jueves, 7 de junio de 2018

LL EL DIAGNOSTICO DEL DIRECTOR II

—¿Por ejemplo? —En el test de las palabras inductoras de Jung. La lista de tales palabras la hice yo mismo. Buscaba afanosamente una respuesta esquizofrénica (que en el caso de esa señora no podría ser más que la paranoide) y no la hallé. Perdóname, Samuel, si me vanaglorio de aquella antigua iniciativa mía de que los tests se archivasen no por "individuos", como antes, sino por grupos de enfermedades diagnosticadas y confirmadas. Pues bien: he comparado sus respuestas a las manchas de Rorschard, tanto como las estadísticas aportadas por el mismo, cuanto con las de este hospital. Y no hay un solo esquizofrénico en la casa que coincida con las interpretaciones de la Almenara. Lo mismo acontece con los dibujos de un espacio abierto y uno cerrado que la psicóloga le ordenó hacer: no son simbólicos ni abstractos, amanerados o extravagantes, sino la expresión gráfica y un tanto ingenua de dos recuerdos triviales. "En consecuencia: su encuadramiento psicosociológico es el de una burguesa de clase media elevada, de costumbres sanas, muy inteligente y que siente una profunda aversión por las mentes cuadradas, los espíritus mezquinos y los obsesos intelectuales. Samuel Alvar le interrumpió: —Háblame de su conducta. —No ha dado motivo de queja desde que ingresó. —¡Me parece que exageras, César! ¿Cómo puede decirse que no ha dado motivo de queja una mujer con antecedentes de envenenadora que a la quinta semana de internamiento ya dio muerte a un hombre? —¡La muerte del "Gnomo" fue un accidente! ¡Hubo un testigo en cuyo testimonio siempre has fiado! —protestó con énfasis el doctor Arellano. —¡Hubo una muerte, César! El testimonio del "Hortelano" sólo me sirve para saber que ella, en efecto, fue atacada. Más no se defendió de cualquier modo. ¡Se defendió matando! ¿Sigues no considerándola peligrosa? —Sabemos muy bien que fue un accidente —insistió el interpelado—. De no haber sido por la deformación de su columna vertebral, el hombre que la atacó estaría ahora jugando a los bolos, y no bajo tierra. —Ella sabía muy bien cuál era la malformación física de aquel individuo... ¡y le partió la columna! Esa mujer —prosiguió el director— será dócil en tanto en cuanto nadie la humille, la contradiga o la ofenda. Representa un peligro potencial para los demás enfermos y para sus cuidadores, mayor que el de Teresiña Carballeira el día que ingresó. —¡Estás exagerando! —¡No estoy exagerando! La Carballeira padecía un acceso de locura, es decir, una crisis pasajera capaz de ser reducida. Mientras que la Almenara es una enferma crónica. Su crisis, por decirlo de un modo acientífico pero muy claro, es permanente. Ella está buscando al asesino de un anciano llamado García del Olmo. Cuando crea descubrirlo, lo denunciará. Y, en vista de que el juzgado no se lo lleva, ejercerá la justicia por su mano, del mismo modo que otro de los paranoicos de esta casa mató a tres compañeros suyos de barco por considerarlos separatistas vascos. Le sorprendió al doctor Arellano la dureza con que se expresaba Samuel Alvar. No era habitual en él cuando se trataba de diagnosticar a un paciente. No tardó en conocer los motivos de tal dureza. —¡Y no es el único acto de violencia el que ha cometido "ese espíritu exquisito" que tú has descubierto en ella! ¡En este mismo despacho se permitió el capricho de abofetear al director del hospital en que está internada! César Arellano no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. —¿Quieres decirme que Alicia Almenara te abofeteó? —Lo que estás oyendo. —¿Y cómo no fui informado yo de eso?
—Le rogué a Ruipérez que guardara la máxima discreción. —¿Conmigo también? —preguntó indignado—. ¿Qué quieres que te diga, director? ¡Me parece incorrecto que no se me haya dicho una palabra acerca de un suceso tan grave relacionado con esa mujer! Ruipérez intervino en defensa de su jefe: —En realidad, tal vez me excedí en la petición que me hizo el director. ¡Samuel no me pidió que te lo ocultara a ti! —Señores —intervino Alvar con tono pacificador—, los problemas que hemos de tratar son largos y hemos de concluir antes de que empiece la junta de médicos. Si os parece vamos a pasar la cinta de su conversación conmigo. Después de oírla, os daré mi parecer. —Estoy impaciente por escucharla —exclamó César Arellano, con la voz más calmada y procurando ocultar la doble irritación que sentía. Contra Alicia Almenara por la increíble audacia de haber agredido al director. Contra el director, por habérselo ocultado. —Te aconsejo —le sugirió el doctor Ruipérez con tono de chanza mientras pulsaba el conmutador del magnetófono— que te mantengas bien sentado durante la audición para no caerte de espaldas ante lo que vas a oír. Fue un buen consejo. César Arellano quedó profundamente deprimido y triste. Había soñado con dar, algún día, un diagnóstico favorable de esta señora tan singular, y tal esperanza se desvanecía a medida que escuchaba la insólita colección de disparates ensartados por Alice Gould en su primera entrevista con el director. Tampoco estaba de acuerdo con el modus operandi de Samuel Alvar. Su invitación a ser dócil constituía una provocación. Sus palabras — "está usted muy enferma"—, imprudentísimas y contradictorias. Había conversado con ella cual si fuese una mujer mentalmente sana. ¿Por qué entonces soltarle a bocajarro que estaba "muy enferma"? Y si realmente lo estaba, ¡no era ése el modo de conseguir la necesaria "transferencia" para ganar su confianza y sumisión! Samuel Alvar era un buen director para llevar el timón de aquella nave de ochocientos penosos pasajeros. Pero era un mal clínico. Sabía beneficiar con sus iniciativas a la masa de enfermos, pero no al individuo doliente. Su visión, puesta al servicio del conjunto, no era capaz de acertar con "la" persona. Le faltaba práctica en el trato directo de los psicóticos, y, por ende, experiencia. "¡Muy mal, muy mal, Samuel Alvar!", se decía Arellano para sus adentros. Más esto no le consolaba de la desazón que le producía considerar que aquella alma cautivadora de Alice Gould estaba realmente trastornada por un mal. —¿Qué te ha parecido, César? —le preguntó el director, apenas hubo pulsado el interruptor del magnetófono. El doctor Arellano se movió incómodo en su asiento. —A partir de aquí he de trazar un diagnóstico. ¡Y eso no puede improvisarse, Samuel! —No te pido un diagnóstico en regla, sino un avance provisional. —Sin negar que pueda desdecirme algún día —respondió lentamente el jefe de los Servicios Clínicos—, mi impresión actual es que estamos ante una paranoia o ante una simulación. Juntó el director, al oír esto, las yemas de los dedos de ambas manos —ademán tan característico en él como lo era en Arellano limpiarse las gafas—, y dijo: —Considero que las eventualidades que has aventurado, César, no son forzosamente incompatibles entre sí. He meditado mucho en ello estos últimos días y he llegado al siguiente resultado: ¡Considero que nos encontramos ante un caso conjunto de paranoia y simulación! Calló prudentemente el doctor Arellano. Encendió Alvar un cigarrillo, e, inmediatamente, por distracción, lo apagó. Se encontraba más cómodo con las yemas de ambas manos unidas. —Voy a exponeros mí impresión personal. Hizo una pausa, para dar más énfasis a su declaración, inclinó el busto hacia delante. —Señores —añadió con cierta solemnidad—, creo que nos encontramos ante el caso singularísimo de una auténtica paranoica (que, como todas, ignora que lo está), que finge una
falsa paranoia puesta al servicio de su verdadero delirio.
Ruipérez lanzó un largo silbido admirativo, o bien por adular a su jefe (cosa en él habitual), o
bien porque sinceramente veía en esas palabras la clave del misterio de la extraña personalidad
de Alicia Almenara.
César Arellano mostró igual perplejidad. El había dicho: "o paranoia o simulación". Mas he aquí
que Samuel Alvar precisaba: "paranoia y simulación".
Animado por la expectación producida en su breve auditorio, Samuel Alvar prosiguió:
—Antes de que surgiera su primer brote, ella, aun estando sana, poseía ya una personalidad
muy predispuesta. La supervaloración de su "yo" era algo más que simple presunción, soberbia y
vanidad, tan común en las mujeres de su clase. Se consideraba más inteligente, sensible, culta,
espiritual, distinguida, elegante y delicada que cuantos la rodeaban. Todo ello, en grados que ya
rozaban lo patológico, y que la inclinaban a despreciar, minusvalorar a los demás. Su afán de
superación la llevó a extremos ciertamente inusuales en una mujer de su ambiente y de su
posición. Como, por su sexo, no le era dado presumir de ser más fuerte que los varones,
aprendió judo; y llegó, con tenacidad inaudita, a ser, nada menos, que cinturón azul, con lo que,
sin duda, se habilitaba para poder vencer a un hombre corpulento. El binomio "exaltación del
propio yo, minusvalorización del ajeno" lo hemos comprobado nosotros mismos. Voy a poner
unos cuantos ejemplos extraídos de manifestaciones suyas:
"1.°) "Freud es un cretino. Le odio."
"2.°) "Me gustaría ser yo quien le hiciese a Freud un psicoanálisis."
"3.°) "El capellán es un incompetente": palabras a las que hay que añadir la audacia de
dirigírselas por escrito al obispo de la diócesis, a quien no conoce.
"4.°) "¡Este test .es para deficientes mentales!", como significado: "No para mí, que soy un ser
superior."
"5.°) "No recuerdo haberle autorizado a que me tutee", dicho a una enfermera, cuidadora suya,
pretendiendo establecer con ella una barrera social.
"6.°) "Es usted ciego, mudo y majadero. ¡Este es su verdadero diagnóstico!", palabras escupidas
a la cara de un infeliz esquizofrénico, y entre las que destaco muy particularmente la de
"diagnóstico" vocablo que ella se considera con autoridad para utilizar.
"7.°) "El doctor Donadío es muy poco inteligente el pobre."
"8.°) "Schopenhauer es un imbécil."
"9.°) Después de haber llamado "cretino" a Freud e "imbécil" a Schopenhauer, no me acompleja
demasiado que haya llamado tonto al propio director del hospital en que ella está recluida. A lo
que hay
que añadir tu acertada declaración, César, de que tiene fobia a las mentes cuadradas, a los
espíritus mezquinos y a los obsesos intelectuales. Y la tuya, Ruipérez, de que le parecía mal,
incluso la legislación que regula la admisión de los enfermos.
"Me he detenido hasta ahora en los aspectos negativos. En los que manifiesta su desprecio
desde Freud a Schopenhauer hasta este modesto servidor de ustedes. Pero no quiero pasar por
alto los positivos, directamente relacionados con la supervaloración patológica de su "yo":
"1.°) "Me siento llamada por Dios para ser madre de estos desgraciados."
"2.°) "Sí yo fuera médico... ¡le curaría!", palabras dichas a Ignacio Urquieta.
"3.°) "Mi padre no sólo me quería: me admiraba", o algo muy parecido.
"4.°) "¿Estas flores me las ha enviado el director?" ¡Como si yo pudiera entretenerme en mandar
florecitas a las pacientes!
"5.°) "¡Cristo era superior a Anas y, no obstante, le crucificaron!" De modo que al hablar de sí
misma no se le ocurre otro ejemplo más próximo y apropiado que el del propio Cristo.
"Merece la pena observar que ni siquiera en estas manifestaciones de autoexaltación prescinde
del menosprecio a los otros. Su idea, tan altruista, de maternidad espiritual tiene como
contrapartida despectiva a "estos desgraciados". Su afirmación de que ella curaría a Urquieta va

acompañada de una velada acusación de incompetencia a todos nosotros que no hemos sabido sanarle. Y la figura de "Cristovíctima" igual a "Aliciavíctima" tiene como contrapartida a dos seres menores, Anas y Caifas, que lograron llevar al patíbulo al Hijo del Hombre, y que son iguales a otros dos seres inferiores: su marido y su médico, que consiguieron recluirla. ¿Para qué seguir? —No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con velado sarcasmo—. Has reconstruido paso a paso durante setenta días todas sus manifestaciones con nosotros, con los enfermeros y con los enfermos. Has debido dé tener muchos y muy diversos informadores. Tu relación es completísima. Fuera de lo que has dicho... ¡no hay más!

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