lunes, 30 de abril de 2018

"B" LA CATALANA ENIGMÁTICA(III)


La funcionaría, al oír a Alice, tuvo una asociación de ideas, y rogó a ésta que acercara su cabeza. La palpó cuidadosamente y extrajo de su pelo una, dos, hasta diez horquillas. Las contó, las anotó y las guardó. El cabello cuidadosamente recogido cayó, lacio, sobre la nuca.
—¿A todos los que entran aquí los desvalijan de esta manera?
 —protestó Alicia. Montserrat prefirió callar. ¿No serían excesivas las precauciones que tomaban con esta señora? Se guardó muy bien de confesar que el médico había dado instrucciones de que se comprobase que no había algún objeto extraño en las cremas, los tarros, los frascos. Hasta ordenó que se desmenuzase el jabón de tocador. Y que se la privase de la posesión de todo objeto punzante. Pero se abstuvo de informar a la nueva paciente de que un cateo tan exhaustivo era excepcional. Y, como no le gustaba mentir, optó por guardar silencio. La señora de Almenara se puso en pie.
 —¿Qué he de hacer ahora? —Espéreme en mi despacho —rogó Montserrat. Cuando regresó, tras unas diligencias, Alice Gould, señora de Almenara
—definitivamente Alicia desde entonces
— se contemplaba llorando ante el espejo. A la propia Montserrat Castell se le saltaron las lágrimas. En media hora escasa, la dama se había transformado en pordiosera; su elegante atuendo, en un hato de harapos; su cuidado cabello, en greñas; su aspecto había envejecido en diez años; y, al aproximarse a ella, por carecer de tacones, la descubrió más baja. Si esta mutación se había producido en pocos minutos, ¿qué no sería dentro de dos, diez, veinte años? Cerró Montserrat los ojos para que no se borrara de su memoria, antes que fuera tarde, el recuerdo de la mujer grácil y armoniosa que le sorprendió por su elegante apostura cuando fue a buscarla al despacho del doctor Ruipérez, y se aproximó a la ruina que la había reemplazado.
Alicia—murmuró—, tenemos ya permiso para entrar. Los reclusos han concluido de comer y se disponen a acostarse. Usted y yo iremos  al comedor. Cenaré con usted y más tarde la acompañaré a su celda, que es individual, por ser de pago.
—No tengo apetito para cenar.
—Tenemos que cumplir el reglamento. ¿Vamos? Junto a la puerta de metal que culminaba el pasillo, había un enfermero, descorrió dos cerrojos y empujó el pesado armatoste.
—Esta es Alicia, la nueva reclusa. —Ya sé, ya sé...
 —Buenas noches —dijo Alicia cortésmente; pero el hombre no le respondió. La sala era inmensa y estaba repleta de múltiples mesas y sillas, Sobre las primeras, ceniceros llenos de colillas, y en algunas, juegos de damas, parchís, dados y ajedrez. Se notaba que la gran sala
—o enorme galería
— había estado ocupada pocos momentos antes. También había un asiento corrido de cemento que bordeaba
—como un zócalo
— casi toda la habitación y una cristalera
 —ahora cerrada
— que daba al parque. El techo era muy alto. A una distancia desproporcionada del suelo estaban las ventanas (Alicia las contó: dos, tres, seis...) enrejadas y cubiertas, además, por una telilla metálica.
Antes —explicó Montserrat—, todas las ventanas estaban enrejadas. Ya no. Estas que ahora vemos son las únicas supervivientes. Hoy los maní..., los hospitales psiquiátricos, están mucho más humanizados. Nuestro actual director ha hecho una gran labor en ese sentido.
—¿El doctor Alvar? Si ¿Le conoce usted? Nos conocemos... indirectamente. A través de un amigo común.
—¿Esta sala en que estamos
 —comentó Montserrat
— la llaman "De los Desamparados".
—¿Por qué?
Montserrat se limitó a decir:
—Mañana lo comprenderá usted mejor.
Tras varias galerías —todas grandes, todas altas
— llegaron al comedor. Aquel edificio —todo lo
contrario de una casa de muñecas
— parecía construido para gigantes. En el refectorio, muchas
mesas —de treinta o cuarenta cubiertos casi todas,
— de las cuales sólo una estaba ocupada por
un inmenso hombretón, de cara desvaída y cabeza des proporcionadamente pequeña para su cuerpo, al que una enfermera daba de comer, llevándole la cuchara a la boca, como a un niño.
Alicia y Montserrat se sentaron alejadas de él.
—¿Está paralítico? —preguntó Alicia.
—No. Es un demenciado profundo. No es ciego, pero no ve; no es sordo, pero no oye. Tampoco
sabe hablar ni andar. Su cerebro está sin conectar. Es como una lámpara desenchufada.
—¿Y siempre ha sido así?
—No. Se ha ido degradando lenta, progresiva, irreversiblemente.
—¿Es peligroso?
—¡En absoluto! Si lo fuese, estaría en lo que algunos llaman, ¡muy cruelmente!, la jaula de los
leones.
—¿Qué significa eso?
—La unidad en la que residen los más deteriorados.
Comieron en silencio un guiso de patatas cocidas con algunos trozos, pocos, de pescado, excesivamente aliñado todo ello con azafrán. El alimento estaba tan amarillo por la especia, que
parecía de oro. De postre, dos manzanas.
A media comida, concluyó la del otro comensal. La enfermera, con alguna dificultad, logró ponerle en pie, alzándole por las axilas. Retiró la silla que había tras él, y se fue, llevándose el
plato. El hombre quedó de pie, inmóvil, los brazos separados, los hombros encogidos, en la misma postura que le habían dejado, tal como si siguiesen alzándole por los sobacos.
—¿Se va a quedar solo? —preguntó Alicia.
—No. En seguida vendrán dos enfermeros a desnudarle y acostarle. Le llamamos "el Hombre de Cera" porque mantiene la postura en que le colocan los demás. Y no la cambia jamás ni puede
cambiarla.
—¿Aunque hubiese un incendio?
—¡Aunque lo hubiese!
—¿Cómo se llama ese mal?
—Es una variante de la catatonía.
—¿Sufre mucho?
—No; no sufre. Hubo una pausa.
—¿Y usted, Alicia? ¿Sufre usted?
—Yo estoy resignada.
—Cuando usted quiera, la acompaño a su cuarto.
Penetraron en una nave tan grande como las acostumbradas. Una mujer —que no era Conrada,
aunque se asemejaba a ella— sentada en una silla, junto a la puerta, hacía de cancerbero de
aquel recinto.
—Esta es Alicia, la nueva. Como hoy es su primera noche, le voy a hacer un poco de compañía
—explicó Montserrat.
—Está prohibido.
—Ya sé, ya sé...
—Vaya con ella, pero que conste que está prohibido.
—Gracias —murmuró Alicia.
La guardiana simuló no haber oído y se cruzó de brazos.
El gran pabellón estaba dividido en dos bloques desiguales, por un pasillo. Según se avanzaba,
el bloque de la izquierda —que ocupaba un quinto del gran pabellón— correspondía a las
habitaciones individuales; y el de la derecha, que ocupaba los otros cuatro quintos, al dormitorio colectivo de mujeres. Eran cuadrículas pequeñas y sin techo dentro del gran pabellón, del mismo
modo que las celdillas de las abejas abiertas en el conjunto de un panal. Pronto supo Alicia que no era el único dormitorio. Allí sólo dormían las tranquilas. Tanto la pared del pasillo que daba a
la pieza colectiva como la que bordeaba los cuartos de una sola cama, estaban agujereadas por ventanucos sin cristal, de modo que la guardiana de noche pudiese observar lo que ocurría, lo
mismo en el interior del bloque multitudinario como en el de las celdas privadas. De aquél llegaban murmullos, risas contenidas, cuchicheos apagados. Las reclusas debían de estar
acostadas, mas no dormidas.
—Esos son los servicios y los lavabos —explicó Montserrat, señalando unas puertas lejanas—.
Más para ir a ellos, de noche, hay que pedir permiso a Roberta, la vigilante nocturna.
Sobre la cama de Alicia había un camisón de tela blanca, de mangas cortas, sin lazos ni botones.
—¿No puedo limpiarme los dientes?
—Mañana le darán todo lo necesario.
—¿Ni cepillarme el pelo? Montserrat negó con la cabeza.
—¿Ni ponerme una crema hidratante en la cara?
Nueva negativa.
—A mi edad, si no se cuida la piel se reseca en seguida, y se agrieta y llena de arrugas.
—No faltarán ocasiones en que yo pueda hacer alguna trampa para usted... como la del jerez de hoy. Más por ahora le conviene cumplir el reglamento lo más estrictamente posible. Y no
distinguirse en nada de las demás. Dígame, Alicia, ¿quiere que me quede un rato mientras se acuesta?
Alicia movió afirmativamente la cabeza.
—Mañana —explicó Montserrat mientras aquélla se desnudaba— en cuanto suene el timbre va usted a los servicios. Roberta le asignará un lavabo y un casillero para sus cosas de tocador.
Muy pocas, ¿sabe? Un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un jabón y un peine. En treinta minutos todos deben estar vestidos. Después cada uno arreglará su cuarto, hará las camas y
fregará un trozo de pasillo. La limpieza es la norma de esta casa. ¡Hace sólo quince años esta nave parecía una porqueriza o un corral de gallinas! Y ahora, ya ve usted, está más limpia que los chorros del oro. Tenemos un gran director. Hay un recreo de media hora antes del desayuno
—prosiguió— en el que se reúnen los inquilinos del pabellón de hombres y de este de mujeres.
¡Después... más de doce se enamorarán de usted!
Alicia la interrumpió.
—¡Montserrat! ¡Mi cuarto no tiene techo!
—Es una medida de prudencia, para el caso de que las puertas quedasen bloqueadas por dentro. Y no olvide que muchos padecen claustrofobia.
Metióse Alicia en la cama y la Castell sentóse en su borde.
—¿Por qué es usted tan buena conmigo? No esperó a que le contestasen.
—¡Odio que me compadezcan! No soy digna de compasión, puesto que no estoy enferma.
Pronto todos lo comprenderán, y saldré de aquí; pero hoy, ahora, tengo miedo. No quiero que
apaguen la luz. Dígale a la hermana de Conrada que no la apaguen...
—¿Cómo sabe que la guardiana de noche es hermana de Conrada?
—Usted me lo dijo antes.
—No. No se lo dije.
—Lo habré adivinado —comentó Alicia. Y siguió hablando entrecortadamente, como si jadeara.
La tensión emocional se reflejaba en su rostro—. ¡Dígale que no apague la luz, y que no asome
su horrible cabeza por ese agujero que hay en la pared! Se me paralizaría el corazón. Déme la
mano, Montse. Ha sido usted muy buena conmigo. No se marche hasta que me haya dormido.
Gracias, gracias, que Dios se lo
pague. Apriéteme fuerte la mano y no se vaya. Estoy muy cansada...

Minutos después las luces fueron apagándose, manteniéndose sólo encendidas las que bordeaban el inmenso pabellón, de modo que la celda quedó en una vaga penumbra. Las voces, risas y toses del dormitorio común fueron también cediendo. Cuando la consideró dormida, Montserrat despegó suavemente los dedos de Alicia que oprimían su mano; la besó en la frente, y se fue. Los quehaceres de la jornada no habían concluido para ella. Pero Alicia no dormía. Súbitamente, la cabeza de la hermana de Conrada asomó por la ventana abierta sobre su celda. Alicia, que no se esperaba esta aparición, no pudo evitar un sobresalto y dio un grito. Al instante, en el dormitorio común se oyó un alarido —provocado, según supo después, por su propio grito—; al alarido siguió un llanto quejumbroso; al llanto, un clamor horrísono y espantable, como el aullido de un lobo. Y a poco se organizó una algarabía de lamentos, ayes y voces, en el que participaron casi todas, por no decir todas, sus vecinas de pabellón, y que llenó de pavor a la nueva reclusa. Sobre aquel estruendo, destacó como un trueno la voz de Roberta, dominando a todas: —¡A la que grite la saco a dormir al fresco, entre culebras! Cesaron los gritos, pero prosiguieron los lloros. —¡Y a la que llore, también; que sé muy bien quién es! Se aplacó el llanto, pero siguieron los gimoteos. Se oyeron los pasos secos y rápidos de la guardiana de noche y, al punto, dos sonoras bofetadas. Se hizo el silencio. A poco, la puerta de la celda de Alicia se abrió y entró Roberta con la palma de la mano extendida y amenazadora. "La nueva" —como la llamarían durante muchos días— se irguió en la cama y la contempló con tal autoridad que la mano de la guardiana de noche se distendió: "¡Atrévase!", parecía expresar Alicia, sin pronunciar palabra. —¡Estúpida! —se limitó Roberta a decir. Alicia se deslizó entre las sábanas y cerró los ojos. El corazón le batía en el pecho. Pensó que aquella noche le sería imposible conciliar el sueño. ¿Cuántas locas habría allí, en el dormitorio común? ¿Cómo serían? ¿Qué edades tendrían? ¿Cuáles las malformaciones de sus mentes? Pero también había oído gritos del lado de acá; en las celdas individuales que eran —según supo después— unas de pago, y otras para enfermas características: las llamadas "sucias", que se excrementaban al dormir; las que no podían valerse por sí mismas, las sonámbulas, las epilépticas y las que añadían a su cuadro clínico la condición de lesbianas. Entre aquel mundo, sumado al de los hombres, que pernoctaban en otros pabellones, habría de descubrir un asesino, autor material de un crimen, o bien a su inductor; o, por ventura, a ambos. Alicia deseaba dormir para estar lúcida y despejada a la mañana siguiente. Mas entre el querer y el poder media un abismo. Estaba físicamente cansada, pero su mente no cesaba un punto de maquinar y ese galán esquivo que era el descanso parecía haber renunciado definitivamente a visitarla. Cuando al fin consiguió adormecerse tuvo un sueño tan profundo cuanto parlanchín y desasosegado. Soñó que un león la trasladaba entre sus poderosas mandíbulas hacia un lugar incógnito, sin herirla ni siquiera dañarla. El león penetró en una cueva tenebrosa cuya luz se iba apagando a medida que profundizaba en ella. Cuando la oscuridad fue total, dejó de tener conciencia de sí misma.


                                               ....

No hay comentarios.: