viernes, 1 de junio de 2018

K LA CAMISA DE FUERZA III

—He visto, doctor, una especie de granja, en que todo el mundo estaba tumbado menos un
anciano.
—Ya sé a lo que se refiere...
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen en esa postura?
—Padecen una locura colectiva.
—¿Locura colectiva?
—Sí. El anciano tiene, o tuvo, porque muchos murieron, unos treinta hijos. Todos los que usted
vio tumbados son hijos, nueras, yernos, nietos y bisnietos suyos y padecen un mismo delirio.
Sonaron en ese instante los característicos pitidos en el avisador mecánico de su bolsillo.
—Lo siento. Me llaman de la unidad. ¡Veremos qué ha pasado con la prófuga! Me hubiera
interesado mucho seguir hablando con usted.
Se despidió de Alicia; fuese a buen paso hacia su pabellón; y ella, "¡' apesadumbrada por la
interrupción, reemprendió el camino hacia el
edificio central. Le había gustado mucho ese médico. Le agradaría hacer amistad con él. ¿Qué
habría querido decir al afirmar que no todos los doctores —ni como médicos ni como hombres—
tenían la calidad de César Arellano? Por segunda vez tuvo la intuición de que una guerra sorda
se desarrollaba en el hospital al margen del mundo de los enfermos.
No había Alicia conseguido fumar su cigarrillo. Pero se abstuvo de pedir fuego a otro que no
fuese un "bata blanca".
Le devolvió la calma y la ayudó a restablecer el control sobre sí misma el abrazo que recibió de
Rómulo, apenas la vio entrar en la "Sala de los Desamparados".
—¿Dónde has estado tanto tiempo?
—Me han dado unas vacaciones.
—No es verdad. Yo vi que te ponías muy malita. Y que te llevaban en brazos. Y me dio mucha
pena.
—Pero ahora ya estoy completamente curada. ¿Te alegra saberlo?
—¡Mucho! ¡Mira, tócame esta oreja! —le dijo mientras él hacía lo propio con Alicia—. ¿Ves?
¡Tengo un guisante debajo de la piel, igual que tú!
Era cierto. Ambos tenían una mínima adiposidad en el pabellón de la oreja, encima del lóbulo.
—Me han dicho, Rómulo, que sabes escribir. ¿Es verdad?
—¡Sí! —respondió con orgullo—, pero lo hago muy despacito.
—Algún día tienes que escribir algo para que yo lo vea.
—¡Te lo voy a escribir ahora! —dijo jovialmente.
Y muy agitado salió corriendo, y a poco regresó con bolígrafo y papel. La lengua entre los
dientes, toda la atención prendida de su labor, escribió con lentitud: "Yo sé quién eres tú..."
Era la segunda vez que le decía esto. ¿Qué querría significar?
Tan abstraída estaba Alicia en su conversación con aquel pobre muchacho, cuya edad había
quedado congelada a los seis años, y en el misterio que aquellas palabras encerraban, que no
vio a Montserrat Castell cruzar toda la galería para llegar hasta ella, ni las señas que la joven le
hacía desde lejos.
—Alicia, el director te llama. Se puso en pie rápidamente.
—¡Al fin! —murmuró la detective apretando los párpados. Con pasos precipitados corrió Alice
Gould, anhelante, hacia "la frontera"; más de pronto la asistenta social la detuvo.
—¿No tendrías tiempo de cambiarte de ropa antes de ser recibida? Estás demasiado bien
vestida, Alicia. Al director puede molestarle verte así. No le gustan las diferencias tan marcadas
entre sus pacientes.
"¡Increíble comentario el de la Castell!", pensó Alicia para su coleto. Lejos de lo que ella decía,
de haber sabido que Samuel Alvar estaba dispuesto a recibirla, se hubiera puesto el traje con el
que llegó al sanatorio y adornado con su broche de oro.
—¡Estoy impaciente por verle!, Montserrat. No quiero hacerle esperar, perdiendo el tiempo en

cambiarme. ¿Puedo pasar un momento por tu despacho? Facilitóle Montserrat Castell peine y cepillo; y Alicia se atusó y ordenó lo mejor que pudo. Consideró Alicia que los espejos, como muchas personas, tienen respuestas distintas para las mismas preguntas, según los casos. Al regresar a su casa de Madrid, después de una corta temporada de playa, advertía con asombro lo tostada que estaba su piel, aunque se hubiera estado viendo a diario reflejada en los espejos de su vivienda veraniega. Ella era la misma... pero el espejo no. Y era éste quien la hablaba, como si dijera: "Estás muy mejorada desde la última vez que te vi." Esta asociación de ideas le venía ahora a Alicia, porque en aquel espejito del despacho de Montserrat Castell se había visto reflejada por última vez cuando aún vestía desaliñada y la llamaban "la Rubia", "la nueva" o "la Almenara". —¡Ya no parezco tan loca! —musitó riendo en voz alta. Montserrat no movió un músculo del rostro, pero Alicia creyó advertir cierta conmiseración en su mirada, como si dijera para sus adentros que sólo por fuera se distinguía de los demás. Muy turbada por ese pensamiento, Alicia penetró en el despacho del director. Visto de cerca, le pareció un hombre aún más joven que cuando lo atisbo en la habitación acolchada, y medio ebria aún por los calmantes. Tras la barba y el bigote negros, y las grandes gafas con montura de pasta del mismo color, se columbraba el rostro de un hombre que apenas sobrepasaba la treintena. Tal vez fuera ésa la razón por la que se dejaba barba: simular más años y dar a su talante una severidad que, de afeitarse, carecería. Sus modos eran suaves y contenidos. Hablaba en voz muy baja. Y no sonreía ni para saludar. Sus zapatos eran viejos y usaba calcetines colorados. No era sólo Alicia quien contemplaba a Samuel Alvar. También el director la contemplaba a ella. No la había visto más que una vez, atada a una cama, sudoroso el rostro y el pelo desordenado sobre la cara. ¿A qué venían esos aires de princesa, ese atuendo de turista de lujo en vacaciones y ese talante de superioridad? Samuel Alvar tragó saliva y señaló fríamente un asiento frente a su escritorio. Apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos de ambas manos, bajo su barbilla, esperando que ella le expusiera los motivos de su insistencia en ser recibida. Pero Alicia no habló. —¿Tiene usted algún problema? —preguntó el médico, sorprendido ante su mutismo—. Expláyese con toda confianza. No tenga miedo. ¡Vamos, anímese! Alicia sonrió con aire de complicidad. —¿Es eso todo lo que tiene que decirme, doctor? Este la miró de hito en hito. Sus dedos comenzaron a tamborilear impacientes. —La he recibido porque usted pidió verme. No la he llamado espontáneamente. Dígame, pues, lo que desea. Volvióse Alicia Gould a un lado y otro de la habitación; comprobó que las puertas estaban cerradas. —¡Estamos solos, doctor! —En efecto, estamos solos —respondió el médico. —Soy Alice Gould. ¡Alice Gould de Almenara! ¿No le dice nada mi nombre? —Sé perfectamente quién es usted —replicó el doctor—. He leído su expediente y conozco su historial. —¿Y no recuerda la carta que me escribió antes de ingresar yo en el sanatorio exigiendo determinadas condiciones para mi ingreso? Los dedos que antes tamborileaban impacientes se distendieron. Su rostro mostró una profunda atención. —Hábleme de esa carta... —dijo en un susurro de voz. Visiblemente excitada, Alicia replicó: —En esa carta usted condicionaba mi ingreso en el sanatorio a que nadie, ni médicos ni enfermos, conociera la verdadera razón de mi estancia aquí, y a que me comportara ante todos como una paciente. Para ello me aconsejaba que leyera un manual titulado Síndromes y moda
lidades de la paranoia, del doctor Arthur Hill, editado en castellano por Editorial Coloma, y que
estudiase todo lo relacionado con la modalidad que yo debía simular. ¡Y así lo hice! Y me
aprendí muy bien lo del "delirio crónico, sistematizado, irrebatible a la argumentación lógica". ¡He
seguido todas sus instrucciones, doctor Alvar! Las ideas delirantes secundarias que he fingido...
—Perdón, señora de Almenara, ¿qué entiende usted por ideas delirantes secundarias?
—Las que derivan de algunos acontecimientos de la vida del enfermo que dejaron una profunda
huella en su ánimo. Yo no sé si estuve torpe al fingir como causa desencadenante de mis delirios
la ingratitud de un caballo... ¿El caballo era bello? Mi marido también. ¿El caballo era ingrato?
¡También lo era mi marido! ¿El primero me coceó? ¡El segundo
intentó envenenarme! Para una persona "constitucionalmente predispuesta" para la enfermedad,
pensé que fingir eso era un buen comienzo para redondear una "fábula delirante", cuyo final era
obligado.
—¿El final era obligado?
—¡Sí! Es como uno de esos certámenes que ponen en el colegio a los alumnos de literatura:
"¡Inventen ustedes una historia cuyo final sea la boda de los protagonistas!"
—¿Y cuál es el final de su "historial delirante"?
—Que mi marido, una vez fracasados sus intentos de envenenarme consiguió con malas artes
"secuestrarme legalmente" en un hospital psiquiátrico.
—¿Y por qué era obligado ese final?
—¡Porque yo necesitaba encerrarme en este centro para realizar la investigación criminal de que
le habló a usted el doctor García del Olmo!
—¿Y qué títulos tiene usted para realizar tal investigación criminal?
—¡Soy detective diplomado! ¿Lo ha olvidado usted?
—Perdón, señora de Almenara... Le ruego que me disculpe. Había olvidado ese extremo
importantísimo. Como en el entretanto he gozado de unas largas vacaciones, he perdido
contacto con los temas que dejé pendientes antes de marcharme. Por ejemplo, tampoco
recuerdo con exactitud la clase de investigación que debía usted realizar aquí en el sanatorio.
Alicia, cada vez más atónita, comentó:
—No entiendo, doctor, a qué clase de examen me está sometiendo. Sólo estoy segura de que
usted sabe todo lo que me pregunta. ¿Cómo puede ignorar que el padre del doctor García del
Olmo fue encontrado muerto hace más de dos años por su propio hijo, cuando éste regresaba de
un congreso de su especialidad que se celebraba en París? Todos los periódicos publicaron
noticias tanto del congreso, en el que García del Olmo presentó varias mociones, como del
crimen, cuya víctima era el padre de una personalidad muy conocida en España y fuera de ella...
¡y amigo personal de usted!
Guardó silencio Alice Gould, esperando que el director del hospital rompiera su inexpresividad de
monje budista en trance de meditación. Este se limitó a decir:
—Prosiga.
—Ignoro si Raimundo García del Olmo le dijo a usted toda la verdad acerca de su caso o silenció
algunos extremos. El más delicado es que la policía llegó a sospechar de mi cliente. Temían que,
conociendo éste los terribles dolores que sufría su padre a causa del cáncer de estómago que
padecía, y a sabiendas de que el mal era irreversible y que le quedaban pocos meses de vida,
hubiera querido ahorrarle más sufrimientos y
le adelantara la muerte por piedad. ¡Esto no fue así, por supuesto! Pero es lo qué la policía llegó
a temer. Doctor, ¿le contó este extremo su amigo García del Olmo?
—Prosiga, señora, prosiga...
—Por entonces, comenzó a recibir las misivas semanales que usted sabe ya. Y me encargó que
investigase de dónde procedían. No tardé en averiguar, por el examen grafológico, que el autor
era un psicótico y que estaba recluido aquí, y que el papel en que escribía sus misivas no
pertenecía al que se facilita a los enfermos, sino al que usan ustedes en las oficinas. En realidad,

se trataba del mismo papel de cartas que usa usted, salvo que habían recortado a tijera la parte alta de la hoja, suprimiendo el membrete con el nombre del sanatorio y la dirección. Lo comprobé al ver la carta que me dirigió usted imponiéndome sus condiciones para ingresar aquí. —Prosiga, señora de Almenara. —No continuaré, doctor —dijo Alice Gould, sin ocultar su enojo—, ni diré una palabra más mientras no me aclare por qué me pregunta cosas que usted sabe tanto o mejor que yo. ¡Tengo la desagradable sensación de que se está usted burlando de mí!. —Nada más lejos de la realidad, señora de Almenara. ¡No acostumbro a burlarme de los pacientes que están sometidos a mi cuidado y a mi responsabilidad! Alicia quedó sin aliento. Fijó largamente los ojos en el médico intentando calcular hasta cuándo duraría la broma. Pero el rostro de Samuel Alvar era impenetrable. —Doctor... —alcanzó a decir, casi sin voz—, ¡yo no soy una paciente suya! ¡Estoy aquí por mi propia voluntad! ¡Soy una detective profesional! —Aclaremos bien esto —añadió el director del manicomio, poniéndose en pie y comenzando a pasear lentamente por el cuarto—. Para una reclusión voluntaria le hubiese bastado una declaración firmada por usted misma indicando su deseo de ser tratada en este establecimiento y un certificado del doctor Ruipérez, que fue quien la recibió, señalando que era usted admitida. ¡No es eso, señora mía, lo que consta en su expediente! En su ingreso se han seguido los trámites de los casos involuntarios: a saber, certificación médica del doctor Donadío, colegiado de Madrid, dejando constancia de la enfermedad, así como de la necesidad de internamiento, y solicitud de su esposo, don Heliodoro Almenara, como pariente más próximo, dirigida directamente a mí, como director médico del establecimiento, para que autorizara su reclusión. —¡Conozco muy bien todo eso, doctor! ¡La solicitud de mi marido fui yo misma quien la redactó y le arranqué la firma sin que él mismo supiese de qué se trataba! ¡Y el informe médico del doctor Donadío está falsificado! —¿Y la firma del subdelegado de Medicina de Madrid, legalizando la del doctor Donadío, está falsificada también? ¿Y la de su marido haciéndose responsable de los gastos que ocasione usted en el hospital, ya que es usted "enferma de pago", y que estampó en las oficinas de este centro el día que la acompañó a recluirse... ¿también está falsificada? —¡Mi marido no me acompañó aquí el día de mi ingreso! ¡Fue mi cliente quien me acompañó: Raimundo García del Olmo, su amigo de usted! La gran sorpresa para mí fue saber que el director no estaba, sino un sustituto suyo... ¡Mi investigación iba a ser mucho más ardua sin su ayuda! —Y... dígame, señora de Almenara... ¿ha conseguido usted averiguar algo sin mi ayuda? —Sí, doctor Alvar. Estoy segura de que el autor de los escritos delatores es hombre y no mujer; tiene entre cincuenta y cincuenta y cinco años; tuvo algún día una posición social, familiar o económica, de cierta brillantez y posee una personalidad fuertemente vengativa. Su inteligencia está más degradada que su memoria. Vive para rumiar sus venganzas: se regodea con ese pensamiento. Es resentido y envidioso. Ya era un malvado antes de enfermar. Posee tendencias agresivas y sádicas. Y no es un inductor, sino el autor directo del crimen. Esto es lo que he averiguado sola, amén de disminuir a poco más de media docena la lista de sospechosos. ¡No es poco, si tenemos en cuenta que el manicomio alberga a más de ochocientos enfermos! Para que esta lista quede reducida a uno solo, preciso su colaboración. Samuel Alvar, que se movía a pasos cortos, las maños en la espalda, por su despacho, al llegar a este punto arqueó las cejas interrogante. —Preciso —continuó Alice Gould— dos datos y un favor. Los datos son éstos: conocer la fecha de ingreso en el hospital de una pequeña lista de residentes (ocho o diez a lo sumo), que yo le daré; conocer asimismo si alguno de ellos, caso de estar ya ingresado, gozó de un permiso, o se le permitió, en suma, salir del hospital, no menos de dos días enteros, entre el 10 y el 12 de marzo de hace dos años.
—Esos datos, señora, pertenecen al secreto de nuestros archivos.
—¡No le pido revolver los archivos de todo el hospital, sino conocer los expedientes de ocho o
diez sospechosos! Si ello supone una pequeña irregularidad administrativa... mayores son las ya
cometidas por nosotros, inducidos por usted.
Las cejas del médico seguían arqueadas.
—Me ha hablado usted de los datos, no del favor.
—El favor es —prosiguió Alice Gould— que me permita usted permanecer en el hospital unos
días más de lo convenido. Las cejas del doctor Alvar se arquearon aún más.
—¿Cuántos días más?
—Unos diez. En caso contrario...
—Me pide usted algo verdaderamente extraño. Pero no quiero interrumpirla. Prosiga. ¿En caso
contrario?
—En caso contrario, me temo que no pueda llegar a una conclusión definitiva. Habré fracasado
en mi investigación por su culpa; confesaré a mi marido dónde estoy y le rogaré que venga a
buscarme.
—¡Vamos a ver, vamos a ver, señora de Almenara! ¿Me está usted diciendo que su marido
ignora dónde se encuentra usted?
—Exactamente, doctor: eso es lo que he dicho.
—Pero... ¿no declaró que se consideraba "legalmente secuestrada" y precisamente por su
marido?
Alice sonrió con cierta conmiseración. El doctor Alvar, con toda su apariencia de hombre frío,
sereno, puntilloso y metódico, parecía haber olvidado los puntos claves de su compromiso. Unas
largas vacaciones son, a veces, necesarias como lavado de cerebro de las personas ocupadas y
con cargos de responsabilidad... ¡pero no hasta el punto de olvidar pactos tan graves y delicados
como los que le ataban a ella!
—Procuraré, doctor, refrescarle la memoria. Cierto que yo me declaro, en nombre de mi cliente,
la única responsable, junto con él, de las "anormalidades legales" que hemos cometido para
justificar mi presencia aquí. Pero usted no puede negar que fue quien me sugirió que lo hiciera.
—Mí querida señora...
—¡Déjeme concluir! Esa declaración que le hice al doctor Ruipérez, en ausencia de usted, de
considerarme "legalmente secuestrada" fue una argucia más para fingir una personalidad falsa.
Mi marido no puede tenerme secuestrada, sencillamente porque ignora dónde estoy. Ya le he
dicho que le hice firmar, como tantas otras veces, multitud de papeles y entre ellos el que
contenía su solicitud de mi internamiento. Y él lo firmó en barbecho... Intuyo, doctor, que quiere
averiguar si le he metido a usted en un compromiso, y le reitero que no. Quienes hemos
cometido algunas irregularidades hemos sido Raimundo y yo. Estoy dispuesta a firmarlo y
rubricarlo.
—Y... ¿cómo puedo yo saber —preguntó el médico, perdiendo por primera vez la compostura—
si cuando dice la verdad es ahora o entonces?
Alice se enfadó:
—¡No sé qué clase de juego es éste, doctor! ¡Repito una y cien veces
que todo lo que yo declaré entonces es pura mentira, para adaptarme a la personalidad psicótica
que usted me aconsejó y poder ingresar en el manicomio para realizar mi investigación criminal,
sin que nadie conociera mi verdadera personalidad, con la sola excepción de usted! ¿Qué nueva
cobardía es ésta?
—Procure usted calmarse, señora. No necesita gritar para que yo la oiga ni he tolerado nunca
que mis pacientes me griten.
—Yo le tengo mucho respeto, doctor Alvar... ¡pero no mayor del que debe usted tenerme y
demostrarme! ¿De quién se está burlando: de su amigo García del Olmo, de mi marido o de mí?
—Está usted seriamente enferma, señora, y sería deplorable que...

La indignación de Alice Gould llegó al colmo. ¿Quién se había creído que era ese pobre mequetrefe, esa piltrafa de ciencia mal aprendida y peor digerida, para desdecirse hoy de lo que dijo ayer, ante ella, Alice Gould, y con el daño irreparable que tal actitud podía suponer para su cliente? Si malo fue que Alice Gould, obnubilada por la indignación, pensara esto... peor fue decirlo perdiendo totalmente la compostura. El director escuchó sin alterarse esta explosión de cólera. Su voz, calmosa y suave, contrastó con la de ella, descompuesta y airada. —En una declaración que hizo usted al doctor Ruipérez el día de su ingreso, le dijo: "Yo soy muy dócil, y haré siempre lo que se me ordene..." Yo le ruego, señora de Almenara, que sea consecuente con tan buenos propósitos y sea dócil. El no serlo no le servirá de nada, y retrasará su curación, puesto que está usted enferma, ¡lo cual no quiere ni mucho menos decir que su mal sea incurable! Necesitamos su colaboración para devolverle la salud, porque la alteración pasajera de su. equilibrio mental... No pudo el director Samuel Alvar proseguir porque una sonora bofetada le cortó la palabra y el aliento. No se inmutó en sus ademanes, aunque una ligera palidez ensombreció su rostro. Este tipo de enfermos arrogantes y soberbios, que se creen nacidos de los cuernos de la Luna, son los más peligrosos y difíciles de tratar. A su condición de locos razonadores sumaba esta mujer la altivez típica de la clase social de la que procedía, acostumbrada a dominar, someter y ser servida. Un símbolo más de la opresión social de la que no se libran ni las cárceles ni los manicomios. Fría y astuta —mientras no se la contradiga— era casi un modelo de las cualidades mentales que debe reunir una envenenadora. Su única duda era dilucidar si el lugar más apropiado para ella era la cárcel o el manicomio. Situóse el director tras su mesa escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho sin interrumpirla. —¿Cómo se atreve, doctor, a cuidar pobres tontos, cuando es usted más tonto que aquellos a quienes trata? ¡No tengo por qué tolerar sus bromas! ¿No tiene usted ojos en la cara, ya que carece de toda ciencia, para saber distinguir á los que viven bajo su mismo techo? ¡Ya me sorprendió la facilidad con que pude engañar a su ayudante al entrar aquí! ¡Ahora no me sorprende nada! ¡Tal ayudante para tal jefe! ¿Se da cuenta, pobre joven sin luces, de que por su culpa García del Olmo puede no sólo dar con sus huesos en la cárcel, sino perder su carrera? ¿Se da cuenta de que...? Quien no se dio cuenta de que dos enfermeros habían penetrado a sus espaldas en el despacho del director fue Alice Gould. No los advirtió hasta que sintió sus poderosas manos sujetándola fuertemente por los brazos. —¡Llévensela! —ordenó el director. Ella enmudeció súbitamente, y no hizo ningún ademán por debatirse. La sacaron en vilo del despacho y cerraron la puerta que daba a las oficinas. Por la otra, apareció Ruipérez. —Está todo grabado —dijo escuetamente—. ¡Qué bien hiciste en tomar esta precaución! —¿Grabaste desde el principio? —Desde el momento mismo en que la invitaste a sentarse. Te confieso que me apena mucho lo ocurrido. Hasta ahora ha sido una paciente excepcional. Nunca había dado motivos de queja. Por primera vez Samuel Alvar se alteró. Apretó las mandíbulas y los labios le temblaron. —¿No ha dado motivos de queja dices? ¡Creo recordar que ha matado a un hombre y ha abofeteado al director de su hospital! ¿Te parece poco? ¡Nadie, hasta ahora, le había llevado la contraria! Vivía feliz con sus delirios sin que nadie la contradijese ni la desdijese. El miércoles de la próxima semana, antes de la junta de médicos, quiero que escuchemos juntos la grabación de hoy y que la comparemos con la de la charla que tuvo contigo el día de su ingreso. Creo que deberíamos modificar algún punto del diagnóstico. —¿Cuál es tu idea? —Me la reservo hasta después de haber oído las cintas.
—¿Quieres que esa tarde asista alguien más a la audición?
—Sí. Díselo a César Arellano, que es quien la conoce mejor.
Iban a separarse cuando el director detuvo a Ruipérez. Su voz sonaba de nuevo impersonal y
lejana:
Escucha, Teodoro. Nadie debe enterarse de que esa bruja me ha abofeteado. Cuento con tu
amistad y tu discreción. Con "batas blancas" o sin ellas, el hospital está Heno de hijos de puta
que lo pasarían en grande si se enterasen.
—Descuida, Samuel. Nadie lo sabrá por mí.
Unos nudillos imperiosos golpearon la hoja de la puerta. Sin esperar a que la autorizasen a
entrar, penetró en el despacho Montserrat Castell, con una hoja escrita en la mano. Tenía
lágrimas en sus ojos, y se la veía debatirse entre su acostumbrada compostura y la cólera.
—Samuel, ¿tú has ordenado que impongan a Alice Gould la camisa de fuerza?
—No...
—Entonces fírmame este papel que dice: "No está autorizada la camisa de fuerza para la señora
de Almenara".
—Depende de lo que haya hecho, además de lo que ya hizo. ¿Qué ha sucedido?
—¿Ni siquiera a mí vas a concederme lo que te pido? Samuel Alvar comentó mientras firmaba:
—Si de ti dependiera, convertirías este hospital en un crucero de placer para ancianos y niños en
vacaciones.
—¡No lo dudes! —respondió Montserrat con energía. Y tomando el papel entre sus manos, salió
corriendo, y cerró con violencia la puerta del despacho de su jefe.

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