martes, 12 de junio de 2018

M LA JUNTA DE MÉDICOS II

                                               ...
—¿La confidente de los extraterrestres?
—A ésa me refiero. —¿Quieres decir que el tratamiento con insulina la ha mejorado?
—¡Quiero decir que el tratamiento la ha curado!
—¿Cuántos brotes tuvo en su historial?
—Sólo uno. ¡Yo la considero totalmente repuesta! Está en la antesala. Y estoy deseando que
ustedes comprueben por sí mismos... si... si hemos acertado o no. ¿Me permiten que vaya a
buscarla?
Cuando la joven Maqueira entró en el despacho encontró frente a ella siete rostros sonrientes.
Incluso el del director, que no era amigo de esas expansiones, sonreía también. El doctor
Sobrino la traía de la mano.
—Siéntate aquí, Maruja. El director quiere hacerte unas preguntas.
—En realidad —dijo Samuel Alvar— quien va a hacerte las preguntas es el doctor Arellano. Así
estaré más atento a tus respuestas.
Volvió la joven Maqueira los ojos, atemorizados e ilusionados al tiempo, hacia el médico del pelo
casi blanco. Prefería contestarle a él que no al de la barba negra, tan antipático.
Arellano tardó en decir algo porque estuvo considerando que las palabras de Alvar "Así estaré
más atento a tus respuestas" constituían una insigne torpeza. Estas eran palabras intimidadoras
y no alentadoras. "El director —se repitió Arellano por enésima vez— no sabe tratar a los pa

cientes.
Tal vez por ser consciente de ello, me encarga a mí el interrogatorio".
—Maruja —comenzó César Arellano—, ¿sabes por qué nos ves a todos tan satisfechos?
La joven Maqueira se encogió de hombros, no sabiendo qué responder. —Estamos todos
contentos por las buenas noticias que tenemos tuyas. Te hemos hecho muchas perrerías con
tantas y tantas inyecciones, pero ya ves, al cabo de tres meses nosotros te consideramos casi
curada. Y tú, ¿cómo te encuentras?
—Mucho mejor, doctor Arellano. Mucho mejor —respondió, refiriéndose en exclusiva a su estado
físico—. Más de treinta veces creí que iba a morirme.
—Y nosotros también temimos por tu salud... ¡sin llegar a esos extremos de pesimismo! Por eso
estamos ahora tan alegres. Gracias a tus padres, que se dieron cuenta a tiempo de que no
estabas bien, hemos cortado de raíz tu infección. ¿Qué te dijeron tus padres al traerte aquí?
—Que había tenido una meningitis y que me quedé muy deprimida por culpa de las medicinas.
—¿Te acuerdas perfectamente de eso?
—No me acuerdo de la meningitis, pero sí de que mis padres me dijeron que la había tenido. Y
que por eso estaba tan débil y delicada.
—¿Y de qué más te acuerdas?
—De todo.
—¿Qué es "todo"?
—El viaje hasta aquí; la fachada tan antigua dé la Cartuja; el claustro tan bonito; mi primera
conversación con usted y sus palabras: "Se va a hacer cargo de ti un gran médico: el doctor
Sobrino".
—¡Ja, ja, ja! —rió el aludido—. ¿Elogios de un colega? ¡Eso es imposible! ¡Ahora sí que estás
delirando, Marujita!
—Sí, me lo dijo. Prometo que me lo dijo.
—Fue una gran mentira para consolarte —bromeó Arellano—. ¡Es el peor médico de España!
Rieron todos. Y la joven Maqueira, al ver que iban de chunga, rió también, por primera vez desde
que fue internada.
—¿Y qué más recuerdas? —prosiguió don César.
—La gente del comedor me daba un poco de miedo. En mí mesa había sólo una persona
simpática: Ignacio Urquieta, y los dos últimos días una señora parecida a mi madre, pero mucho
peor vestida. Antes de ésta, un señor que lloraba y otro que no hablaba. Después me puse a
morir, doctor Arellano; y ya no recuerdo otra cosa que inyecciones y más inyecciones y mucho sudor.
—Durante la meningitis en tu casa y durante tu recaída aquí llegaste a delirar y dijiste muchos
disparates. ¿Recuerdas alguno de ellos?
—No.
—Parecía como si entre sueños hablaras con extraterrestres.
—¿De verdad? ¡Qué vergüenza! La gente pensaría que yo era tonta.
—No tiene ninguna importancia, puesto que estabas delirando a causa de la fiebre. ¿No
recuerdas nada de lo que delirabas?
—¡Nada! Salvo la convicción de que me iba a morir.
—Eso no era un delirio, Maruja. Estuviste de verdad muy enferma. Dime: ¿Qué desearías hacer
ahora? Maruja Maqueira sonrió.
—Si se lo digo van a pensar que estoy mala otra vez.
—¡No seas timorata! ¡Vamos! ¡Di lo que te apetece!
—Volver a ver el claustro y copiar una inscripción en latín y que alguien me la traduzca. Y
también que mis padres me traigan los libros de texto. He perdido los exámenes de junio, pero, a
lo mejor, en septiembre puedo aprobar dos o tres materias.
Samuel Alvar interrumpió:
—¿Dónde preferirías estudiarlas? ¿En tu casa de Santander o aquí?
—¡En Santander, claro!
—Pues las estudiarás en Santander. Y ahora, al salir, le dices a Montserrat Castell que tienes
órdenes mías de que te enseñé el claustro. ¡Hasta luego, Maruja!
—¡Hasta luego a todos!
Se acercó al doctor Sobrino y le dio un beso.
—Gracias —musitó.
Al salir Maruja, las siete sonrisas que la despidieron eran aún más anchas que las que la
saludaron al entrar.
—¿Padeció en realidad una meningitis? —preguntó Dolores Bernardos.
—No —respondió Salvador Sobrino—. Se lo hicimos creer, de acuerdo con sus padres, para
justificar sus delirios. Estos brotaron súbita
mente tras una estúpida sesión de espiritismo en que ella creyó haber oído hablar al demonio.
Sus compañeros, todos estudiantes de bachillerato, la vieron tan miedosa que, para calmarla, le
dijeron que acaso no fuera Satán sino la voz de un extraterrestre. Ella se aferró a esta idea. Y
durante muchas noches, siempre a la misma hora, oía una
música lejana que era el aviso de que los extraterrestres iban a comunicarse con ella. E
inmediatamente le hablaban. Eran mensajes que le transmitían, como mediadora entre dos
mundos, para que los comunicase a los terrícolas. Sus padres, bien aconsejados, la internaron
sin pérdida de tiempo. César Arellano diagnosticó la paranoia, y yo tuve la suerte de acertar con
el tratamiento.
El cupo de sonreír de Samuel Alvar quedó agotado para tres meses. Su despilfarro de hoy
necesitaba ese tiempo mínimo para reponerse. Más era evidente que existía una corriente
comunitaria de satisfacción cuando el equipo médico lograba sacar a flote a quien yacía en
simas inalcanzables. Y entre estas profundidades, donde muy raramente llegaba la sonda del
médico, estaba en primer lugar la temible paranoia. El hospital contaba entre ochocientos
reclusos sólo con tres considerados paranoicos puros: Maruja Maqueira, la estudiante; Norberto
Machimbarrena, el bilbaíno suboficial mecánico de la Armada, y Alicia Gould de Almenara,
pendiente esta última de un diagnóstico definitivo. El haber salvado a la primera, gracias a la
rapidísima intervención de sus padres y a la celeridad del diagnóstico y del tratamiento
adecuado, era algo que a todos llenaba de lícito orgullo. El caso de Machimbarrena no era el
mismo. Su paranoia no debía considerarse como totalmente desaparecida (aunque sí
"encapsulada"), ya que seguía considerando justificada su estancia en el hospital psiquiátrico por pertenecer (lo cual era falso) a los servicios de información de la Marina de Guerra. Todos
hubieran querido seguir comentando "el caso" de la señorita Maqueira, del mismo modo que los
buenos jugadores comentan y analizan una jugada comprometida de ajedrez. Pero Alvar los
llamó al orden. El doctor Sobrino —recordó el director— tenía otro caso delicado que exponer a
la junta: el de Sergio Zapatero.
—Es muy triste —dijo éste—. Su proceso se va agravando sin que yo le encuentre una salida. Si
llevo dos días sin medicarle es sólo para que ustedes puedan opinar.
La mirada desvaída, sudoroso el rostro, el pelo hirsuto, entró Sergio Zapatero sostenido por las
axilas por dos "batas blancas". Comenzó a hablar, entre gemidos y gestos suplicantes, en una
jerga ininteligible, en la que surgían aisladas algunas palabras en inglés.
César Arellano entendió al punto lo que vagaba en su mente dislocada, y lo interrumpió:
—Todos nosotros hemos estudiado español, señor Zapatero. Puede usted, si prefiere, hablar en
su propio idioma.
—Gracias, almirante. En efecto, prefiero hablar en espa... en espa... ¡Bueno, ustedes me
entienden! ¿No deseaban mi muerte? ¿Qué esperan para matarme? ¡Me he adelantado a todos!
La expansión de las... La expansión de las... ¡eso: de las gala... galaxias!... se ha terminado.
Desde la creación se fueron expan... expandiendo... Fu... ¡Fuuuuuuú...! como la metralla de una
bomba. Eso es: como la mmmmmetralla. Y ahora los trozos sueltos de esa explosión se han
parado y regresan a su núcleo que es la espiritual... ¡No, no! la espiración... ¡No no! La Espiral de
Andrómeda. Eso es: La Espiral de Andrómeda, que es el núcleo del Noveno Universo. Los
trocitos que llamáis estrellas iniciaron el jueves el camino de regreso por el mismo agujero que
hicieron en el vacío cuando se expan... cuando se expan... ¡eso es!... expandieron.
Era penoso verle sufrir. Si los enfermeros lo soltaran caería al suelo. Más si no le soltaban no
podía bracear. Se le veía debatirse para poder imitar con los brazos el movimiento de expansión
y de retroceso de las galaxias, la fusión de los cuerpos celestes menores con los mayores, el
choque horrísono y espantable de los satélites con sus planetas, de los planetas con sus soles,
de los soles con sus galaxias y de las galaxias entre sí, hasta fundirse toda la materia astral en
un solo cuerpo que se iría apretando cada vez más sobre su propio núcleo hasta reducirse al
tamaño de un balón de fútbol, más tarde de una nuez, después de una
canica, de un chícharo, de un grano de mostaza, de una mota de polvo, de un corpúsculo
microscópico de infinita densidad, pues contendría concentrada la totalidad de la masa de los
Nueve Universos. Como no podía accionar los brazos para expresarse, lo hacía con las piernas
y tan pronto quedaba en el aire, colgado de los sobacos, como pateaba, o dejaba los remos
flojos en el suelo, como un pelele mal .sostenido por los hilos que movía su manipulador. La
angustia de Sergio Zapatero era pensar cómo podrían caber en un cuerpo celeste tan diminuto
todos los pobladores, de los mundos habitados. Pero lo que más desazón le causaba, hasta el
punto de arrancarle lamentos, era lo incómodos que estarían, así de hacinados, los pobres locos,
sobre todo los que no podían valerse por sí mismos, como Alicia, "la Niña Péndulo" o "el Hombre
de Cera". Prorrumpió en fin en una patética oración pidiendo al Creador que les diese la muerte
antes del sábado próximo en que todo eso iba a ocurrir. El mismo se ofrecía para pasar a
cuchillo a todos sus compañeros y evitarles así presenciar la hecatombe cósmica. "No te
preocupes por ellos —le decía a Dios— por... por... porque... todos son equi... equi... ¡eso es!
equivocaciones tuyas. Son los ren... renglones torci... torcidos, de cuando apren... apren... ¡eso
es!... aprendiste a escribir. ¡Los pobres locos —continuó ahogado por los sollozos— son tus fal...
faltas de ortoorto... ortografía!"
Se lo llevaron. Aun con la puerta cerrada, seguíanse oyendo sus lamentos. Hubo un largo
silencio que rompió Samuel Alvar:
¿Desde cuándo está así?
—Lleva en este estado dieciocho días... salvo los que le he hecho pasar dormido. Al despertar
reemprende su delirio en el punto mismo en que lo dejó. Hemos comparado sus ochenta y seis cuadernos: los signos y grafismos de sus páginas son todos rigurosamente iguales, sin variar
una raíz cúbica o la coma de un decimal. Se consultó con un matemático si aquello tenía sentido
y respondió que no. Eran operaciones encadenadas en las que números de veinte o más cifras,
con otros tantos , decimales, se multiplicaban, dividían, elevaban a una potencia y se restaban o
sumaban a la raíz cúbica de otra cifra de múltiples guarismos, todo ello sin concierto y sin llegar
a ningún resultado.
La totalidad de sus cuadernos, salvo el último, llegaban a la mitad de la página 102, donde
bruscamente el cálculo quedaba interrumpido.
—¿Y en el último?
—En el último, tras la última cifra se leía: "...igual a... EL JUEVES COMIENZA LA RECESION
DE LAS GALAXIAS". ¡Su cálculo había terminado!
—¿Qué opinas, César?
—No hay duda —dijo éste— de que nos encontramos ante un caso
de una bouffé delirante en un enfermo crónico, y que no ha respondido a los psicofármacos que
se le han aplicado. Creo que procede, ¡y con urgencia!, el electroshock.
—Creo lo mismo —dijo Salvador Sobrino. El director ordenó:
—Doctora Bernardos: haga usted el estudio somático de Zapatero, para ver si el electroshock es
todavía posible. Sólo después tomaremos una decisión.
Se pusieron todos en pie. Rosellini bostezó discretamente.
—¡Un momento, un momento, señores! —exclamó el director—. ¡No hemos terminado! ¡Yo
también tengo una enferma que presentar!
César Arellano frunció la frente. Su ceño era de disgusto. No de sorpresa. El director prosiguió:
—Ruipérez; hazme el favor de avisar, a quien esté de guardia en la antesala, que le diga a la
señora de Almenara que puede pasar.
N
ALICE GOULD CUENTA SU HISTORIA
LA SALA DE JUNTAS estaba situada en el antiguo edificio de la Cartuja: en la que antaño fue la
sala capitular de los primitivos monjes. Se llegaba a ella por un pasillo de piedra increíblemente
bajo. "Los frailes de entonces debían de ser muy pequeños", pensó Alice Gould. Tuvo que
desandar parte del camino recorrido porque la circulación en dos sentidos no cabía en tan
estrecho recinto. Y menos cuando los que venían de frente eran tres: dos "batas blancas" y,
probablemente, un paralítico al que llevaban en volandas. Cuando retrocediendo llegó a un
ensanchamiento (en el que había una aspillera por donde los cartujos podían disparar flechas,
caso de ser atacados) se detuvo allí, para dejar paso a los que salían. ¡Qué penosa impresión la
suya, al descubrir que el que colgaba, como un muñeco de trapo de los brazos de los en
fermeros, era "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos"!
—Maestro... —le saludó Alice Gould.
Más éste no la vio. Sus ojos sólo columbraban lo que le dictaba su mente. Y en ésta no cabían
más que cuerpos astrales chocando entre sí. Los enfermeros miraron a Alicia con severidad y
prosiguieron su camino. Ella reemprendió el suyo.
Desde que Montserrat Castell le enseñó la nota del director, citándola a comparecer en la junta
de médicos, decidió vestir su ropa mejor. Avanzó Alice Gould, airosa como un cisne, por el
antiguo laberinto. Si alguien lo suficientemente perspicaz hubiese sabido leer en sus ojos,
y descifrar el misterio de su sonrisa, habría descubierto en su rostro
muy distintos sentimientos y propósitos:
1.°) Necesitaba ganar la confianza y simpatía de los reunidos.
2.°) Tenía que vengarse de Samuel Alvar. Lo de ponerle la camisa de
fuerza (de la que fue liberada por Montserrat Castell) era una injuria que no podía quedar
impune. El mediquito de las barbas negras las iba
a pasar moradas si pretendía medirse con ella.

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