martes, 12 de junio de 2018

M LA JUNTA DE MÉDICOS

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VEINTE AÑOS ANTES de que Alice Gould ingresara en el hospital psiquiátrico, cuatro chiquillos
de una aldea llamada Villafuente de Calcamar, perdida en lo más abrupto de las montañas
leonesas, vagaban entre las frondas de un bosque, cosechando, por encargo de sus padres,
hierbas aromáticas y medicinales. Se apodaban "el Currinche", "el Pecas", "el Adobe" y "el
Mustafá". Los dos últimos eran hermanos. "El Adobe" contaba nueve años y "el Mustafá" había
cumplido doce. Tenían ya repletos varios sacos con otras tantas variedades cuando "el
Currinche", que era el experto de la expedición —pues sabía distinguir las hierbas por sus
nombres y conocía las propiedades medicinales de cada una— comenzó a escarbar junto al
tronco de una planta y misteriosamente comentó a sus amigos:
—Mirad ¡ésa es la que llaman la raíz maldita! ¡Si se la mastica se ve al demonio!
Quedaron los otros espantados de contemplarla por primera vez, ya
que todos la conocían de oídas, y "el Pecas" les propuso probarla para ver si era verdad o
cuento lo que de ella se decía. "El Adobe", aunque era el más joven, se opuso a ello y hasta se
enfrentó con su hermano mayor, que aceptó la propuesta con gran entusiasmo. Insistió "el Ado
be" en que si lo hacían correría a la aldea para chivarse y, como viera que comenzaban a
desenterrar la raíz, cumplió su amenaza, y fuese a buen trote hacia el caserío. Lo último que oyó
fue la voz del "Currinche", que le gritaba:
—¡No seas maricón y vente pa acá! ¡Sabe a regaliz!
Cuando los padres de los chiquillos y otros hombres de la aldea llegaron al bosque conducidos
por "el Adobe", los encontraron alucinados. Sus palabras balbucientes eran incomprensibles; sus
gritos, destemplados; sus movimientos, ebrios, y sus miradas, de locos. Cargaron con ellos y se
los llevaron a la aldea con intención de pedir al cura que les echara agua bendita y los
exorcizase, pues los creían endemoniados. "El Currinche" murió antes de que llegasen a
Villafuente de Calcamar; "el Mustafá" falleció al atardecer, presa de grandes convulsiones; y los
alaridos de "el Pecas" se oyeron hasta la medianoche. Los que velaban a los muertos dejaron de
oír sus voces con la última campanada del reloj de la parroquia.
La madre de este último explicó al siguiente día que su marido había cargado a hombros con el
cadáver de "el Pecas" "pa enterrarle aonde descansan sus agüelos". No era cierto. Sólo era
verdad que cargó a hombros con su cuerpo —no con su cadáver— y no para enterrarle, sino
para enjaularle. Amordazado y atado lo condujo dentro de un saco hacia una lejana propiedad
que tenía en un lugar apartadísimo y lo encerró en un hórreo abandonado. Ni su mujer ni él
querían tener consigo a un hijo con el diablo dentro. No estaban dispuestos a que en la aldea les
señalasen con el dedo considerándolos los padres de Satanás y achacándoles cada desgracia
que sobreviniese. En consecuencia, decidieron ocultarlo y turnarse marido y mujer para llevarle
pan, agua y manzanas (o lo que se terciase) dos veces por semana. ¡Ojalá hubiese muerto con
los otros niños endemoniados! El día de su encierro, "el Pecas" cumplía diez años de edad.
Durante varios días y cuando el viento soplaba de poniente (donde está la morada del diablo) se
oyeron en la lejanía los alaridos de las almas de los niños condenados aterrorizando al
vecindario. Después dejaron de oírse para siempre.
Veinte años más tarde —cuando Alice Gould llevaba dos semanas internada en la unidad de
Recuperación— unos cazadores llegaron a Villafuente de Calcamar para contratar un guía que
los condujese por aquellas espesuras para matar el urogallo. Llegaron a un acuerdo con
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un mocetón de veintinueve años al que apodaban "el Adobe". Estaban los tres, de noche
cerrada, esperando el primer claror del alba (que es el momento en que el urogallo se traiciona y
denuncia su presencia con su canto), cuando una fuerte tormenta descargó su furia en el lugar.
Hubo que abandonar el puesto, porque en tales circunstancias el urogallo no canta. La lluvia caía a raudales; el camino forestal en que dejaron el Land Rover quedaba muy lejos, y no había en
varias leguas a la redonda sitio alguno en que guarecerse. A mitad de camino descubrieron un
hórreo abandonado del que ni siquiera "el Adobe" tenía noticia. Propuso el guía cobijarse allí
hasta que escampase. Forzaron la pequeña gatera por donde se vuelca el grano (que estaba
claveteada por fuera) e iban a descolgarse por ella, cuando a la luz de las linternas descubrieron
dentro del hórreo a un hombre agazapado, totalmente desnudo, con barbas y melenas que le
llegaban a la cintura, en tal estado de desnutrición que semejaba un esqueleto viviente, con uñas
en pies y manos que parecían garras y un gesto indescriptible de terror ante los ruidos, las voces
y la luz de la linterna. Ante aquella espantosa visión, prefirieron la lluvia al cobijo; y, tan pronto
como llegaron a tierra de cristianos, pusieron en conocimiento del primer puesto de la Guardia
Civil lo que habían visto. La Benemérita rescató al hombre con la ayuda de "el Adobe", y
denunció el caso al juzgado. El juez, como primera medida, decretó el procesamiento de los
padres del "Pecas" y el internamiento de éste en el manicomio, donde fue ingresado en el
Departamento de Urgencias que dirigía el doctor don José Muescas. Lo trajo la Guardia Civil,
envuelto en una manta, el mismo día en que Alice Gould tuvo su desgraciada entrevista con
Samuel Alvar.
La historia que queda relatada (parte de la cual pudo desentrañarse por lo que "el Adobe"
declaró a la Guardia Civil, y la Guardia Civil al doctor Muescas) fue contada por éste punto por
punto ante sus compañeros en la junta de médicos. Estaban presentes el director, Samuel Alvar;
el ayudante de Dirección, doctor Ruipérez; el jefe de los Servicios Clínicos, César Arellano; el
jefe de la Unidad de Demenciados (o "Jaula de los Leones", según el vocabulario de Alicia),
Alberto Rosellini; el jefe de las Unidades de Recuperación, Salvador Sobrino (a quien se le
llamaba "el Nazi" o "el de las S. S.", a causa de las iniciales de su nombre y apellido), y la
doctora Dolores Bernardos, que era la experta en el manejo de los aparatos para la tomografía
computarizada, la electroencefalografía y el electroshock. Los médicos no psiquiatras (analistas,
anestesistas, etc.) no asistían a la junta de los miércoles.
—¿Cuál es su estado actual? —preguntó César Arellano.
—¡Terrible! —comentó el doctor Muescas—. No sabe hablar; anda a gatas; come con las manos;
huye con pavor si alguien pretende tocarle
y, cuando quiere hacer alguna necesidad, se baja los pantalones y defeca en un rincón.
—¡Es un precioso ejemplo de amor paternal! —comentó con ira la doctora Bernardos—. ¿Qué
edad tiene ahora?
—Treinta años.
—¿Y dices que lo enjaularon a los diez?
—¡A los diez! Arellano intervino:
—¿Está demenciado?
—¡Ahí está el problema! —respondió el doctor Muescas—. Pensé que lo mejor sería destinarle a
la unidad de Alberto Rosellini, pero éste, después de estudiarle, se opone a ello. ¡Y tal vez tenga
razón!
Me opongo —explicó Rosellini— porque no le considero un demente. Si anda a gatas es porque
en el hórreo no cabía de pie; si come |con las manos es porque no sabe manejar los cubiertos: o
nunca le enseñaron, o en veinte años se le olvidó. Si no habla, es porque no lo ha hecho en los
dos últimos tercios de su vida. Pero sus ojos sí hablan: he leído en ellos el miedo, pero también
un paulatino sosiego a medida me escuchaba y un infinito anhelo de protección. En mi unidad,
hombre carecería de esperanzas. Fuera de mi unidad, creo que podría ser recuperable.
—Si te parece, director, me haré cargo de él —propuso el doctor Obrino, jefe de las Unidades de
Recuperación. —¿Qué opinas, César? —preguntó el director, —Opino que ha hecho muy bien
Rosellini en no aceptarle y que hay seguir la propuesta del doctor Sobrino —respondió el
interpela Me gustaría ver a ese hombre. —En cuanto me haga cargo de él, te avisaré. —¡A
quienes sí me gustaría recibir en mi departamento —dijo el de apellido italiano— es a sus padres! ¡A esos monstruos los aceptaría con gusto entre mis huéspedes!
—Perdón, perdón —cortó Samuel Alvar—. Discrepo de cuanto se ha dicho. En la Unidad de
Recuperación, ese hombre se considerará un monstruo comparado con los otros residentes. En
cambio, en la de Demenciados se verá superior a ellos, puesto que su mente no está deteriorada
y le será más fácil salir adelante. ¿Cuáles son tus otros dos casos, Pepe? José Muescas
comentó indignado:
—Nos han "colado" a dos políticos, director, que tienen de locos lo que yo de astronauta.
—Si es cierto lo que dices, no pienso consentirlo.
—¡No debes consentirlo —habló la doctora Bernardos— o al menos
has de hacer hasta lo imposible por conseguir que los separen! ¡Juntos son un peligro! Se
envalentonan el uno al otro: quieren demostrarse mutuamente cuál es más hombre,
¿comprendes? Lo primero que hicieron fue abofetear a una asistenta social, que es
guipuzcoana, porque no les habló en vascuence.
—¿Son de ETA? —preguntó asombrado el director.
—Sí, ¡y que te cuente Pepe lo que ocurrió después!—Contó el doctor José Muescas que, cuando
un enfermero llamado Melitón Deza tomó a uno de ellos por un brazo para acompañarle a hacer
la primera inspección, éste le dio un rodillazo violentísimo en los testículos que lo dejó
agarrotado de dolor. Cuando el enfermero se repuso, lo tumbó de un puñetazo.
—¿Quién a quién? —preguntó severo Samuel Alvar.
—El enfermero al etarra —respondió José Muescas—. Y entonces el supuesto enfermo le dijo
estas palabras sibilinas: "Veo que llevas anillo de casado. Probablemente tendrás hijos.
¡Cuídalos!" Melitón Deza mordiendo cada palabra le respondió: "Puede que algún cobarde se
atreva a vengarse en mis hijos. Pero te juro que ése... ¡no serás tú!"
—Al enterarte de lo ocurrido —le interrumpió secamente el director—, ¿qué medidas tomaste?
—Destinar al enfermero a otra unidad.
—No es bastante. ¡Ábrele expediente!
—¿A Melitón Deza?
—¡Ábrele expediente he dicho! Es intolerable que un enfermero pegue a un paciente y además
lo amenace.
—Quiero recordarte que Melitón Deza es de lo mejor que hay en esta
casa.
—¡Ábrele expediente!
Los médicos se miraron unos a otros, perplejos. La decisión del director no les parecía justa.
Aclaró Samuel Alvar que no eran problemas políticos los que a ellos competía dilucidar, sino los
puramente clínicos. Si les habían metido gato por liebre, pedirían la revisión del proceso. Si
estaban realmente enfermos los aceptaría en el hospital, pero elevando una solicitud urgente
para que uno de ellos fuese trasladado a otro centro psiquiátrico.
Todos los presentes se mostraron conformes con las últimas palabras del director, mas no con la
apertura del expediente al enfermero. Las dudas surgieron cuando se discutió dónde debían ser
destinados, en tanto se les sometía a observación. Dolores Bernardos insistía en que su
arrogancia era peligrosa; su aspecto, provocador y desafiante; y que no debían convivir en el
edificio central con el común de los enfermos, porque serían fuente de continuos conflictos. El
director decidió, con
la aprobación de todos, que mientras hubiese camas libres en la Unidad de Urgencias,
permaneciesen allí bajo la vigilancia del doctor Muescas, pero bajo la jurisdicción clínica de
César Arellano, quien se aventuró a pronosticar que en sólo dos sesiones declararía si estaban
locos o no. A continuación tomó la palabra el doctor Sobrino.
—No todo han de ser conflictos o malas noticias en el hospital —dijo éste con ademán
satisfecho—. Creo que "hemos sacado del pozo" a ¡una enferma que parecía irreversible: la
muchachita Maqueira.
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