—No. Hay muchas nubes tormentosas y hace fresco.
Alicia penetró en la gran nave. ¡Era dantesca! ¡La más normal de las residentes era "la Mujer
Gorila"! Bajo su apariencia de ferocidad era obediente y sumisa. Tenía el vicio de agarrar objetos
y contemplarlos ensimismada porque su mente no acertaba a averiguar qué cosa eran. La dulce
Ofelia estaba atada a un sillón por muñecas, tobillos y cintura. Su inmenso volumen dormitaba.
Pronto supo que los primeros días hubo que reducirla y atarla porque atacaba con saña a todos
cuantos tuvieran movimiento. De suerte que ya había adquirido el reflejo condicionado de desear
las ataduras, y en cuanto entraba en la nave se dirigía a su sillón y ofrecía sus muñecas y
tobillos a las "batas blancas" para que la amarraran. Si no lo hacían, le entraban sus accesos de
furia. La enana yacía en el suelo cual si estuviese muerta. Una hilera de catatónicas estaban
sentadas absolutamente inmóviles en un banco de piedra que bordeaba la inmensa nave. Y
semejaban un zócalo humano. Una mujer de edad indefinible, levantadas las faldas hasta la
cintura, se arrancaba parsimoniosamente parásitos del vello del pubis. Se oían voces
amenazantes, pero eran de mujeres que hablaban solas. A pesar de las ventanas abiertas y de
la ducha matinal obligatoria, un olor fétido se extendía por doquier. El mayor movimiento de
entradas y salidas era el de las enfermeras llevándose a las que se ensuciaban encima y
limpiando el suelo de los excrementos que sazonaban de irracionalidad, animalidad y hediondez
el recinto. Una mujer de bellas facciones andaba a gatas y husmeaba como lo haría un perro los
detritos recientes. La que emitía graznidos lo hacía exactamente cada veintisiete segundos
cronometrados por Alicia. Y eran muchas, muchas, muchas las que hablaban, gesticulaban,
reían o lloraban teniendo como interlocutores únicos a sus alucinaciones. ¿Qué es lo que verían,
qué es lo que escucharían decir a sus fantasmas? ¿Variarían de día en día, o de hora en hora, o
su alucinación sería invariable y fija como una pesadilla que durara eternamente? Quiso Alicia
trazar un catálogo de diferenciaciones entre la "Sala de los Desamparados" y la "Jaula de los
Leones" (o "de las Leonas", ya que se encontraba en la nave de las hembras). Lo primero que le
vino a la mente fue más literario que científico; más metafórico que selectivo. Lo que veía ante
ella era de más alcurnia morbosa. Este palacio estaba reservado a la más alta aristocracia de la
locura, a la sangre azul de los perturbados, a los linajudos de las demencias. Procedían de
diversas familias de males, como los hidalgos de sus linajes, pero la enana, "la Mujer Tonelada",
"la Gorila", la que andaba a gatas, las que reñían con sus sombras, las sucias, las quietas, eran
las infanzonas, las patricias, la crema de todo el manicomio. ¡Triste y siniestra catalogación de
estirpes! Más esto que era certísimo no marcaba una diferenciación de actitudes, sino de grado.
Y pronto dio con una clave que distinguía a todos los inquilinos de "la jaula" con los del resto del
manicomio. Los que andaban libres por el parque, los que convivían en el edificio central, tenían
comunicación entre sí. Don Luis Ortiz era una fuente de lágrimas; sus glándulas lacrimales
competían con el río Amazonas en la producción de líquido, pero hablaba y entendía y paseaba
con otros. "El Falso Mutista" no hablaba con nadie "para que no le robaran sus pensamientos", pero él estaba atentísimo a lo que hacían o decían los demás. Rómulo padecía una amnesia lacunar respecto a Remo, su gemelo aplastado, pero sabía cómo se movían, hablaban y se comportaban "los otros", Y ésa era la gran diferencia. Para los habitantes de "la Jaula", "los otros" no existían. La gran mayoría de los dementes no eran capaces de estar atentos a nada, pero los que sí podían fijar en algo sus pensamientos, los dirigían hacia entelequias ancladas en su pasado o en sus alucinaciones engañosas. Y así, esta mujer insufrible que ahora estaba plantada ante Alicia acusándola de haberle robado la herencia de un predio agrícola, no hablaba en realidad con ella, sino con sus fantasmas, con sus espectros, con sus duendes. En la "Sala dé los Desamparados", los locos padecían sus males "en compañía". Aquí, todos estaban solos con sus quimeras. Gran parte de la tarde estuvo Alice Gould conspirando con el doctor Rosellini. El plan "inicial" — al que posteriormente Alicia añadió notables perfeccionamientos— era éste. Se fingiría, hasta el regreso del doctor Arellano, que era tratada directamente por el jefe de la unidad. Entretanto, el abogado que ella escogiera —y al que se le permitiría subrepticiamente la entrada en el despacho de Rosellini— se encargaría de los trámites legales para la localización de Heliodoro Almenara a efectos de que éste, acogiéndose al párrafo b) del artículo 27 (del tantas veces mencionado Decreto de 1931), reclamara formalmente a la enferma sin hacer mención de si los trámites para su ingreso fueron falsificados o no. De modo paralelo, y por si lo anterior fallara, se redactaría un documento para que fuese firmado por todo el cuadro clínico de médicos solicitando del director que aplicase el párrafo d) de la misma disposición: es decir, declarando "la sanidad" de Alice Gould y su consecuente libertad, por haber cesado las causas por las que fue internada. Más para hacer esto era inexcusable el regreso de César Arellano: no sólo por la importancia de su firma como jefe de los Servicios Clínicos, sino por su ascendiente sobre los demás médicos para convencerles de que estampasen la suya en el documento de petición. Por último, si en el entretanto Samuel Alvar pretendía cambiar de unidad a Alice Gould para tratarla con insulinoterapia o electroconvulsionantes, el doctor Rosellini se comprometía a sacar a Alicia del hospital en el portaequipajes de su automóvil y trasladarla a un lugar seguro, aunque esto — si se descubría— le costara el puesto. Se extendió después Rosellini, con visible irritación, a lo que denominó "la historia de los cuchillos". En la última junta de médicos —explicó— y como consecuencia del doble homicidio de Machimbarrena, se propuso un sistema por el cual los utensilios de las cocinas de las "viviendas familiares" quedasen unidos por unos dispositivos a las paredes, de modo que pudieran ser usados, pero no extraídos de las casas. Todos estuvieron de acuerdo menos el director, quien consideraba que tal medida era humillante y depresiva para los enfermos y, por tanto, "antisocial". Interrumpióle Alicia el relato de esta historia. Quería precisar "algunos detalles" al plan expuesto para su "salida legal", cuyas posibilidades estaba de acuerdo en que debían ser agotadas antes de intentar "la segunda fuga". —Una vez hablé de esto mismo con el doctor Arellano —explicó Alicia—. Y llegamos a la conclusión de que aunque mi marido me reclamara, el médico-director podía oponerse a mi salida, caso de considerarme "en estado de peligrosidad". ¡Y éste es el supuesto que nos ocupa, ya que Alvar me ha destinado a la unidad de "los peligrosos"! Siendo éste su criterio, ¿cómo imaginar que se deje convencer por ustedes para declararme sana? César Arellano me explicó que me quedaba como último recurso apelar a la autoridad gubernativa. A lo que yo repliqué que aún quedaba otro medio que no era la fuga. César negó que hubiese otra posibilidad. Y yo porfié que sí. —Yo tampoco veo otro medio legal —murmuró Rosellini al oír esto. Alicia extremó la mejor de sus sonrisas.
—Cuando César Arellano insistió en que le explicase de qué otros medios podía valerme para
salir de aquí, me quejé de su falta de imaginación. ¡Los médicos son ustedes tan inocentes!
Rosellini repitió que no había otros medios de salir del hospital que los ya dichos, o la fuga. Pero
Alicia se mantuvo en sus trece afirmando que existía un modo mucho más eficaz.
—Me gustaría conocerlo —dijo Rosellini escéptico. Alice Gould rompió a reír.
—Si mi libertad depende del director, y el actual se opone... todo consiste, amigo Rosellini... ¡en
cambiar de director!
El jefe de la Unidad de Demenciados parpadeó repetidas veces. Alice Gould continuó con
entusiasmo:
—En lugar de redactar este documento, firmado por todo el cuadro médico pidiendo mi
exclaustración, lo que deben ustedes firmar es una
petición dirigida al ministro de Sanidad solicitando unánimemente el traslado de Samuel Alvar.
¡Es así de sencillo! Piense, doctor, en los suicidios, las fugas, las rejas no sustituidas por
ventanas apropiadas, los ahogados, los asesinados, la fatídica excursión campestre, la negativa
que acaba de contarme a tomar una medida de prudencia tan elemental como la de los
cuchillos..., el hecho mismo de mandarme tratar por * una enfermedad que no ha sido
diagnosticada por nadie... ¿No le parecen motivos suficientes para solicitar por vía reglamentaria
la destitución de ese incompetente?
Rosellini se atusó el pelo con las manos y repitió este movimiento varias veces.
—¿No lo comprende, doctor? Si Samuel Alvar no me suelta, hay que sustituirle por otro director.
Pero no por cualquiera... sino por otro director... ¡que esté dispuesto a dejarme en libertad!
—¡Es usted maquiavélica!
—La necesidad afina el magín —rió Alicia—, ¡y es mucho lo que me va en ello! ¡La operación
"A.A." (AntiAlvar) ha comenzado!
Cuando concluyó su importante conversación con el médico, Alicia quiso hablar con la enfermera
jefe de la unidad. A pesar de haber una auxiliar por cada cuatro dementes, el trabajo de las
"batas blancas" era agotador. Las admirables y sufridas mujeres no daban abasto para lavar y
cambiar de ropa a las que en términos psiquiátricos antiguos llamaban "sucias"; para amarrar a
las furiosas; comprobar si la que se quitaba pacientemente parásitos de sus partes pudendas los
tenía o no; dar de comer en la boca a las inmóviles, inyectar calmantes a las excitadas, y mil
faenas más que eran más terribles de ver que fáciles de explicar. Se ofreció Alicia para
ayudarlas en lo que pudiese. Aunque no conocía —¡ello era imposible!— a todo el personal del
manicomio, lo cierto es que ella era conocida de todos. Se sabía la ascendencia que tenía entre
los médicos y se consideraban escandalizadas de que una mujer como ella hubiese sido
encerrada entre aquellos tristes desechos de humanidad. Así al menos se lo hizo saber la
enfermera jefe, Isabel Moreno, mujer corpulenta, cincuentona, con gran experiencia en su oficio
y mucho prestigio entre las auxiliares más jóvenes.
—Por las tardes —concluyó—, estamos menos agobiadas. Por las mañanas, en cambio, nos
podría usted echar una mano ayudándonos en las duchas.
—¡Cuente con que lo haré! Pero me parece poco. Yo quisiera hacer más.
Isabel Moreno la contempló con gratitud no exenta de sorna.
—No sería usted capaz... ¡Hay que tener mucha experiencia y mucho estómago!
—¡Pruébeme en lo que sea! ¡Yo quiero ser útil!
—La voy a castigar por su temeridad. Espéreme aquí. Al poco tiempo regresó con un enorme
biberón.
—Contiene jugo de verduras y de carne. Vamos a dárselo a una enferma muy peculiar. Se
acercaron a una puerta.
—Sólo le agradeceré que no grite.
La habitación estaba a oscuras. Apenas se abrió la puerta Sintióse un hedor, mezcla de establo,
pocilga y urinario. Isabel Moreno pulsó el conmutador y la pieza se iluminó. En el suelo había un bulto humano y en la pared una percha con ropa. El bulto comenzó a agitarse, sentóse adosado a la pared y abrió una inmensa boca. Alicia emitió un gemido. Aquella mujer carecía de ojos, orejas, pelo y nariz. Su cara, redonda y congestionada, era como una bola desinflada y arrugada. En aquella masa informe sólo se abría el enorme cráter de una boca carente de dientes pero provista de poderosos labios gomosos que temblaban ante la inminencia del alimento presentido. Acercóle la enfermera el biberón a los labios, y éstos presionaron la tetilla de goma, y comenzaron a succionar con avidez. En el centro de la frente, como un dibujo incompleto, como un tatuaje mal hecho, se adivinaba nítido el perfil de un solo ojo que la naturaleza comenzó a formar en el seno materno y renunció después a concluir su obra. La leyenda mitológica de los gigantes, hijos de la tierra y el cielo, que poseían un solo ojo en el centro de la frente, tenía en esta monstruosa mujer un pálido remedo: una pavorosa caricatura. Era ciega, muda y sorda. Carecía de extremidades. Pero su aparato digestivo y respiratorio eran perfectos y su corazón latía con la regularidad de una muchacha joven y sana. La llamaban "la Mujer Cíclope". Nadie conocía su nombre, su edad ni su procedencia. Alguien la dejó abandonada de noche dentro de un saco junto a las verjas del hospital. Alicia se había propuesto no gritar, mas no pudo evitarlo. Rehuyó los ojos de aquel esperpento, para eludir su terrorífica visión, pero lo que entonces vio era aún peor que lo primero. ¡Lo que colgaba de aquella percha que vislumbró en la pared no era ropa, era un ser humano! Estaba enfundada en una suerte de saco por uno de cuyos extremos emergía la cabeza y por el otro los pies. Era ciega, pues sus ojos abiertos estaban velados por una masa viscosa, como clara de huevo, movía los labios al olor del biberón y por sus pies descalzos se deslizaba, como por los canales que llegan a las alcantarillas, los desechos de su vientre, que eran recogidos por una gran palangana, situada a medio metro bajo sus pies. Carecía de toda posible continencia. Y sus detritos manaban por sus piernas, como una fuente constante, a medida que su organismo los producía y desechaba. —¿Qué le ocurre? —Carece de espina dorsal. Va encorsetada en un chaleco de cuero que lleva a la espalda un gancho .para colgarla de la argolla. Nació aquí hace setenta años. Es hija de un sifilítico y una alcohólica, ambos dementes. Si la dejáramos caer se encogería como un acordeón y su cabeza se uniría con sus caderas. —¿Le ha ocurrido eso alguna ver? —Sí: de niña. Hasta que los médicos inventaron para ella esa vestimenta. Al principio la denominaban "la Niña Acordeón". Ahora, "la Mujer Percha". —¿Está demenciada? —¡Afortunadamente! —¿Por qué no practican con ella la eutanasia y la dejan morir? Isabel Moreno no respondió a esto. —En fin, señora de Almenara, ¿qué prefiere? ¿Dar de comer a "la Mujer Percha" o hacerle la limpieza? Alice Gould sufrió un vahído, temió desmayarse y huyó de allí. La noche fue terrible. Antes de acostarse, muchas de las dementes recibían su acostumbrada ración de calmantes, y el coro de lamentos, gritos, ayes y alaridos se repetía a cada pinchazo. Según la información, había enfermas que, si no eran medicadas, comenzaban a gritar desde que se ponía el sol hasta que amanecía; y otras, desde el alba hasta el anochecer. ¡La Naturaleza es así de variada! De modo que los calmantes se turnaban, según cada supuesto, sin excluir (caso de la dulce Ofelia) doble y aun triple ración. Casi todas—^salvo las inofensivas— dormían atadas. No se consideraba necesario hacer esto con la enana que se creía muerta, y era, por tanto, poco alborotadora; ni con la que andaba a cuatro patas maullando, pues era gatita faldera, regalona y cariñosa. Alicia fue también absuelta desde esa segunda noche de toda atadura. Pero es el caso que al ir a acostarse, encontró su cama ocupada por la muerta, a la que
hubo que resucitar, y que a medianoche la gatita cariñosa se metió entre sus sábanas y empezó a ronronear. Alicia, con la ayuda de la ayudante nocturna, la cogió en brazos y devolvió la felina a su sitio, la cual, muy triste de haber sido desechada por la que creía ser su dueña, a lo largo de nueve horas no dejó de maullar. Entre sus maullidos particulares, los ronquidos generales, las que hablaban soñando, las que tardaban en dormirse y las que eran prontas en despertar, la noche fue un tormento. En los recuerdos de Alice Gould, durante su duermevela, se entremezclaban "la Mujer Percha", "la Mujer Cíclope", el aliento del mastín sobre su nuca y los gritos del pastor: "¡He cazau a la loca! ¡Eh, los civiles, vénganse pa'cá, que la he cazau y bien cazaü!"
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