miércoles, 2 de mayo de 2018

"C" LA "SALA DE LOS DESAMPARADOS" III



En estas cavilaciones andaba cuando advirtió frente a ella la cara sonriente y amical de Ignacio 
Urquieta. —Le debo una explicación, señora de Almenara. 
—Tal vez haya estado un poco brusca al levantarme tan intempestivamente —se disculpó ella. 
—Sentiría de verdad haberla molestado. Tuve la intuición de que usted y yo llegaríamos a ser
amigos y... 
—¡Seremos amigos! —exclamó Alicia—. No hablemos más del tema. Además, le necesito a 
usted para que me aclare algunas cosas. He visto un niño, muy guapo chico, que se dedica a 
imitar a todo el mundo. Y más lejos, otro igual, sólo que más pacífico. ¿Son hermanos gemelos? 
—Sí. Pero ellos lo niegan o fingen no saberlo. Sus padres eran ambos oligofrénicos. No sé quién 
tuvo la humorada de bautizarlos Rómulo y Remo. 
—¿Cuál es Romulo? 
—El mimético: el imitador. El otro, el que no molesta a nadie, es Remo. 
—¿Y no se reconocen como hermanos entre sí? 
—No. Romulo dice que su "hermanita" es la "Niña Oscilante" y, en cuanto se agota de hacer
gansadas, se sienta junto a ella y le da conversación y la mima. 
—¿Y es su hermana realmente? 
—¡No: en absoluto! Pero él lo cree así y mataría a quien le contradijese. 
—¿Ha dicho usted "mataría"? ¿No es exagerado afirmar eso? 
—No. No es exagerado. 
Sintió Alicia una indefinible angustia. ¡Cuando aceptó la proposición de García del Olmo, su 
cliente, le firmó un cheque, como adelanto, por la investigación que le encomendaba, con la 
promesa de pagarle una cantidad igual si la llevaba a buen término. Le pareció una cantidad 
exagerada. Nunca había cobrado tanto por un trabajo. Ahora —al considerar el ambiente en el 
que había de actuar— comprendía que sus honorarios no estaban injustificados. 
—Parece usted distraída, Alicia. 
—En efecto, lo estaba. Le ruego me disculpe. 
—Quiero hacerle una pregunta. Ahora vamos a desayunarnos. No tardarán en avisarme. De 
entre toda esa tropa que le rodea, ¿junto a quién le gustaría sentarse? 
—¡Junto a usted, desde luego! Pero no se envanezca. La verdad es que tengo un poco de 
miedo. ¿Hay un sitio libre en su mesa? 
—No; no lo hay. Pero eso lo arreglaremos en seguida. Venga conmigo. Cruzaron unos metros, e 
Ignacio se acercó al hombre que lloraba. Le colocó amistosamente las manos en los hombros. 
—¿Cómo van esas penas, don Luis? 
—Mal... muy mal —respondió éste. 
—¡Vamos, vamos, levante ese ánimo! ¡De cuando en cuando conviene pensar en cosas alegres! 
El llamado don Luis alzó los ojos con tal expresión de gratitud, que Alicia no pudo por menos de 
admirarse. 
—Lo que me consuela —dijo— es saber que tengo buenos amigos como usted, que me aprecian 
y me comprenden. 
—Esta tarde le contaré el chiste más gracioso que he oído en mi vida. ¡Le juro que le haré reír a 
usted! El hombre sonrió y dejó de llorar. 
—¡Cuéntemelo ahora! 
—No. Porque quiero presentarle a esta amiga mía, que ingresó ayer en el hospital. Don Luis
Ortiz... ésta es Alicia, señora de Almenara. 
Don Luis se puso muy ceremoniosamente en pie e inclinó la cabeza. 
—No le doy a usted la mano —dijo sombríamente el hombre— porque usted no merece que yo 
la contamine. Si hubiese justicia en el mundo —añadió—, mis manos debían haber sido cortadas
hace mucho tiempo. 

Y no pudiendo evitarlo, rompió de nuevo a sollozar. 
—¿Cómo se atreve usted a llorar en este momento? —protestó Urquieta—. ¿No es un motivo de 
alegría contar entre nosotros con una señora tan atractiva? 
—Tiene usted razón —dijo don Luis, pasando del llanto a la risa—: la señora es muy guapa y de 
ella puede decirse lo de la canción: "que sólo con mirarla, las penas quita". 
—Es usted muy galante, señor Ortiz —dijo Alicia, esforzándose en sonreír. 
Y el señor Ortiz la contempló con tan sincera gratitud como antes a Ignacio. 
—Quiero pedirle un favor, don Luis —dijo éste—. Que ceda usted su puesto en mi mesa a la 
señora de Almenara. Ya le he dicho que somos antiguos amigos. 
—Pues no hablemos más. Concedido. Ya sabe usted que, aunque vil y miserable, agradezco 
mucho sus consuelos. 
(Y tenía razón "el Caballero Llorón". Tan consolado quedó de la ligera muestra de amistad de 
Ignacio Urquieta, que tardó más de una hora en volver a sollozar). 
Unas palmadas anunciaron que el desayuno estaba servido. "La Niña Oscilante", "el Hombre 
Estatua" y otros catatónicos más fueron conducidos de la mano. Carecían de impulsos propios
para moverse, pero obedecían dócilmente las incitaciones de otros. Eso lo hacían los
enfermeros; pero muchos pacientes de otras modalidades colaboraban también en esta piadosa 
función, teniendo cada uno de los inmóviles, entre los propios locos, su cuidador voluntario y 
particular. Rómulo acompañaba a "la Niña Oscilante" y "el Aquijotado" al "Hombre de Cera". 
La mesa que había de ocupar Alice Gould estaba en el último rincón —y no por azar, como supo 
muchos días después—. En ella se sentaban Carolo Bocanegra (que no era un apodo, sino 
nombre verdadero) y una muchacha de facciones correctas, algo inhibida y de pocas palabras. 
Al ir a sentarse, Ignacio protestó cortésmente. 
—Perdón, Alicia, debe usted sentarse enfrente de mí. Yo... por razones especiales, tengo 
reservado este puesto. 
Obedeció, de suerte que ella quedó de cara al inmenso refectorio, y Urquieta de espaldas a la 
sala y sin visibilidad, por tanto, respecto a los demás comensales. 
—Me temo —dijo Ignacio— que el peso de la conversación recaerá exclusivamente sobre 
nosotros, porque aquí la señorita Maqueira habla muy poco y el señor Bocanegra, aquí presente, 
es mutista. 
—Hablo poco —protestó la joven— por culpa de la insulina. 
(Y, en efecto, no abrió la boca a partir de entonces más que para comer, y con gran apetito por 
cierto). 
—¿Qué quiere decir "mutistas"? —preguntó tímidamente Alicia dirigiéndose a Carolo. 
Ignacio respondió por él. 
—Mutistas son los que no hablan. 
—¿No puede usted hablar? —preguntó, asombrada, Alicia al señor Bocanegra. 
El hombre sacó un cuadernillo de hule que llevaba siempre en su bolsillo, y escribió a grandes 
rasgos con un rotulador naranja: "Sí puedo, pero no me da la gana."
Abrió Alicia grandes ojos, pero se abstuvo de reír o de comentar, que eran las dos cosas que le 
pedía el cuerpo. 
La visión del comedor y de las muy distintas actitudes de los residentes, la colmó de perplejidad.
Algunos comían con desesperante parsimonia; otros engullían, devoraban, con avidez animal e 
insaciable. Entre los primeros los había que desmenuzaban el pan en partículas minúsculas y las 
observaban y hasta las olían antes de llevarlas a la boca, y aun entonces, no las masticaban, 
sino que las degustaban antes de tragarlas, cual si temieran ser envenenados, ¡y lo temían en 
efecto! Entre los segundos, había quienes robaban las raciones de sus vecinos; quienes rugían 
de placer al masticar los alimentos; quienes reían tras cada bocado; quienes rodeaban con sus 
brazos el condumio, creando una pequeña ciudad amurallada de imposible acceso para los
amigos de los alimentos ajenos. Había, en fin, aquellos a quienes era obligado llevar los 

alimentos a la boca, o bien porque no podían valerse por sí mismos, o porque se negaban a comer. Y aun entre éstos cabía distinguir dos grupos: los radicalmente faltos de apetito y los que mantenían esa actitud sólo por fastidiar y obligar a sus cuidadores —cruelmente— a este notable esfuerzo suplementario. Se les distinguía por el inequívoco gesto de hastío e inapetencia de los primeros y por la terca cerrazón de dientes de los segundos, quienes acababan cediendo y tragando lo que con inaudita paciencia se les ofrecía. Las observaciones de Alicia, con ser tantas y tan variadas, no cegaron sus entendederas hasta el punto de hacerla olvidar las notas de distintos colores que embadurnaban el cuadernillo de hule dé Carolo Bocanegra, a quien desde ahora apodaría "el Falso Mutistas" e incluiría en una primera lista de sospechosos, como posible autor de las criminales misivas dirigidas a Raimundo García del Olmo, su cliente. Concluido el desayuno, y reintegrados todos a la "Sala de los Desamparados", Alicia preguntó a su, hasta el momento, único amigo: —¿Qué se hace ahora? No tuvo tiempo Urquieta de explicárselo, ni ella de enterarse, pues una voz potente gritó: —¡Almenara, la llaman a la consulta! 


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