—
¿Qué tradición?
—La
de felicitarle por Navidad.
—Dígame,
señora. ¿Cuántos hijos tiene usted?
—No
tengo hijos.
—Hábleme
de su marido. ¿Es el suyo un matrimonio feliz?
—Mi
marido y yo estamos muy compenetrados. Compartimos sin un mal gesto, desde hace
dieciséis años, el tedio que nos producimos.
—¿Su
nombre es...?
—Alice
Gould: ya se lo dije.
—Me
refiero al de su esposo.
—Almenara.
Heliodoro Almenara.
—
¿Qué estudios tiene?
—El
dice que estudió unos años de Derecho. No lo creo. Es profundamente ignorante.
—
¿A qué se dedica?
—A
perder mi dinero en el póquer y a jugar al golf.
—Y
usted, señora, ¿qué estudios tiene?
—Soy
licenciada en Ciencias Químicas.
—
¿Se dedica usted a la investigación?
—Usted
lo ha dicho, doctor. Pero no a la investigación científica, sino a otra muy
distinta: soy detective diplomado.
—
¡Ah! —exclamó con simulada sorpresa el médico
—.
¡Qué profesión más fascinante!
Pero
lo que verdaderamente pensaba es que no había tardado mucho la señora de
Almenara en declarar uno de sus delirios: creerse lo que no era. Pretendió
ahondar algo en este tema.
—Realmente
fascinante... —insistió el doctor.
—En
efecto: lo es —confirmó Alice Gould con energía y complacencia.
—Dígame
algo de su profesión.
—
¡Ah, doctor! Su pregunta es tan amplia como si yo le pidiera que me hablara
usted de la Medicina...
—Reláteme
alguna experiencia suya en el campo de la investigación privada. Seguramente serán
muchas y del máximo interés.
—Cierto,
doctor. Son muchas e interesantísimas. Pero todas están incursas en el secreto profesional.
El
doctor se reclinó hacia atrás en su sillón, y colocó sus manos debajo de la
nuca; postura que, al entender de Alice, era más propia de un balneario para
tostarse al sol que del lugar en que se hallaban. Así, a primera vista, no le
pareció un hombre de peso. Más que un científico lo juzgó un fantoche. Sus
calcetines verdes se le antojaron horrendos.
—Tengo
verdadera curiosidad
—dijo
el médico mirando al techo
—
de saber cómo se decidió a profesionalizarse en un campo tan poco usual en las
mujeres.
—Muy
sencillo, doctor. Yo soy muy británica. No tengo hijos. Odio el ocio. En
Londres, las damas sin ocupación se dedican a escribir cartas a los periódicos
acerca de las ceremonias mortuorias de los malayos o a recolectar fondos para
dar escuelas a los niños patagones. Yo necesitaba ocuparme en algo más directo
e inmediato; en algo que fuera útil a la sociedad que me rodeaba, y me dediqué
a combatir una lacra: la delincuencia; del mismo modo que usted combate otra
lacra: la enfermedad.
—Dígame,
señora de Almenara, ¿trabaja usted en su casa o tiene un despacho propio en
otro lugar?
—Tengo
oficina propia y estoy asociada con otros detectives diplomados que trabajan a
mis órdenes.
—¿Dónde
está situada exactamente su oficina?
—Calle
Caldanera, 8, duplicado; escalera B, piso sexto, apartamento 18, Madrid.
—¿Conoce
su marido el despacho donde usted trabaja?
—No.
—¡Es
asombroso!
Alice
Gould le miró dulcemente a los ojos.
—¿Puedo
hacerle una pregunta, doctor?
—¡Hágala!
—¿Conoce
su señora este despacho?
El
médico se esforzó en no perder su compostura.
—Ciertamente,
no.
—¡Es
asombroso! —concluyó Alice Gould, sin extremar demasiado su acento triunfal.
—Este
lugar —comentó el doctor Ruipérez
—
ha de estar obligadamente rodeado de discreción.
El
respeto que debemos a los pacientes... La detective no le dejó concluir.
—No
se esfuerce, doctor. También yo he de estar rodeada de discreción por el
respeto que debo
a
mis clientes. Nuestras actividades se parecen en esto y en estar amparadas las
dos por el secreto profesional.
—Bien,
señora. Quedamos en qué su marido no conoce su despacho.
Pero
¿sabe, al menos, a qué se dedica usted?
—No.
No lo sabe.
—¿Usted
se lo ha ocultado?
—De
ningún modo. El no lo sabe porque se empeña en no saberlo. Por ésta y otras
razones, creo sinceramente que es un débil mental.
—Muy
interesante, muy interesante... Guardó silencio el médico al tiempo de encender
un cigarrillo y anotar en su cuaderno: "Considera a sus progenitores seres
excepcionales de los que ha heredado su talento. Ella misma es admirada por un
ser superior, como su padre. Todo lo demás es inferior." Posó sus ojos en
ella.
—¿Conoce
usted, señora, con exactitud las razones por las que se encuentra aquí?
—Sí, doctor. Estoy legalmente secuestrada.
—¿Por
quién? —Por mi marido.
—¿Es
cierto que intentó usted por tres veces envenenar a su esposo?
—Es
falso.
—¿No reconoció usted ante el juez haberlo
intentado?
—Le informaron a usted muy mal, doctor. No
estoy aquí por sentencia judicial. Fui acusada de esa necedad no ante un
tribunal sino ante un médico incompetente. Jamás acepté ante el doctor Donadío
haber hecho lo que no hice. Del mismo modo que nunca confesaré estar enferma,
sino "legalmente secuestrada".
—¿Fue usted misma quien preparó los venenos?
—Es
usted tenaz, doctor. De haberlo querido hacer, tampoco hubiera podido. Pues lo
ignoro todo acerca de los venenos.
—¡Realmente
extraño en una licenciada en Químicas!
—Doctor,
no sería imposible que durante mi estancia aquí tuvieran que operarme de los
ovarios.
¿Sería
usted mismo quien me interviniese?
—Imposible,
señora. Yo no entiendo de eso.
—¿No
entiende usted? ¡Realmente extraño en un doctor en Medicina!
—Mi
especialización médica es otra, señora mía.
—Señor
mío: mi especialización química es otra también.
Rió
la nueva reclusa, sin extremarse, y el doctor se vio forzado a imitarla, pues
lo cierto es que lo había dejado sin habla. De tonta no tenía nada. Podría ser
loca; pero estúpida, no.
—En
el informe que he leído acerca de su personalidad —comentó Teodoro Ruipérez— se
dice que es usted muy inteligente. Alice sonrió con sarcasmo, no exento de
vanidad.
—Le
aseguro, doctor, que es un defecto involuntario.
—La
palabra exacta del informe es que posee una poderosa inteligencia —insistió
halagador.
—El
doctor Donadío exagera. Le merecí ese juicio cuando le demostré que nunca pude
Envenenar
a mi esposo por carecer de ocasiones y de motivos. Y como le convencí de que carecía
de motivo, pero no de posibilidades, la conclusión que sacó es que yo estaba
loca, porque es propio de locos carecer de motivaciones para sus actos. ¿Usted
conoce al doctor Donadío?
—No
tengo ese honor.
—¡Lástima!
—¿Porqué?
—Porque
si le conociera comprendería al instante... que es muy poco inteligente el
pobre. El doctor Ruipérez no pudo menos de sonreír. Aquella mujer de aspecto
intelectual y superior manejaba con singular acierto el arte de la simulación,
pero ello no era óbice para que fuera declarando frase a frase el terrible mal
que la aquejaba. Cada palabra suya era una confirmación de los síndromes
paranoicos diagnosticados por el doctor Donadío. Cuando, en otras psicopatías,
el delirio del enfermo se manifiesta durante una crisis aguda, no hay nada tan
fácil para un especialista como detectarlo. Se fe descubre con la facilidad con
que se distingue a un hombre vestido de rojo caminando por la nieve; por el
contrario, cuando el delirio es crónico, hay que andarse con pies de plomo
antes de declarar o rechazar la sanidad de un enfermo. Las esquizofrenias
tienen de común con las paranoias la existencia de estos delirios de interpretación:
la deformación de la realidad exterior por una tendencia invencible, y por
supuesto morbosa, a ver las cosas como son. Pero así como en las esquizofrenias
tales transformaciones de la verdad son con frecuencia disparatadas,
incomprensibles y radicalmente absurdas, en lasparanoias, por el contrario,
suelen estar tan teñidas de lógica que forman un conjunto armónico, perfectamente
sistematizado, y tanto mejor defendido con razones, cuanto mayor es la inteligencia
natural del enfermo. Esta nueva reclusa no sólo era extraordinariamente lúcida
sino estaba persuadida de que su agudeza era muy superior a la media mental de
cuantos la rodeaban. Era importante reconstruir cuál era la "fábula delirante"
de Alice Gould, cuál la "historia" que su deformación paranoica había
forjado en su mente enferma para creerse "legalmente secuestrada". El
doctor Ruipérez prefería averiguar esto por sí mismo, y más tarde constatar sus
juicios con el diagnóstico del doctor Donadío por medio de un exhaustivo y detenido
estudio de su informe.
—Afirma
usted, señora, carecer de motivos para haber intentado envenenar a su marido.
—En
efecto. Nadie tiene motivos para destruir un espléndido objeto ornamental. Mi
decepción,
respecto
a la vacuidad de su carácter, no puede obcecarme hasta el punto de negar que su
exterior es asombrosamente perfecto. Créame que me siento orgullosa cuando leo
en los ojos de otras mujeres un punto de admiración hacia su espléndida belleza.
¡Cierto que experimento la misma vanidad cuando alguien en el hipódromo elogia
la armonía de líneas del caballo preferido de mis cuadras! ¡Y no se me ocurre
por ello matar a mi caballo! Alice Gould se interrumpió. Una sombra pasó por
sus ojos.
—Una
mañana ese caballo me coceó. Si sus cascos no hubiesen tropezado en una de las
barras transversales de la caballeriza me hubiera matado, sin lugar a dudas.
Aquello me afectó mucho. No podía entender cómo un animal al que yo había
criado y al que consideraba tan noble, y al que admiraba tanto, sintiese
aquella inquina hacia mí. Es la misma sensación de estupor y de dolor que
experimento ahora al comprobar la perversidad de mi marido al pretender
envenenarme primero y conseguir secuestrarme después.
—¿Su
esposo pretendió envenenarla?
—Sí,
doctor. Fue á raíz de la reducción que impuse a sus gastos. No me importaba
facilitarle dinero, para que lo invirtiese en valores productivos o montase un
negocio, pero llegó un momento en que no toleré más sus pérdidas de póquer.
Estaba enviciado en el juego, y ya le he dicho que es muy poco inteligente: dos
combinaciones altamente positivas para arruinarse y arruinarme.
—Dígame:
¿cómo fue ese intento de envenenarla?
—Hacía grandes elogios del plato que estábamos
comiendo. El insistía, mirándome muy fijamente, que comiera más y que no me
preocupase tanto por conservar la línea. Yo, súbitamente, me acordé de la
ingratitud de mi caballo y lo comprendí todo; con un pretexto me ausenté del
comedor, bebí un vaso de agua caliente que me sirvió de vomitivo y devolví la
carne envenenada. El nunca supo que tomé esa precaución; no hizo más que
preguntarme durante la sobremesa si me encontraba bien (leyendo yo en sus ojos
que lo que deseaba era que me encontrase mal), con lo que confirmé que había
intentado envenenarme.
—Afortunadamente no lo consiguió
—murmuró
el doctor.
—Al
no conseguirlo
—continuó
Alice Gould
—
varió de táctica. Introdujo veneno entre sus medicinas y, con el mayor secreto,
las hizo analizar a un médico amigo suyo. Este, de buena fe, llegó a la
conclusión de que era yo quien pretendía eliminar a Heliodoro, y aconsejó a mi
marido que me sometiese a la observación de un psiquiatra, que es exactamente
la respuesta que Heliodoro quería escuchar. Entre esto, la ignorancia del
doctor Donadío y una muy defectuosa legislación respecto a la reclusión de
enfermos en los sanatorios psiquiátricos, mi secuestro legal pudo ser
consumado.
—Y
dígame, señora de Almenara, ¿qué motivos tendría su marido para hacer esto?
—Está
muy claro, doctor: al eliminarme se convierte en el administrador legal de mi
fortuna y da un paso muy importante para declararme prodiga e impedir que pueda
disponer libremente de mis bienes: ¡sus deudas de póquer ya están aseguradas!
Ruipérez anotó en un papel: "fábula delirante perfectamente urdida y
razonada" Conclusión provisional: "paranoica pura")
.—Antes
de concluir, señora de Almenara, ya que le están esperando para realizar algunos
trámites previos a su ingreso, quisiera expresarle una perplejidad. Es evidente
que está usted dotada de una clara inteligencia y que posee además una
especialización profesional que la habilita para descubrir las argucias, las
trampas, los engaños con que se enmascaran los delincuentes. De otra parte
tenemos un delincuente, su marido, de mediocre inteligencia y de espíritu poco
cultivado.
¿Cómo
es posible que en esta lucha entablada entre ambos el inferior haya logrado
imponerse al superior? Alice Gould se sonrojó visiblemente. Con todo, su
contestación fue fulminante: Le responderé con otra pregunta, doctor:
¿eran
Anás y Caifás superiores a Cristo? El médico no supo qué decir. La réplica de
la mujer le cogió por sorpresa.
...
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