miércoles, 2 de mayo de 2018

"C" LA "SALA DE LOS DESAMPARADOS" II


Al gordo lo bautizó Alicia, para si, "el Hombre Elefante"; al de las grandes orejas y la boca en forma de luna "el Gnomo"; a la vieja de los morritos "la Malgenio", y al de los ojos alocados "don Quijote", bien que pronto tuvo que variarle de apodo y adaptarlo al de la comunidad, pues era de todos conocido como el "Autor de la teoría de los Nueve Universos", seudónimo que alternaba con el de "el Astrólogo", "el Amante de las Galaxias" o simplemente "el Galáxico". ¡Oh, Dios!, ¿qué había detrás de aquellas gentes? ¡Qué infinita variedad de dolencias, congeladas o en evolución, las que dejaban traslucir tan diferentes miradas, posturas y actitudes! Había un hombre alto, delgado, de largas piernas y brazos, casi totalmente calvo y pecho hundido, que no había dejado de llorar desde que Alicia le vio por primera vez. No miraba a nadie, no gritaba, no gimoteaba: su llanto era silencioso como esa lluvia que en Santander llaman rosaura y en Vasconia sirimiri. Y la tristeza que emanaba de su rostro era de tal gravedad y sinceridad que conmovería a las mismas piedras si éstas poseyeran la virtud de la compasión. Tan contagiosa era su pena, que algunos de los reclusos más próximos a él, al contemplarle, lloraban también. Las dos personas que, junto con "el Caballero Llorón" (pues en efecto su atuendo y aspecto era el de un caballero), hirieron más hondamente por su comportamiento la sensibilidad de Alicia, eran un ciego —cómo supo en seguida— que mordisqueaba con saña el puño de su bastón, como si quisiese comerlo, y una preciosa muchacha rubia, de rasgos perfectos y armoniosos, de figura tan frágil que se diría de porcelana, la cual apenas la soltó de la mano una enfermera que la trajo hasta allí, se sentó cara a la pared y comenzó a ladear el cuerpo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda rítmicamente, monótonamente, sin pausa y sin descanso. Tan abstraída estaba Alicia al contemplarla, calibrando cuánto duraría aquel ejercicio, que tardó en notar, y más tarde en entender, qué significaba un pegajoso calor que notó en sus asentaderas. Volvióse y quedó paralizada por la sorpresa y la indignación al ver junto a ella al jorobado de las grandes orejas, palpándole impúdicamente las nalgas. —No llevas corsé... —dijo éste con voz tartajosa, y acentuando su sonrisa. —No. No lo llevo —respondió Alicia, retirando con violencia la mano intrusa. —Mi mamá sí lo llevaba. Y Conrada también. Y Roberta también. Pero la Castell, no. Y la duquesa tampoco. Y tú tampoco. No tuvo tiempo de tranquilizarse al considerar que su trasero no era el objetivo exclusivo del gnomo, especializado, por lo que oía, en palpaciones similares, pues un individuo de no más de treinta y pocos años —hombretón atlético, bien conformado y físicamente atractivo— alzó al orejudo por las axilas y lo echó de allí. —¡Vete de aquí, lapa, que eso eres tú: una lapa! ¿No sabes distinguir lo que es una señora, de las putas, como tu madre? Alicia, que se sintió halagada por la primera parte de la regañada al oírse llamar "señora", a pesar de su atuendo, quedó aterrada por la dureza de la segunda. Le pareció atroz y cruel tratar así a un débil mental, como sin duda lo era el de las grandes orejas, a pesar de que éste no pareció enfadarse, y se alejó, riendo más que nunca en busca de nuevas nalgas. Eligió las de un hombre —casi tan grande como "el Elefante"— que estaba quieto, de pie, en el centro de la sala y que no se movió ni defendió ante la provocación del tonto. Alicia reconoció en él al "Hombre de Cera", a quien también denominaban "la Estatua de sí mismo", y a quien había visto cenar la noche anterior. —No me juzgue mal, señora, si le he parecido demasiado duro —dijo el recién llegado—. Y usted no dude en abofetearle si lo repite. Le sirve de lección, no se enfada y no es reincidente con quienes le castigan. ¿Me permite que me siente junto a usted? —Por favor... ¡hágalo! —Antes le ofrecí un cigarrillo y me lo rechazó. ¿Puedo ofrecérselo ahora?  —Se lo agradezco mucho —respondió Alicia, aceptándolo. 
—¿Es usted nueva? 
—Sí. 
—Me llamo Ignacio Urquieta. Ya soy veterano. 
—Mi apellido es Almenara. Alicia de Almenara —dijo ésta. Y en seguida añadió—: Perdón por la pregunta: ¿es usted médico o enfermera? —¡Gracias! —exclamó él riendo—. No, señora. Soy solamente el más peculiar de los locos que hay aquí. Y mi peculiaridad consiste en saber y en confesar que lo soy. Porque ninguna de esas "piezas de museo" que tiene usted enfrente, lo confiesa... y yo sí. Usted tampoco está enferma... ¿verdad? No —respondió secamente Alicia. —¿Ve usted? ¡Sigo siendo la excepción! Alicia enrojeció vivamente y, obedeciendo a un impulso que no pudo dominar, se levantó y dejó con la palabra en la boca a Ignacio Urquieta, pues era evidente que si los locos no confesaban serlo y ella había dado la misma negativa... el tal señor Urquieta la había llamado loca. Su enfado era incongruente. ¿No era eso lo que ella deseaba: pasar por lo que no era? Alicia comenzó a lamentar su movimiento de despecho, al tiempo mismo que lo realizaba. Lo cierto es que ese joven era de lo más potable de cuanto allí había; su presencia la tranquilizó y su amistad podía serle de gran ayuda para soportar aquel ambiente y quién sabe si para su propia investigación. Lo malo es que al levantarse, su silla fue inmediatamente ocupada, y Alicia se quedó sin saber adonde dirigirse, de quién debía huir o a quién no le importaba acercarse. La víspera, en la conversación que mantuvo con el doctor Ruipérez, empleó una expresión cruel para referirse a los allí residentes: "su pequeña colección de monstruos", le dijo al médico, antes de haberlos visto. Mas ahora comprendía que su definición era exacta: aquello era un museo de horrores, un álbum vivo de esperpentos, un gallinero de excentricidades, pero eran seres humanos: no árboles ni bestias. En algún lugar y un tiempo desconocidos tuvieron unos padres, un hogar y una cuna. "¡No es horror, Alice Gould, lo que deben producirte —se recriminó—, sino una sincera compasión y un gran afán de ayudarlos! ¡No dudes en mirarlos de frente! ¡Sonríeles, Alice Gould!" Aunque nada satisfecha de su malcrianza con el llamado Ignacio Urquieta, reanudó la marcha por el corredor, con otro talante. Un chiquillo, que no parecía mayor de quince años —aunque más tarde supo que tenía dieciocho—, estaba detenido ante una llorona (que era una réplica, en femenino, del cincuentón de la "Triste Figura") y la imitaba en sus gestos, gimoteos y ademanes con tantas veras que se diría su espejo. Pronto se cansó de ella y se puso a las espaldas del aquijotado, que gesticulaba y se movía sin cesar —como si fuese a iniciar una conversación y dudara a quién escoger como interlocutor— y lo imitó punto por punto, con idéntica maestría. Más tarde escogió como modelo a una vieja que cantaba sin emitir sonidos, e hizo lo mismo. De súbito, Alice vio otro niño físicamente igual al imitador: igual en términos absolutos, salvo en su conducta. Este no se movía: no gesticulaba, no hablaba, no reía. Su cara —de rasgos normales— no decía nada. Era como una hoja en blanco. El catatónico que vio la noche anterior en el comedor —el del cuerpo grande y el cráneo diminuto al que acababa de palpar con infame procacidad el gnomo de las grandes orejas— seguía de pie, solo, en una postura absurda, y tan quieto como puede serlo la imagen fotográfica tomada a alguien que está en movimiento. Una sesentona, muy pintarrajeada, se apiadó —según supuso Alicia— de lo innoble e incómodo de su posición y le colocó la cabeza y las manos en una situación más digna. Pero al hacerlo, la Almenara, horrorizada, la oyó decir: Si te portas bien, no volveré a cortarte la lengua. ¿Aquella vieja había cortado realmente la lengua al "Hombre de Cera"? ¿Creía que se la había cortado y no era cierto? ¿O sus palabras tenían una acepción simbólica que significaba otra cosa distinta? Todo era posible en aquel reino de lo absurdo, donde la extravagancia es ley. "¿Cómo podré, entre tanta gente, ¡y gente tan peculiar! —se dijo Alice Gould—, no digo culminar, sino siquiera iniciar una investigación? Si el doctor Alvar estuviese en su puesto, otro gallo me cantara. Pero el doctor Alvar no está, y no debo esperar a su regreso para formarme un juicio. 
Tal vez entre todos estos perturbados haya más de un criminal. Pero el homicida que yo busco 
es sólo uno, y conozco su letra." .....

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