UNA LINDA MUCHACHA
deportiva mente vestida con unos pantalones vaqueros, una alegre blusa de colores y una
chaqueta de lana sin abrochar, asomó entre las jambas. Para Alice fue como la aparición de un ángel,
pues había imaginado la llegada de una bruja robusta y desgreñada, vestida con bata
blanca y enarbolando una camisa de fuerza.
—Soy Montserrat —dijo
jovialmente la recién venida. Y al punto añadió
—: ¡Uf! ¡Qué señora tan distinguida!
Es usted una joven muy bonita
— comentó Alice con voz débil, devolviendo el cumplido
— . ¿Es realmente Montserrat?
¿Montserrat Castell?
—La misma. ¿por qué me lo
pregunta con tanta alegría?
—Porque la imaginaba a usted
muy distinta.
—Cuénteme cómo me imaginaba.
—Fea, gorda, baja y fuerte
como un toro: capaz de dominar, si llegara el caso, a un loco furioso. Montserrat
rió de buena gana.
—No soy bonita —exclamó sin
dejar de reír
— , pero tampoco el carcamal
que usted imaginaba.
En cambio, ha acertado usted
en lo de creerme capaz de dominar a un hombre. En efecto, soy
capaz. He tomado clases de
judo.
—¡No es posible!
—palmoteo Alice Gould.
—¿Tanto la sorprende?
—No me sorprende. Me alegra.
¡Porque yo las he dado también! ¡Soy cinturón azul!
—¿Usted...?
—¿Se sorprende?
—Me ocurre lo que a usted: me
alegro. ¡Así podremos practicar! Aunque yo soy de muy inferior categoría. Rompieron
ambas a reír con la mayor jovialidad del mundo. Una clara corriente de simpatía
fluía en ambas direcciones entre las
dos.
—Y dígame, Montserrat, ¿cuál
es la misión que desempeña en esta casa?
—En seguida lo verá. Venga
usted conmigo y le contaré mis secretos. Cruzaron el umbral de la
puerta por la que Alice sentía
tanta prevención, y penetraron en un pasillo, largo y estrecho,
bordeado a uno y otro flanco
por módulos acristalados y al que llegaban, como afluentes al río
principal, otros corredores,
No se oía otro ruido que el tecleo monótono de una máquina de
escribir. Al fondo del pasaje,
un portaron de acero, de mayor envergadura y consistencia, cubría todo el
panel. Avanzaron amistosamente agarradas del brazo, como sí se conocieran desde
siempre. Alice se detuvo.
—¿Qué puertas son éstas? Corresponden
a las oficinas.
—¿Y aquella grande, del fondo?
La llamamos "La Frontera".
Ahora estamos en la "aduana". ¡De todo hablaremos en su momento! Mire:
éste es mi despacho. Pase usted. Es pequeño, pero confortable. Era una
habitación muy modesta. El presupuesto del sanatorio no daba para más. Con todo
se veía la mano de una persona delicada, en pequeños detalles, como flores,
aunque estuviesen colocadas en un vaso de beber; fotografías artísticas
haciendo las veces de cuadros; el buen orden de cada objeto y la absoluta
limpieza. Encima de la mesa, un pequeño crucifijo de hueso que imitaba marfil,
y, en el suelo, la maleta, el neceser y un saco de mano
—todo haciendo juego— que
había traído
Consigo al sanatorio Alice
Gould. Tras un pequeño biombo, un lavabo y un espejo.
Tomó Alice asiento en el
sillón de una minúscula salita y Montserrat se dejó caer de espaldas
sobre el frontero, levantando,
al hacerlo, los pies hacia el techo.
—A usted no la han sometido
"todavía" a ningún tratamiento, ¿verdad?
—No. "Todavía", no.
—Entonces haremos una pequeña
picardía.
Se incorporó con tanta
agilidad como se había sentado, levantando para tomar impulso las
piernas al aire; entrecerró
sigilosamente la puerta y extrajo de un armario una botella de jerez y dos
copas.
—¿Está usted segura —preguntó
Alice— de que está permitido beber?
—Puede que cuando le hagan el
tratamiento se lo prohíban. Entretanto, ¡aprovechémonos! Llenó ambas copas.
—Chin, chin... —murmuró
Montserrat, al golpear cristal contra cristal, a modo de brindis.
—Chin, chin.. —repitió Alice
maquinalmente. Y en seguida, con añoranza:
—A mi padre, que era inglés,
le entusiasmaba el jerez. ¡Lo que ignoraba es que también les
gustara a los españoles!
—¿Es usted hija de ingleses?
—Ya hablaremos de mí
—respondió Alice
—. Ahora ardo en deseos de
saber qué hace aquí mi equipaje y cuál es la misión, en qué trabaja y en qué se
ocupa una muchacha tan agradable y tan simpática como usted.
—Se lo diré: yo ingresé aquí
como asistenta social, hace ocho años... Alice Gould la interrumpió
asombrada.
—¿Ocho años dice? Sería usted
una niña...
—No lo crea. Tengo treinta.
—¡Yo no le hacía más de
veinte!
Rió Montserrat con la
jovialidad que solía. No era la suya una risa fingida ni simplemente cortés. Le
manaba espontáneamente del alma, como el agua que rebosa de un manantial.
—Bien, prosigo —dijo
Montserrat— Años después se necesitó un monitor de gimnasia, y gané,
por concurso, el puesto de
monitor. Más tarde se creó una plaza de psicólogo. Para preparar los tests,
estudié a fondo... ¡y la plaza de psicólogo fue cubierta por una psicóloga!
Esos son mis tres puestos "oficiales". Pero, además, me han encargado
otras funciones que antes dependían de múltiples
personas que, según dicen, no siempre actuaban con acierto. Y una de esas
funciones es la que estoy realizando ahora con usted: ayudarla a dar los primeros
pasos, informarla de las costumbres obligadas del sanatorio y... siempre que
usted me lo permita, aconsejarla.
—No sólo se lo permito,
Montserrat: se lo ruego...
—¿Puedo entonces comenzar mis
clases?
Bebió Alice un sorbo de jerez,
asintió con la cabeza y mostró la mayor atención.
—No sólo ha de cambiarse de
ropa, como le ha sugerido el doctor, sino también de nombre.
Llámese Alicia simplemente: el
apellido ni lo mencione. Para las gentes que va usted a tratar,
hasta una fonética extranjera
marca un signo de excesiva "diferenciación". Y ya está usted más
que diferenciada con su
estatura, sus rasgos faciales tan perfectos, su distinción natural y su
clara inteligencia, para
"además" llamarse o vestirse de un modo distinto a como ellos
acostumbran a oír o a ver.
—La diferencia que me separa
de los otros residentes es más profunda que la fonética de un
nombre o una manera de vestir
—comentó Alice, pronunciando cada palabra con intencionada
lentitud. Y humedeció de nuevo
los labios en el jerez, bien que apenas lo sorbió.
Sin mirarla directamente a los
ojos, y a sabiendas de cuál sería la respuesta, Montserrat
preguntó:
—¿A qué diferencia se refiere
usted?
—Muy sencillo. Ellos están
enfermos. Y yo, no.
Montserrat no hizo comentario
alguno. ¡Cuántas veces a lo largo de los años había escuchado la misma
cantinela! Pero no era lo mismo oírla de labios de un ser cuyos rasgos
—o cuyos ojos denunciaban a las claras su
deformidad mental, que de los de esta mujer cuyas ideas y cuyos sentimientos
parecían tan bien ordenados y equilibrados como sus movimientos, o como la armonía de los tonos del bolso, los zapatos,
el vestido y el equipaje.
—Dentro de unos minutos vivirá
usted tres experiencias: una, por cierto, muy entretenida; las
otras, no.
—Comencemos por la peor.
—Después de que escojamos la
ropa que más le conviene, y ya se haya vestido con ella, habrá
usted de entregar (contra
recibo y un inventario) todos los enseres que tenga encima, la ropa
que lleva puesta y. su dinero.
Todo —insistió con énfasis
—: el reloj, el encendedor, el
anillo, el broche. En la celda no podrá usted tener nada personal.
—¿Ni algodón?
—Ni algodón.
—¿Ni cigarrillos?
—Ni cigarrillos. De día puede
usted fumar, pidiéndoselo al vigilante de turno. De noche, no.
Todos sus enseres serán
precintados y almacenados, en tanto esté usted en "observación". Y se
los devolverán al salir, cuando esté curada o, simplemente, cuando consideren
que no. significan un peligro para usted o para los demás.
—Ya le dije que no estoy
enferma —insistió Alice—: estoy secuestrada. Soy víctima de un
secuestro legal.
Apenas lo hubo dicho tomó la
copa de jerez en sus manos. Continente y contenido temblaban
entre sus dedos.
—La experiencia
"entretenida"
—continuó Montserrat haciendo oídos sordos a
la declaración de
sanidad psíquica de la señora
de Almenara
— es el test psicológico para
medir la edad mental, la
capacidad de concentración, la
velocidad de decisión, los reflejos y otras cosas similares. Estoy
segura de que pasará la prueba
brillantísimamente. Pero no es obligatorio que sea hoy. Si se
siente usted cansada o
deprimida, puede aplazarse para otro día.
—No tengo motivos para estar
deprimida
—dijo Alice mordiendo cada
palabra
—. Pero lo cierto
es que estoy cansada. Muy
cansada.
Dio un brusco giro a su
cabeza, corrió para apartar de la frente un bucle o un pensamiento que la estorbara,
y bebióse el contenido de la copa de un solo golpe.
—¿Puedo fumar?
—¡Se lo ruego!
—¿Puedo encender... con mi
encendedor, por última vez?
—¡Por favor, Alicia!
Encendió el cigarrillo sin
poder dominar el temblor de sus labios y de sus manos; pasó la yema
del índice por cada una de sus
aristas; lo mantuvo un instante en la palma de la mano, como si
quisiese grabar en la memoria
su peso y su forma, y extendió el brazo hacia Montserrat Castell.
—Acéptemelo, se lo ruego. La
asistenta social tomó cariñosamente con ambas manos la que le
tendían y se la cerró con el
encendedor dentro.
—Nos está prohibido aceptar
regalos de los residentes. Me jugaría el puesto. Y créame —añadió con voz
amistosa
— que deseo estar cerca de
usted toda la temporada que viva aquí.
¡Entonces, tampoco lo quiero
yo!
—gritó Alice Gould. Y llena de
despecho lanzó al suelo la pieza
de oro blanco.
No tuvo tiempo de arrepentirse
ni disculparse. La puerta, que estaba sólo entrecerrada, se abrió con
brusquedad. Una sesentona de aire severo (en cierto modo semejante, si no
parecida, a como había imaginado que sería Montserrat Castell) penetró sin llamar.
Extendió la vista de un lado a otro, hasta descubrir en el suelo lo que
buscaba.
¡Recójalo! —ordenó con tono y
modales que no admitían réplica. Alice palideció más aún de lo
que parecía permitir la
blancura natural de su piel.
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