jueves, 30 de agosto de 2018

U LA "OPERACIÓN AA"


LA EMOCIÓN QUE PRODUJO entre los médicos y el personal técnico auxiliar, así como en no pocos enfermos, la noticia de que Alicia Almenara había sido recluida por orden del director en la "Jaula de los Leones" fue intensísima. Docenas de personas pidieron permiso para visitarla. Alicia, muy sagazmente, estableció (de acuerdo con Rosellini) un orden para recibirles que nada tenía que ver con la amistad ni con— la jerarquía, sino con la táctica necesaria para una maniobra que ya estaba en marcha: la "operación antiAlvar". Al primero que recibió fue a Melitón Deza: el enfermero expedientado por órdenes del director. Este hombre estaba agradecidísimo a la Almenara por haber alejado de él las graves sospechas de ser el autor material del asesinato de los etarras. Si alguien se sintió colmado por la admiración y la gratitud hacia quien supo desentrañar el misterio de estos crímenes, fue él, como primer implicado. Alicia tuvo muy en cuenta no secarse el pelo ni siquiera pasarse un peine tras la ducha. Con su bata azul sin cinturón, sus zapatillas negras y su pelo desangeladamente recogido tras las orejas, su apariencia de desvalimiento era mucho mayor. No le recibió en el pasillo, ni en el despacho del jefe de la unidad (para lo que estaba autorizada), sino en la nave principal de "la Jaula", junto a la dulce Ofelia, de los ciento y muchos kilos, amarrada a su silla, la enana que se hacía pasar por muerta, "la Mujer Gorila", la vieja que se alzaba las faldas, la anciana que graznaba y demás singularidades del recinto. Y esto lo hacía para que fuese mayor el contraste entre su reciente pasado, en que gozaba de semilibertad, y su actual situación. Y ello provocase las iras contra el director. En ningún momento de la conversación cometió Alicia la inelegancia de hacerse la víctima. Antes bien, condujo el hilo de la charla hacia el "caso escandaloso" de injusticia que se estaba cometiendo en el propio Deza. Demostró la mayor indignación por el hecho de que el expediente abierto contra él siguiese su curso, y le contó —cosa que Deza ignoraba y que, por supuesto, era mentira— que cuando el descubrimiento del asesino de los etarras ya estaba resuelto, el director sugirió al comisario que tal vez fuese el propio Melitón quien sopló al oído de Machimbarrena la presencia de los dos separatistas, y facilitó su fuga para que cayesen en manos del que iba a ser su verdugo. Enrojeció de cólera el enfermero al oír esto y Alicia sugirió: —No acabo de entender cómo toleran ustedes estos abusos. ¿No hay medio alguno de cortarlos de raíz? —El es el director y yo sólo un técnico auxiliar. ¿Qué puedo hacer? —Todos los demás médicos tienen un alto concepto de usted. Samuel Alvar es el único que le odia. Por cierto, ¿conoce la historia de los cuchillos? Melitón Deza no la conocía y le devolvió novedad por novedad. Candelas, la mujer auto castigada en el rincón de la "Sala de los Desamparados", estaba embarazada. —¿Cómo es eso posible? —preguntó Alicia sinceramente sorprendida—. ¡No sale con nadie, no habla con nadie, no trata a nadie! —Pero es el director —sugirió el enfermero— quien tres veces por semana le hace el psicoanálisis... y tal vez algo más. —¿Es cierto —inquirió Alicia cor. aire inocente— que se está preparando un escrito pidiendo la destitución o el traslado de Samuel Alvar? El "bata blanca" la miró muy sorprendido... —¡No sabía nada! Pero... ¡no sería mala idea! ¡Eso era exactamente lo que Alicia quería escuchar! La segunda visita fue la de la enfermera donostiarra, que fue abofeteada por los psicópatas del Norte y que tuvo la delicadeza de obsequiar a Alicia con un ramo de violetas. —Como usted comprenderá —le dijo Alice Gould en el curso de la plática—, yo no deseaba hacer ningún mal a Norberto Machimbarrena; quien, de otro lado, por ser loco conocido, no irá a la cárcel y que, a estas horas, seguirá considerándose, en el manicomio de Leganés, espía de la


Marina. Lo que me impulsó a dedicarme a fondo a esa investigación fue salvar a ustedes, los
sospechosos inocentes.
—Pero ¿cómo pudo imaginar nadie que una mujer débil como yo osase, enfrentarme con esos
dos energúmenos?
—¡No! Las sospechas que recaían sobre usted no eran las de ser autora material, sino inductora
del verdadero asesino.
—¿Cómo?
—Soplándole a Machimbarrena que estuviese atento porque iba a poner en sus manos a los dos
gudaris. ¡Eso al menos es lo que sugirió el director!
—No acabo de entender —comentó la enfermera— si ese hombre es un malvado, un resentido,
un incompetente o todas esas cosas a la vez. ¡Lo que ha hecho con usted no tiene nombre!
—No es la primera vez que me distingue con sus delicadezas. Una vez me mandó poner la
camisa de fuerza porque le llevé la contraria. Y otra me insultó delante de toda la junta de
médicos. La doctora Bernardos se lo podrá contar.
—¡Es increíble!
—¿Conoce usted la historia de los cuchillos?
—No.
—¿Y la de la maníaca depresiva a la que trata con psicoanálisis?  •
—No.
Contóle Alicia los dos rumores —uno certísimo y el otro supuesto*—,
a lo que la enfermera replicó:
—¡No imaginaba que llevara tan lejos sus teorías sobre la libertad sexual en el manicomio!
Y explicó a Alicia que había prohibido terminantemente a todos los cuidadores, médicos y
vigilantes que interviniesen en el comportamiento sexual de los enfermos.
—En cierto modo, yo no discuto su parte de razón —añadió—. Entre ochocientos reclusos de
ambos sexos, privados de tantas libertades, no sería justo perseguir determinadas expansiones
naturales como si esto fuese una escuela mixta de niños.
—Yo sorprendí un día una pareja entre unas jaras —comentó Alicia.
—¡Pero ésos al menos se escondieron! Lo que es inadmisible es lo que yo estoy viendo ahora,
sin que nadie esté autorizado a impedirlo. No se vuelva usted, Alicia. ¡Es repugnante! ¿Cómo
puede tolerarse que se practique el onanismo en público?
—No sé qué significa esa palabra —comentó Alicia.
Volvióse y observó a una reclusa realizando, enajenada, el vicio solitario. Nadie se ocupaba de
ella, salvo "la Mujer Felino", a cuatro patas, que maullaba dulcemente al contemplarla.
—¡Qué asco! —comentó Alice Gould—. ¿Y dice que está prohibido intervenir? ¡Debían ustedes
añadir eso en el documento!
—¿Qué documento?
—¿No ha oído usted hablar del documento?
—¡No!
—Parece ser que la totalidad de los médicos y enfermeros quieren solicitar del Ministerio de
Sanidad el traslado del director. El asunto se lleva con gran secreto. El que creo que sabe algo
de esto es su compañero Melitón Deza.
La doctora Bernardos anunció su visita para las primeras horas de la tarde. Traía una caja de
bombones para Alicia, mas no encontró a ésta por parte alguna. La buscaron por la nave o sala
de estar ("la
Jaula" propiamente dicha), el despacho del jefe de la Unidad, los dormitorios, los servicios, la
cocina, el patio interior, por el que también deambulaban los hombres; y no la hallaron. La
enfermera jefe, Isabel Moreno, exclamó de pronto: "¡Ya sé dónde está!" Y no se equivocó. La
encontraron en el "Escaparate de los Monstruos". El biberón vacío estaba posado en el suelo
cerca de "la Mujer Cíclope". Y Alicia —muy demacrada y haciendo ímprobos esfuerzos por

contener sus náuseas— lavaba a "la Mujer Percha" los detritos que resbalaban desde sus
muslos hasta sus pies.
—En seguida terminó —respondió cuando la llamaron. Y no se unió a su ilustre visitante hasta
que concluyó su piadosa labor.
A pesar de haber hurtado su bata a Dolores Bernardos con alevosía y engaño, ¿quién iba a
decirle a Alice Gould que tendría en ella a su más ardiente defensora? La buena mujer —que
tuteó ese día a Alicia por vez primera— se mostró implacable contra el director. Samuel Alvar era
muy dueño de dudar de la sanidad mental de una persona recluida en el hospital que dirigía,
pero era demasiado evidente que el lugar adecuado para Alicia Almenar* no era ése, junto a "la
Mujer Gato", "la Onanista", "la Ilustre Fregona", "la Gorila", "la Enana Muerta", "la Cíclope" o "la
Percha".
—Salvador Sobrino y yo hemos ido a visitar al director —explicó la doctora Bernardos muy
acalorada— para elevar una protesta en regla por la dureza de su comportamiento contigo. No
sé si sabes que los enfermeros anclan redactando un escrito dirigido al ministerio pidiendo la
destitución de Alvar. ¡Creo que nosotros los médicos debíamos anticiparnos!
—¡No sabía nada! —mintió Alicia, que era la verdadera, aunque anónima, autora de la idea—.
Realmente, las originalidades del director, según me cuentan algunos, son excesivas.
Y enumeró la historia de los cuchillos, el expediente a Melitón Deza, la insinuación a la policía de
la complicidad en los asesinatos por parte de la enfermera donostiarra, los extremos
vergonzosos a que llegaba su entendimiento de la libertad sexual, la noticia de que "la Mujer del
Rincón", a quien Alvar hacía psicoanálisis, estaba embarazada, y el recuerdo degradante del—
almuerzo campestre.
—¿Y su comportamiento contigo no lo pones en la lista?
—Su comportamiento conmigo es irracional, en efecto, pero me favorece física y moralmente. No
le guardo rencor alguno.
—Eres demasiado buena.
—Moralmente me beneficia porque me permite ejercitar algo que nunca hice antes o que lo hice
en muy pequeña medida: la caridad. Y
físicamente porque aquí me siento protegida por el doctor Rosellini. ¿Por qué crees que intenté
fugarme? Yo no huía del hospital. ¡Yo me escapé del electroshock!
—Yo hubiera sido la encargada de aplicártelo y me hubiera negado.
—Pero el doctor Muescas..., sí estaba dispuesto a tratarme con insulina. ¿Cómo respira don
José Muescas respecto a mi caso?
—Tu encierro aquí le ha convencido de que hay que cargarse al director. Además, la pérdida de
autoridad de Samuel Alvar se hace penosa. Ayer un recluso lo sacudió por las solapas. Y esta
mañana cuando llegaba en bicicleta hasta su despacho...
Alicia la interrumpió sorprendidísima:
—¿El director viene desde el pueblo hasta aquí en bicicleta?
—Sí. Considera que utilizar tan mesocrático vehículo contribuye a hacerle más popular.
—Cuéntame: ¿qué le ocurrió esta mañana?
—Que un grupo de veinte o treinta reclusos lo abucheó. Los dirigía el mismo que le zarandeó la
víspera.
—¿Quién era ése?
—Ignacio Urquieta.
—¡Bendito Ignacio! No quisiera que se metiese en un lío por culpa mía.
La conversación con la doctora Bernardos tuvo lugar en el despacho de Rosellini. Aún se
encontraba Dolores con ella cuando recibió la más inesperada de las visitas: Rómulo y "la Niña
Oscilante".
Quedóse muy gratamente sorprendida la doctora al comprobar la ternura con que se abrazaban
aquellos tres seres tan distintos.

—¿Por qué te han castigado? —le preguntó Rómulo colgando los brazos de su cuello.
—No estoy castigada, pero el director se ha enfadado un poco conmigo.
Hizo caso omiso "el Niño Mimético" de la respuesta de Alicia y exclamó con gran entusiasmo:
—¡Ya le he contado a Alicia quién eres tú!
—¿Y qué es lo que le has dicho?
—¡Que eres nuestra mamá!
Oírlo Alicia y saltársele las lágrimas fue todo uno. ¡Oh, Dios!, ¿cómo desengañar a esas criaturas
abandonadas? Dominando su emoción, Alice Gould preguntó con mucha dulzura:
—Dime, Rómulo, ¿cómo lo has adivinado?
—Porque tienes en la oreja el mismo bultito que yo y porque te llamas igual que mi hermanita.
—¿Sólo por eso lo has adivinado?
—Y porque tú no estás mala como los demás. Y has venido aquí para estar con nosotros. Y
también porque te gusta que yo sepa escribir, y porque te quiero mucho.
La congoja de Alicia era tanta, que no podía hablar. Se limitó a abrazar a la pareja
entrañablemente y a besarlos repetidas veces para que no advirtiesen sus lágrimas.
Súbitamente se le paralizó el corazón.
—Doctora Bernardos, observa esto. ¡La pequeña está sonriendo!
—Eso no puede ser, Alicia. Son imaginaciones tuyas.
—¡Que no, Dolores; que no son fantasías! ¡Ponte aquí de frente! ¡Mírala! ¡Está sonriendo!
—¡No lo ha hecho nunca desde que nació!
—Yo la he enseñado —dijo Rómulo con acento triunfal—. ¡Conmigo se sonríe muchas veces!
Dolores Bernardos quedó perpleja. En efecto, en los labios de "la Niña Péndulo" había un rictus
distinto. Sobre su bello rostro inexpresivo se dibujaba la sombra de una sonrisa.
—¡Vamonos, Alicia! Ya hemos saludado a mamá —exclamó Rómulo de pronto— y no está
castigada, ¿sabes? Es que el director se ha enfadado un poco con ella.
Tomóla de la mano y se la llevó.
Las dos mujeres guardaron silencio. Quedó Alicia profundamente conmovida. Y Dolores
Bernardos se propuso hacer al día siguiente a la joven Alicia un nuevo encefalograma. En efecto,
por primera vez en su vida había visto a aquella niña sonreír.
—Te ha emocionado mucho la visita de esos dos enfermos. ¡No era para menos! Pero escucha
mi consejo. No te identifiques nunca con ninguno. Obsérvalos desde "fuera"...
—¡El doctor Rosellini me ha aconsejado lo mismo!
—Señal de que necesitabas ese consejo.
—Antes de que te marches —le dijo Alicia al verla incorporarse— quisiera pedirte un gran favor.
He escrito esta carta que te ruego leas y deposites certificada en el correo del pueblo, sin que
nadie más que tú sepa que la he escrito.
—¿Y por qué tanto misterio?
—Te prometo que algún día te lo explicaré. La carta de Alice Gould decía así:
Señora doña María Luisa Fernández'
Mi muy querida prima María Luisa:
Estoy muy sola. Heliodoro, mi marido, no ha venido nunca a verme desde

que ingresé aquí hace cuatro meses. ¿A quién puede interesarle acompañar a una pobre loca?
¡Cuánto agradecería que vinieses a visitarme! Te abraza con todo cariño y esperanza
ALICIA GOULD DE ALMENARA P.D. Cuando vengas no preguntes por mí, sino por la doctora Dolores Bernardos. Su campaña de proselitismo para la "operación antiAlvar" la realizaba Alicia, no sólo con sus visitantes, sino también con el personal auxiliar técnico que trabajaba en la Unidad de Demenciados. La ayuda que prestaba a las enfermeras duchando a las dementes, dando dé comer en la boca a sus vecinas de mesa, o alimentando a la mujer del grande y único ojo
desdibujado en la frente (como un boceto que hubiese sido medio borrado), lo hacía impulsada por su deseo de ser útil, pero también —¿cómo negarlo?— para ganarse su confianza y amistad. Hasta que no hubo cumplido una semana de encierro, tantas fueron las visitas que recibió que no tuvo tiempo para pasear por el gran patio interior que era común a los locos de ambos sexos. Aquel día se decidió a hacerlo. El suelo era de hierba y los reclusos y reclusas paseaban en círculo como los indios en sus danzas guerreras. Tan habituados estaban a ello que las huellas de sus pasos habían abierto un gran surco de tierra sobre el césped. Uno de los que circulaban era "el Hombre Elefante", allí recluido para alejarle de Rómulo: su joven y pequeño enemigo. Ya no quedaban en su cara rastros de arañazos y mordiscos de que antes era víctima a causa de su enamoramiento de la bella Alicia. Por culpa de su mucha torpeza andaba más despacio que los demás, y éstos le pasaban una y otra vez sin dejarle nunca lejos, puesto que andaban en redondo. Algunos, como "el Proboscidio", caminaban en silencio; otros movían los labios articulando palabras sin sonido; otros hablaban en voz alta y hasta gritaban sin que nadie atendiese ni acaso oyese sus lamentaciones o sus quejas. Entre las logorreicas iracundas estaba la mujer pleitista que días atrás acusó a Alice Gould de haberle robado un predio agrícola. Ahora lo hacía con sus espectros. Era una protesta inacabada, una acusación permanente, una lamentación sin fin. Entre los muy pocos que no caminaban en círculo, había uno que lo hacía a cuatro patas —igual que "la Mujer Gatita"—, pero en línea recta de parte a parte del patio. En otro lugar había un hombre sentado sobre sus talones, la cabeza doblada hacia delante, la cara sobre el suelo, y los brazos y las manos protegiéndose la cabeza, como si temiese un bombardeo. Todo su cuerpo temblaba y se le oía gemir: —¡El sábado... todo ocurrirá el sábado! Apoyados en la pared, dos "batas blancas" hacían las veces de pastores de ese rebaño. Uno de ellos era Guillermo Terrón. Alicia se acercó a él. —Por su culpa estoy aquí —le dijo Alicia. —No me avergüence recordándomelo. Si aquel día me hubiese usted llevado al pueblo junto al "Albaricoque"... —Pero ¿usted tenía o no tenía la tarjeta naranja? —¡Claro que la tenía! Y después me la quitaron —mintió sin sonrojarse Alicia—. Yo lo único que necesitaba era telefonear desde el pueblo a mi marido. Lo hice desde Aldehuela de doña Mencía, que por un despiste mío juzgué que estaba mucho más cerca. Cuando ya regresaba hacia el hospital, un pastor que había oído por la radio la nota que cursó el director a la prensa, y que decía que la "loca más peligrosa del manicomio había huido y que era el terror de toda la comarca" me dio caza a pedradas y me entregó a la Guardia Civil. Esta me condujo hasta las verjas, donde ya me esperaba Samuel Alvar. Allí mismo me durmieron con una inyección y cuando me desperté estaba atada y en "la Jaula". —¡El rigor del tal Alvar hacia usted es indignante! —¡Yo creo que está loco! —comentó Alicia. —¿Sabe usted que ha expedientado a Montserrat Castell, que es su hermana de leche y a cuya familia le debe todo en la vida? —¡No lo sabía! —¿Sabe usted que tiene encerrado en Recuperación, sin permiso para salir de la unidad, a Ignacio Urquieta, por haberle abucheado? —¡Ahora entiendo por qué no vino a visitarme! —Ayer me pidieron la firma para... —se interrumpió—. Creo que eso no debo decírselo a usted. —No se preocupe, amigo Terrón. Ya me ha llegado el rumor de ese documento. ¿A quién se le ocurrió la idea? —Lo ignoro. —¿Y lo firmó usted?
—¡Naturalmente! —Como desagravio por la fechoría que hizo conmigo está usted obligado a hacerme un favor. —Usted me manda. Y considérelo hecho. —Enséñeme ese documento. ¿Está bien redactado y argumentado? ¿Es lo suficientemente eficaz? —Yo le haré llegar una copia del borrador. Alicia ofreció un cigarrillo al "bata blanca" y, a cambio, le pidió fuego ya que también le fue retirado el permiso a usar encendedor. No quería hablar más del tema del documento para que no se le notase excesivamente su gran interés en conocerlo. —¿Quién es ese que anda a gatas? ¿Cree ser un animal como una demente que hay en mi "jaula"? —No. Ese pobre diablo anda así porque no sabe hacerlo de pie. Ahora le estamos enseñando a andar erguido, durante una hora cada día. Le llaman "el Pecas". Y contó a Alicia, que le escuchó estremecida, la pavorosa historia del niño, del adolescente, del hombre, que creció y se desarrolló encerrado en un hórreo por unos padres malvados e ignorantes que le creían endemoniado. —¿Y por qué le encerraron desnudo? —No le encerraron desnudo. Lo que pasó es que la ropa le fue quedando inservible a medida que crecía, y como su alimentación era in suficientísima, se la fue comiendo a lo largo de los años, ¡incluidos los zapatos! —¡Qué terrible historia! Y el que está ahí doblado murmurando algo que ocurrirá el sábado, ¿quién es? —Sergio Zapatero. Le denominamos... —¡"El Autor de la Teoría de los Nueve Universos"! ¡Pobre Sergio! ¿Puedo intentar hablarle? —Inténtelo. Le será muy difícil. Arrodillóse Alicia ante "el Astrólogo", le retiró los brazos con los que protegía su nuca y le ayudó a incorporarse. ¡Qué pavoroso cambio el de su mirada! Ya no era inquieta, patinadora, fugitiva, sino quieta, congelada, detenida en la contemplación de un terror definitivo. No la reconoció. Sus labios sólo repetían que el sábado ocurriría todo. Quiso consolarle Alicia, recomendándole que reemprendiera sus cálculos, pues estaba segura de que llegaría a una conclusión más optimista. Más él no la entendía ni la atendía. "El sábado, el sábado..." Se cuenta que los niños y los locos dicen siempre la verdad. El sábado siguiente murió Sergio Zapatero durante una crisis de pánico. Alicia veló su cadáver y pidió a Dios que le concediese millones de cuadernillos de hule para que contabilizase en ellos la duración de la eterna bienaventuranza. El otoño avanzaba y, a medida que los árboles perdían sus galas, el frío se enseñoreaba de la región. Sólo en Almería y Andalucía la Baja persistían los calores. Alicia recibió una carta que firmaban César y Carlos, acompañada de una fotografía en color en que se veía al primero enfundado en un traje de hule negro, y cargando a la espalda un arpón del que colgaba un bicharraco marino tan grande como su pescador. Le resultaba insólito contemplar al severo doctor de la bata blanca y las gafas de carey con aquel atuendo de tritón de los mares. Una noche, cuando comenzaba a amanecer, Alicia volvió a despertarse con la desagradable sensación, otras veces sentida, de que el gran mastín del pastor que la atrapó, resoplaba junto a su nuca. Volvióse. Era "la Mujer Gatita" que la olfateaba. —¡Vete de aquí! —le gritó. Obedeció el animalejo. Se acercó en su posición acostumbrada a la cama de "la Onanista", de la que no fue rechazada, e inmediatamente se introdujo entre sus sábanas hasta desaparecer bajo ellas. Advirtió Alicia su movimiento y su colocación por el bulto que formaba bajo la ropa. Tardó en comprender lo que ocurría, mas apenas entendió qué clase de ceremonia era la que se realizaba bajo las sábanas, se levantó sigilosamente y con las dos manos firmemente cerradas
descargó tal puñetazo sobre el bultejo que hubiera sido capaz de descoyuntar a un buey, cuánto más a una gatita lesbiana. Oyóse un maullido de dolor, pero cuando la felina demenciada logró emerger de entre las sábanas, Alicia estaba ya en la cama, fingiéndose dormida. ¡Y muy feliz de haber contravenido las órdenes de Alvar de no mezclarse en las conductas sexuales de los enfermos!

miércoles, 29 de agosto de 2018

T LA "JAULA"III

—No. Hay muchas nubes tormentosas y hace fresco.
Alicia penetró en la gran nave. ¡Era dantesca! ¡La más normal de las residentes era "la Mujer
Gorila"! Bajo su apariencia de ferocidad era obediente y sumisa. Tenía el vicio de agarrar objetos
y contemplarlos ensimismada porque su mente no acertaba a averiguar qué cosa eran. La dulce
Ofelia estaba atada a un sillón por muñecas, tobillos y cintura. Su inmenso volumen dormitaba.
Pronto supo que los primeros días hubo que reducirla y atarla porque atacaba con saña a todos
cuantos tuvieran movimiento. De suerte que ya había adquirido el reflejo condicionado de desear
las ataduras, y en cuanto entraba en la nave se dirigía a su sillón y ofrecía sus muñecas y
tobillos a las "batas blancas" para que la amarraran. Si no lo hacían, le entraban sus accesos de
furia. La enana yacía en el suelo cual si estuviese muerta. Una hilera de catatónicas estaban
sentadas absolutamente inmóviles en un banco de piedra que bordeaba la inmensa nave. Y
semejaban un zócalo humano. Una mujer de edad indefinible, levantadas las faldas hasta la
cintura, se arrancaba parsimoniosamente parásitos del vello del pubis. Se oían voces
amenazantes, pero eran de mujeres que hablaban solas. A pesar de las ventanas abiertas y de
la ducha matinal obligatoria, un olor fétido se extendía por doquier. El mayor movimiento de
entradas y salidas era el de las enfermeras llevándose a las que se ensuciaban encima y
limpiando el suelo de los excrementos que sazonaban de irracionalidad, animalidad y hediondez
el recinto. Una mujer de bellas facciones andaba a gatas y husmeaba como lo haría un perro los
detritos recientes. La que emitía graznidos lo hacía exactamente cada veintisiete segundos
cronometrados por Alicia. Y eran muchas, muchas, muchas las que hablaban, gesticulaban,
reían o lloraban teniendo como interlocutores únicos a sus alucinaciones. ¿Qué es lo que verían,
qué es lo que escucharían decir a sus fantasmas? ¿Variarían de día en día, o de hora en hora, o
su alucinación sería invariable y fija como una pesadilla que durara eternamente? Quiso Alicia
trazar un catálogo de diferenciaciones entre la "Sala de los Desamparados" y la "Jaula de los
Leones" (o "de las Leonas", ya que se encontraba en la nave de las hembras). Lo primero que le
vino a la mente fue más literario que científico; más metafórico que selectivo. Lo que veía ante
ella era de más alcurnia morbosa. Este palacio estaba reservado a la más alta aristocracia de la
locura, a la sangre azul de los perturbados, a los linajudos de las demencias. Procedían de
diversas familias de males, como los hidalgos de sus linajes, pero la enana, "la Mujer Tonelada",
"la Gorila", la que andaba a gatas, las que reñían con sus sombras, las sucias, las quietas, eran
las infanzonas, las patricias, la crema de todo el manicomio. ¡Triste y siniestra catalogación de
estirpes! Más esto que era certísimo no marcaba una diferenciación de actitudes, sino de grado.
Y pronto dio con una clave que distinguía a todos los inquilinos de "la jaula" con los del resto del
manicomio. Los que andaban libres por el parque, los que convivían en el edificio central, tenían
comunicación entre sí. Don Luis Ortiz era una fuente de lágrimas; sus glándulas lacrimales
competían con el río Amazonas en la producción de líquido, pero hablaba y entendía y paseaba

con otros. "El Falso Mutista" no hablaba con nadie "para que no le robaran sus pensamientos", pero él estaba atentísimo a lo que hacían o decían los demás. Rómulo padecía una amnesia lacunar respecto a Remo, su gemelo aplastado, pero sabía cómo se movían, hablaban y se comportaban "los otros", Y ésa era la gran diferencia. Para los habitantes de "la Jaula", "los otros" no existían. La gran mayoría de los dementes no eran capaces de estar atentos a nada, pero los que sí podían fijar en algo sus pensamientos, los dirigían hacia entelequias ancladas en su pasado o en sus alucinaciones engañosas. Y así, esta mujer insufrible que ahora estaba plantada ante Alicia acusándola de haberle robado la herencia de un predio agrícola, no hablaba en realidad con ella, sino con sus fantasmas, con sus espectros, con sus duendes. En la "Sala dé los Desamparados", los locos padecían sus males "en compañía". Aquí, todos estaban solos con sus quimeras. Gran parte de la tarde estuvo Alice Gould conspirando con el doctor Rosellini. El plan "inicial" — al que posteriormente Alicia añadió notables perfeccionamientos— era éste. Se fingiría, hasta el regreso del doctor Arellano, que era tratada directamente por el jefe de la unidad. Entretanto, el abogado que ella escogiera —y al que se le permitiría subrepticiamente la entrada en el despacho de Rosellini— se encargaría de los trámites legales para la localización de Heliodoro Almenara a efectos de que éste, acogiéndose al párrafo b) del artículo 27 (del tantas veces mencionado Decreto de 1931), reclamara formalmente a la enferma sin hacer mención de si los trámites para su ingreso fueron falsificados o no. De modo paralelo, y por si lo anterior fallara, se redactaría un documento para que fuese firmado por todo el cuadro clínico de médicos solicitando del director que aplicase el párrafo d) de la misma disposición: es decir, declarando "la sanidad" de Alice Gould y su consecuente libertad, por haber cesado las causas por las que fue internada. Más para hacer esto era inexcusable el regreso de César Arellano: no sólo por la importancia de su firma como jefe de los Servicios Clínicos, sino por su ascendiente sobre los demás médicos para convencerles de que estampasen la suya en el documento de petición. Por último, si en el entretanto Samuel Alvar pretendía cambiar de unidad a Alice Gould para tratarla con insulinoterapia o electroconvulsionantes, el doctor Rosellini se comprometía a sacar a Alicia del hospital en el portaequipajes de su automóvil y trasladarla a un lugar seguro, aunque esto — si se descubría— le costara el puesto. Se extendió después Rosellini, con visible irritación, a lo que denominó "la historia de los cuchillos". En la última junta de médicos —explicó— y como consecuencia del doble homicidio de Machimbarrena, se propuso un sistema por el cual los utensilios de las cocinas de las "viviendas familiares" quedasen unidos por unos dispositivos a las paredes, de modo que pudieran ser usados, pero no extraídos de las casas. Todos estuvieron de acuerdo menos el director, quien consideraba que tal medida era humillante y depresiva para los enfermos y, por tanto, "antisocial". Interrumpióle Alicia el relato de esta historia. Quería precisar "algunos detalles" al plan expuesto para su "salida legal", cuyas posibilidades estaba de acuerdo en que debían ser agotadas antes de intentar "la segunda fuga". —Una vez hablé de esto mismo con el doctor Arellano —explicó Alicia—. Y llegamos a la conclusión de que aunque mi marido me reclamara, el médico-director podía oponerse a mi salida, caso de considerarme "en estado de peligrosidad". ¡Y éste es el supuesto que nos ocupa, ya que Alvar me ha destinado a la unidad de "los peligrosos"! Siendo éste su criterio, ¿cómo imaginar que se deje convencer por ustedes para declararme sana? César Arellano me explicó que me quedaba como último recurso apelar a la autoridad gubernativa. A lo que yo repliqué que aún quedaba otro medio que no era la fuga. César negó que hubiese otra posibilidad. Y yo porfié que sí. —Yo tampoco veo otro medio legal —murmuró Rosellini al oír esto. Alicia extremó la mejor de sus sonrisas.
—Cuando César Arellano insistió en que le explicase de qué otros medios podía valerme para
salir de aquí, me quejé de su falta de imaginación. ¡Los médicos son ustedes tan inocentes!
Rosellini repitió que no había otros medios de salir del hospital que los ya dichos, o la fuga. Pero
Alicia se mantuvo en sus trece afirmando que existía un modo mucho más eficaz.
—Me gustaría conocerlo —dijo Rosellini escéptico. Alice Gould rompió a reír.
—Si mi libertad depende del director, y el actual se opone... todo consiste, amigo Rosellini... ¡en
cambiar de director!
El jefe de la Unidad de Demenciados parpadeó repetidas veces. Alice Gould continuó con
entusiasmo:
—En lugar de redactar este documento, firmado por todo el cuadro médico pidiendo mi
exclaustración, lo que deben ustedes firmar es una
petición dirigida al ministro de Sanidad solicitando unánimemente el traslado de Samuel Alvar.
¡Es así de sencillo! Piense, doctor, en los suicidios, las fugas, las rejas no sustituidas por
ventanas apropiadas, los ahogados, los asesinados, la fatídica excursión campestre, la negativa
que acaba de contarme a tomar una medida de prudencia tan elemental como la de los
cuchillos..., el hecho mismo de mandarme tratar por * una enfermedad que no ha sido
diagnosticada por nadie... ¿No le parecen motivos suficientes para solicitar por vía reglamentaria
la destitución de ese incompetente?
Rosellini se atusó el pelo con las manos y repitió este movimiento varias veces.
—¿No lo comprende, doctor? Si Samuel Alvar no me suelta, hay que sustituirle por otro director.
Pero no por cualquiera... sino por otro director... ¡que esté dispuesto a dejarme en libertad!
—¡Es usted maquiavélica!
—La necesidad afina el magín —rió Alicia—, ¡y es mucho lo que me va en ello! ¡La operación
"A.A." (AntiAlvar) ha comenzado!
Cuando concluyó su importante conversación con el médico, Alicia quiso hablar con la enfermera
jefe de la unidad. A pesar de haber una auxiliar por cada cuatro dementes, el trabajo de las
"batas blancas" era agotador. Las admirables y sufridas mujeres no daban abasto para lavar y
cambiar de ropa a las que en términos psiquiátricos antiguos llamaban "sucias"; para amarrar a
las furiosas; comprobar si la que se quitaba pacientemente parásitos de sus partes pudendas los
tenía o no; dar de comer en la boca a las inmóviles, inyectar calmantes a las excitadas, y mil
faenas más que eran más terribles de ver que fáciles de explicar. Se ofreció Alicia para
ayudarlas en lo que pudiese. Aunque no conocía —¡ello era imposible!— a todo el personal del
manicomio, lo cierto es que ella era conocida de todos. Se sabía la ascendencia que tenía entre
los médicos y se consideraban escandalizadas de que una mujer como ella hubiese sido
encerrada entre aquellos tristes desechos de humanidad. Así al menos se lo hizo saber la
enfermera jefe, Isabel Moreno, mujer corpulenta, cincuentona, con gran experiencia en su oficio
y mucho prestigio entre las auxiliares más jóvenes.
—Por las tardes —concluyó—, estamos menos agobiadas. Por las mañanas, en cambio, nos
podría usted echar una mano ayudándonos en las duchas.
—¡Cuente con que lo haré! Pero me parece poco. Yo quisiera hacer más.
Isabel Moreno la contempló con gratitud no exenta de sorna.
—No sería usted capaz... ¡Hay que tener mucha experiencia y mucho estómago!

—¡Pruébeme en lo que sea! ¡Yo quiero ser útil!
—La voy a castigar por su temeridad. Espéreme aquí. Al poco tiempo regresó con un enorme
biberón.
—Contiene jugo de verduras y de carne. Vamos a dárselo a una enferma muy peculiar. Se
acercaron a una puerta.
—Sólo le agradeceré que no grite.
La habitación estaba a oscuras. Apenas se abrió la puerta Sintióse un hedor, mezcla de establo,

pocilga y urinario. Isabel Moreno pulsó el conmutador y la pieza se iluminó. En el suelo había un bulto humano y en la pared una percha con ropa. El bulto comenzó a agitarse, sentóse adosado a la pared y abrió una inmensa boca. Alicia emitió un gemido. Aquella mujer carecía de ojos, orejas, pelo y nariz. Su cara, redonda y congestionada, era como una bola desinflada y arrugada. En aquella masa informe sólo se abría el enorme cráter de una boca carente de dientes pero provista de poderosos labios gomosos que temblaban ante la inminencia del alimento presentido. Acercóle la enfermera el biberón a los labios, y éstos presionaron la tetilla de goma, y comenzaron a succionar con avidez. En el centro de la frente, como un dibujo incompleto, como un tatuaje mal hecho, se adivinaba nítido el perfil de un solo ojo que la naturaleza comenzó a formar en el seno materno y renunció después a concluir su obra. La leyenda mitológica de los gigantes, hijos de la tierra y el cielo, que poseían un solo ojo en el centro de la frente, tenía en esta monstruosa mujer un pálido remedo: una pavorosa caricatura. Era ciega, muda y sorda. Carecía de extremidades. Pero su aparato digestivo y respiratorio eran perfectos y su corazón latía con la regularidad de una muchacha joven y sana. La llamaban "la Mujer Cíclope". Nadie conocía su nombre, su edad ni su procedencia. Alguien la dejó abandonada de noche dentro de un saco junto a las verjas del hospital. Alicia se había propuesto no gritar, mas no pudo evitarlo. Rehuyó los ojos de aquel esperpento, para eludir su terrorífica visión, pero lo que entonces vio era aún peor que lo primero. ¡Lo que colgaba de aquella percha que vislumbró en la pared no era ropa, era un ser humano! Estaba enfundada en una suerte de saco por uno de cuyos extremos emergía la cabeza y por el otro los pies. Era ciega, pues sus ojos abiertos estaban velados por una masa viscosa, como clara de huevo, movía los labios al olor del biberón y por sus pies descalzos se deslizaba, como por los canales que llegan a las alcantarillas, los desechos de su vientre, que eran recogidos por una gran palangana, situada a medio metro bajo sus pies. Carecía de toda posible continencia. Y sus detritos manaban por sus piernas, como una fuente constante, a medida que su organismo los producía y desechaba. —¿Qué le ocurre? —Carece de espina dorsal. Va encorsetada en un chaleco de cuero que lleva a la espalda un gancho .para colgarla de la argolla. Nació aquí hace setenta años. Es hija de un sifilítico y una alcohólica, ambos dementes. Si la dejáramos caer se encogería como un acordeón y su cabeza se uniría con sus caderas. —¿Le ha ocurrido eso alguna ver? —Sí: de niña. Hasta que los médicos inventaron para ella esa vestimenta. Al principio la denominaban "la Niña Acordeón". Ahora, "la Mujer Percha". —¿Está demenciada? —¡Afortunadamente! —¿Por qué no practican con ella la eutanasia y la dejan morir? Isabel Moreno no respondió a esto. —En fin, señora de Almenara, ¿qué prefiere? ¿Dar de comer a "la Mujer Percha" o hacerle la limpieza? Alice Gould sufrió un vahído, temió desmayarse y huyó de allí. La noche fue terrible. Antes de acostarse, muchas de las dementes recibían su acostumbrada ración de calmantes, y el coro de lamentos, gritos, ayes y alaridos se repetía a cada pinchazo. Según la información, había enfermas que, si no eran medicadas, comenzaban a gritar desde que se ponía el sol hasta que amanecía; y otras, desde el alba hasta el anochecer. ¡La Naturaleza es así de variada! De modo que los calmantes se turnaban, según cada supuesto, sin excluir (caso de la dulce Ofelia) doble y aun triple ración. Casi todas—^salvo las inofensivas— dormían atadas. No se consideraba necesario hacer esto con la enana que se creía muerta, y era, por tanto, poco alborotadora; ni con la que andaba a cuatro patas maullando, pues era gatita faldera, regalona y cariñosa. Alicia fue también absuelta desde esa segunda noche de toda atadura. Pero es el caso que al ir a acostarse, encontró su cama ocupada por la muerta, a la que
hubo que resucitar, y que a medianoche la gatita cariñosa se metió entre sus sábanas y empezó a ronronear. Alicia, con la ayuda de la ayudante nocturna, la cogió en brazos y devolvió la felina a su sitio, la cual, muy triste de haber sido desechada por la que creía ser su dueña, a lo largo de nueve horas no dejó de maullar. Entre sus maullidos particulares, los ronquidos generales, las que hablaban soñando, las que tardaban en dormirse y las que eran prontas en despertar, la noche fue un tormento. En los recuerdos de Alice Gould, durante su duermevela, se entremezclaban "la Mujer Percha", "la Mujer Cíclope", el aliento del mastín sobre su nuca y los gritos del pastor: "¡He cazau a la loca! ¡Eh, los civiles, vénganse pa'cá, que la he cazau y bien cazaü!"
                     

                                   ....

T LA "JAULA"II

Tome. Esta es su ropa. Después miraremos su espalda. —¿No me da usted más ropa interior que el sostén? —No es costumbre. —¿Por qué? —Muy pronto lo sabrá. Cruzó Alicia ante aquella población desnuda y deforme. El panorama le recordó al de un grabado francés que representaba las ánimas que penan en el Purgatorio. Lo mismo que la primera vez que bajó a la "Sala de los Desamparados", no se atrevía a mirar directamente a la cara de las demenciadas. Contemplaba el conjunto, más no a los individuos. La ropa que le dieron era idéntica a la que llevaba "la Mujer Gorila" el día que la atrapó: una bata azul y unas alpargatas negras. Mientras se vestía, las enfermeras ayudaban a hacerlo a las demás. Algunas de las dementes colaboraban alzando un brazo o extendiendo un pie; otras, era necesario moverles los miembros para enfundarles una manga o calzarlas; otras, en fin, se debatían, negándose a ser vestidas. Poner su ropa a la enana era una función parecida a la de amortajar a un muerto. Entre las rebeldes se contaban la mujer de los grititos — fácilmente reducible— y "la Mujer Tonelada", que respondía al dulce nombre de Ofelia. Todo el mundo debía permanecer junto a sus camas hasta nueva orden. De pronto comenzaron los alaridos por el fondo del pasillo. Se diría que las degollaban. Unas chillaban estridentemente como las malas actrices en las películas de terror. Otras, con largos quejidos, como un lúgubre viento. Las había que emitían un breve gruñido. Y una de ellas maullaba como un tierno gatito desamparado. Este coro de voces se repetía día tras día a la hora de las inyecciones. Y se iba aproximando a lo largo de los cuartos numerados, a medida que las enfermeras, armadas con las jeringuillas, se iban acercando. Al llegarle el turno a Alicia, ésta tuvo una feliz intuición. —El doctor Rosellini —dijo— ha prohibido que se me medique. Ojeó la enfermera su cuadernillo de instrucciones, y comentó: —En efecto, Jo ha prohibido. Y pasó a la siguiente. Para que la dulce Ofelia pudiera ser inyectada, diez "batas blancas" entre las más corpulentas se tumbaron sobre ella. Llegada la hora del desayuno, Alicia comprobó que la más dócil era "la Gorila" y la más conflictiva "la Tonelada" del poético nombre. Cada movimiento, cada acción — ducha, inyección, comida, paseo— era una algarada permanente. A Alicia quisieron darle de comer en la boca, y al asegurar ella que podía valerse por sí misma, la dejaron hacer por ver si decía la verdad. Con gran alivio comprobaron que sí, porque el resto de aquella tribu infrahumana no hacía sino crear problemas y dificultades sin cuento. Las sufridas "batas blancas" no podían permitirse el lujo de un solo instante de distracción. Había una loca a la que, por error, dejaron desayunarse sola. Se limitaron a migar el pan en un gran bol de malta con leche y azúcar. Y no se ocuparon más de ella. Mas es el caso que el alimento no llegaba nunca a sus dientes. En el trayecto que va del tazón a sus labios, el cubierto se había vaciado íntegro sobre su bata. Ni un solo de los viajes de su cuchara llegó a buen puerto. Hubo que lavarla y cambiarla de ropa y en cuanto se pasó al salón —réplica del de los Desamparados— se orinó encima; con lo cual, por tercera vez en media hora, se produjo la incómoda operación de desvestirla, lavarla y volverle a vestir una bata limpia. Comprendió Alicia por qué la ropa interior sólo consistía en el sostén. Era una medida de economía de tiempo y de higiene, ya que la mayoría de las demenciadas se orinaban encima continuamente. Concluido el desayuno se daba a algunas enfermas un cubo y un mechudo —consistente en un palo con multitud de bayetas adheridas— para que limpiaran los ladrillos del pasillo y los dormitorios. Eran muy pocas las que eran capaces de realizar estos movimientos elementales; mas había una reclusa llamada Tecla Torroba, que adquirió el hábito de hacerlo. Y desde que se desayunaba hasta la hora de comer, y desde el almuerzo hasta la cena, no cesaba de fregar unas sesenta o setenta veces lo que ya habían hecho las otras, con lo que el suelo quedaba tan
lamido, relimpio y aseado como un traje de novia. Para que Tecla Torroba dejara de trabajar
había que atarla. Alicia, al cervantino modo, la bautizó "la Ilustre Fregona".,
Estaba Alice Gould dedicada a este menester cuando intuyó que alguien a sus espaldas la
contemplaba. Volvióse. Era el doctor Rosellini. Nunca le había visto un rostro tan grave.
—Deje su trabajo, y sígame.
La cedió el paso para que entrase en su despachito, y colgó en el pomo de la puerta un cartón
impreso que decía: PROHIBIDA LA ENTRADA.
Se miraron a los ojos. Rosellini habló en voz muy baja:
—Soy su amigo, Alicia. Y espero que no cometa la indiscreción de repetir a nadie, ni ahora ni
cuando se vea libre, lo que voy a decirle.
—Me tiene usted en ascuas, doctor.
—Fíjese bien en la gravedad que supone para un médico interno de un hospital psiquiátrico lo
que estoy dispuesto a hacer: organizar su fuga. El crimen que se está cometiendo con usted
carece de paliativos.
Rosellini hablaba casi en un susurro. Su rostro, normalmente sosegado e inexpresivo, estaba
encendido por la cólera.
—Ahora bien —añadió—, también le anuncio que sólo haré esto en último extremo. Primero
intentaré por todos los medios su libertad legal. Sólo le ruego que tenga usted un poco de
paciencia y esperemos el regreso de César Arellano. La decisión del director de aprovechar la
ausencia del médico que la ha atendido hasta ahora para iniciar con usted un tratamiento tan
grave como el que iba a aplicársele ayer, es moral y clínicamente inadmisible, máxime existiendo
serias dudas de que esté usted siendo víctima de una estafa, un chantaje o una venganza.
—¿No ha sospechado usted, doctor Rosellini, que el director pretende hacerme enloquecer?
—Sí. Lo he pensado. Pero no lo conseguirá. A todos los clientes de esta unidad debe usted
mirarlos "desde fuera". En ningún momento "desde dentro", como si usted fuera uno de ellos. Le
puedo facilitar libros que expliquen los casos de cada uno; así los considerará científicamente y
no como compañeros suyos. Pídame cuanto necesite
para estar entretenida: libros, revistas, comida. Sólo a una cosa me negaré: a que salga usted de
mi unidad. Aquí está usted protegida por mí. Y fuera de aquí ¡no respondo de las perrerías que
puedan hacerle!
—Doctor Rosellini, no encuentro palabras para demostrarle mi gratitud. Le haré una lista de los
objetos que me serán más útiles. ¡Que Dios le pague todo el bien que me hace!
—Me falta otra cosa por decirle. Yo voy a fingir que la estoy tratando con unos psicofármacos
fortísimos. Tal vez en algún momento, tenga usted que representar una pequeña comedia.
Alicia sonrió.
—¡Desde que estoy aquí me estoy especializando en eso! Rosellini se puso en pie y Alicia le
imitó.
—Voy a hacer mi recorrido por el pabellón de hombres y después regresaré. Téngame hecha su
lista para entonces.
—Doctor, para eso necesito pluma y papel.
Salieron al exterior y el médico ordenó a Lola Pardiñas:
—¡Dale a esta enferma lo que te pida!
¡Manes del reglamento! El director tenía rigurosamente prohibida en la Unidad de Demenciados
la existencia de objetos punzantes en poder de los enfermos. Y entre tales objetos se contaban
las plumas, lápices y bolígrafos.
—¿Cómo voy a hacerle al doctor Rosellini la lista que me ha pedido?
—Dictándomela a mí —respondió la bonita enfermera. La lista quedó compuesta del siguiente
modo:
1.° Autorización escrita para poder usar pluma y papel de escribir.
2.° Pluma.

3.° Papel de escribir.
4.° Mi cepillo de pelo.
5.° Mis libros de medicina.
6.° Mi ropa interior.
7.° Autorización para recibir visitas.
8.° El parte climatológico diario de la provincia de Almería.
—Estoy un poco sorprendida —comentó la "bata blanca"—. ¿Qué significa todo esto? Alicia se
abstuvo de responder por lo derecho.
—La lista es para el doctor Rosellini. Quédese con ella y se la entrega cuando le vea, por favor.
Dígame, Lola, ¿qué debo hacer ahora? ¿Adonde tengo que ir?
—Es usted libre de pasear por el patio interior (donde también se reúnen los hombres) o de ir a
la sala de mujeres solas, desde cuyas ventanas se divisa el parque.
—¿Hace buen día? .

                                   ...

T LA "JAULA"


EL DOLOR DE LA PEDRADA en su espalda no era tan grande como lo fue su desesperación al comprender dónde estaba. Su despertar fue súbito. La sobresaltó un grito corto y agudo como el de un ave nocturna. No era la primera vez que oía semejante estridencia. Recién ingresada, y estando en compañía del "Astrólogo" de la gran nuez, oyó un grito semejante a dos dementes acodados en el alféizar de una ventana en la "Jaula de los Leones". Abrió Alicia los ojos. Y vio a una vieja completamente desnuda sentada al borde de su cama, que cada medio minuto lanzaba esos breves y alucinantes bocinazos. La cama que ocupaba Alice Gould formaba hilera con otras seis. Enfrente había otras seis más, ocupadas unas, y otras no. Las greñas de la que gritaba le caían sobre el rostro; de modo que era imposible verle la cara. Otras mujeres, todas desnudas, se paseaban entre las camas. Se estremeció al reconocer en una de ellas a "la Mujer Gorila". Si ésta la atacaba, Alicia no podría defenderse, porque estaba atada por los tobillos, la cintura y las muñecas. Al comprobarlo enrojeció de cólera. ¿Quién si no el director tenía autoridad para dar semejante orden? Una enana de inmensa cabeza cruzó entonces por el pasillo, todo el menudo cuerpo empapado en agua. Una enfermera la alcanzó, le echó un toallón encima y la secó. Cuando la enana quedó en libertad, desnuda como estaba, se tumbó en el suelo, donde quedó fingiéndose la muerta. Dos enfermeras más se llevaron a "la Gorila" y a la que emitía gritos. A lo lejos se escuchaba el rumor de las duchas. Nadie necesitó aclararle que la habían encerrado en la Unidad de Mujeres Dementes que dirigía Rosellini, a quien tanto disgustaba el apodo común que se usaba para designarla en la jerga del hospital, la "Jaula de los Leones". —Te voy a desatar. ¿Te portarás bien? —le preguntó a Alicia una enfermera. —Siento un gran dolor en la espalda. —Siéntate en la cama. Obedeció Alicia y la "bata blanca" la despojó del camisón. —No es más que una magulladura. No tienes nada roto. Dame la mano. Levántate. —Puedo hacerlo sola. —Eso lo veremos. Ven por aquí. Siéntate en el excusado y espérame. Era humillante sentarse así, de cara a la galería, en unos retretes sin puerta. Otras mujeres yacían en la misma posición. La gran nave estaba cortada perpendicularmente por varios paramentos verticales que no llegaban a la pared frontera. Cada dos paramentos equivalían a una habitación de doce camas situada cada media docena frente a la otra media. Pero eran habitaciones de sólo tres lados, pues faltaba el que correspondería al pasillo. Al fondo de éste, los excusados y las duchas. Al otro extremo una puerta incógnita. Todo se hacía a la vista de todos. De la taza, Alicia fue conducida a la ducha. La enfermera la enjabonó. —¡Le aseguro que puedo hacerlo sola! Al comprobar que no mentía, la "bata blanca" acudió a ayudar a varias compañeras qué empujaban a un cuarto de tonelada de carne femenina que se negaba a ser duchada. Cuando consiguieron reducirla, volvió la buena mujer con un toallón y se dispuso a secar a Alicia. —Mire qué bien lo hago yo sola, aunque me duele mucho, mucho, la, espalda. Enfermera, ¿cómo se llama usted? —Lola Pardiñas. —Es usted muy bonita. ¿Qué edad tiene, si no es indiscreción? —Veintiocho. ¿Y usted cómo se llama? —Alicia Almenara. —¿Usted es la famosa Alicia Almenara? ¡No puedo creerlo! ¿Y quién la ha metido a usted aquí? —¡Caprichos del director, supongo! —Ahora vuelva a su cuarto, Alicia. Su cama es la dieciséis B. Quiero verla andar y vestirse sola.

                                      ...