¡Y no obstante le
crucificaron!
—concluyó Alice Gould. El
doctor Ruipérez miró el reloj y se puso en pie. Ella permaneció sentada. Sus
ideas delirantes
—pensó el doctor— se afianzaban, en la idea de
superioridad sobre cuantos la rodeaban, sin excluir a su propio médico
particular, el doctor Donadío, cuyo diagnóstico, según lo que iba viendo y
oyendo, resultaba acertadísimo. Desde ahora se atrevería a apostar cuál sería
la conducta futura de su nueva paciente: dar tal sensación de normalidad en sus
dichos y en su comportamiento que se la creyese sana. Y si se la pusiese en
libertad, su primera acción sería ser fiel a su idea obsesiva: atentar contra
la vida de su esposo. No sería improbable que para llamar la atención acerca de
su buena conducta cometiese algún acto heroico, como arriesgar su vida en un
incendio para salvar a un paciente (aunque el fuego lo hubiese provocado ella)
o sacar de la piscina a alguno medio ahogado (aunque fuese ella misma quien le
empujara para que cayese al agua). Lo difícil, en los enfermos de la modalidad
paranoide, era interpretar sin error cuándo actuaban espontáneamente, de
acuerdo con su normalidad (porque eran normales en todo lo que no concerniera a
su obsesión), y cuándo premeditadamente, para convencer a los demás que ellos
no pertenecían, como los otros, al género de los enfermos mentales. La
consideró doblemente peligrosa
—por su enfermedad y por su
inteligencia
— y se dispuso a tomar
medidas muy severas para evitar que dispusiese de nada
—En su vestuario, en sus
enseres, incluso en sus objetos de tocador
— con los que pudiese
atentar contra su vida o contra la de los demás.
—Hay algo, señora de
Almenara, que quisiera advertirle. Apenas cruce esa puerta entrará usted en un
mundo que no va a serle grato.
—Si hubiera podido escoger
—dijo ella sonriendo.
— habría reservado plaza en
el hotel Don Pepe, de Marbella, y no aquí. Sin hacer caso de su sarcasmo,
Ruipérez prosiguió:
—No toleramos que unos pacientes hieran,
humillen o molesten voluntariamente a los demás. Si un enfermo, por ejemplo,
sufre alucinaciones y cree ver al demonio, no toleramos que otro u otros, por
mofarse de él, le asusten con muñecos o dibujos alusivos al diablo. Los
castigos que imponemos a quienes hacen eso son muy duros.
—Hacen ustedes muy bien.
—Hay un recluso.
—insistió el médico.
— que tiene horror al agua.
El verla le produce pánico, vómitos e incluso se defeca encima: tal es el pavor
que siente al verla. Otro recluso, apenas lo supo, le echó un balde de agua a
los pies. Se le encerró en una celda de castigo, se le alimentó con salazones y
se le privó de agua durante un mes, salvo la absolutamente necesaria para
evitar su deshidratación. No volvió a hacerlo más.
—Me parece un método excelente, doctor
Ruipérez. Los locos son como los niños. No puede convencérseles con razones
porque, al carecer de razón, son incapaces de razonar.
—¿Cuento, pues, con su
aprobación?
—preguntó el médico sin
dejar traslucir cierta ironía por la audacia de la nueva loca, que se atrevía a
opinar acerca del acierto o desacierto de los métodos empleados.
—¡Cuenta usted con ella!
—Los hay llorones, gritones,
mansos, coléricos, obscenos
—prosiguió Ruipérez
— y todos poseen una tecla
que si se la roza desencadena una crisis.
—¡Hay que evitar rozar esa
tecla!
—dogmatizó Alice Gould
—. ¡Es así de sencillo!
—Pues bien, señora, ya que
la veo tan dispuesta, le confesaré que hay varias cosas en usted que
molestarían a muchos y que considerarían incluso como una provocación: su
vestido, su broche, su bolso y sus zapatos.
—¡Oh, entendido, doctor!
—replicó ella, ofendida
— He traído otra ropa. Si
hoy me había vestido así no era ciertamente para provocar o molestar a su
interesante colección de monstruos... sino por cortesía hacia usted. En esto
sonaron unos extraños pitidos que parecían salir directamente del corazón del
médico. Era la primera vez que la señora de Almenara oía algo semejante. El
doctor sacó de su bolsillo un aparato no mayor que una cajetilla de
cigarrillos, y exclamo: El "chivato" me anuncia que tengo algo
urgente en la unidad de demenciados Montserrat Castell le aconsejará cómo debe
vestirse. Espérela usted aquí mismo. Ella vendrá en seguida a buscarla y la
guiará en sus primeros pasos. Yo tengo que retirarme. Le deseo, señora, que su
estancia le resulte lo menos penosa posible. Hizo Ruipérez una breve
inclinación de cabeza e inició un ademán de retirarse. Alice Gould le detuvo
con voz suplicante: Este se volvió impaciente:
—¿Desea usted algo?
Sí. Quiero saber cuándo
regresa don Samuel Alvar, director de este Sanatorio. ¿Dentro de cinco semanas
más o menos. Ayer inició sus vacaciones ("¡Que extraño!
—pensó Alice Gould
—. ¡Qué extraño y qué
contrariedad!" Mas no expresó con palabras sus pensamientos). Quedóse
mirando largamente la puerta que acababa de cerrarse. Extrajo de su bolso unos
cigarrillos y un encendedor de oro blanco. Encendió uno y expelió el humo a
pequeñas bocanadas. No había razón alguna para desazonarse. Muy por el
contrario, tenía hartos motivos para considerarse satisfecha. No cometió ningún
error ante el director suplente. Sus respuestas y su actitud fueron las
convenidas y previstas de antemano. Ella estaba allí en misión profesional, con
el propósito específico de investigar un crimen, y el hecho de que no creyeran
que era detective favorecía sus planes, ya que si alguna vez la descubrían
hurgando, preguntando o anotando, atribuirían ésta actitud a sus delirios, sin
pensar que real y verdaderamente estuviese haciendo averiguaciones para
esclarecer un asesinato. Lo que más le angustiaba era el escenario siniestro en
el que había de representar su farsa. Ella era incapaz de soportar la visión
del dolor humano. No era valiente en presencia del sufrimiento ajeno. Con todo,
a partir de ahora tendría que moverse entre multitud de seres cuyas úlceras no
estaban en la piel o en las entrañas, sino en la mente: individuos llagados en
el espíritu, tarados del alma. De todas sus investigaciones ésta iba a ser la
más ingrata, porque habría que hundir los brazos hasta los codos en heces
vivas, en detritus de humanidad. Dos puertas comunicaban el despacho del doctor
Ruipérez con el establecimiento. La primera, situada casi a la espalda del
escritorio, daba a la zona antigua (comunicada a su vez con la salida) por
donde ella penetro en los dominios del médico; la segunda, frente al
escritorio, daba, sin duda, a las dependencias interiores. El médico la había
señalado con un ademán, al decir: "Apenas cruce esa puerta entrará usted
en un mundo que no va a serle grato." Alice Gould la miraba con respetuoso
temor. Ya habían transcurrido varios minutos desde que el doctor Ruipérez le rogó
que esperase unos instantes, pues iba a avisar a la persona que la introduciría
en aquel mundo: una mujer llamada Montserrat Castell, una loquera
probablemente. La mujer tardaba y la ansiedad de Alice Gould crecía. Ya no
deseaba que se abriese esa puerta que daba al infierno. Si estuviese en su mano
huiría antes de cruzar el umbral de aquella casa de locos. Mas ya no era
posible huir. Su suerte estaba echada. Al cabo de un tiempo oyó introducir una
llave en la cerradura. Alguien hurgaba desdé fuera sin acertar a abrir. Alice
Gould se puso en pie sobresaltada. Cesaron los ruidos y unos pasos se alejaron
por la galería. "¿Por qué esos sustos, Alice?
—se dijo a sí misma
—. No tienes derecho a
perder tu aplomo y tener miedo. Tú y sólo tú eres responsable del incendio que
has provocado. Estás aquí voluntariamente, no lo olvides. Nadie te ha obligado
a venir. Has aceptado el compromiso de realizar la investigación de un crimen
en un manicomio, y has cobrado una fuerte suma por ello. Apechuga ahora con las
consecuencias. Y sé valiente." Oyó de nuevo pasos en la galería. Por
segunda vez escuchó el ruido metálico del hierro, machihembrándose en la
hendidura. Cuando la hoja de la puerta comenzó a moverse, Alice ahogó un grito.
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