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APROVECHO EL DOCTOR ROSELLIN1 la pausa de Alicia para intervenir "en una cuestión de orden", dijo. Y ésta fue que, dados la hora y el tiempo que llevaban reunidos (y siempre que al director no le pareciese mal), a todos les vendría de pierias tomarse un refresco. Accedió Samuel Alvar, y se le encomendó al "bata blanca" que hacía guardia a la entrada, que trajese hielo, cervezas, whisky, jugos y agua. Llegado el momento de servir, Alicia pidió el más sencillo de los elementos, y que, a pesar de ser el más puro de cuantos producía la Naturaleza, hubiese hecho morir a Ignacio Urquieta: agua con un trozo de hielo. —¿No prefiere un whisky, señora de Almenara? —le preguntó el doctor Rosellini. Alicia elevó los ojos hacia César Arellano. —¿Puedo, doctor? Este dio su venia, y Alicia consideró que esta pequeña y mínima concesión era la primera prueba de libertad que se le daba desde que ingresó al hospital. —Estamos deseosos de oír el final de su historia, Alicia —le animó Dolores Bernardos. —Lo que voy a contar es tan terrible para mí... —prosiguió Alice Gould—, que ignoro si sabré expresarme con claridad. Yo me sentía lícitamente orgullosa de haber descubierto que las misteriosas misivas que recibió mi cliente procedían de este hospital psiquiátrico; no obstante, me quedé radicalmente asombrada del cheque, anticipo de mis honorarios, que García del Olmo depositó sobre mi mesa, con el acuerdo de que lo duplicaría si acertaba en mi investigación. Quedé asimismo harto satisfecha de la división del trabajo que nos propusimos realizar en los días sucesivos. Yo me ocuparía de estudiar la enfermedad que había de fingir, y él, de preparar los trámites para mi ingreso; yo, de arrancar a mi marido la solicitud de ser internada, y él, de redactar el informe médico y cumplimentar con nombre supuesto el oficio, o impreso, o como se llame ese papel, en que se aconseja el internamiento. —¿Asegura usted —le interrumpió el doctor Sobrino— que falsificaron un documento público? Alicia movió afirmativamente la cabeza. —No sólo eso —interrumpió Samuel Alvar—. La señora de Almenara me dijo que la certificación del delegado de Sanidad era falsa también. —No se me oculta —continuó Alice Gould— que se les hará a ustedes muy cuesta arriba entender cómo unas personas que han vivido siempre dentro de la ley se atrevieron a realizar semejante falsificación. Les ruego que tengan en cuenta que no lo hacíamos en perjuicio de terceros y que no pretendíamos engañar a nadie, ya que nuestro propósito era entregar personalmente a don Samuel Alvar todos estos papeles. Y él conocía sobradamente la verdad. Si aquellos documentos eran excesivos los sustituiríamos por los que él nos aconsejara. En cuanto al impreso que aparece firmado por un tal doctor Donadío, mostré mi asombro de que un documento tan escueto sirviese para internar a nadie en un manicomio, a lo que Raimundo me respondió que acaso fuese una buena medida acompañar el documento oficial con una carta privada en la que el médico particular informase al director de este sanatorio de ciertas peculiaridades de la enferma que iba a tratar. Excusado es decir que así como el impreso fue rellenado por et doctor García del Olmo, la carta hablando de mi personalidad la redacté yo. Y todo ello, por supuesto, con el conocimiento, cuando no el consejo, del doctor Alvar. El aludido hizo un gesto de hastío. Cada vez que Alicia le nombraba, todos volvían el rostro hacia él. —Espero no necesitar decirles a ustedes que nada de esto es cierto —comentó. —¿Qué es lo que no es cierto, doctor? —inquirió Alicia. —Siga usted, señora de Almenara. —¿Para qué, doctor, si nada de lo que digo es verdad? —dijo Alicia
dulcemente. Y se propuso aprovechar la primera oportunidad para turbar esa
máscara impenetrable del director.
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