas
cosas sean así!
—A los veintiún años —comentó el doctor— tuvo su primer brote. Antes de eso trabajaba de
pianista en un cabaret. He visto fotografías suyas de entonces. ¡Era preciosa!
Guardó Alicia silencio. ¡Que aquella evolución fuera posible la asustaba aún más que el haber
estado apresada entre sus garras!
—Me sorprende, doctor, no haberle conocido antes.
—Soy jefe de la Unidad de Demenciados. Y salgo poco de mi unidad.
—¿La Unidad de Demenciados es lo que llaman "la Jaula de los Leones"? El "bata blanca"
pareció enfadarse.
—Quien haya inventado esa denominación es un infame. Los que residen en mi unidad son
seres humanos enfermos: los más profundamente enfermos del hospital. Los más dignos de
lástima. Los más necesitados de ayuda y protección.
—Me gusta mucho oírle hablar así, doctor, y lamento haber usado esa expresión. Leyó Alicia el
nombre del médico bordado en su bata: J. Rosellini.
—¿Es usted italiano?
—Nieto de italianos. ¿Se encuentra ya mejor?
—Sí. Creo que sí.
El físico del doctor Rosellini era —al parecer de Alicia— demasiado perfecto. Su perfil era casi
femenino. Su peinado, un tanto antiguo: sólido por la gomina a lo Carlos Gardel o Rodolfo
Valentino. Se le antojó a Alicia (que era gran examinadora de menudencias) que su excesiva
seriedad era forzada. ¿Cómo expresar con claridad su pensamiento? Se diría que el doctor
Rosellini tenía complejo de guapo, y lamentaba que su rostro fuese más el de un niño bonito que
no el de un científico. No lo vio sonreír ni una vez.
—Pensé que estaba usted aquí de visita y sigo sorprendido de que sea usted una paciente.
¿Quién la atiende? ,
—El doctor Arellano.
—No hay en el hospital mejor médico ni mejor hombre que él. ¡No todos son iguales!
—Celebro oírselo decir, doctor Rosellini. Yo aprecio mucho a don César. Y le considero un gran
clínico.
—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó el médico después de comprobar discretamente
que llevaba anillo de casada.
—Alicia Gould de Almenara.
Leyó Alicia en los ojos del médico el deseo de preguntarle algo (a qué tratamiento estaba
sometida, de qué mal estaba diagnosticada o cosa semejante), mas ella se anticipó.
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