MIENTRAS SE ARREGLABA y lavaba en un cuarto de aseo comunal, estuvo mucho más preocupada de sí misma y de lo que los otros pensarían de ella que de observar y pensar en los demás.
Vio que— las reclusas, tal como le anunció la víspera Montserrat, apenas vestidas se dedicaban a diversas faenas; hacer sus camas, ordenar sus cuartos, fregar los pasillos y trasladar a los servicios, y vaciar en ellos, las bacinicas. La primera vivencia que quedó en ella fue este cuadro entre cómico y peregrino, pero que juzgó triste y desolador, y en cualquier caso inusual a sus pupilas. Si algún día se viese precisada o tuviera la ocurrencia de redactar sus memorias, no dejaría de describir la cola formada por aquellas mujeres desconocidas y de aspecto muy diferenciado y "especial" que avanzaban muy dignas —bacinilla en mano— camino de los lavabos para vaciar en los retretes la carga nocturna de sus vejigas. Observó al punto que las primeras que concluían aquellas funciones rutinarias salían del pabellón y se dirigían a las escaleras. "Al país que fueres haz lo que vieres", recordó.
Y las siguió hasta el inmenso aposento que algunos llamaban
—tal como la víspera explicó Montserrat Castell— la "Sala de los Desamparados". Por una puerta iban entrando muy espaciadas —como las perdices "chorreadas" en los ojeos
— las mujeres; y, por otra puerta, los hombres. Buscó asiento donde pudo: percibió las miradas furtivas de unas y otros fijándose en ella y calificándola de "nueva"; se propuso hablar lo menos posible para no equivocar los síntomas de su enfermedad fingida, y, al advertir que alguien se acercaba para decirle algo, y no deseando que nadie le hablase, bajó los ojos y los mantuvo largo rato fijos en el suelo.
La gran galería iba poblándose de gentes afectadas por toda clase de taras. Apenas alzó los párpados, la visión de conjunto la espantó tanto, que volvió a abatirlos. ¿Qué es lo que observó para que de tal modo la acongojase? No sabría explicárselo, pues no osó mirar a nadie fijamente a los ojos. No eran las individualidades lo que, en un principio, la dejó aturdida, sino la masa, y no porque aquel conjunto de hombres y mujeres fuese amenazante o alborotador. Nada más lejos de la realidad. Dada la cantidad de gente allí reunida, las voces eran sensiblemente más apagadas que en cualquier otro lugar multitudinario:
la sala de espera de una estación, por ejemplo, o la recogida de equipajes de un aeropuerto. Lo primero que advirtió es que eran distintos. De una rápida ojeada vio que los gordos eran más gordos, los delgados más delgados, los altos más altos, los bajos más bajos, los inquietos más inquietos, los tranquilos más tranquilos, los risueños más risueños y los tristes más tristes. Resbaló la mirada sobre los que padecían malformaciones visibles de los rostros o el cuerpo
—mongólicos, babeantes, jorobados, enanos, gigantes, boquiabiertos
— rehuyendo el contemplarlos. También eran muchos más los rostros y los cuerpos bien configurados. Con esto y todo, lo que daba un aire siniestro al conjunto era la proporción de deformes y de feos. Eran menos... pero eran muchos. Observó que algunos fumaban e instintivamente quiso echar mano de sus cigarrillos. No tenía. Se los habían quedado en "la aduana". Alguien a su derecha lo advirtió; le ofreció uno y aproximó la brasa del que estaba fumando para que ella lo encendiese. Alicia rehusó; dio las gracias con un ademán y se levantó de su asiento, sin mirar al que tuvo esa atención con ella. Sólo vio su antebrazo: un suéter castaño, el borde del puño de una camisa blanca y una mano de hombre. Dudó hacia dónde dirigirse, pues tenía la sensación de que miles de ojos la espiaban. Alejóse hacia el fondo de la galería. Poco a poco se fue animando a contemplar a los residentes. Era preciso acostumbrarse, encallecerse. Entre aquella población alucinada debía descubrir a un hombre que rondara los cincuenta años, de contextura atlética, que pudiese y supiese escribir, de caligrafía estrafalaria y poseído del capricho de utilizar bolígrafos de distintos colores para estampar cada letra. Si no se atrevía a mirarlos cara a cara, ¿cómo llegar a conocerlos? Sin conocerlos, ¿cómo descubrir al que buscaba? Ella estaba allí al servicio de su cliente Raimundo García del Olmo. ¡No debía olvidarlo! Un individuo de las características de su "hombre tipo" estaba de pie en el centro mismo de la galería mirándola acercarse. Movió los brazos agitadamente como si nadara hacia ella, mas sus pies permanecían quietos. Con voz estropajosa, pero entendible, exclamó: "¿Por qué has venido? ¿Dónde estabas? Yo no estoy muerto, ¿verdad?" Estremecióse Alicia y no sabía si quedarse quieta o seguir andando. Aquel hombre la miraba y no la miraba. Le hablaba y no era a ella a quien hablaba. Se diría que estaba soñando. ¡Ah! ¿Por qué no se quedó sentada donde antes? Muy alterada y conmovida desvióse del nadador y siguió galería adelante donde había menos gente que en la parte central. En aquel rincón había sillas vacantes, y sus vecinos, todos "autistas" o solitarios, no hablaban entre sí. Sentóse en una de ellas. ¿Qué es lo que vieron sus ojos? ¿Le engañaba la vista o estaba padeciendo una alucinación? Un hombre tumbado sobre las losas dormitaba con gran placidez. Su cabeza, alzada treinta centímetros del suelo, semejaba descansar cómodamente en una almohada... ¡mas tal almohada no existía! ¿Cómo el durmiente podía mantenerse en esa posición inverosímil? Cerca de él, allí donde finalizaba el corredor y la pared formaba ángulo con su oponente, una mujer, vestida de rojo, de espaldas a Alicia, de pie y en actitud de firme, parecía haber sido castigada a un rincón, como hacen con los chiquillos en las escuelas primarias. Quedó Alicia espantada de su inmovilidad. Pero aún más se conmovió días después cuando supo que aquella interpretación puramente intuitiva era exacta. Aquella mujer cometió, cuando era niña y estaba sana, una acción de la que se arrepintió profundamente y, en consecuencia, ahora se consideraba castigada al rincón;
al rincón más alejado de la clase cual era el fondo de la inmensa galería. Una enfermera de bata blanca se acercó a ella y le dijo:
—Anda, Candelas, déjalo ya, que pronto llamarán para el desayuno. Volvióse "la castigada" y pudo Alicia verle la cara.
El rostro de la llamada Candelas era el de una mujer sana, de unos cuarenta años, perfectamente normal. Su dolencia no afectaba a su físico sino a las entrañas de su espíritu, llagado por un recuerdo infamante e incógnito. Trémula y acongojada vio a la enfermera despertar al durmiente y aconsejarle que fuese acercándose hacia donde estaban todos, pues pronto los llamarían al comedor.
Al ver a Alicia, preguntóle si necesitaba ayuda. Respondió que no, aunque no entendió bien a qué ayuda se refería, e incorporándose, desanduvo el camino de antes.
Alguien le aclaró días más tarde que esa almohada invisible en la que reclinaba su cabeza el dormilón existía en realidad: existía con forma, peso, volumen y consistencia en la mente de ciertos enfermos.
Tan de verdad era, y tantos los que la usaban, que tenía un nombre: "la almohada esquizofrénica".
Y también supo que el hombre de apariencia normal que parecía nadar hacia ella como soñando, estaba soñando en efecto: soñando despierto. Padecía lo que los médicos denominaban "delirio onírico".
Por mucho que quisiese dominarse y no mirar a los "singulares", sus ojos se le escapaban hacia ellos como imantados. Sentíase aturdida, espantada, estremecida, pero ello no era óbice para que dejase de observarlos. Se le quedó fijada la imagen de un gigante de andar torpe y profunda obesidad, hombros a normalmente caídos, ojos bovinos y boca perpetuamente abierta, que escogió,, con tanta lentitud como minuciosidad, el lugar en que había de sentarse; y la de una especie de gnomo jorobado, de cabeza des-proporcionadamente grande para su cuerpo, de inmensas orejas voladoras, nariz curva y derrumbada hasta más abajo del labio inferior, frente estrechísima y labios que sonreían perpetuamente y que eran de la forma exacta de una media luna: una media luna cuyos extremos llegaban de oreja a oreja; y la de una anciana muy pequeña, y de cara más pequeña aún de lo que correspondía a su cuerpo, con los morritos en punta, cual si fuera a echarse a llorar o estuviese profundamente enfadada; y la de un larguirucho, delgadísimo, de aspecto aquijotado, nuez muy pronunciada, pelos hirsutos y mirada de loco.
¡Todos lo eran — pensó Alicia—, pero así como otros traslucían en los suyos idiotez, tristeza, falta de fijación, o eran radicalmente normales, éste los tenía bulliciosos, patinadores, gesticulantes, parlanchines! Intuyó Alicia que tal individuo hacía ímprobos esfuerzos por acercarse a ella y entablar conversación.
Creyó entenderlo así por sus posturas insinuantes, sus nerviosas cortesías, y la posición de sus piernas predispuestas a una reverencia cual las que hacían los cortesanos al
bailar el rigodón.
Mas ella lo rehuía, cambiando de sitio o alejándose, lo que producía inequívocas muestras de desaliento en su hipotético galanteador.
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