lunes, 7 de mayo de 2018

D "EL ASTRÓLOGO" Y "LA DUQUESA" II


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—He dicho que no quiero ver a nadie, pues vuestras miradas me ensucian; vuestras palabras me aburren; vuestros pasos me hieren los oídos; vuestros movimientos me irritan, y vuestra sombra me contamina. ¡Fuera todo el mundo he dicho...! Lo asombroso para Alicia es que fueron muchos los que la obedecieron, más no por acatar sus órdenes —como supo más tarde— sino por huir de su logorrea; pues ni los locos podían sufrir sus excesos locuaces cuando rebrotaban sus crisis. Sólo los paralíticos permanecieron indiferentes donde estaban. Era una mujer de unos ochenta años, iba inimaginablemente disfrazada de... de nada. Llevaba un turbante en la cabeza, compuesto con una gruesa toalla de felpa. Se había anudado una sábana al cuello, de suerte que le caía por las espaldas como una esclavina de largo vuele, que le dejaba a la vista la parte frontal del cuerpo; cubierto éste con otra toalla atada a la cintura a modo de minifalda y un sujetador colorado, que apenas oprimía la flaccidez de sus pechos. Una pierna estaba cubierta con una media de malla, de las que usan las cabareteras de los tugurios, y la otra no. Los zapatos, de altísimo tacón, era lo único de su indumentaria que hacían juego entre sí y con el sujetador, pues también eran escarlatas. Su atuendo era una mixtura extravagante de cesar romano, ayatollah persa, odalisca oriental y fulana de Montmartre. —Lo dicho no va para usted, señora de Almenara —dijo dirigiéndose a Alicia, cuyo verdadero nombre ya conocía, como el de todo el mundo—. Sé muy bien que no es usted de los Almenaras de Córdoba, que son todos bastardos; ni de los Almenaras de Toledo, que son judíos; ni de los de Valencia, que son nietos de corsarios; ni de los de Murcia, que se dedicaban a la trata de blancas, y aun de negras, pues en sus prostíbulos había no pocas moriscas; sino de los Almenaras de León, de sangre real, emparentados antaño con los Fernán González y hoy con los Calabria, los Pignatelli y los Osuna. Sea bienvenida a mi casa y espero que la pandilla de gamberros que la pueblan no le sea excesivamente molesta. Son criados viejos, algunos sirvieron al Gran Duque, y aunque me huele que están todos medio locos, no me avengo a echarles por aquello del "Honni soit qui mal y pensé", que en latín quiere decir "in dubio pro reo", y en castellano viejo: "¡A los perros, longanizas!" Por cierto que el chiquillo que estaba con usted es de lo mejor de esta casa. Tiene sangre de reyes por la rama bastarda. ¿Le ha tocado usted la oreja? ¿No? Hubiera podido comprobarlo por sí misma. ¿Me permite que le toque la oreja? ¡Ah, querida, querida, eso la desmerece mucho a mis ojos! Alguna abuela suya se tumbó en el tálamo de un rey, a espaldas de la reina; lo pasó en grande, sin duda, porque los orgasmos de los reyes son orgasmos reales; ¡pero la dejó a usted tarada para siempre! ¡Toque mis orejas! Yo no poseo esa adiposidad en el lóbulo izquierdo que usted tiene, al igual que lo tiene Rómulo, que es descendiente, por la mano izquierda, del primer rey de Roma. Yo vengo de la rama legítima de los Zares de Rusia, y aunque mi abuela se acostó con Rasputín, no dejó huellas. Lo siento, señora de Almenara, pero le cambiaré la habitación que le tenía reservada, y le pondré a su servicio una azafata bien distinta a la que pensaba. ¡Pedro! ¡Pedro Ivanovich, ven aquí! Se precipitó hacia "el Hombre de Cera", y lo trajo ante ella a trompicones, tirándole de las manos. —Le corté la lengua cuando era joven, por decirme palabras deshonestas. Desde entonces me obedece como un robot. Mire usted: le pongo una mano en la nariz y otra en el cogote. ¡Pedro! ¡No te muevas! Y como usted ve, me obedece. No todos son así. El resto, además de locos, son revolucionarios, aunque a decir verdad todo significa un poco lo mismo. ¿No piensa usted que sig... En esto abrieron los comedores; la máquina de palabras se interrumpió, y echó a correr hacia el olor de la comida. El almuerzo fue un puro martirio, y no porque el condumio dejara mucho que desear, sino por el insoportable protagonismo de aquella individua insufrible, que no dejó de hablar, dar órdenes y pronunciar discursos, arengas y soflamas. Afortunadamente para ellos, sus vecinos inmediatos de mesa eran oligofrénicos profundos y no se enteraban, pero eran muchos los que comenzaron a dar señales de agitación, como contagiados por aquel aluvión de palabras
que, sin perder del todo la coherencia, era difícilmente inteligible, porque eran más las ideas que acudían a su mente que el tiempo obligado que requería la pura fonética de las palabras para poder ser expresadas. —El viernes, que es día de visitas, puesto que es sábado, vendrá a verme el duque de Plymouth, que es un SaxoCoburgo Gotha, de los Gotha del almanaque, compuesto en papel de Holanda, que es una ciudad de los Países Bajos, donde estuve de niña, cuando todavía se jugaba al diábolo, que es un cucurucho de goma que se lanza a las nubes, y si se las toca las hace llover, y el mar se crece y se mete en esos países, que se llaman así porque están más bajos que el mar, y se inundan todos los días de lunes a viernes, menos los fines de semana, en que ponen unos diques para que no se mojen los quesos y los molinos de viento, y las mujeres puedan ir a misa para casarse con los obispos, porque allí acostarse con un obispo no está mal visto como aquí, que somos unos retrógrados y unos ignorantes. De modo que espero que os bañéis desde hoy mismo tres veces al día, para no oler como hoy, a hienas, que es el reptil que peor huele, porque se alimenta de cadáveres y de excrementos. De modo que dejad por un día de comeros unos a otros y gritemos ¡Viva el Zar! ¡Esclavos: brindad por el Emperador! Y decidme —añadió, abriendo su túnica y desenlazando la toalla que le servía de minifalda— si mis carnes no son las de una muchacha de veinte años a pesar de haber cumplido los veintiocho. ¡Tocad, tocad mis muslos y mis pechos y decidme si no son dignos de un SaxoCoburgo Gotha! Los enfermeros —¡al fin!— se la llevaron colgada de las axilas. Alicia aún la oyó gritar: "¡Mueran las hienas! ¡Viva el Emperador! ¡Tocad, tocad mis carnes, esclavos, y comparadlas con las de vuestras concubinas!" Sus piernecillas escuálidas, llenas de sabañones y necrosis, pateaban al aire y exhibía impúdicamente a los comensales sus pantaletitas coloradas, por entre cuyos bordes se escapaba en las ingles un vello lacio y canoso. La visión de esta vieja decrépita, pintarrajeada y ridícula, llevada en volandas por los loqueros, la afectó profundamente. —Debe usted comer algo, Alicia. Los días aquí son muy largos. Era la voz de Ignacio Urquieta. "Sí, sí debía comer algo, aunque esforzándose." "No era bueno dejarse dominar por sus impresiones". —Dígame, señor Urquieta: ¿Está permitido subir a la habitación libremente? Después de comer... desearía descansar. —También está autorizado pasear por el parque. Hoy hace un día espléndido y puedo permitirme el lujo de invitarla a dar un paseo. No todos los días podré, ¿sabe? Alicia no quiso averiguar la causa por la que aquel hombre joven, fuerte, de grata conversación y bien educado, podría pasear unos días sí y otros no. Prefería ignorarlo. Se comprendía incapaz de almacenar tantos horrores. Apenas concluyó de almorzar, subió lentamente la escalera para refugiarse entre las cuatro paredes de su dormitorio sin techo. Se detuvo en el rellano y miró hacia abajo. ¡Dios, Dios, sólo hacía diecisiete horas que había ingresado y le parecía un siglo! Comprendió lo que era ese extraño vocablo "alopsíquica", con el que los psiquiatras adjetivan la desorientación en el tiempo y en el espacio. La segunda modalidad no temía que la alterase nunca, pues bien sabía dónde estaba, y nunca lo olvidaría; pero comprendió el riesgo de llegar a no saber qué día era, ni qué hora, ni qué mes, ni qué año. Y eso es exactamente lo que le aconteció al despertar de una siesta profundísima y paradójicamente muy poco reparadora. El salto de tigre del "Niño" encelado, la baba cayendo de la boca abierta del "Elefante" enamorado, la tristeza infinita —que no tenía nada de cómica y sí de patética— del señor de las lágrimas, el gnomo de las grandes orejas sobándole los muslos, las pantaletitas rojas de la vieja que se creía joven; el mutismo del hombre que no hablaba porque no quería; el aquijotado de la gran nuez y los ojos alucinados, y como un calmante o un sedante la voz equilibrada de Ignacio Urquieta pidiéndole permiso para sentarse a su lado... ¿Todos esos recuerdos de cuándo eran? "¿Es posible —se dijo— que todo
eso haya ocurrido hoy? ¿No hace ya una semana de ello? ¿Y la conversación con el doctor Arellano cuándo fue?" Sintió como un mareo —"¡un mareo alopsíquico!", se dijo, para sí, riendo— al considerar que aún no habían transcurrido veinticuatro horas desde que un hombre y ella, detenidos junto a la gran verja de entrada, bromearon acerca de lo que significaba cruzar "la Puerta del Infierno". —No te preocupes —le dijo él—. No hay ningún cartel que diga "Lasciate ogni speranza". Estaba dispuesta a descender al parque cuando decidió que le sería muy útil reconsiderar su situación. ¿Hizo bien en hablar con el médico con la franqueza con que habló? Las palabras de Montserrat Castell —"¡No intente engañar al médico al menos de un modo consciente!"— la habían impulsado a ser muy veraz: a comportarse tal cual era en realidad. No estaría de más —se dijo— hacer cada día examen de conciencia y recapitular acerca de los dos objetivos por los que se encontraba en el manicomio: fingir una psicosis y descubrir al autor de unas cartas y probablemente de un asesinato. Nadie iba a medicarla mientras no llegara el doctor Alvar. Toda la terapia que le aplicarían sería repetir —ignoraba con qué frecuencia— sus gratísimas conversaciones con el doctor del pelo blanco, los lentes de oro y el corazón probablemente de lo mismo. Entretanto, debería escuchar, atender, observar y eliminar. Nadie podría echarla del hospital mientras Samuel Alvar no regresara. Y cuando éste volviera, ya se encargaría de prolongar su estancia hasta que la investigación estuviese concluida. Samuel Alvar era su cómplice. Samuel Alvar era el único que sabía con certeza que ella era una mujer totalmente sana. Samuel Alvar era quien le había aconsejado que se fingiese paranoica. Samuel Alvar era íntimo amigo de su cliente —también médico— Raimundo García del Olmo. Samuel Alvar le había prometido su colaboración para facilitarle cuantos datos necesitase respecto a los sospechosos. Samuel Alvar, Samuel Alvar, Samuel Alvar... Su nombre era como un quiste que de día en día crecía en su cerebro. Fue un gran acierto el de este hombre haber escogido la modalidad paranoide para su fingimiento de enferma mental, ya que cuantos padecen este mal son razonadores; muchos de ellos inteligentes y suelen cumplir a la perfección las obligaciones propias de sus oficios o profesiones. De otra parte, los paranoicos no muestran más síndromes de anormalidad que los relacionados con su delirio particular, de modo que no se vería obligada a simular la euforia del maníaco, ni la pavorosa tristeza del deprimido, ni la absurdidad del esquizofrénico, ni la idiocia del demente. Alicia no servía para actuar de payaso. No se imaginaba pegando saltos histéricos ni fingiendo crisis de furia. Y se congratulaba de poder conservar —salvo las mínimas excepciones obligadas— su propia personalidad. En relación con Montserrat Castell, su actitud no había precisado fingimiento alguno salvo su reiteración de que ella "no era una enferma" (lo cual de otro lado era cierto) y que estaba "legalmente secuestrada", lo que, a lo largo del tiempo que durase su investigación, debía ser el leitmotiv de la interpretación paranoica de su reclusión. También había exagerado en alguna de sus reacciones, como cuando tiró el encendedor al suelo o cuando juró por tres veces que nunca más se dejaría arrebatar por la cólera. En todo lo demás había sido sincera con ella. La muchacha le pareció llena de encanto y de bondad, era lindísima, y se sintió instintivamente deseosa de acogerse a su protección ante el misterio y las incógnitas y los sinsabores de este mundo desconocido en el que había penetrado. ¿Qué le importaba, entretanto, aparecer como normal ante las personas cuya compañía más le agradaba? Estas, por ahora, eran tres: Montse Castell, el doctor César Arellano e Ignacio Urquieta, el de la misteriosa y —para ella— desconocida enfermedad. Cuando descendió, "el Hombre de Cera" se mantenía en la misma postura en que le vio por última vez. Apiadado de él, Alicia le cambió las manos de sitio, y supuso que la nueva posición sería menos incómoda. Pasó sin mirar junto al trío formado por "la Niña", "el Cachorro de Tigre" y "el Elefante", y se internó en el parque.


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