EXPERIMENTO UNA SENSACIÓN de alivio al cruzar la gran puerta de hierro que separaba los pabellones de los enfermos de la zona reservada a los administrativos, a los médicos y a las asistentas sociales. Eran dos mundos opuestos a los que aquella gruesa puerta servía de frontera. Montserrat Castell la esperaba en la misma aduana: —El doctor don César Arellano, jefe de los Servicios Clínicos, va a examinarla, Alicia. ¡Venga conmigo! Y si, al concluir, no la reclaman para otra cosa... ¡no deje de pasarse por mi despacho! ¿Me permite un consejo? ¡Por lo que más quiera, no diga una sola mentira! ¡No intente engañar al médico... al menos, de un modo consciente! Meditó Alicia estas palabras: "¡...al menos de un modo consciente...!". ¿Por qué le habría dicho eso Montserrat? —Pase, por aquí, por favor... El doctor Arellano era un hombre de mediana edad, pelo canoso y abundante, cara ancha y sonriente, nariz gruesa y unos grotescos lentes de pinza y cristales sin montura, que se ponía y quitaba constantemente mientras hablaba, para humedecerlos de vaho y limpiarlos después con una pequeña gamuza. "Si no fuera por esos lentes —pensó Alicia—, podría pasar por un hombre atractivo." —Siéntese, señora. Del mismo modo que Alicia apreció de un solo vistazo que el doctor Ruipérez no era un individuo de mucha categoría, juzgó que este otro médico tenía peso específico. Irradiaba serenidad, equilibrio, inteligencia y, sobre todo, autoridad. Su cara, de tez sanguínea, era más joven de lo que correspondía a la blancura de su pelo. Era alto, ancho, tal vez un poco cargado de hombros. A Alicia se le antojó pensar que su cara recordaba vagamente al actor norteamericano Spencer Tracy y su cuerpo al jugador rumano de tenis “Ilie Nastase”. Apenas ocupó un asiento frente a la mesa escritorio del médico, éste le ofreció un cigarrillo. Tras ver la marca, Alicia lo rehusó. —Fumo "rubio", doctor. El "negro" me hace toser. Abrió el médico un cajón y le ofreció otra marca. —Gracias —dijo Atice Gould aceptándolo. El doctor Arellano comenzó a hablar, mientras le encendía el cigarrillo con su encendedor. —Señora de Almenara: junto a la solicitud de ingreso había una carta particular del doctor Donadío dirigida al doctor Alvar, con determinadas sugestiones clínicas que sólo el director deberá decidir si son convenientes o no. Es usted, por tanto, una paciente directa del doctor Alvar... y, en consecuencia, el doctor Ruipérez y yo hemos considerado más conveniente no someterla a ningún tratamiento en tanto no regrese de sus vacaciones el director del hospital. El decidirá, por tanto, qué médico ha de encargarse de usted. Veo que esta noticia le produce alegría. —¡No he movido un músculo de la cara —respondió Alicia con jovialidad—: es usted un buen lector de almas, doctor! —Es mi profesión —replicó amablemente el médico. Y volviendo a tomar el hilo de sus palabras, prosiguió: —Ello quiere decir que permanecerá usted aquí en régimen de observación hasta que él llegue. Nuestra única labor será la de almacenar datos y ponerlos a disposición suya para que él decida la medicación más apropiada. —Luego no seré medicada... —Con psicofármacos, desde luego, no. A pesar de ello, si siente usted neuralgias o padece insomnio, puede pedir las pastillas que más confianza le merezcan: lo mismo que si estuviese en su casa. Tampoco «e le aplicará terapéutica insulínica ni, por supuesto, electroconvulsionante.
—Me tranquiliza usted mucho, doctor. Pero me pregunto en qué consistirán sus métodos para
almacenar esos datos que busca, meterlos en un saquito y dárselos al director diciendo: "Toma,
Samuel: aquí tienes unos trochos del alma de Alice Gould..."
—Su conversación, señora, es particularmente expresiva. ¡Eso es precisamente lo que pretendo
entregarle a nuestro director, don Samuel Alvar, trochos de su alma, para que él los junte como
en un puzzle y trace el diagnóstico exacto de su personalidad. Y sin usar el narcoanálisis, ni la
tomografía computarizada, ni la gramagrafía cerebral.
—No le pregunto, doctor, qué significa todo eso, porque no lo entendería. ¡Los médicos son
ustedes amiguísimos de las palabras complicadas!
—Veamos si me entiende usted ahora: quiero, en primer lugar, conocer su consciente: lo que
usted sabe de sí misma cómo es, y cómo desearía ser. Esto lo lograremos simplemente
charlando con sinceridad. Después quiero conocer lo que usted ignora de sí misma (su sub
consciente) y hacerlo aflorar a su plano consciente. De modo que preciso de usted dos
declaraciones: que me cuente lo que sabe... ¡y lo que no sabe de Alice Gould!
—Esa última parte —bromeó ella— debe ser un tanto complicada. ¿Cómo voy a contarle "yo" lo
que desconozco?
—No dude que acabará contándomelo. ¿Está usted dispuesta?
Alicia meditó un instante. Deseaba ser totalmente veraz y sincera con aquel hombre amable y
bondadoso, que irradiaba comprensión y confianza. Pero era evidente que no podía decirle
"todo" —sin traicionar a su cliente García del Olmo— y esto la contrariaba y la confundía.
—Hay una parte, doctor, que desearía reservar a don Samuel Alvar para cuando regrese. ¡No
sería justo darle todo el trabajo hecho! El tendrá que poner algo de su parte, ¿no le parece?
¿Cómo, si no, justificar su sueldo, no sólo de director, sino de "médico personal mío", ya que
usted mismo me ha dicho que yo seré su "paciente particular"? Si usted me lo permite, doctor
Arellano, hay una parte de mi vida (¡una muy pequeña parte, créame!) que desearía reservar a
don Samuel para cuando éste venga.
—Acepto el trato. Cuando usted penetre en esa zona reservada al director, no tiene más que
decir "¡Acotado de caza!". Por cierto, ¿desea usted que le sirva algo?
—Sí, doctor, se lo agradezco: una taza de té.
—¿Acostumbra a beber alcohol?
—Nunca por las mañanas.
—¿Y por las tardes?
—A veces.
—¿A diario?
—No, pero sí con frecuencia. Cuando mi marido y yo regresamos de nuestros quehaceres, nos
gusta tomarnos un whisky, o dos, antes de cenar, y contarnos nuestras respectivas experiencias.
—¿Qué opina usted de su marido?
—"¡Acotado de caza!"
—Le pediré una taza de té. Pulsó un timbre e hizo el encargo.
—¡Dos tés! Meditó un instante.
—¿Tiene usted hijos?
—No. —¿No ha deseado tenerlos?
—Fervientemente. ¡Ahí tiene usted, doctor, un campo bien abonado para hallar en mí una
frustración!
—¿De quién es la culpa de no tener descendencia?
—Lo ignoro, doctor.
—¿Por qué?
—Porque de ser la culpa de mi marido, hubiera representado una gran humillación para él
saberlo, que de ningún modo quise ni quiero causarle.
—¿No deseó nunca adoptar un niño?
—Sí. Y yo misma hice las gestiones legales, pero mi esposo se opuso. Yo respeté, claro es, sus
sentimientos.
—¿Le ha sido siempre fiel?
—¿El a mí?
—Sí. El a usted. —No lo he indagado.
—¿Por qué?
—Porque hubiera supuesto una ofensa para él esa muestra de desconfianza.
—Nunca se habría enterado.
—Ello no obsta para que yo, en mi fuero interno, le hubiese ofendido.
—Y usted, señora de Almenara, ¿le ha sido siempre fiel?
—Siempre.
—¿No ha sido nunca solicitada por otro hombre?
—Muchas veces, doctor, y por muchos.
—¿Ello la halagaba?
—No puedo ocultarlo. Si: me halagaba.
—¿Y nunca cedió a ese halago?
—Nunca.
—¿Alguno de sus pretendientes le agradaba?
—Sí, y mucho.
—Y a pesar de ello...
—Jamás, doctor.
—Explíqueme detalladamente por qué.
—Por respeto a mi marido, pero también por respeto a mí misma. Tengo un alto concepto de la
dignidad humana; creo que somos una especie... distinta. Y que esta distinción nos impone
derechos y deberes. No podemos exigir los primeros sin sentirnos solidarios con los segundos.
Si me lo permite, doctor, éstas son convicciones muy arraigadas en mí.
—¿Es usted creyente?
—No lo fui en mi infancia. Ahora sí.
—Eso contradice la... norma general.
—¡Nunca me ha interesado la norma general!
—¿Esas convicciones las heredó usted de su padre?
—No sé si esas cosas se heredan. Ignoro si se transmiten en los genes. Más exacto sería decir
que las recibí de mi padre: no que las heredé. Fue conmigo un educador excepcional. A medida
que pasa el tiempo su figura se agranda dentro de mí.
—¿Y la de su madre?
—Mi madre murió siendo yo muy niña. Y mi padre tuvo el acierto de ensalzarla grandemente a
mis ojos. Hablaba de ella con mucha ternura. Más también con sincera admiración. Cuando me
reprendía, era frecuente que dijera: "Tu madre no hubiera dicho eso" o "no hubiera hecho eso".
—¿Y no la molestaba o no hería su sensibilidad infantil esa comparación constante con una
mujer que, aun siendo su madre, usted no llegó prácticamente a conocer?
—No, doctor, no. Mi madre era el ideal que yo debía alcanzar. Mi padre me la pintaba como la
suma de las perfecciones, como el modelo que yo (si quería ser digna, bondadosa y fuerte)
debía imitar.
—¿No tuvo nunca celos del amor que su padre manifestaba por su madre?
—No, doctor. Sigmund Freud, que es quien ha metido esa idea en la cabeza de todos los
psicoanalistas, era un perfecto cretino...
—No exactamente un cretino —murmuró el doctor.
...
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