sábado, 3 de noviembre de 2018
AGRADECIMIENTOS A TODOS@!!!
RECORDATORIO DE PERSONAJES
Un hombre y una mujer ante las verjas. — "El Tarugo": — Teodoro Ruipérez, ayudante del director. — El doctor Enrique Donadío. — Heliodoro Almenara. — Montserrat Castell, la psicóloga, asistenta social, monitora de gimnasia y carmelita. — Conrada la Vieja. — La ecónoma. — "El Hombre de Cera", también conocido por "el Hombre Estatua" y "la Cariátide de Sí Mismo". — Roberta, la guardiana de noche. — "El Onírico".
— Adela o la autocastigada en el rincón. — El de la almohada esquizofrénica. — Don Luis Ortiz
o "el Violador de su Nuera" o "el Caballero Llorón". — El ciego, mordedor de bastones. — Ignacio Urquieta, o "el Topógrafo" o "el Fóbico al Agua". — Celestino Expósito, apodado "el Gnomo", "el Jorobado" y "el Palpador de Nalgas Ajenas". — Marujita Maqueira, la insulínica confidente de los extraterrestres. — Carolo Bocanegra, falso mutista y ciego voluntario. —Rómulo, "el Niño Mimético", el gemelo, el falso hermano. — Alicia la Joven, o "Niña Péndulo" o "Niña Oscilante".
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Remo. — "El Hombre Elefante" o José Sáez y García. — El jefe de los Servicios Clínicos, doctor César Arellano. — "El Hortelano" que padece fobia de alejamiento. — Los dos leones rugientes. — Sergio Zapatero, conocido por "el Astrólogo" y por "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos", y también "el Quijote" o "el Aquijotado". — El inventor de su idioma. — Charito Pérez, "Gran Duquesa de Pitiminí". — El capellán. — Norberto Machimbarrena, mecánico dé la Armada, "el Triple Homicida", "el Quíntuple Homicida", "el Hombre del Traje Azul", el de la corbata. — El padre, el hermano y la cuñada de Ignacio Urquieta. — El doctor don Raimundo García del Olmo o cliente de Alice Gould. — El "nuevo": Antonio el Sudamericano. — El doctor Sobrino, jefe de la Unidad de Recuperación. — Conrada la Joven. — El suicida o uno de los "tristísimos". — El otro tristísimo.
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Pepito Méndez: "el Albaricoque", o "el Hombre de las Cien Cartas". — Teresiña Carballeira, o "la Homicida de su Madre", "la Parricida", "la Triple Homicida", "la Bordadora Sonriente". — "El Autista" o "Solitario del Cigarrillo". — "La Mujer Gorila". — El doctor Rosellini, el medio italiano, el médico guapo, jefe de la Unidad de Demenciados o domador de la ''Jaula de los Leones". — Samuel Alvar, director del manicomio, antipsiquiatra. — El hombre que bebía su orina. — El enfermero apellidado Terrón. — La doctora Dolores Bernardos, especialista en tomografía computarizada y terapia electroconvulsionante. — El doctor don José Muescas, jefe de la Unidad de Urgencias. — "El Currinche". — "El Adobe". "El Mustafá". "El Pecas", o "el Niño del Hórreo".
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Los padres del endemoniado. — Señorita Sahágún, directora de un colegio en que se venden drogas. — Los dos sociópatas de ETA. — Dos guardias civiles. — El que se ahorca dulcemente.
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El que gusta de colorear el agua del río con su sangre. — "Dios Padre" y sus innumerables hijos. —La madre de Marujita Maqueira. — El inspector Morales. — El comisario Ruiz de Pablos.
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El inspector Soto de la bella cara de caballo. — El inspector Moro con cara de lo mismo. — El verdadero forense. — Pepe, "el Tuerto" que no lo es.
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María Luisa Fernández, detective privada. — Carlos Arellano. — La madre y el hermano del mordedor de bastones. — El guardián de la verja que voló por los aires. — El tabernero de Aldehuela de doña Mencía. — El pastor con radio y mastín. — Lola Pardiñas, la bonita enfermera. — La loca del graznido. — "La Mujer Tonelada". — "La Enana Muerta". — "La Ilustre Fregona". — "La Pleitista". — "La Onanista". — La demente de los falsos parásitos. — "La Gatita Lesbiana". — "La Mujer Cíclope". — "La Mujer Percha". — La enfermera donostiarra. — Obdulio Limón, el ex comisario albino, de los ojos colorados. — El mutista que pide cigarrillos al anterior.
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Chemarí Goñi, el niño que sabe patinar. —Las bellas muchachas bilbaínas, amigas de Ignacio. — Un vecino de los Almenara llamado Donadío. — Terencio "el Zamorano": conductor de coches de alquiler, y ALICE GOULD, también llamada LA ALICIA, LA ALMENARA, LA RUBIA Y LA DETECTIVE.
ESTA EDICIÓN DE 4 000 EJEMPLARES SE TERMINO DE IMPRIMIR EL 1« DE JUNIO DE 1987 EN LOS TALLERES DE LITHO OFFSET CONDE ZARAZATE 105ACOL. EXHIPODROMO DE PERALVILLO 06250 MÉXICO, D. F.
GRACIAS !!
*Z* LA OTRA VERDAD
EL CONDUCTOR DEL COCHE DE ALQUILER le preguntó varias veces si se encontraba mal. La miraba por el espejo retrovisor y no podía menos de sentirse conmovido al ver a Alicia llorar. A veces sus lágrimas resbalaban sobre un rostro sereno, como si ella fuese extraña a su dolor: cual si Alicia y su pena fuesen entidades distintas y diferenciadas. Otras, la veía estremecerse con el pañuelo sobre los ojos sostenido entre el índice y el pulgar. Procuró distraerla. —Este año —le dijo— los satélites han anunciado que los fríos se van a anticipar. No me extrañaría que al llegar a Adanero tuviésemos nieve. Hacía mucho frío, en efecto. La meseta alta era una pura desolación. En primavera, la verdura la alegra. En verano, el amarillo de los cereales que piden ser segados convierte a la vieja Castilla en modelo para pintores como Zuloaga o Benjamín Falencia, o en paisajes que exigen para describirlos la pluma de un Azorín: gentes foráneas, cuyas pupilas, por no estar acostumbradas a este gran mar sólido, son más sensibles para descubrir sus secretos ocultos. Más, en este tiempo híbrido entre el otoño y el invierno, el paisaje carecía de toda belleza. Las lluvias otoñales no habían sido bastantes para devolverle su primitivo verdor, pero sí lo suficientes para privarle de su exultante amarillo. La visión de la tierra era siniestra. Gran parte de la España central es como un cadáver en descomposición al que ya se le ven los huesos. Las rocas emergen entre la poca tierra cultivable como la armadura ósea en un cuerpo cuya carne se ha podrido. La época indecisa de la estación —muy próxima ya al invierno— dejaba a Castilla descolorida. ¿Era esto realmente así, o era la interpretación personal, acorde con el ánimo deprimido de Alice Gould? Pasaban por las tierras cien veces cruzadas por Teresa de Avila (a quien, por contraste con las suyas, no le gustó el lujuriante cromatismo de Andalucía) y su pensamiento se deslizaba hacia Montserrat Castell, dispuesta a profesar en uno de los conventos fundados por la santa. ¿Cómo sería la vida de esta muchacha catalana encerrada en una clausura de esta tierra fría, dura e inhóspita? Pensaba en ella y afloraban sus lágrimas. Montserrat le había dicho que así como "la Niña Oscilante" obedecía ciegamente a los que la conducían tomándola de la mano, ella no podía resistir a Dios, quien, tomándola de la mano, le había indicado cuál era su camino. Alicia no entendía bien esto, pero pensaba en ello y sollozaba. ¿Por qué Samuel Alvar era un resentido? ¿Por qué, si consiguió saltar la barrera que va de cultivar la tierra con sus manos a ejercer una carrera científica y universitaria, odiaba a los que, desde antes, estaban situados en el mismo plano que él alcanzó? Pensaba en ello y sus lágrimas afloraban. Alicia no se había despedido de los "niños". Se sintió incapaz de hacerlo. No hubiera sabido cómo explicarles su partida ¡a ellos que la creían su madre! Pensaba en Rómulo; recordaba su lobulillo en la oreja: el ingenioso y demencial motivo por el que creía ser hijo suyo, y rompía a llorar. Recordaba, en fin, las palabras del "Autor de la Teoría de los Nueve Universos" que le relató Dolores Bernardos: "Los locos son una terrible equivocación de la Naturaleza; son las faltas de ortografía de Dios", y, al rememorarlo, lloraba de nuevo. Tenía el ánimo proclive a la tristeza, el talante melancólico y la lágrima fácil. —¿Se encuentra mal, señora? —No me encuentro bien. —Aquí cerca, en Villacastín, hay un parador. Puede usted bajarse a descansar, e incluso llamar a un médico. Desde Villacastín, junto a la iglesia que diseñó Juan de Herrera, se divisaba ya, por su vertiente norte, la Sierra de Madrid. Su contemplación llenó de espanto a Alice Gould. ¿Qué haría ella detrás de aquellas cumbres? Más allá de sus crestas cubiertas de pinares, las laderas se aplanaban; la meseta de Castilla la Alta se hacía manchega; y allí, polucionada, enervante, trepidante, plagada de terroristas y delincuentes, crecía la gran ciudad a la que un rey vestido de
negro hizo capital de España. En uno de los infinitos pisos, de uno de los infinitos edificios, de una de las infinitas calles, estaba su casa vacía. ¿Se habría llevado Heliodoro también sus muebles, sus cuadros, la colección de pipas antiguas que heredó de su padre o el bastidor inglés en el que su madre bordaba? ¡Prefería no saberlo! ¡Prefería morir a enterarse! Se imaginó deambulando sola por los grandes salones, escribiendo tarjetas postales a las viejas amistades; organizando tés de mujeres solas con las solteronas, las viudas o las esposas abandonadas como ella. Y sintió náuseas. Palpóse las manos y el rostro: ardían. Tenía mucha fiebre. —Deténgase, por favor. Me encuentro muy mal. Bajóse Alicia del coche y comenzó a pasear por la carretera, con la cabeza alta para que el intenso frío le diera en el rostro. —Súbase usted, señora. Voy a llevarla a un médico. —¡Demos la vuelta y volvamos a donde partimos! . —¡Debe usted ver a un médico! —Descuide. Le veré en La Fuentecilla. Al igual que "el Hortelano", al igual que "el Albaricoque", al igual que todos cuantos padecían fobia de alejamiento o dependencia patológica del hospital —el misterioso mal yatrógeno6, cuya naturaleza le explicó César Arellano—, Alice Gould, desde el momento mismo en que cambiaron de dirección, comenzó a sentirse aliviada del peso que atormentaba su alma. Y no volvió a notar náuseas. Y la fiebre se atemperó hasta desaparecer. ¡Ah, qué bella le pareció Castilla, ya de regreso, enmarcada en su sobria grandeza! Al sol oblicuo del atardecer, las sombras de los altos chopos se alargaban, como si, ante la proximidad de la noche, quisiesen tumbarse a dormir. Las rocas que emergían de la tierra cultivable, y que antes le parecían el esqueleto de un cuerpo en descomposición, le recordaban ahora a restos de una fascinante montaña, aplanada expresamente para que sirviese de hábitat a una gran raza. —¿Ha dicho usted algo, señora? —No. Es que me estaba riendo sola. —¿Se encuentra usted mejor? —Mucho mejor. ¿Cómo se llama usted? —Terencio Aguado, para servirla. —Pues mire usted, Terencio. Yo le tomé en Zamora, adonde llegué en autobús desde La Fuentecilla. Mejor será que me deje usted en La Fuentecilla y siga usted sin mí hasta Zamora. Si se le hace muy tarde, puede usted quedarse a dormir en el pueblo. Yo le abonaré la pensión y la cena. Le recomiendo el "horno de asar" de Pepe el Tuerto. —Así salen mejor las cuentas —comentó filósofo el amigo Terencio. —¿A qué hora cree usted que estaremos en La Fuentecilla? —Calcule usted a las siete de la tarde, minutos más, minutos menos. ¡Ah, qué paradójica, qué contradictoria sensación de gozo, la de desandar el camino recorrido! Lo que mandaban los cánones de la lógica era experimentar los sentimientos inversos: alegría al alejarse de donde tanto se ha sufrido y pesadumbre al regresar a la fuente del dolor. ¡Lo contrario es una insigne inconsecuencia! Alice Gould consideró que ella era una mujer lógica para razonar mas no para sentir, y que las leyes que rigen las emociones nada tienen que ver con la sutileza de las ideas, el orden del pensamiento o el buen juicio. Lo cierto es que se sentía dichosa; que su malestar había desaparecido y que se consideraba con fuerzas para enfrentarse con el mundo. ¡Montserrat Castell! .¿Qué iba a ser del manicomio sin Montserrat Castell? Psicólogas capaces para ser encargadas de realizar los tets las habría seguramente a cientos en España. Monitoras de gimnasia, a miles. Auxiliares sociales, que aleccionaran a los pobres locos acerca de sus derechos, de sus pensiones de viudedad, vejez o incapacidad, tampoco faltaban. Pero alguien
Yatrógeno: del griego, Vatros: médico. 6
que hiciese todas estas labores juntas, y que acompañase a los recién ingresados en sus primeras horas de encierro; que no perdiese nunca la sonrisa de los labios, y que supiese transferir a los infelices recluidos una gran sensación de alivio, al saberse objetos de su amor, simpatía y dedicación..., mujeres de ésas, capaces de sustituir con éxito a Montserrat no había más que una. Y esta singularidad tenía nombres y apellidos: Alice Gould. ¿Que Montserrat sentía que Dios la llevaba de la mano para indicarle su camino? Pues bien, ella, Alicia, ex señora de Almenara, sentía también la mano de Dios indicándole el suyo. Y éste era el de cubrir la vacante de la Castell. Este sentimiento no era nuevo en ella. ¿Acaso no le había declarado a César Arellano, desde sus primeras entrevistas, esta inclinación? Sus palabras "A veces pienso que me siento llamada por Dios para ser madre de estos infelices" eran proféticas, o, al menos, una premonición. Alicia estaba enfurruñada con César Arellano por no haberle suplicado —a la hora de su gélida despedida— que se quedase para sustituir a Montserrat Castell. Y no pensaba ocultarle el motivo de su enfado. —No es lo mismo para mí —le diría— mendigar un puesto a tu lado, que el que tú mismo te hubieses anticipado a ofrecérmelo. Me haces pasar por la humillación de pedirte, como un gran favor, que me permitas quedarme. Y has perdido, ¡gran tonto!, la ocasión de rogarme, por favor, que no me marchase. ¡Esto es lo que le diría! No es imposible que él replicara que qué preparación tenía ella para sustituir a la Castell. A lo que pensaba replicar: —¿Olvidas que soy licenciada en Filosofía y Letras y doctora cum laude por una tesis de psicología? ¡Esto es lo que pensaba replicar! Tal vez él insistiera en que para obtener el título de psicóloga había que preparar unos cursillos especiales y presentarse a un concurso. ¡Si se atrevía a tanto no le dejaría concluir! —¿En qué mundo vives, César? Los cursillos los tengo archisabidos. ¿Qué pensabas que hacíamos mano a mano Montserrat y yo, horas y horas, encerradas en su despacho? Ella primero me aleccionaba y después me tomaba la lección. Y en cuanto a lo del concurso, veo que sigues minusvalorando mi capacidad. ¿NO me crees con dotes suficientes para llevarme por delante a cualquier otra opositora que aspire a ese puesto? ¡Desde luego si él osara decirle aquello no le dejaría concluir! No era improbable que César Arellano, que era un tímido congénito, cometiera la incorrección de darle el silencio por respuesta. ¿Qué podría hacer Alice Gould en este caso si no era suplir con un poquillo de audacia la cortedad de genio de él, y atreverse a decir lo que él no se resolvía a confesar? —No son éstas las únicas ocupaciones que tendré en La Fuentecilla. La otra tarde cuando me invitaste a visitar tu nueva casa comprobé los ímprobos esfuerzos que habías hecho para estropear por dentro el que por fuera es el edificio más noble de la ciudad. Yo me ocuparé de echar abajo todo lo malo que has hecho y decorar esa maravilla con un poco más de gusto. ¡Nuestro hogar, César, tiene que ser más confortable y mas acogedor que ese cubil para hombres solos, que te has prefabricado! ¿Qué duda cabe que si él se amilanaba para hablar, ella se liaría la manta a la cabeza y tiraría por la calle de en medio sin reparar en estorbos? ¡Ni él ni ella tenían edad para andarse con remilgos! —Estoy segura que tu hijo Carlos me adorará. Llegarás a sentir celos del cariño que tendrá por mí. Imitó Alicia la manera de expresarse del "Albaricoque": —¡César más Carlos multiplicado por Alicia, igual a hogar, doctor Arellano! Tan abstraída iba que no se dio cuenta de que hablaba en alta voz. —César, César, César, ¡no me dejes decirlo todo a mí! —Ya le expliqué, señora, que no me llamo César, sino Terencio —intervino el conductor. —¿He hablado en voz alta?
—Lleva usted unas dos horas haciéndolo. —¿Y me ha oído usted todo? —¡Todo! —¿Y qué ha entendido usted? ¡Nada! —Gracias, Terencio. Es usted un hombre, discreto,y honrado. ¡Me cae usted muy bien! Y no le he dicho todavía que le encuentro. guapísimo. Y en Zamora las mujeres deben volverse locas por usted. —No se me dan mal... —confesó el conductor. ' Al cabo de un tiempo preguntó, mirándola descaradamente por el retrovisor: —Me dijo usted antes que iba a La Fuentecilla, ¿no es cierto? —Exacto. Eso le dije. —Y... ¿no hay por ahí cerca un manicomio muy grande? Rió Alicia con tantas ganas que no sabía cómo hacer para frenar sus , carcajadas. —¿Tanto miedo le da llevar una loca a bordo? —No mucho. Todas las mujeres lo son. Lo dijo con la boca chica. En realidad, no las tenía todas consigo. Al doblar una loma, Alicia le pidió que parase el coche. —Desde aquí se divisa un gran panorama, Terencio. Deténgase, por favor. Desde el punto mismo en que lo atisbo por vez primera, acompañada del falso García del Olmo, Alicia contemplaba ahora las tapias inmensas y la complicada arquitectura, mezcla de tan diversos estilos, del manicomio de Nuestra Señora de la Fuentecilla. Por un instante, se preguntó cuánto habría pagado Heliodoro a aquel elegante rufián para representar su infame comedia y conseguir encerrarla por su propia voluntad. ¿De quién sería la idea original de la farsa? ¿Quién tendría derecho a patentarla? Heliodoro, no, de eso estaba segura. Carecía del ingenio necesario para haberla urdido. Sacudió la cabeza, con un ademán muy suyo, como si un mechón de pelo o un pensamiento le estorbara. ¿Qué importaba ya eso? Heliodoro le resultaba, afectivamente, más lejano que los miles de millas físicas que les separaban. En cambio ahí, al alcance de su vista y muy cerca de su corazón, estaban el pequeño Rómulo, al que quería enseñar un oficio, y "la Niña Pendular", con la que quería llegar a comunicarse de mente a mente y hacerla sonreír, y Teresiña Carballeira, cuyo taller de bordados visitó, y Cosme "el Hortelano", al que le unía no sólo la gratitud, sino la comunidad de anhelos, ya que pensaba imitar su ejemplo y dejar todos sus bienes al hospital. Allí estaba "la Mujer Percha", con las llagas producidas en sus piernas por la incontinencia, que merecía ser cuidada, y don Luis Ortiz, que merecía ser consolado, y Candelas "la Mujer del Rincón", a quien ya era hora de que se le levantase su eterno castigo. Y unos hombres y unas mujeres heroicos y sufridos cuya profesión era atemperar los dolores ajenos. "Dios escribe derecho con renglones torcidos", pensó. Esa es mi casa y ahí quiero vivir y trabajar hasta el final. Y si César me lo permite, estudiaré medicina. Consideró que se estaba dejando llevar demasiado lejos por sus ensoñaciones (pues llegó a verse, en lo futuro, nada menos que de directores del hospital) y dio orden a Terencio de culminar su trayecto. Cerró los ojos. El deslizar de los neumáticos sonaba distinto al pasar del piso del asfalto, al de tierra sin asfaltar. Fuera de allí, el silencio era muy grande. Alicia sólo atendía a estos rumores y al latido gozoso y anhelante de su corazón.
FIN.
*Y* LA VERDAD DE ALICE GOULD
ALGO MUY SERIO, en efecto, tal como supuso Montserrat Castell, había acontecido en el hospital psiquiátrico. María Luisa Fernández, que llegó precipitadamente de Madrid con el propósito de ser recibida urgentemente por la directora, se abstuvo de anunciar su llegada al saber que la señora de Almenara estaba con ella, y esperó a que Alicia saliera del que fue antiguo despacho de Samuel Alvar para penetrar en el mismo. —Es muy grave lo que he de decirle —se disculpó María Luisa al tiempo que asomaba su cabeza—. ¿Puedo pasar? —No le oculto, señora de Fernández, que estoy muy ocupada y no esperaba su siempre grata visita —dijo Dolores, frunciendo la frente ante la sorpresa—. Pase usted, y no se ofenda si le ruego que procure ser breve. —Lo seré tanto —comentó María Luisa— como usted me lo permita. Porque mucho me temo que será usted misma, directora, la que me pida que me quede y me explaye con toda la extensión que el caso merece. Acentuóse el ceño de Dolores Bernardos; y María Luisa, con voz angustiada y desgarrada, añadió: —¡Todo lo que dice Alice Gould de sí misma es falso, doctora Bernardos! ¡Es una historia urdida en su imaginación! ¡Tan bien urdida, que ella cree firmemente que es verdad! ¡Está gravemente perturbada! ¿Cómo callar esto ante ustedes, los médicos, que pueden curarla o, al menos, paliar los efectos de su locura? Tan incomprensible resultaba para Dolores Bernardos lo que estaba oyendo, que llegó a pensar que quien había perdido el juicio era María Luisa: la mujer que, con ejemplar dedicación, descubrió el expolio de que Alicia fue víctima, con lo que quedaba aclarado el misterio de los fraudulentos medios que se emplearon para internarla. ¿Qué nuevas maniobras se planeaban ahora contra Alice Gould? Irguió el pecho la nueva directora de Nuestra Señora de la Fuentecilla como si se aprestara a defenderla, con las manes, si fuese preciso. —¿Quiere usted decir que no fue ingresada aquí con malicia y con engaño para expoliarla? —Con malicia, no, doctora. Con engaño, sí. Pero con el engaño piadoso que se emplea con un niño para ocultarle que le llevan a un quirófano para una operación de vida o muerte. Dolores Bernardos se impacientaba. —¿Fue o no expoliada por su marido? —¡Sí! —¿Fue o no encerrada en el manicomio para poder expoliarla? —¡No! —¡Explíquese mejor! —Fue inicuamente privada de lo que era suyo aprovechando la circunstancia de que estaba loca, doctora Bernardos. Pero las razones que da Alice Gould para creer por qué ingresó aquí, son todas falsas: ella cree que son verdad, pero son falsas. Cuando ingresó aquí, creía que lo hacía para investigar un crimen. Creía esto firmemente, así como en la complicidad del director para ayudarla. Al ver que éste no lo hacía, inventó la historia de que Samuel Alvar la había abandonado por cobardía: por temer haber incurrido en una irregularidad administrativa. ¡Son invenciones de Alicia, doctora Bernardos! ¡Invenciones gratuitas! Más tarde, cuando la carearon con el doctor García del Olmo, comprendió que no hubo complicidad del director ni en su encierro ni en su deserción de los compromisos adquiridos con ella, y se inventó a un "falso" García del Olmo, que fue, según su delirio, su verdadero secuestrador. Pero ni el verdadero ni el falso García del Olmo han existido jamás en su vida. Son fabricaciones de su mente trastornada. Por último, cuando supo que Heliodoro, su marido, le había usurpado la fortuna heredada de Harold Gould, llegó a la conclusión más lógica de todas: aquel individuo (el que ella consideraba
el falso García del Olmo) era un cómplice de Almenara. Pero no es cierto. El gángster de su cónyuge actuó sin complicidad ni ayuda de nadie. ¡Nuestra amiga está loca, doctora Bernardos! El busto erguido, la mirada severa, apretado el ceño, la doctora Bernardos, directora del Hospital de Nuestra Señora de la Fuentecilla, intervino con dureza. —Si está loca o no, es un asunto mío. O de la junta de médicos. ¡Vamos a delimitar nuestras funciones, señora de Fernández! Usted limítese a contarme los hechos, que es lo que corresponde a su profesión: averiguar "hechos". La interpretación de los mismos... corresponde solamente a nosotros. ¡No es asunto suyo! María Luisa no se sintió ofendida por aquella acritud. Sabía que estaba motivada por el profundo disgusto que acababa de dar a la nueva directora. Y por la sorpresa, que es mala compañera de las noticias ingratas. Y por la "variación de mentalidad", también, que suponía enjuiciar el caso desde una perspectiva nueva: que es, sin duda, el trance más duro por el que ha de pasar el intelectual riguroso para reconocer y rectificar un error, sobre todo cuando se ha luchado honesta y ardorosamente por defenderlo. —Los hechos son así —comenzó modosamente María Luisa. La directora la interrumpió. —Si había hechos nuevos y distintos de los que todos conocíamos, ¿por qué se los ha callado hasta ahora? —He ido descubriendo las cosas, mi querida amiga, muy paso a paso. Sólo en los últimos días he conseguido localizar a dos mujeres que fueron sirvientas suyas; y a las tres antiguas secretarias del despacho de Alice Gould. Las necesitaba para husmear algún indicio de dónde puede encontrarse Heliodoro Almenara. Y lo que aprendí es bien distinto a lo que pretendía: que Alicia está loca; que lo que entiende su mente no es lo que ven sus ojos: que transforma la realidad para adaptarla al servicio de unos hechos deformados que fueron bien distintos a como ella cree haberlos vivido. Ante el silencio de su interlocutora, María Luisa prosiguió: —Todo comenzó hace un año. Era voz pública entre los amigos de esa familia que Heliodoro no sólo vivía a costa de su mujer, sino que poco a poco se iba quedando con cuanto ella poseía. Alicia no vio ni un céntimo de una finca que tenía en La Mancha y que Heliodoro vendió con autorización de ella; y no llegó a saber, no quiso saber, o si lo supo, jamás lo comentó, que los poderes para la venta de aquellas tierras los utilizó su marido para vender dos casas que ella poseía en Inglaterra: en una de las cuales nació su padre. Alicia, como una madre que perdona todo a un hijo díscolo y perverso, no tomó otras medidas que separar las cuentas corrientes y los dormitorios. El cometió la injuria de no ocuparlo en solitario, y transformarlo en un burdel en el que organizaba verdaderas bacanales, a dos pasos del cuarto en que dormía Alicia. Me han contado las sirvientas que la indiferencia de su señora ante esos ultrajes rayaba en lo anormal. Su temperamento, varió radicalmente. La suya no era altivez, ni frialdad, ni indiferencia. Antes parecía ignorancia de cuanto ocurría en torno. Una vez fue abordada en el pasillo por una de aquellas fulanas, quien la invitó a pasar al cuarto de Heliodoro confundiéndola con otra de su misma calaña. Se disculpó muy cortés afirmando que estaba muy ocupada. Afirman las chicas que Alicia no entendió lo que le proponían y que a los pocos segundos lo había olvidado, porque ella, según las sirvientas, de un tiempo a esta parte, no veía ni oía lo que no quería ver ni oír. Una tarde, Alicia tocó el timbre y pidió que le llevaran café a su dormitorio. Ella se lo tomó, mientras ordenaba determinadas disposiciones para la casa; y la sirvienta, al concluir de hablar con ella, retiró la taza vacía. Apenas regresó a sus quehaceres, oyó sonar el timbre de la habitación de su señora. Acudió; y ella rogó de nuevo que le trajeran un café. Sirvióselo la chica; tomóselo Alicia; y cuando aquélla regresó a la cocina, el timbre sonaba de nuevo. —¿Qué pasa con el café que he pedido? —preguntó Alicia con severidad. Se le habían olvidado los cafés precedentes, y cuando le recordaron esta suerte de amnesia, negó que le hubiese ocurrido. No parecía enferma sino altiva, distante, ausente. Una mañana al ir a llevarle el desayuno a la hora convenida, observó la doncella que la señora
no se había acostado. La encontró en una salita de estar, leyendo un libro, y sin haberse retirado
el abrigo que llevaba puesto la víspera, al llegar a casa.
—Sírvame la cena, por favor —pidió Alicia.
¡Había pasado la noche en vela, sin enterarse!
Una vez en que a ambas les tocaba su salida, al regresar a casa encontraron a don Heliodoro
tumbado en el suelo de la cocina retorciéndose de dolor. Avisaron a un médico —inquilino de los
Almenara y que vivía en el piso contiguo— quien, tras aplicarle los remedios correspondientes,
diagnosticó que había sufrido un envenenamiento por ingerir alimentos en malas condiciones.
Por ser día de descanso de la servidumbre, la comida había sido condimentada aquella noche
por la señora. Este episodio se repitió tres veces más, siempre los días de salida de la doncella y
de la cocinera. Al oír éstas decir a don Heliodoro que su mujer trataba de envenenarle, ambas se
despidieron y no volvieron a saber más ni de una ni de otro.
—¡De modo que la historia de los venenos era cierta! —exclamó más que preguntó Dolores
Bernardos.
—¡La historia de los venenos es cierta! —corroboró María Luisa.
—¿Cómo sé llamaba el médico vecino de los Almenara?
—El nombre no le será desconocido: Enrique Donadío.
—¿El que firmó la recomendación de internamiento?
—El mismo.
Callaron ambas mujeres. Dolores Bernardos rebuscó unos papeles que había en su escritorio.
Contempló uno de ellos y lo leyó en silencio al par que movía tristemente la cabeza. Con los ojos
húmedos se lo extendió a María Luisa Fernández.
—Mire usted —le dijo— lo que he firmado hace unos días...
La detective lo leyó y fue tal la impresión sufrida que se le demacró el rostro. ¡Era la declaración
de sanidad de Alice Gould! Llevóse las manos a la frente y presionó con las yemas de los dedos
hacia la embocadura del pelo como si quisiera peinárselo hacia atrás.
—Dígame, María Luisa —preguntó la directora—, ¿consiguió usted hablar con el doctor
Donadío?
—Sí, doctora Bernardos. He hablado largamente con él. La reiteración de los tres
envenenamientos; la coincidencia de que "los alimentos en malas condiciones" siempre se
sirvieron cuando era Alicia quien preparaba la comida, hicieron sospechar tanto al médico como
a Heliodoro. "Yo creo que está loca", dijo éste. Se pusieron de acuerdo en que "a causa de las
continuas indisposiciones de estómago del marido", el doctor Donadío los visitase a diario y que,
con este pretexto, estudiase y observase a la mujer.
A Alicia le molestaba la asiduidad de su vecino, las preguntas que le hacía, el modo de
escudriñar en sus ojos. Hasta que descaradamente le preguntó:
—¿Y por qué no llamáis a García del Olmo, que es un especialista del estómago y no de los
nervios como tú?
El marido intervino:
—Enrique es vecino y amigo nuestro. Y a ese señor no le conocemos más que de nombre.
—¿Cómo que no le conoces? ¿Qué broma es ésta? Fue compañero tuyo de colegio. Y me lo
presentaste aquí, el día de tu cumpleaños.
El doctor Donadío cree recordar —continuó María Luisa Fernández— que en aquella recepción,
a la que él asistió, Alicia tuvo un largo mano a mano con un amigo común, y que la conversación
versó sobre las experiencias de ella en el campo de la investigación privada. Y que, al hilo de la
conversación, surgieron algunos casos famosos que nunca fueron resueltos; entre otros, el
asesinato de don Severiano García del Olmo, padre de Raimundo, el conocido gastroenterólogo.
Esa fue la primera vez que Enrique Donadío advirtió en Alicia un claro error en la narración de un
hecho, porque lo cierto es que ni aquel médico asistió a la recepción ni era compañero de clase
de Heliodoro. Su alarma fue mayor cuando la oyó comentar que aquel día don Raimundo le
había encomendado la investigación de aquel crimen impune. Pasaron unos días. Y una tarde en que Heliodoro no estaba presente, Alicia le dijo: —Es incomprensible, querido Raimundo, que el asesinato de tu padre haya quedado en puro misterio. ¿Por qué no vienes un día por mi despacho y me cuentas cómo fue? ¡Tal vez yo pueda ayudarte! Admiróse el doctor Donadío de oírse llamar por un nombre que no era el suyo, y le siguió la corriente. —¿Por qué me recuerdas ahora, de pronto, ese asunto? —He estado releyendo unas revistas antiguas —respondió Alice Gould—. ¡Tal como se produjo el hecho, ese crimen no pudo ser cometido más que por un loco! Por el hilo de la conversación no tardó Enrique Donadío en entender que Alicia se estaba refiriendo a Raimundo García del Olmo. Dentro de lo absurdo de esta situación había un hilo de lógica. Aquel otro médico era un eminente especialista del estómago y más adecuado, por tanto, para tratar a Heliodoro, que no él, que era neurólogo. Al día siguiente, Alicia comentó: —Es terrible, Raimundo, lo que me contaste ayer en mi despacho. ¡Hay que deshacer pronto ese equívoco por el que la policía sospecha de ti! Esas cartas de locos que has recibido debieras haberlas puesto en sus manos. ¡Es tu mejor coartada! La doctora Bernardos interrumpió el relato de María Luisa. —Tenía usted razón al imaginar que sería yo misma quien le pidiese que se quedara y me contase toda esa terrible historia con los más mínimos detalles. La interrumpo el tiempo justo de aplazar mis compromisos y .dictar una nota. Mientras daba unas instrucciones telefónicas, escribió a grandes rasgos: QUEDANCANCELADOS TODOS LOS PERMISOS PARA SALIR Y APLAZADAS HASTA MAÑANA,AUNQUE ESTÉN YA FIRMADAS, LAS DECLARACIONES DE SANIDAD. ~ Pulsó un timbre y entregó al ordenanza la nota con la orden de que se la diese al doctor Ruipérez, y que no se la molestase ni interrumpiese salvo en casos graves y urgentes. —Por lo que voy entendiendo, la "historia delirante" de Alice Gould se iba desarrollando en su mente día tras día. Prosiga usted, María Luisa. —Así es —respondió la detective—. El doctor Donadío no fue nunca al despacho que tenía Alicia Almenara en la calle de Caldanera. Pero, al visitarla en su casa, ella aludía cada vez a la reunión que creía firmemente que habían tenido la víspera. Y siempre, por supuesto, considerando que hablaba con Raimundo García del Olmo. Tal cual usted acaba de decir, su historia delirante se iba perfeccionando en su mente perturbada, como un tumor que crece. Una tarde confesó al doctor que había descubierto que las cartas del paranoico procedían de este manicomio. Otra, aceptó la sugerencia de realizar su investigación aquí, cual si fuese una enferma más. Otra, declaró que, en efecto, tal como había sugerido el director del hospital, la enfermedad más idónea que ella debía fingir era la paranoia pura, sin mezcla de otras complicaciones, y que, en consecuencia, adquirió varios tratados de psiquiatría y ya había comenzado a estudiar, a fondo, los síntomas y modalidades de esta clase de locura... "¡tan interesante y especial!". Al cabo de poco tiempo afirmó haber recibido la carta (que ya le había sido anunciada) del doctor don Samuel Alvar enviándole fotocopias de la legislación que regulaba el ingreso en los hospitales psiquiátricos. Y, en efecto, la fórmula que más le agradaba para ingresar es "la que usted, don Raimundo, me ha sugerido: la solicitud marital (que yo estoy dispuesta a arrancarle a Heliodoro sin que él sepa lo que firma) y la recomendación de internamiento firmada por un médico". —Y... ¿a quién pediremos que firme ese papel? —preguntó el doctor Donadío. A lo que Alice respondió: —¡Al doctor Donadío! Es inquilino mío, y además siempre me ha considerado un poco loca. Si él se niega, falsificaremos su firma. Y si se entera, me lo perdonará porque es muy amigo. ¡Pero no tiene por qué enterarse!
Mana Luisa se interrumpió brevemente. —Lo que voy a decirle ahora, doctora Bernardos, va a sorprenderla mucho. Don Enrique Donadío sentía un gran aprecio por la señora de Almenara. Había llegado a la conclusión de que era realmente una paranoica: así me lo ha dicho y repetido con insistencia, pero le producía una profunda pena traerla forzada, engañada y contra su voluntad. De modo que, de acuerdo siempre con Heliodoro, su marido, decidió seguirle la corriente y aceptó que ella ingresase aquí,
creyendo que simulaba una paranoia cuando en realidad se trataba de una paranoia verdadera. —No me sorprende tanto, como usted cree. Tal vez, en el caso del doctor Donadío, yo hubiera hecho lo mismo. —No me refería a eso. Lo que sin duda la sorprenderá es saber que el doctor Donadío estuvo realmente aquí, tal como siempre declaró Alice Gould, y habló de todo ello con el doctor Alvar, advirtiéndole del caso singularísimo de una paranoica (que, como todas, ignoraba serlo) y que "deseaba" ingresar en este manicomio simulando una falsa paranoia. "Por si esto le sirve de ayuda —le comentó Samuel Alvar—, puede usted decir a esa señora que yo le ayudaré a realizar esa investigación que ella pretende." ¡Y así se lo repitió a nuestra amiga el que ella imaginaba ser Raimundo García del Olmo! La doctora Bernardos movió apesadumbrada la cabeza. —No me parece irregular ese ofrecimiento del antiguo director. Me parece una estupidez, simplemente: fruto de su inexperiencia. Los locos son locos, pero tontos, no. ¡Así se explica el odio de Alice Gould hacia un hombre que le negó lo que le había prometido! Escúcheme, María Luisa. La historia de esa señora, a la que todos queremos y admiramos profundamente, es demasiado triste y demasiado complicada, y ha sido ocasión de tantas polémicas, disgustos, e incluso variaciones administrativas... que no debo ser la única en conocerla directamente de usted. Yo le suplico que todo cuanto me ha relatado lo repita ante la junta de médicos. —¡Ah, doctora Bernardos, no quiero perjudicar más a Alice Gould de lo que ya he hecho! Si me he atrevido a contarle a usted la verdad, es por haber comprobado hace varias semanas el afecto que usted sentía por ella. Y a sabiendas de que decidirá lo mejor. —Amiga mía, Alice Gould no sólo ha cautivado con su bondad y su personalidad a usted y a mí. Todos los médicos de la junta son amigos suyos y harán lo indecible por favorecerla. Le suplico que no se niegue a lo que le pido. Dolores Bernardos hizo un breve preámbulo. Se disculpó ante sus compañeros por haber trasladado excepcionalmente a su despacho el lugar habitual de reunión, a causa de ser también inusual contar entre ellos con una persona ajena al cuadro de psiquiatras del hospital. —Hemos firmado —añadió— ocho o diez declaraciones de sanidad en los últimos días. Tal vez haya que reconsiderar alguna. Acerca de la de Alice Gould, que tanta inquietud nos ha producido a todos, doña María Luisa Fernández tiene algo que declararnos. Como ustedes saben, ella fue la encargada por Alicia Almenara de averiguar las muchas causas poco claras que rodeaban su caso. Y la señora de Fernández fue quien descubrió que su marido, hoy huido de España, falsificó la firma de su mujer y, aprovechándose de su encierro aquí, se alzó con una herencia que sólo a ella correspondía. Muy inquieto, don José Muescas preguntó: —¿Hubo complicidad en ello por parte de nuestro antiguo director? —No, no. ¡En absoluto! —protestó Dolores Bernardos—. El caso es harto distinto a lo que nadie podía imaginar. Si es usted tan amable. María Luisa, le ruego que explique a estos señores lo que ya me ha contado a mí. Repitió María Luisa punto por punto sus tristes averiguaciones. A todos les resultaba muy penoso escuchar este relato. Alice Gould, con un duplicado de su declaración de sanidad en el bolso, se había presentado a lo largo de ese mismo día en cada una de sus unidades para despedirse de ellos. Todos la habían abrazado, deseado la mayor felicidad en su nueva vida, prometido visitarla y demostrado su amistad. Durante el monólogo de María
Luisa se produjo un hecho en«re grotesco y conmovedor. El doctor Rosellini, al entender que
Alicia (su protegida, la que quiso salvar de la persecución y el odio del antiguo director) era en
verdad una envenenadora y una perturbada, rompió a llorar como un niño. Se disculpó y se
ausentó de la habitación. Cuando regresó no volvió a hablar más, ni a hacer preguntas. Los otros
se comportaron con él como si no hubiesen advertido nada. Otro de los grandes silenciosos fue
César Arellano. Las preguntas, las precisiones, corrieron a cargo de José Muescas, Teodoro
Ruipérez y Salvador Sobrino. Dolores Bernardos, cuando intervenía, era para encauzar la
encuesta hacia un final razonable.
—¡Hay cosas que no acabo de entender! —insistió José Muescas—. Si Heliodoro Almenara fue
víctima por tres veces de otros tantos envenenamientos frustrados ¿por qué no denunció a su
mujer ante el juez? ¡El hubiera decidido si el lugar más adecuado para Alicia era la cárcel o el
manicomio? Y es más que probable que le hubiesen declarado tutor de su mujer, lo que supone
la administración de sus bienes, que es lo que un pillo como él anhelaba.
—No le hubieran declarado tutor —respondió María Luisa—. No olviden que ya en una ocasión
anterior falsificó la firma de Alice Gould para vender unos bienes que ella poseía en Inglaterra. Si
esto hubiese salido a relucir, el Tribunal hubiera designado a la enferma un tutor judicial, y
Heliodoro no hubiese podido alzarse con la herencia de Harold Gould, que es lo que en verdad
pretendía. Prefirió usar el procedimiento más sencillo: la solicitud de internamiento y el
diagnóstico provisional de Donadío.
—¿Y ese tal Donadío era cómplice de Heliodoro Almenara para la realización de sus planes? —
preguntó el doctor Sobrino.
—No. El doctor Donadío es un hombre de bien, que estudió a Alicia, diagnosticó la paranoia y
aconsejó su inmediata reclusión.
—No veo nada clara esa paranoia —declaró el doctor Muescas—. Para mí, Alicia Almenara fue
simple y llanamente la víctima de una estafa.
María Luisa accedió:
—De acuerdo con su segunda parte, doctor. ¡También fue víctima de una estafa! José Muescas
intervino:
—¿No es demasiada casualidad que el expoliador recibiese de pronto como aliado un brote
paranoico en la persona que pretendía estafar?
—Sí, doctor. Y también es casualidad que su mujer recibiese una herencia cuando estaba a
punto de ser encerrada. La verdad es ésta: don
Heliodoro no encerró a su mujer para estafarla. Lo que hizo fue estafarla aprovechando la
circunstancia de su enfermedad y de su encierro.
—¿En qué basó el doctor Donadío su diagnóstico provisional?
—¡Entre otras cosas, en que lo confundió con el doctor García del Olmo, a quien no conocía
físicamente, mientras que él era su vecino, inquilino y amigo personal!
—¿La solicitud de ingreso era, por tanto, legal?
—Sí.
—¿No había sido falsificada?
—No. .
—¿Se la hizo ella firmar a su marido mezclada con otros papeles?
—Sí.
—¿Y él sabía lo que firmaba?
—¡Naturalmente!
—¿Samuel Alvar escribió realmente a Alicia de Almenara cursándole instrucciones de lo que
debía hacer?
—No.
—¿Ella escribió la carta, acerca de su propia personalidad, que nos contó?
—Sí.
—¿La historia de las drogas que descubrió en un colegio es cierta? —Sí. —¿Las cartas de un loco que decía procedían de este manicomio eran auténticas? —¡No! —¿Era en verdad detective? —Sí. Y muy eficiente. —El doctor" García del Olmo ¿no le encomendó, entonces, ningún trabajo? —¡No! ¡Ella no conocía de nada a ese señor! —¿Estaba realmente asociada con tres detectives que trabajaban a sus órdenes? ~V —No. Eso fue una jactancia. Tenía tres subalternas. —¿Era doctora cum laude por la Facultad de Filosofía? —Sí. En esto dijo siempre la verdad. —Cuando vino para internarse ¿le comunicó a su marido que se iba a Buenos Aires para realizar una investigación? —Sí. —¿Y él se lo creyó? —No. El conocía la verdad. —¿Quién fue la persona que la acompañó hasta el hospital el día de su internamiento? —¡El doctor Donadío, que ella, en pleno delirio, confundía con su cliente! —¿Por qué quiso por ella misma ingresar en el manicomio? —Un momento —interrumpió Teodoro Ruipérez—. Si la doctora Bernardos me lo permite, a esa pregunta prefiero responder yo. Samuel Alvar expuso un día ante mí y ante otro médico aquí presente, con lucidez y brillantez extraordinarias, una teoría realmente original: la de las dos paranoias: la auténtica y la simulada. ¡Samuel Alvar tenía razón! —No dudo —replicó con violencia contenida el doctor Sobrino —que la expusiese con brillantez y lucidez extraordinarias; pero niego que fuese una teoría original, puesto que el propio doctor Donadío se la explicó de palabra, como acabamos de aprender. Luego no fue una teoría ni un diagnóstico. Expuso simplemente lo que sabía. ¡Y callando, por cierto, que ya lo sabía! El doctor Ruipérez no se amilanó. —Estoy respondiendo a la pregunta de por qué quiso Alicia Almenara ingresar en el manicomio. Samuel Alvar se equivocó en la primera parte de su exposición, al creer que el brote esquizofrénico le nació an. te la conmoción de saberse descubierta. Esto se lo echó abajo César Arellano al hacerle ver que el doctor Donadío sería, en tal caso, un futurólogo excepcional ya que diagnóstico una paranoia que sólo se produciría después. No. Yo creo firmemente que la paranoia existía ya durante los intentos de envenenamiento. Lo que sí es original en la tesis de Alvar, es esto: al saberse atrapada, al saberse descubierta, al entender que estaba siendo observada por un neurólogo, vio sobre sí la clara amenaza de acabar en un sanatorio mental. No lo razonó con la lógica y la claridad con que lo expongo yo ahora. No lo dedujo por un proceso mental, puesto que toda esta zona de su capacidad intelectiva estaba enferma y en plena virulencia del brote morboso. Pero lo entendió, como entiende un perro, sólo con mirar al que se acerca, que va a ser apaleado. Su juicio no lo sabía; pero su instinto, sí. Y entonces es cuando nace la "interpretación delirante". Ella va a un manicomio, en efecto. Pero por otras causas. ¿No es acaso una detective? Pues ingresará como detective y para resolver el mayor enigma que desde hacía varios años traía en jaque a la policía oficial. Se le olvida que quiso envenenar a su marido. Tal vez no lo supo nunca. Acaso creyó que sólo deseaba su muerte: su eliminación, su desaparición, no verle más. Su naturaleza, el conocimiento de su propia exquisitez, de su refinamiento espiritual y moral, se negó a aceptar la verdadera razón de su próximo encierro y se inventó la historia de la investigación de un crimen. Pero no la inventó maliciosamente, como una argucia voluntaria. Fue su interpretación delirante la que la inventó. Ella creía firmísimamente que era así, del mismo modo que otro paranoico, Machimbarrena, creyó estar aquí como espía
de la Marina, y otra paranoica, Maruja Maqueira, por haber sufrido una meningitis que nunca tuvo. Esta fue la interpretación de Alvar. ¡Y no retiro lo de afirmar que fue tan acertada como original! —Mi interpretación es muy otra —exclamó el doctor Muescas. Cruzó y entrecruzó varias veces los pies imitando el. movimiento de las bailarinas cuando ejecutan lo que los coreógrafos denominan el entrechat y prosiguió, no sin frotarse primeramente la nariz, como si la fregara. —Alice Gould ha tomado lindamente el pelo a sus criadas, fingiendo la historia de los cafés y pidiendo que le sirviesen la cena a la hora del desayuno. ¡Eso es lo que pienso! Ha engañado donosamente a Donadío haciéndole creer que le confundía con otro. ¡Eso es lo que creo! Ha urdido juiciosamente, con gran sentido de la investigación y siguiendo un riguroso proceso intelectual, lo que Alvar creía y Ruipérez cree su "historia delirante", con la sola intención de que el médico que la observaba la considerase loca. ¡Eso es lo que opino! Cuando le dice a Donadío que la persona idónea para firmar su "recomendación de internamiento" era un médico amigo suyo que se llamaba Donadío, ¡el episodio riza el rizo de lo burlesco! Se está chanceando de él, simplemente, y con la gracia, la soltura y el talento que empleó aquí para vapulear a nuestro antiguo director. ¡Eso es lo que afirmo! Y todo ello ¿para qué? La cosa está clarísima: para eludir un proceso criminal. Sabía de sobra que en el manicomio, antes o después, la declararíamos sana, que es exactamente lo que hemos hecho y debemos mantener. ¡Allá se las haya con la Justicia! De otra parte, no creo que le hagamos un flaco servicio, porque el granuja de su marido no se expondrá a perder su botín a cambio de denunciarla. ¡Este es mi criterio! —¡Y el mío! —se apresuró a decir Rosellini. La doctora Bernardos intervino. —Señora de Fernández, le agradezco infinito su "información. Creo que debería, por el momento, dejarnos solos. Más tarde nos veremos. Tenemos que deliberar. María Luisa se puso en pie. —Estoy segura, señores, que harán ustedes lo mejor. Apenas hubo salido, Dolores Bernardos se dirigió al doctor Sobrino con las mismas palabras que solía hacerlo el antiguo director, respecto a Arellano. —¿Qué opinas, Salvador? —Creo que Samuel Alvar tenía razón —respondió simplemente. El silencio que acogió sus palabras fue tal, que parecía contradecir la tesis de Alice Gould cuando afirmaba que éste no existía. —Bien sabe Dios que lamento tener que decirlo —añadió Salvador Sobrino— porque Samuel Alvar es el gran responsable de la confusión creada. Las inicuas persecuciones de que la hizo víctima, nos predispuso a todos en contra de él y en favor de ella. Más tarde, el saber que había sido expoliada por su marido, nos confirmó en nuestro error, a lo que contribuyó también, no poco, su encanto personal. "Con todo y con esto hay que reconocer que la suya es una "rara" personalidad. Como la de una mujer "predispuesta". Su manera de comportarse con el doctor Donadío, tal como nos ha sido contada, es la típica de quien sufre un primer brote delirante en que la enfermedad está haciendo equilibrios sin que se sepa todavía de qué lado va a caer. La explicación, en fin, de Ruipérez, lógica y convincente. Créanme que lamento opinar así. —¿Y tú, César? —preguntó la directora dirigiéndose a Arellano. Este enrojeció visiblemente. Todos los rostros se volvieron hacia él. Dolores Bernardos escuchó con profundo desaliento su respuesta: —Yo desearía opinar como Pepe Muescas y como Rosellini. Lo desearía ardientemente, porque esa señora me infunde un gran respeto y una gran simpatía. Mi admiración por sus grandes cualidades es muy honda y sincera. Y... y la considero merecedora de una felicidad harto mayor de la que le ha deparado el destino. La voz se le quebró levemente al añadir:
—Se diría que nació y se desarrolló demasiado perfecta y que los hados se empeñaron en rectificar tanta perfección. Desgraciadamente me inclino por el criterio de Ruipérez y el doctor Sobrino: padece una paranoia. Pero tu opinión, directora, es muy importante también. Y desearíamos conocerla. —Mi opinión —habló Dolores Bernardos— es que una cosa es el diagnóstico y otra el pronóstico. El diagnóstico de Ignacio Urquieta fue el de sufrir una neurosis de angustia: una neurosis fóbica. Tu pronóstico, César, es que ese hombre sanaría al conocer las causas de su fobia. El diagnóstico de Chanto Pérez fue el de una psicosis maníaca, y tu pronóstico, César, que su crisis se atemperaría con la medicación adecuada. En ninguno de estos casos, ni en tantos otros, te equivocaste. Me gustaría conocer tu pronóstico de Alicia Almenara. Porque de lo que se trata no es de saber si sufrió un brote paranoico, como Maruja Maqueira, sino de si han cesado o no las causas por las que su marido la mandó encerrar, del mismo modo que cesaron las causas por las que sus padres internaron a la Maqueira. César Arellano se puso en pie. Dio una vuelta en torno a la silla, meditando lo que iba a decir, y volvió a sentarse. —Como todos sabéis, la mayor parte de las paranoias y de las esquizofrenias no son motivadas por causas secundarias. Nacen porque sí: como los hongos en el bosque o los renacuajos en las aguas estancadas. Pero hay un segundo grupo: las que nacen por alguna razón; o bien material (las somáticas); o bien moral (vivencias traumatizantes). En los delirios de interpretación, los pronósticos del segundo grupo son más favorables que los del primero. Y esto, en cierto modo, me consuela, ya que es el caso de Alicia. Si el delirio es somático (un tumor cerebral, por ejemplo) y éste se extirpa, la enferma mental deja de serlo. Si es una vivencia traumatizante y las causas morales que perturbaron la mente desaparecen, la curación no es imposible. Cuando tracé un primer bosquejo de la personalidad de Alice Gould (a la que considero que deberíamos denominar siempre así, ya que ella no quiere llamarse más señora de Almenara), escribí que poseía cierta candidez infantil que la inhabilitaba para defenderse de las maldades ajenas. ¡Yo entonces ignoraba que su marido era un bellaco que la estaba expoliando y que ella era tan ingenua como para tener una cuenta corriente común en la que podía ingresar su dinero, y el otro sacarlo; como quienes poseen dos llaves distintas de un mismo cajón! No obstante, detecté esta candidez, que es habitual en gentes de un rango moral tan superior, que son incapaces de imaginar, ni en teoría, la maldad en los otros; y menos en los más próximos. "El doctor Sobrino ha hablado de su rara personalidad. En efecto, las personalidades especialmente exquisitas son más vulnerables que las más zafias; del mismo modo que una taza es más frágil cuanto de mayor calidad sea la porcelana. "¡Alicia invitada por una prostituta a compartir con ella el lecho de Heliodoro, su marido! ¡Alicia privada de la casa en que nació su padre, en una operación en que se le arrancó un poder para otra venta distinta! ¡Alicia, la doctorada cum laude en filosofía, conviviendo con un estafador, ignorante, necio y tal vez brutal! Ella, en el test que se le hizo, definió la locura como un conflicto entre el yo real y el anhelado. ¿No se estaría definiendo a sí misma? ¿La diferencia entre su ideal y su realidad no la hirió tan hondo, tan hondo, que la trastornó? "Una mujer de ideales menos elevados, menos pura, menos delicada que Alicia no habría enloquecido: simplemente se habría separado. Del mismo modo afirmo que Alicia no se hubiese perturbado junto a otro hombre que apreciara sus cualidades, que compartiera su afán de superación, y no mancillara sus sábanas y su hogar llevando a casa prostitutas que la invitaran a compartir en grupo la cama de su marido. "Quiero decir con esto que Alicia es uno de los raros casos en que la paranoia no ha surgido espontáneamente en ella; sino que ha sido provocada. Y que, por tanto, es menos difícilmente curable que las otras. Desaparecida la causa, desparecerán los efectos. Este es mi primer pronóstico. Desearía ahora exponer una variante. Imaginemos que sus delirios permanecen. Que ella sigue creyendo de por vida que fue encargada por el doctor García del Olmo para investigar
la muerte de su padre en este manicomio en el que ingresó con una documentación falsificada.
Pues bien: ni siquiera en ese caso yo recomendaría para ella los tratamientos al uso. Si
permanece en el manicomio ¿a quién daña que ella quiera enseñar aritmética elemental al
pequeño Rómulo, pasear de la mano a la mujer que se considera auto-castigada para liberarla
de su eterno rincón, o dibujar elementos ornamentales más modernos (como me ha propuesto)
para los bordados que dirige Teresiña Carballeira? Y si queda en libertad, ¿a quién daña o a
quién perjudica que ella crea en lo futuro que un episodio ya pasado fue de distinta manera a la
realidad? Otra cosa sería si tuviera que seguir conviviendo con Heliodoro. Es probable que le
envenenara ¡y esta vez sin errar! Pero este hombre, que es la causa primera y única que la
trastornó, está fuera de su alcance, fuera de su vida, fuera de sus afectos y, muy pronto, fuera de
su memoria.
"Perdón por haber sido tan premioso. Termino con esta conclusión: Alice Gould puede ser
puesta en libertad sin peligro para ella ni para los demás, y regresar a su domicilio (donde
podemos, o no, recomendar que sea tratada y observada por un médico).
Dolores Bernardos exclamó con gravedad.
—No quiero influir en nadie, al declarar que siempre he confiado en los pronósticos de Arellano.
Ahora bien, quiero una decisión colegiada. Y después de conocer la verdad, tal como nos la ha
relatado la señora de Fernández, no me basta una mayoría. Requiero la unanimidad. Piensen
ustedes que en el duelo entablado entre esta inteligente paranoica y el director del hospital, la
enferma dejó fuera de combate al médico, hasta el punto de provocarlo a una dimisión. ¡Y, no
obstante, Samuel Alvar tenía razón! Por culpa de este incidente, yo ocupo ahora su puesto.
Espero que todos comprendan que para tomar cualquier decisión exija la unanimidad.
¿Retiramos o no retiramos a Alice Gould la declaración de sanidad que ya le hemos dado? Los
qué crean que puede marcharse libremente, deben escribir simplemente sí. Quienes crean que
debemos retenerla en el hospital, deben escribir NO.
Repartió unas cuartillas y ordenó que se retirasen por orden a una mesa auxiliar apartada; que
no firmasen la papeleta, y que se la devolviesen bien doblada. El primero que se aprestó a
cumplir la orden fue Rosellini. Iba ya a hacerlo cuando se oyeron unos pasos precipitados por el
pasillo y la puerta se abrió bruscamente. Alice Gould, llorosos los ojos, se detuvo sorprendida.
—¡Oh, perdón! —exclamó, disculpándose—. Ignoraba que estuviesen ustedes reunidos...
—¿Deseaba usted algo, Alicia? —preguntó, algo incómoda, la doctora Bernardos.
—Sólo decirle que mi tocaya, "la Niña Oscilante", ha vuelto a sonreír. ¡Y esta vez abiertamente,
sin que pueda caber ninguna duda. ¡Es emocionante mirarla!
—Ahora no puedo atenderla, Alicia. Más tarde bajaré.
—No deje de ir a verla. ¡Le digo que es conmovedor! Se disculpó Alicia brevemente, y salió.
La directora, una vez votado ella misma y recibidos los papeles, comenzó el singular escrutinio.
Desdoblaba y leía:
Sí.
Sí.
Sí.
Sí.
No.
Sí.
Todos los rostros menos uno se volvieron severos hacia Ruipérez. Olvidaban que éste no
participaba nunca en batallas que creía perdidas. El voto negativo no era el suyo.
Don José Muescas, muy alterado, exclamó:
—¡No entiendo nada! ¿No hay más que un NO? He debido de equivocarme. Ese NO es mío;
pero lo que he querido decir es que NO x le retire el documento que se le ha entregado ya... ¡y
que quede en libertad! ¡Eso es lo que quería decir!
Fue la primera vez que la junta de médicos declaró, por unanimidad, la sanidad mental de una
residente que todos, lo confesaran o no, sabían que estaba enferma.
.....
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