viernes, 4 de mayo de 2018

D "EL ASTRÓLOGO" Y "LA DUQUESA"


CRUZO ALICIA LA GRUESA puerta de acero a la que ya para siempre denominaría "la frontera"— y observó que en la "Sala de los Desamparados" había mucha menos gente que en los minutos que precedieron al desayuno. La mayoría de los pacientes paseaban por el parque. Los ventanales que comunicaban con el exterior estaban abiertos, y a través de ellos se veía deambular a los reclusos en pequeños grupos o en solitario. Afuera brillaba el sol. En el interior no quedaban más que una veintena de enfermos y dos "batas blancas". Allí continuaban "el Hombre de Cera", de pie, inmóvil y con la cabeza levantada, como una cariátide de piedra que sostuviera con su frente un capitel; varios "solitarios" que rumiaban sus penas, bien caminando o bien sentados, y una pareja cuya visión hirió, primero, sus pupilas, y después su compasión. "La Niña Oscilante" estaba sentada en el suelo, de cara a la pared, en el mismo sitio en que la vio por la mañana, y moviendo su cuerpo de uno a otro lado, como la vez primera. Junto a ella, y en su misma postura, "el Mimético" le acariciaba la cabeza con gran ternura e, impulsado por su tendencia irresistible a imitar los movimientos ajenos, se balanceaba él también. Pero no lo hacía con afán de burla, como un simio en su jaula, sino simplemente llevando un compás cual si él y ella escuchasen una misma música imaginaria. Era una escena dolorosamente delicada y tierna. Alejada de ellos, Alicia buscó un asiento y se quedó observándolos. No era la única persona que hacía lo mismo. "El Hombre Elefante", sentado cerca de ellos, les contemplaba también. Su inmenso corpachón no cabía en una sola silla, de modo qué utilizaba dos para mejor acomodo de sus inmensas posaderas. Tenía este hombre de común con "el Hombre Estatua" su tamaño y su forma piramidal: puntiagudo por arriba y anchísimo por abajo. Más que caídos, los hombros de ambos parecían derrumbados: la distancia entre el pescuezo y el límite en que nacían los brazos era ingente y en forma de ladera muy pina. Sus tórax eran estrechos, pero enormes sus abdómenes y aún más sus caderas, de las que nacían dos piernas anchas como columnas y faltas de forma, de tal suerte que los tobillos eran tan grandes como los muslos. . Se distinguían en el tamaño de la cabeza, que era mínima en "el Hombre Estatua o de Cera", y regular en "el Elefante". Y sobre todo, en la expresión. El inmóvil absoluto carecía de ella; el rostro del inmóvil relativo, por el contrario (a pesar de su boca abierta, por cuyas comisuras caían hilos de saliva, y de sus ojos abombados y torpes) sí decía algo. Alicia pensó que los dos padecían una misma enfermedad endocrinológica, glandular, y una dolencia mental distinta o en diverso grado de desarrollo. Las miradas de ambos gigantes eran fijas. Pero la del "de Cera" estaba asentada en la nada. Y la del "Elefante" —¡Alicia se conmovió al comprenderlo!— en "la Niña Pendular". La suya era una mirada amorosa. ¿Lasciva? ¿Tierna? ¿Compadecida? Era difícil precisar estos matices que por ventura no cabrían en la mente del "Elefante"..., pero, en cualquier caso, era la suya una mirada hechizada, cautivada, por la pequeña. ¡Una mirada de amor! Alicia, al comprenderlo, sintió una congoja infinita que le subía del pecho a los ojos. Era demasiado triste haberlo comprobado. Súbitamente el gigante comenzó a agitarse y, haciendo ímprobos esfuerzos, se puso de pie y dio un paso al frente para mantener el equilibrio y no caerse. Rómulo —"el Niño Mimético", que no era tan niño, aunque lo pareciera— dejó de acariciar a "la Oscilante", y de un salto se puso de rodillas, alzó el busto, levantó los brazos, colocó sus manos en forma de garras enseñó los dientes y comenzó a rugir, Parecía talmente un joven leopardo. Pegaba pequeños saltos sobre sus rodillas, al par que avanzaba las garras amagando un ataque que no llegaba a realizar. "Es seguro que habrá visto a un gato acorralado hacer esos movimientos —se dijo Alicia—. O, tal vez, a una fiera salvaje por la televisión". A cada ademán amenazador del pequeño, se producía un movimiento convulsivo en el gigante: un ademán de miedo. Al fin, inició la retirada lateralmente. Sin dejar de dar la cara a su enemigo, salió al parque, por el abierto ventanal y, con la poca agilidad que su torpeza le permitía, 
emprendió la fuga. Alicia quedó anonadada. ¿Había visto realmente esta escena o todo fue una alucinación? Se propuso dibujarla: ¡grabarla en su mente y dibujarla! "La Niña", entretanto, ajena a todo aquel duelo de celos, de la que fue causa desencadenante, basculaba, basculaba; no cesó de bascular. La paz volvió al rostro del pequeño Rómulo —pequeño de cuerpo, pequeño de miembros, pequeño de facciones— tan súbitamente como le llegó la cólera. Fue la suya una tempestad automáticamente calmada. "Automáticamente —pensó Alicia—: he aquí una palabra que seguramente pertenecerá al vocabulario de la psiquiatría". No bien volvió Rómulo a acariciar la frente y la cabeza de la que creía su hermana, se levantó y buscó con ojos ávidos una "bata blanca". Se acercó a la enfermera. —Mi hermana se ha hecho caca —dijo simplemente. La mujer se acercó a la chiquilla y la ayudó a ponerse en pie. Los excrementos le resbalaban bajo las faldas hasta los calcetines. Le dio la mano y tiró de ella con suavidad. La niña, obediente al impulso ajeno —pues era de las que carecían de impulsos propios conscientes—, la siguió. Alicia adivinó que su propio rostro dejó traslucir una sucesiva muestra de sentimientos: sorpresa, compasión, asco, interés y un mudo homenaje admirativo por la abnegación de las enfermeras. Y dedujo que su rostro expresó todo esto al verlo reflejado en el del joven Rómulo, que, plantado descaradamente frente a ella, la contemplaba... y la imitaba. Sonrióle Alicia, y el chico le sonrió. Contemplóle en silencio, penetrando en sus ojos. El hizo lo propio. —Eres muy guapo chico. —Mi hermana es muy guapa también. Y tú también. Y la Castell también. Los demás son todos feos. —No todos. Hay un muchacho de tu misma edad, que se parece mucho a ti. Y que es muy guapo. —Yo no le conozco. —¿No le has visto nunca? —No. Rómulo negaba, no ya su parentesco, sino la realidad misma de su hermano gemelo. ¿A qué oscura corriente de su espíritu pertenecería esta aberrante obstinación? ¿Era sincero al ignorar la existencia de aquel otro muchacho de su misma sangre, que se parecía tanto a él como a una fotografía su duplicado? En este caso, la aberración era intelectual: su desviación manaba de la mente. ¿Era insincero, y conocía que allí —a pocos pasos— vagaba un ser que compartió con él el claustro materno y, aun sabiéndolo, se obstinaba en negarlo? De ser así, la malformación morbosa de su personalidad pertenecía a los sentimientos. ¿Y cuál de ambos males era más pavoroso? ¿Qué siniestra jerarquía de malignidad se llevaba la palma del horror: la ruina de la inteligencia, de donde mana el conocimiento, o de la voluntad, donde anidan los afectos? Pensaba en esto Alice Gould cuando súbitamente se oyó una voz desapacible y aguda. Pertenecía a una mujer qué era la viva imagen de la extravagancia, y que descendía en este instante por la escalera, hablando a gritos. —¡Hala, hala! ¡Todo el mundo fuera de mi vista! —decía—. Estoy harta de vuestras innobles presencias, y vuestra falta de higiene, y vuestras zalemas estúpidas, y vuestras conversaciones insípidas, y vuestros pensamientos lascivos, y vuestras miradas serviles, y vuestras conductas deshonestas, y vuestras falsas promesas, y vuestras almas de esclavos, y vuestra falta de clase, y vuestra ignorancia, y vuestras pretensiones, y vuestra miseria, y vuestra cobardía, y de los abusos que cometéis en mis despensas, y en mis cuentas corrientes, y en mis ganados, y en mis tierras, y en mis ajuares, y en mi vestuario, y en mis cofres de joyas y... ("¡Qué capacidad enumerativa!", pensó Alicia, admirada de tanta locuacidad.) 

1 comentario:

LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS dijo...

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