sábado, 15 de septiembre de 2018

X EL SUBCONSCIENTE Y SU SECRETO


TREINTA ANOS ANTES de que aconteciesen los hechos que quedan relatados, Chemari e Iñaqui se encontraron junto a la parada del tranvía que los Padres Jesuítas tenían alquilado para el servicio de los alumnos de su colegio. Era un artefacto amarillo y ruidoso que recorría el centro de Bilbao para recoger a la bulliciosa grey escolar. Unos le denominaban "el Trole Madrugador", otros "el Cachorro", otros "la Serpiente Amarilla", pues constaba de cinco vagones enganchados y era, por tanto, más largo que los dedicados al transporte normal de viajeros. La mañana era gris y un tímido sirimiri amenazaba convertirse en lluvia formal. Era un veinte de diciembre. Tres días más tarde se iniciaban, para los escolares, las vacaciones de Navidad. Los dos chiquillos estudiaban en clases distintas. Iñaqui, el más joven, apenas tenía cinco años. Chemari ya había cumplido siete. El primero vestía pantalón corto. El otro ya había estrenado los bombachos: pintoresca y felizmente olvidada prenda, con la que los chicos de aquel tiempo parecían un híbrido de moro con sus zaragüeyes y de jugador británico de golf con sus niquer boleen. En lo demás el atuendo de ambos era igual, sin olvidar boina, gabardina y la carpeta de libros de estudio colgada a la espalda por medio de tirantes, como la mochila de un explorador. Aquél encuentro casual fue fatídico para los dos. Chemari Goñi pertenecía a la estirpe de lo que los padres de familia burgueses denominaban "malas compañías" que eran los "niños con los que no se debe salir". Las razones de esta discriminación a tan tierna edad no carecían de cierto peso: esos niños eran de los que decían y enseñaban palabras feas, rompían a pedradas los faroles del alumbrado y eludían con frecuencia el ir a clase, arrastrando a otros compañeros a hacer "novillos". Aquella mañana se consumó para Iñaqui el bautismo de picardía: fue la primera vez que, incitado por aquel chico "mayor", se avino a no ir al colegio. La tentación era demasiado grande, porque lo que le propuso Chemari fue pasarse la mañana patinando en el club pista para patinar al aire libre y piscina cubierta. Iñaqui, que era un excelente nadador, no había patinado nunca; Chemari, que imitaba al nadar un molino enloquecido, era en cambio un colosal patinador. La primera dificultad que advirtió Iñaqui en el nuevo deporte fue colocarse los gruesos patines de ruedas. Estos se unían a los zapatos por medio de unas presillas movibles que se ajustaban a las distintas medidas del calzado; además, varias correas presionaban sobre el empeine y la puntera de los zapatos. Chemari iba mucho mejor preparado que él, pues llevaba botas que no se soltaban, mientras que, al menor movimiento mal hecho, los zapatos se escapaban de los pies. Al verse alzado sobre aquellas máquinas deslizantes, Iñaqui se consideró muchísimo más alto, pero esta sensación le duró muy poco, ya que a los pocos segundos estaba en el suelo tras el primer costalazo. Mientras el más joven caía una y otra vez, imitando reiteradamente la canción de Las segadoras en aquello de "levantarse y volverse a agachar", el mayor hacía filigranas con los patines de ruedas. Se deslizaba de frente, de espaldas y de costado; giraba a placer sobre sí mismo y —lo más difícil de todo— sabía frenar de golpe, si se le antojaba. Iñaqui, por el contrario, cuando al fin consiguió trasladarse de frente, y se encontró con el problema de no poder detenerse, tuvo que tirarse de espaldas al suelo antes dé romperse la crisma contra una pared. —¡Qué bien lo haces!—comentó admirativamente, desde tan humillante posición, al ver las fiorituras que hacía Chemari. Este, halagado, extendió una silla plegable sobre el suelo, tomó carrerilla y la saltó limpiamente. Aplaudióle, admirado, Iñaqui. Y Chemari comentó: —Yo soy mejor patinador que tú nadador. —Eso no es verdad —replicó el pequeño—. Porque yo soy campeón infantil de natación y tú no eres campeón infantil de patines. —No seas presumido. ¡Tú qué vas a ser campeón de natación! —Sí, lo soy. ¡Y he salido fotografiado en los periódicos! —protestó Iñaqui, muy enfadado de que
se pusiera en duda la mayor proeza de su cortísima vida. —¿No conoces la piscina cubierta del club? —Nunca he visto una piscina cubierta. —¡Ven a verla! Ayudóle Chemari a levantarse y dándole la mano, para que no se volviese a caer, le condujo hasta el borde de aquel rectángulo verde y azul que habría de ser escenario de no pocos éxitos de Iñaqui en años venideros y que, de niño, contemplaba por primera vez. —¡Toma, para que no seas presumido! —le dijo el grandullón mientras le empujaba. Sintió, el pequeño, un vahído; cayó aparatosamente a la piscina, y su primera, instintiva precaución, fue intentar quitarse los patines. Pasó grandes apuros bajo el agua y al no conseguir lo que pretendía, se quitó los zapatos; con lo que el calzado y su postizo dé acero quedaron en el fondo e Iñaqui pudo subir a la superficie. Oyó las carcajadas de Chemari, que se desternillaba de risa ante la pesadísima broma, y al punto se propuso vengarse de él. En tierra era difícil porque era mucho más alto y fuerte, pero en el agua... ¡ya vería lo que era bueno! Iñaqui ocultó su rabia riéndose él también; hizo una demostración de buen estilo de nadador ante el que le llamó presumido, mientras meditaba de qué argucia se valdría para zambullirle. Al fin, acercándose al borde donde estaba, levantó una mano pidiéndole ayuda para subir. Tendióle la suya el tal Chemari, tiró Iñaqui fuertemente de ella y cuando cayó le hizo un buen bucito de los que tardan en olvidarse. Cuando le consideró suficientemente castigado, hizo el recorrido entero para que aquel cabrito aprendiese lo que era nadar bien. Pero en seguida otra idea le vino a las mientes y ésta era la regañina que iba a recibir en casa cuando le viesen llegar descalzo y con la ropa toda mojada. Salió, cubrióse con la gabardina y todo azorado de andar por la calle en calcetines echó a correr hacia su hogar. El otro se había marchado sin despedirse. Llegó a su piso llorando; y mintió a su madre diciendo que, como le sobraba tiempo antes de que pasara "el Trole Madrugador", se había acercado al puerto donde al pie de una escalerilla había unos niños que pescaban. Se acercó a ellos y, como la plataforma tenía mucho musgo, se resbaló y cayó al agua. Esta fue su explicación. Al día siguiente, Iñaqui fuese al colegio a pie para no correr el riesgo de encontrarse con Chemari en el tranvía. Fue una precaución inútil, pues su cómplice en los novillos de la víspera tampoco asistió a clase. Ni el siguiente, en que se otorgaron las notas del primer trimestre, ya que se iniciaban las vacaciones de Navidad. Al concluir éstas y regresar al colegio enteróse Iñaqui de que Chemari Goñi había muerto ahogado. Su cuerpo, con los patines puestos, fue descubierto en el fondo de la piscina del club Loreto, cuando unos empleados se disponían a vaciarla. Quedó espantado Iñaqui al oír esto, pero no lo sintió mucho porque no le quería. Una terrible duda le asaltó, pero la rechazó en seguida. Lo más probable es que Chemari hubiese vuelto por el club, para patinar, todos aquellos días en que no fue al colegio antes de las vacaciones. El niño que entonces llamaban Iñaqui y que no era otro que Ignacio Urquieta jamás volvió a pensar en ello hasta el día en que —treinta años después— se organizó contra él una paradójica conspiración de la que fueron autores varios locos del Hospital Psiquiátrico de Nuestra Señora de la Fuentecilla. ¿Cómo pudo ocurrir eso? Las primeras decisiones de la junta directiva provisional habían sido sacar a Alice Gould de la Unidad de Demenciados y devolverle su tarjeta naranja; anular el expediente contra Melitón Deza; suspender el castigo a Montserrat Castell y dejar en libertad a Ignacio Urquieta. La designación del director (o mejor: la propuesta al ministro para el nombramiento de un director) quedó aplazada para la siguiente semana. Salvo Montserrat Castell, a la que afectó mucho el castigo que le fue impuesto, los demás festejaron su libertad con alborozo. ¿Pero no celebraban también la dimisión de Samuel Alvar? En esta alegría Montserrat no participaba. Por mediación del enfermero expedientado lograron filtrarse algunas botellas de licor y no es imposible afirmar que la euforia de Ignacio Urquieta se debiera a un discreto exceso de libaciones. Los pacientes del edificio central sentían lo que en términos un tanto arbitrarios podía
denominarse "complejo .de diferenciación" con dos de sus compañeros: Urquieta y Alice Gould. Pero este complejo diferencial no se manifestaba del mismo modo. Alicia era admirada y Urquieta odiado. Alicia era como una "bata blanca" sin bata. Ayudaba a los impedidos, sonreía a los imbéciles, consolaba a los tristes y besaba y abrazaba a los dos falsos hermanos —"el Mimético" y "la Oscilante"—, por los que la comunidad de enfermos experimentaba una difusa predilección. Ignacio, en cambio, era un enfermo, como ellos, al que habían visto revolcarse por los suelos poseído de terror cuando el agua le trastocaba. Y con todo, presumía dé sano. Su relación con los médicos y los otros "batas blancas" era de igual a igual. Se trataba con los "Magníficos"; conversaba con los superiores; se paseaba del brazo con las dos mujeres que eran la crema y nata del manicomio. Eran muchos los que festejaban la llegada de la lluvia porque sabían que aquel individuo arrogante y bien conformado estaría entretanto bajo las sábanas, acobardado, temblando de miedo o, por ventura, llorando. ¿Respondió aquella tarde con una insolencia a la actitud del "Falso Mutista", al que ya en otra ocasión llamó "pozo de estupidez"? ¿Se quitó de delante al "Niño Mimético" con un manotazo al observar que le imitaba? ¿Se comportó con euforia, o tal vez cometió la audacia de reír descaradamente ante un "triste"? El caso es que se formó una conspiración de locos contra aquel loco que fingía no serlo y cuando menos lo esperaba lo agarraron entre seis, se lo llevaron en volandas del lado de Alicia, y lo condujeron, con intención de lanzarle al agua, hacia la piscina. Alicia avisó a dos ''batas blancas", a gritos, pidiendo auxilio, y corrió hacia la zona deportiva para socorrer a Ignacio. Este, cerrados los ojos para no ver el agua, se debatió como pudo en brazos de sus grotescos y crueles sicarios. Pero pudo bien poco. Alicia llegó a tiempo de ver cómo aquellos energúmenos lo lanzaban a la piscina. Más que un grito fue un alarido de pánico el que lanzó Urquieta en el aire al caer. Se agitó como lo haría un individuo lanzado a un lago de hirviente lava antes de perecer. Dos enfermeros se descalzaron y despojaron de sus batas para socorrerle. Alicia se dispuso a imitarles, cuando, de súbito, aquel revoltijo humano que meneaba y pataleaba torpemente se quitó los zapatos, que cayeron al fondo, y se puso a nadar lenta, rítmica, sosegadamente. Los espectadores, sanos o enfermos, estaban atónitos. Ignacio alcanzó el borde opuesto de la piscina, dobló ágilmente el cuerpo, se dio impulso con los pies y, con estilo de gran campeón, recorrió el largo de la alberca, una, dos, hasta tres veces. Ascendió por la escalerilla como embobado. Los "batas blancas" y Alicia acudieron a él. —Ignacio, ¿te encuentras bien? No respondió. Despojóse de su camisa empapada, y volvió a lanzarse al agua sin que nadie le empujase ni tampoco se lo impidiese. Hizo varios recorridos más. Salió y se reclinó junto al borde. Quedóse largamente mirando el agua. Hizo de su mano un cuenco y se la llevó a los labios. Al fin volvióse hacia los enfermeros. —¡Estoy curado! —exclamó con una extraña voz en la que se advertían por igual el pasmo y el contento. Armó un gran escándalo en las duchas. Como la Unidad de Recuperación, en la que vivía, era mixta, no pocas mujeres se escandalizaron ante su invitación a que todo el mundo acudiera a a verle ducharse. Suplicaba a unos y a otras que le lanzaran cubos de agua a la cara y fueron tantos los vasos que bebió que puso a su estómago en trance de criar gusarapos. Ruipérez, que era quien le trataba, y Sobrino, que era quien le albergaba, y Arellano, como presidente de la junta directiva provisional, acudieron a verle, pues corría la voz de que se había demenciado. Se negó a vestirse, aunque se lo mandaron los médicos (porque argüía que deseaba seguir duchándose hasta derretirse). Al fin, accedió a enfundarse un albornoz, aunque no a calzarse, y se encerró con los tres médicos, en el despacho del doctor Sobrino, jefe de la Unidad. —Fue como un fogonazo —explicó Ignacio Urquieta procurando calmar su agitación—. ¡De pronto lo supe todo! Cuando estos pobres tontos me lanzaron al agua vestido, sentí un vahído en
el aire, tan idéntico a otro que experimenté siendo niño, que imaginé que "ahora" era "entonces" y que quien me dio el empujón no era Bocanegra, sino un compañero de colegio que se llamaba Chemari; y que ésta no era la piscina del manicomio, sino la del club Loreto de Bilbao, y que yo no tenía treinta y seis años, sino cinco... Esta sensación me duró muy poco, pero volvió a repetirse cuando comencé a nadar pensando qué añagaza emplearía para agarrar al "Falso Mutista" y darle una buena zambullida. No sería difícil, pues llevaba patines puestos. ¡No!, me dije; quien llevaba los patines era aquel niño que me empujó. Y ése pensamiento de vengarme lo había sentido ya, lo estaba sintiendo igual que entonces, y comprendí que si lo hacía, Boca negra no volvería a instalarse en su asiento habitual de la "Sala de los Desamparados", del mismo modo que Chemari no volvió a ocupar su sitio en el pupitre del colegio. "Me imaginé al "Mutista" ahogado en el fondo de la piscina con el lastre de unos grandes patines en los pies, y este pensamiento me llevó a la vivencia de mi compañero muerto. No me dijeron que aquel chico se ahogó con los patines puesto (¿o sí me lo dijeron y no quise enterarme?). Goñi: Chemari Goñi. Estoy seguro de que se llamaba así, ¡Del mismo modo que estoy seguro de que fui yo quien le mató! Tal como se lo contó Ignacio a los médicos se lo repitió a Alice Gould ante una gran jarra de agua que servía de mudo testigo a su curación cuando unos días más tarde almorzaron mano a mano en la taberna de Pepe el Tuerto. Ambos habían recibida el mismo día su declaración de sanidad y decidieron festejarlo juntos. —¿Comprendes, Alicia? Mi naturaleza infantil se defendía del horror de saber que había dado muerte a un compañero de colegio. Mi consciente se negaba a aceptar la evidencia. Pero mi subconsciente lo sabía. —Pero ¿cómo es posible —preguntó ésta— que vivieses sano hasta cerca de los treinta años, y que, de pronto, a esta edad, la fobia al agua estallase en tu naturaleza como una bomba? —Supongo —respondió Ignacio— que el secreto que guardaba mi interioridad era como una planta que extiende sus raíces ocultas y que no puede surgir al exterior porque algo se lo impide. De niño me empeñé en olvidar, en no volver a pensar en ello, pero esa planta seguía presionando para surgir a zona visible. Tal vez, al llegar a los treinta años, estuve a punto de descubrir la verdad y entonces surgió mi fobia como una defensa. Una angustia (la del agua) sustituía a otra angustia: la de saber que había matado (en el agua) a un semejante. Mi consciente se había acostumbrado a no saberlo, ¡no quería saberlo!, y se alió con un cómplice, la fobia, para mantener el engaño. ¡No sé si mi explicación es muy científica! Sólo se me alcanza que, al conocer yo la verdad, la fobia que me protegía se le ha hecho ya innecesaria a mi naturaleza. Habían llegado del sanatorio hasta el pueblo conducidos por Terrón y en la misma furgoneta que debía depositar al "Albaricoque" en el autobús. La locuacidad de éste era extremada. Se consideraba feliz porque iba a ver a su tía, olvidando que caería enfermo al cruzar el umbral de su casa y que no se recuperaría hasta llegar de nuevo al manicomio. —"La Rubia" es muy bonita, Terrón. Y también es mi tía. Y Urquieta mi tío. Y tú, la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles, Terrón. Ignacio y Alicia no demostraban tanta euforia. Tenían muchos motivos para considerarse satisfechos, pero su contento estaba teñido de melancolía. En el asador de Pepe el Tuerto, ella —por consolarle de su desazón al saber que había matado a un semejante— estuvo a punto de contarle la verdad de lo que aconteció con el jorobado. Pero se abstuvo. Este era un secreto que debía morir con ella. Y sólo recordarlo le producía un íntimo desasosiego. ¡Incomprensiblemente su declaración de sanidad no la llenaba de júbilo! Una vez alcanzada la meta pretendida, Alicia se mostraba como un gladiador que, tras luchar y vencer, no da muestra de alegría, sino que se derrumba, agotado por el esfuerzo. —Ahora —le confesó a Ignacio— habré de aprender a enfrentarme con la soledad.
El la contempló un instante, llenó de dudas. Después bajó los ojos hacia el mantel y comenzó a
juguetear con los cubiertos, como si su único afán fuese cambiarlos, todos, de sitio.
—Te voy a confesar algo, Alicia, que te va a sorprender mucho. No he avisado a mis padres ni a
mi hermano. Ellos no saben todavía nada de mi curación.
—¡Me parece muy mal! ¿Por qué quieres ahorrarles esa alegría?
—He pedido a los; médicos que me mantengan todavía durante un tiempo en observación.
¿Cómo estar seguro de no recaer? Escuchó Alicia muy sorprendida estas'palabras.
—Mírame a los ojos, Ignacio Urquieta. No me estás diciendo la verdad. Ignacio estaba azorado
como un niño grande.
—No es cierto lo de mi temor a recaer. Pero sí es cierto que he pedido a los médicos que me
mantengan un tiempo más en observación y que, entretanto, no avisen a mi familia.
—Pero ¿por qué has hecho eso?
Ignacio Urquieta titubeó y, al fin, confesó con gesto decidido:
—Porque no quiero perderte, Alicia. Me sería muy difícil vivir lejos de ti. Prefiero la "fobia" a tu
separación. Si alguna vez anhelé dejar de ser un tarado fue para poder ofrecerte un sitio en mi
vida. ¡Y que quien te lo ofreciese fuera... un hombre normal! ¡Y ya lo soy!
—¡Ignacio, mi buen Ignacio, olvidas que estoy casada! —replicó Alicia.
—Esperaré lo que sea necesario hasta que consigas tu separación legal y tu anulación o tu
divorcio.
Alicia le contempló enternecida.
—Escúchame bien, Ignacio. Cuando supe que eras tú quien había iniciado la protesta ante
Samuel Alvar, por mantenerme encerrada, me sentí orgullosa de tener tales amigos, y
agradecida y llena de entusiasmo. Cuando comprobé con mis propios ojos que estabas curado y
me llegaron rumores de que te hacías tirar cubos de agua a la cara, corrí a la Unidad de
Recuperación con una damajuana gigantesca para empaparte a gusto. Cuando supe que
estabas encerrado con los médicos, estuve esperando hasta que salierais y cuando vi la
satisfacción reflejada en los rostros de todos, tú mismo pudiste comprobar con qué alegría te
abracé. ¡Te juro que ha sido la mayor satisfacción que he recibido desde que por primera vez
crucé los umbrales de aquel infierno! ¡Porque yo te quiero bien, Ignacio, pero no con la suerte de
amor que tú me ofreces!
Urquieta bajó los ojos.
—¿Piensas reunirte con tu marido?
—¡Jamás!
—¿No vas a solicitar la separación?
—Alguien lo está haciendo ya por mí.
—Vas a encontrarte muy sola, Alicia. Si me he negado a comunicar nada todavía a mi padre fue
para informarle conjuntamente de las dos noticias: mi restablecimiento, y mi decisión de rehacer
mi vida junto a ti. Esto es lo que te ofrezco, Alicia: ¡que rehagamos juntos nuestras vidas!
Alice Gould negó suavemente con la cabeza.
—Tu ademán dice "no". Pero tus ojos dicen "sí".,, —exclamó Urquieta esperanzado.
—Confundes el amor con el cariño, Ignacio. Tú crees quererme porque hemos vivido juntos una
gran aventura y juntos nos hemos salvado. Y acaso porque soy la única mujer, durante muchos
años, no del todo impotable que has tenido cerca. ¡Pero ya verás qué muchachas más
estupendas encontrarás en Bilbao! Mil veces mejores que yo y por supuesto más jóvenes. ¡Y
qué de historias más colosales del manicomio tendrás para contarles! Si me las cuentas a mí no
podrías hacer tu gran numero, porque yo me las conozco todas. ¡Olvida esa idea disparatada,
Ignacio! Lo que yo deseo es que me invites a tu boda y hacerte un gran regalo. ¡Prométeme que
me invitarás!
—Eres adorable, Alicia, hasta para hacerme sufrir.
—No se puede sufrir —protestó riendo Alice Gould— comiendo estos platos tan exquisitos.
¡Tendremos que felicitar, al salir, a Pepe el Tuerto! ¡Y brindemos, Ignacio, yo con vino, tú con agua, por tu felicidad! Regresaron al hospital; él cabizbajo y ella —¿cómo negarlo?— no poco satisfecha al comprobar que aún era capaz de despertar pasiones entre los jóvenes. Montserrat Castell les esperaba para felicitarlos por su liberación. Había anunciado formalmente a la junta directiva provisional su deseo de retirarse y sólo esperaba, para pedir la baja, que las carmelitas le comunicaran la fecha para tomar el velo. Recordó Montserrat los versos de santa Teresa: Hermana, porque veléis, Cristo os ha dado este velo. Y no os va menos que el cielo, Por eso, no os descuidéis.
Estuvieron encerradas muchas horas aquella tarde Alicia y la Castell. Esos largos mano a mano se repitieron durante varios días. Aún faltaban algunos trámites legales que cumplimentar para la salida de Alicia, y ésta se pasaba más tiempo en la parte de afuera que no en la de dentro de la "aduana". Comer no volvió a hacerlo en el refectorio de locos. Sus monólogos con Carolo Bócanegra, falso mutista y ciego voluntario, eran demasiado tediosos y Alicia lo hacía o bien en el comedor de médicos, o en el de enfermeros, o invitando a unos o a otros a alguno de los muchos y deliciosos "hornos de asar" de los pueblos cercanos. Con el de Pepe el Tuerto sólo podía compararse uno que había en Almenara de Campó, bautizado con el pintoresco nombre de El Águila Colorada. El vinillo de la casa era delicioso —aunque había que beberlo con prudencia, porque engañaba— y el lechón estaba suculento y la tarta de nueces con nata y caramelo sabrosísima. Allí se celebró el banquete en honor de la nueva directora del hospital, Dolores Bernardos. César Arellano, que fue el primer candidato, no quiso en modo alguno —al igual que otra vez anterior— abandonar el trato directo con los enfermos. Rechazada su candidatura, Dolores Bernardos fue propuesta por unanimidad y su designación oficialmente confirmada por el ministro. Los trámites para la salida de Ignacio Urquieta fueron mucho más rápidos que los de Alicia, por ser su ingreso "voluntario" y el de ésta no. Los médicos en masa y muchos enfermos se concentraron en la puerta para despedirle. No ya su padre, hermano y cuñada, sino multitud de primos y amigos y amigas acudieron a recibirle, portadores de pequeños cubiletes de agua con los que Ignacio se dejó escanciar a placer. Hubo lagrimitas en varios ojos, salvo en los de don Luis Ortiz, el falso violador de su nuera, quien, mientras duró la ceremonia de despedida, olvidó que era un rufián cuya sola sombra contamina, y se mostró alegre y encantador. Alicia comprobó que entre las muchachas de Bilbao que vinieron a recibir a Ignacio había algunas preciosas, y bromeó con él: —¿Te escojo yo la mejor, o prefieres hacerlo por ti mismo? Al fin, le llegó el turno a Alicia. Se levantó más tarde que nunca, ya que no estaba sujeta al horario de los enfermos y se pasó el resto de la mañana y gran parte de la tarde en recorrer, una por una, todas las unidades para despedirse de sus jefes y del personal auxiliar. No necesitó hacer estas visitas para confirmar las extraordinarias cualidades humanas de aquellas gentes. En todas partes existen capaces y mediocres, perversos y equilibrados, divos y llanos, rutinarios y aplicados, pero tal vez sea la clase médica y sus auxiliares donde el conjunto de sus integrantes sea de superior calidad y la que exija una vocación mayor. Así se lo dijo a la doctora Bernardos, aunque reconociendo que el buen sacerdote y la religiosa sincera, como la Castell, también son llevados de la mano por la vocación. Ante "el doctor Rosellini aumentó el cuerpo de "profesiones vocacionales" a la de los marinos. Ante Sobrino, a la de los toreros. Y ante don José Muescas, a la de los escritores.¡Pero de ahí no bajaba! Era terca y tenaz, como buena británica, y se negó a reconocer que pudiera haber, otras "profesiones auténticamente vocacionales" que la de los médicos, los curas, los marinos, los poetas y los matadores de toros. El último de los visitados fue César Arellano. Alicia habló, habló, habló. No hubo diálogo posible. Fue sólo un monólogo. Todas sus impresiones del día estaban agolpadas en su mente y se las
fue declarando al que fue su primer protector. Confesó que estaba emocionada por la solicitud y la hombría de bien del doctor Rosellini, por la seriedad de Salvador Sobrino, por la humanidad de Dolores Bernardos, por la caridad y la alegría de vivir de Montserrat Castell, por la autoridad y profesionalidad de Isabel Moreno, la jefa de enfermeras de la Unidad de Demenciados, y por la simpatía y la belleza de dos "batas blancas": Conrada la Joven y Lola Pardiñas. El doctor Muescas no le gustaba demasiado, porque la miraba de un modo en el que se vislumbraban sus dudas respecto a si estaba loca o no lo estaba. Se enterneció al hablar del "Hortelano", de Rómulo, de "La Niña Péndulo", del maestro de escuela conocido por "el Albaricoque", del sudamericano suicidado que buscaba a su padre; de la triste y pintoresca locura de don Luis Ortiz; y de su amigo, "el Autor —ya muerto— de la Teoría de los Nueve Universos". Hubiera querido Alicia expresarle su propósito. Aquel que insinuó a la adorable María Luisa Fernández al decir a ésta que había tomado "una extraña determinación" para cuando quedase en libertad. Pero, ante César Arellano, se sintió cobarde. En el hospital sólo había hablado de ello con Montserrat Castell, a quien le hizo jurar que nunca diría nada a nadie. Ante el jefe de los Servicios Clínicos se limitó a sugerir unos temas, a plantear, algunas dudas deseando que fuese él quien se adelantase a tomar determinadas iniciativas que para Alicia eran "clarísimas y elementales", pero que para el médico no debían serlo tanto, pues en ningún momento se dio por enterado. César Arellano la escuchaba sin intervenir. Alicia estaba en plena descarga emocional. Y el médico pensaba que eso era bueno para su equilibrio. Los extravertidos, como Alicia, que echan fuera el lastre de sus emociones, tienen menos riesgo de enloquecer que los introvertidos que se guardan para sí las toxinas emotivas con las que acaban envenenándose por no saber o no querer eliminarlas. —Perdóname, César, por expresar mi gratitud hacia los demás y no decir nada de ti. No encuentro las palabras adecuadas. Era tanta la seguridad que me inspirabas, que me he sentido siempre protegida (de lejos o de cerca) por tu autoridad. Algunos me consideran altiva. Es posible. Pero mi afectividad, té lo juro, es mayor que mi altivez. Y tú despiertas en mí una inmensa gratitud, mas también una gran afectividad. Hubiera querido decirte algo... ¡pero ya has hecho demasiado por mí! ¡Y no hablo más para no echarme a llorar, como el día de nuestra segunda entrevista! Adiós, César. No dejes de llamarme en Madrid si alguna vez vas por allí. César Arellano se puso en pie. Tomó ambas manos de la mujer entre las suyas. —¡Que seas muy feliz, Alice Gould! Se miraron hondamente pretendiendo cada uno penetrar en los sentimientos del otro. Alicia se desprendió de sus manos y salió al tiempo que en la bata del médico sonaba insistentemente, con su timbre agudo y metálico, el avisador de bolsillo. Montserrat Castell había quedado en acompañarla hasta el pueblo donde habría de tomar un autobús que la conduciría a Zamora, con intención de pernoctar allí. A la mañana siguiente alquilaría un coche que la trasladase a Madrid. Montserrat se disculpó: —Algo grave ocurre en el manicomio —le dijo—. La directora acaba de convocar una junta urgente y extraordinaria de médicos. Y ha cancelado todos los permisos para salir. Tendrás que dormir una noche más, ¡tu última noche, Alicia, en el hospital!

martes, 11 de septiembre de 2018

"w" DOS ESCUELAS FRENTE A FRENTE


CESAR ARELLANO, Dolores Bernardos y el doctor Rosellini coincidieron a la entrada de la sala capitular. La tensión se advertía en los rostros de todos. No sólo estaban presentes los médicos psiquiatras —como en las juntas ordinarias de los miércoles— sino los demás especialistas: traumatólogos, cardiólogos, anestesistas, endocrinólogos, analistas y cirujanos de neurología. Muy pocas veces se reunían juntos salvo en ocasiones muy especiales: la onomástica del director (costumbre suprimida por Alvar) o la despedida de un jubilado. Los había pálidos como José Muescas, sanguíneos como César Arellano o cetrinos como el director. Si Alicia —que era gran observadora de minucias— hubiera estado presente, habría advertido la muy diversa reacción que las emociones producen en los rostros de los adscritos a tales morfologías. Esto es: que los sanguíneos enrojecen, los cetrinos amarillean y a los pálidos les nacen ojeras cuando la tensión emocional sube de grado. Otras actitudes, por citar sólo las contrapuestas, eran las de quienes adquieren en estos trances una severa inmovilidad —como era el caso de la doctora Bernardos y de Rosellini— o mueven, inquietos, los pies, las manos, el rostro; y cambian constantemente de postura cual lo hacía José Muescas, el más agitado de los presentes. El más tranquilo, como de costumbre, era el director. Su agitación interna sólo se advertía en el tinte verdoso de su piel y en una peculiar vibración de sus párpados. Con esto, su voz sonó neutra, impersonal —con un dejo de aburrimiento— a lo largo de su notable discurso. —Señores —les dijo—, no me faltan amigos en esta casa, como para desconocer el libelo que circula de mano en mano contra mí. Más que su contenido, lo que me duele es que haya sido redactado por una loca y suscrito por los médicos. Nunca una demente llegó a más ni los doctores a menos. Los he convocado para rogarles que acepten ustedes una transacción. Esta es que cambien el documento dirigido al señor ministro de Sanidad por otro que voy a someter en seguida a su conocimiento. (Tragó saliva.) —Otro —añadió completando su frase— que he redactado y firmado yo, presentando mi dimisión (ya que fui designado por el señor ministro) y rogándole que restablezca la antigua costumbre de que sea la junta de médicos del hospital la que sugiera (para que el ministro designe) al director. Sólo alego, en mi petición, cuestiones de salud. Y expreso el deseo de colocarme en otro hospital psiquiátrico en una provincia en que las temperaturas sean menos extremas que en ésta, tanto en invierno como en verano. He eludido, por tanto, aducir que el cuadro médico de este hospital está compuesto por gentes que yo considero retrógradas e inmovilistas. También he silenciado el profundo tedio que todos ustedes me producen. El documento, que una gran mayoría de médicos y técnicos auxiliares ha suscrito, tal como lo redactó su estrafalaria autora, puede acabar con la carrera de un hombre joven, de profunda vocación, cómo yo, que, aparte de sus errores personales, recibió el error ajeno de ser designado director, tal vez antes de tiempo... Estoy profundamente convencido de que la escuela psiquiátrica a la que pertenezco tiene razón en sus planteamientos. No puede confundirse, como ustedes hacen, a los enfermos con los delincuentes. Su encerramiento obedece a otras causas. Y todo cuanto pueda hacerse para borrar en sus vicias todo signo de opresión, hay que llevarlo adelante. Reconozco haber cometido algún error en la puesta en práctica de unos métodos sanos. Se nos acusa de ser más sociólogos que científicos. Más justo sería decir que somos más humanos. ¿O es que tal vez la sociología no es una ciencia humanística?
Estos errores que digo, no son los que me mueven a alejarme de aquí. Me marcho con la cabeza alta porque mis aciertos han sido mayores que mis yerros. Mi ruego consiste en pedirles que en reconocimiento de lo anterior, mi alejamiento de este hospital sea voluntario y no forzoso, y que se deba a una dimisión y no a una destitución. En cualquiera de estos casos quedaré libre de toda responsabilidad cuando se declare cuerda y se le abran las puertas de este hospital a una mujer que yo considero enferma, perversa y peligrosa. Por segunda vez en pocas semanas Ruipérez le oyó expresar el mismo concepto que expuso ante el, comisario García de Pablos: —¿Queremos darla por sana porque no se le cae la baba, porque habla tres o cuatro lenguas extranjeras y porque se viste en modistos caros? ¿Es que acaso no hay paranoicos entre los clientes de la Academia Berlitz de idiomas, o del modisto Balenciaga? ¿Tienen por ventura los burgueses patente de inmunidad contra la locura? Esto es sólo una anécdota vulgar. Aquí les dejo, señores, copia de mi carta de dimisión para que ustedes juzguen si merece o no ser canjeada por la soflama que escribió contra mí una homicida. Un gran murmullo se extendió por la sala capitular. Todo el mundo entendió las diversas alusiones dirigidas a Alice Gould. Pero ¿qué había querido significar al tacharla de homicida? —Con tu permiso, director —interrumpió César Arellano, haciéndose portavoz de la perplejidad general. Nada más escuchar estas palabras del jefe de los Servicios Clínicos, los médicos expresaron un gran alivio. Era preciso que alguien hablase en nombre de todos, y nadie deseaba hacerlo. Samuel Alvar había mezclado en su exposición reconocimiento de yerros propios y un intolerable desprecio por los demás médicos. Había expresado ideas sanas, pero acusando injustamente a los otros de no suscribirlas. ¿Era sincero o se dejaba llevar por el odio hacia una mujer injustamente recluida para expoliarla (caso que no era nuevo ni excepcional y que circulaba de boca en boca desde la visita del ex comisario Obdulio Limón)? ¿'Qué había querido significar ahora al tacharla de homicida? ¿No estaba probado que los intentos de envenenamiento a su marido figuraban en una recomendación de internamiento que fue falsificada por el mismo maleante que la estafó? —Con tu permiso, director. Como yo no he firmado ese documento del que has hablado, podré expresarme con mayor libertad. Has mezclado en tu discurso dos asuntos muy desigualmente graves. No quiero referirme al primero, pues se trata de una decisión personal tuya: la de pedir tu traslado. Yo lo lamento, pero no le doy una importancia decisiva. Lo que sí es muy grave, gravísimo, es dejar sin esclarecer la palabra "homicida", refiriéndote, según entiendo, a una residente de este hospital. Todos los indicios parecen confirmar que esa mujer ha sido víctima de una acción criminal. Tu sustituto habrá de confirmar o rechazar su sanidad mental. Al calificarla de homicida siembras dudas respecto a ella de las que depende nada menos que la prolongación de su enclaustramiento delictivo, o su libertad. Insisto en que esto me parece más trascendente que tu dimisión. Porque, por fortuna, no faltan en España médicos que puedan sustituirte y continuar en esta casa de locos tu brillante gestión. Pero si ella es sana y tú colaboras con vagas insinuaciones a la prolongación de su encierro, ya no se trata de una anécdota vulgar, como dijiste antes, sino de un atentado gravísimo contra la libertad, no menor que el de condenar, en juicio y a sabiendas, a un inocente. Has agraviado a todo el cuerpo médico de esta casa al proclamarte más humano que todos ellos. Esto sí que es anecdótico: porque no ofende quien quiere, sino quien puede. ¿Cuál es esa humanidad que te atribuyes graciosamente si colaboras al encierro de una persona que sabes que está sana, sólo porque la odias? ¿En esto consiste tu sociología? Créeme que lamento mostrarme tan duro contigo, máxime en vísperas de tu despedida. Pero considero que la justicia pertenece a un rango moral superior a la 'cortesía. De ahí que te emplace a que declares sin ambages cuál es el homicidio que atribuyes a una
residente que tú mismo encomendaste a mis cuidados y cuyo diagnóstico no ha sido aún formulado por mí. Las miradas de Rosellini y Dolores Bernardos eran asaz elocuentes. Las tenían fijas en Samuel Alvar, como si le dijeran: "¡Vamos, pobre muchachuelo, decídete!" Teodoro Ruipérez era la viva imagen de la consternación. ¿Cometería su protector el yerro increíble que temía? —Esa mujer a quien encubres con sospechosa benevolencia —dijo lentamente Samuel Alvar— asesinó en este hospital a un minusválido llamado Celestino Expósito a quien denominaba con desprecio intolerable "el Gnomo". ¡Lo sabes tan bien como yo! Una veintena de rostros se volvieron hacia César. Todos tenían conocimiento de la muerte del jorobado, pero su versión era muy distinta a la que decía el director. —Eso es inexacto, Samuel —dijo César Arellano mirándole fijamente a los ojos. Samuel Alvar se puso bruscamente en pie. Nunca imaginó a este doctor capaz de mentir en asunto tan trascendente y ante la junta de médicos. Mantuvo sus ojos fijos en él y después los volvió lentamente hacia Ruipérez, su amigo, su protegido y que era el único de la junta (aparte Arellano y él) que sabía la verdad. Ruipérez bajó los ojos y se mantuvo en silencio. "¿No entendía el director —pensó— la diferencia que va de un homicidio a un asesinato? Samuel había empleado el verbo "asesinar". Y César había dicho que eso era inexacto. Lo lamento, Samuel —se dijo Ruipérez—. Arellano tiene razón." Lo pensó. Más no lo argumentó. Ni miró directamente a los ojos del director. El jefe de los Servicios Clínicos midió muy bien sus palabras para no mentir y para no perjudicar a Alice Gould. Su rostro enrojeció vivamente, pero sus palabras sonaron calmadas y contenidas. —Eso es inexacto —repitió—. Me atengo a la declaración que hiciste tú mismo en el juzgado, cuya copia poseo y que puedo aportar antes de tres minutos a la junta de médicos. Me atengo igualmente a la manifestación, ante el juez, del único testigo presencial, Cosme "el Hortelano", quien declaró que había visto cómo ese pobre tonto, que acostumbraba a correr alocadamente en zigzag, sin ton ni son, tropezó en una de sus carreras y se partió su defectuosa columna vertebral contra una peña. Si hay alguna duda, mandémosle llamar, para que nos confiese lo que declaró. —¿Nadie tiene algo que añadir? —preguntó Alvar a sabiendas de que Teodoro Ruipérez entendía que se dirigía sólo a él. Pero Ruipérez no era hombre al que le gustase intervenir en batallas que sabía perdidas de antemano. No hubo respuesta por parte de nadie. José Muescas hacía lo que indicaba su apellido; y movía, además, agitadamente las piernas bajó la mesa. Los demás* clínicos imitaban a Dolores Bernardos: sin pedir la compostura, miraban severamente al director. Este se puso en pie. —Lamento, señores, que mi despedida sea tan poco cordial. Tal vez coincidamos alguna vez en otro hospital psiquiátrico y tengamos mejores oportunidades de hacernos amigos. Les deseo suerte a todos y celebro, como dije antes, no comprometerme profesionalmente en la puesta en libertad de una loca. Con la misma parsimonia con que había hablado, Samuel Alvar se dirigió, en un impresionante e incómodo silencio, hacia la puerta de salida de la sala capitular. Ruipérez, su protegido, no lo siguió.

lunes, 10 de septiembre de 2018

V EL HOMBRE DE LOS OJOS COLORADOS



María Luisa Fernández fue durante muchos años una mujer muy conocida en los círculos políticos por haber sido secretaria particular primero y jefe de la Secretaría más tarde, de dos ministros muy influyentes de la época de Franco3 (1). Más tarde, al morir sus dos jefes, y tras de haber probado su extraordinaria sagacidad al descubrir "la segunda vida" de uno de los más influyentes ministros del Régimen anterior4 (2), se profesionalizó en la investigación privada; se asoció con un policía jubilado (el ex comisario Obdulio Limón), tomó a sus servicios a dos detectives muy jóvenes y eficientísimos (Pepe Ruiz y Amparo Campomanes) y se hizo famosa por la originalidad de sus métodos y la espectacularidad de sus descubrimientos5 (3). Alice Gould estaba segura de que al recibir una carta suya en la qué la denominaba "querida prima" —sin serlo— y la acuciaba a venir a verla porque "¿quién podía interesarse en acompañar a una pobre loca?", María Luisa Fernández comprendería, sin necesidad de decírselo expresamente, que algo grave le ocurría a su colega, a la que descubrió por azar en el manicomio de Nuestra Señora de la Fuentecilla, el día en que ésta fingió encontrarse allí para visitar a una amiga enferma. Como Alicia de Almenara era profesionalmente conocida con el nombre de Alice Gould, se preocupó en la carta de añadir a su apellido de soltera el de casada y de encontrar un pretexto para dar el nombre de su marido: Heliodoro. Si María Luisa era tan sagaz como de ella decía la fama, era evidente —según criterio de Alicia— que esa mujer tantearía el terreno antes de emprender el viaje, aun no conociendo el verdadero motivo de la investigación que se le encomendaba. Pero que la carta .era una demanda de ayuda que olía a cien leguas a estar escrita por un remitente en apuros, ¿qué duda cabía de ello? ¡De no entenderlo de este modo, no sería esa detective tan inteligente como de ella se decía! Así pensaba Alicia que su colega interpretaría su escrito. Y no se equivocó. No habían transcurrido diez días desde que escribió su S.O.S —días que invirtió, no ya en corregir sino en redactar íntegro el escrito de la "operación antiAlvar"— cuando, una mañana, el doctor Rosellini la mandó llamar a su cubil. —La doctora Bernardos —le dijo el médico— ha acompañado hasta aquí a este caballero que desea hablar con usted. Pueden utilizar mi despacho. Quedóse Alicia no poco sorprendida tanto de la presencia como de la catadura de esta visita inesperada. El hombre era albino. Su rostro era casi tan blanco como su pelo y estaba arrugadísimo. Toda su piel estaba troceada en mínimos e infinitos pliegues. Con todo y con eso, tales peculiaridades no eran nada al lado de sus ojos. Como los conejos de Indias, este extraño individuo tenía el iris colorado. Los bordes de sus párpados eran rosáceos, la córnea acuosa y transparente y el centro rojo, como dos mínimas cerezas hundidas en un aguamanil. Si a eso se añade que las cejas y pestañas eran níveas, habrá que convenir que su semblante era algo más que singular. —Soy el comisario jubilado Obdulio Limón —le dijo, apenas Rosellini los dejó solos. Su voz no se correspondía en absoluto con su físico. Alicia hubiera pensado que sería aflautada o débil como un soplo. Muy por el contrario, era cavernosa, profunda y potente, bien que rota por
el asma. El hombre respiraba con notable dificultad.
—Permítame que me reponga —añadió con una voz que parecía salude las simas del averno—.Al entrar aquí he visto a varias mujeres desnudas y mojadas que eran perseguidas por otras
vestidas de blanco y armadas con toallones. Una se ha acercado a mí andando a gatas para
olerme los zapatos. Al desplazarse, ha pasado por encima del cadáver de una enana. Y otra me
ha soltado un graznido en el tímpano que he creído quedarme sordo. ¿De modo que éstas son
sus compañeras?
—Sabe usted mucho más que yo —respondió Alicia, recelosa—. Porque, aparte su nombre,
ignoro quién es usted y qué desea de mí.
—Soy el socio de su "prima" María Luisa Fernández, y vengo de su parte a ponerme a su
servicio.
—¿Y por qué no ha venido ella?
—Porque es altamente probable que le sea a usted más útil en Madrid que aquí. Yo estaré en
constante comunicación con ella. ¿Se encuentra usted en apuros?
—La palabra "apuros" me parece muy tímida, señor Limón. Corro el riesgo, si ustedes no lo
remedian, de verme andando a cuatro patas de aquí a poco como "la Mujer Gata" que le ha
estado husmeando los pies.
El ex comisario llevaba una colilla apagada en los labios que no se quitaba ni para hablar ni para
contener sus frecuentes ataques de tos. En ambos casos, la colilla quedaba adherida al labio
inferior como si estuviese pegada con cola o formase parte de su extraña anatomía.
—Usted es "detective", como María Luisa, según tengo entendido. ¿No es así?
—Así es.
—¿Es usted misma la que se ha metido en este lío?
—Me temo que sí.
—¡Ustedes las aficionadas son el carajo, si me permite esa expresión!
Rompió a reír escandalosamente. La risa le produjo tos. La tos más risa. La risa más tos. Alicia
pensó que iba a morir allí mismo, ahogado, sin acabar de enterarse de que, en efecto —¡al
menos en su caso!—, las aficionadas eran del carajo.
—No tengo ningún derecho a contradecirle, comisario.
—¡Pues suélteme usted su rollo! La escucho.
Dos horas largas tardó Alicia en relatar la historia entremezclada, de
las razones por las que ingresó en el manicomio y cuanto le había acontecido desde entonces,
de puertas adentro.
A veces el ex comisario la interrumpía con preguntas cortas y precisas. Otras, fueron sus
accesos de tos los que permitieron a Alicia tomar un respiro. De súbito, don Obdulio se metió la
colilla a la boca, la masticó parsimoniosamente y se la tragó. Apenas hecho esto, encendió otro
cigarrillo al que dejó apagar, y quedó como el primero colgando de sus labios.
—Mi querida amiga —comentó apenas hubo concluido de escuchar el relato—, estoy admirado
tanto de su osadía cuanto de su candidez. Pero, en definitiva, yo sospecho lo mismo que usted.
—Yo no he dicho que sospeche de nadie...—protestó Alicia.
—Tampoco lo he dicho yo. Y, no obstante, usted sabe a lo que me refiero: sospechamos lo
mismo. Bajó Alicia los ojos e hizo ademán de cubrirse los oídos.
—Prefiero no oírlo.
—De nada le sirve, señora, vendarse los ojos para negarse a contemplar la evidencia. No lo
dude: usted ha sido expoliada por su marido. Su encierro no ha tenido otra razón de ser que
darle tiempo para proceder a su expolio.
—¡Prefiero no saberlo! —repitió Alicia llorando.
—Su compinche, ese falso García del Olmo, la llevó a usted de la mano de modo que
descubriese algo bien fácil de averiguar: la procedencia de las cartas.
—Pero ¿cómo pudo conseguir el papel de escribir con membrete del director de este hospital y
otros de idéntica filigrana para fingir las misivas del loco?
—¡Es demasiado sencillo! Si yo esta misma tarde escribo al director diciendo que sufro
depresiones y solicito ser admitido, él me contestará diciendo que no hay plazas 6 que venga a
que me hagan un primer reconocimiento. Una vez que tenga su respuesta en mi poder, mandaré
fotocopiar el membrete y lo reproduciré cuantas veces me venga en gana en un papel, amiga
mía, que adquiriré en la librería de la esquina . Usted, querida, se ha comportado con una
candidez increíble. Qui o hacerse la engañanecios con su marido haciéndole firmar en barbéelo
la solicitud de ingreso, y la engañada fue usted, ya que él conocía perfectamente lo que firmaba.
Sentíase Alice Gould tan deprimida, que apenas se escuchaban sus sollozos. Experimentaba un
deseo intensísimo de odiar a Heliodoro y no lo conseguía. La sospecha de ser él quien la
encerró, utilizando para ello a un hombre de paja, la había asaltado cien veces, y siempre la
rechazó. Al dolor de la decepción se unía el del orgullo herido: el de su doble fracaso como mujer
y como detective.
—Pero ¿qué motivo podía tener para encerrarme? —consiguió decir al fin.
—No le respondo a eso —comentó el hombre albino con voz de oráculo— porque comenzaría a
dudar de su inteligencia.
—¿Usted cree que quiso quedarse con mi dinero?
—¡Naturalmente!
—Pero ¡si ni siquiera ha intentado declararme dispendiosa! Esto se hace previa solicitud judicial
y con citación de la encausada. ¡Y yo no he declarado nunca ante un juez!
Esta noticia sorprendió al hombre de los ojos colorados. Por un momento brillaron como
pequeñas bombillas ante un aumento de corriente.
—Estamos casados en régimen de separación de bienes —insistió Alicia—. ¡El no ha podido
vender mis propiedades!
—¿Qué cuentas corrientes tenía usted?
—Tenía y tengo dos. Una, sólo a mi nombre. Y otra, conjunta de la que podíamos disponer
indistintamente cualquiera de los dos.
—En esa última está la clave de todo.
—¡No, señor Limón! Al tiempo de mi encierro no habría en ella más de unas 250,000 pesetas.
¿Cómo Heliodoro iba a arriesgarse a tanto a cambio de tan poco?
—¿Recuerda usted de memoria los números de su dearingí
—Sí.
—Escríbame una carta a cada Banco autorizándome a pedir el saldo de esas cuentas.
En el propio papel del jefe de la Unidad de Demenciados, y con la pluma estilográfica de Obdulio
Limón, Alicia escribió lo que le pedían. Después cortaron a tijera la zona del membrete tal como
lo había hecho —según la tesis del albino— el hipotético esquizofrénico que escribía al falso
García del Olmo.
—¿De quién era la casa en que ustedes vivían?
—La heredé de mi padre.
—¿Y su despacho?
—Era alquilado.
—¿Cuántos empleados tenía usted en su oficina?
—Tres.
—¿Y en su casa.'
—Una cocinera y una doncella.
—Anóteme los nombres y direcciones de todos ellos. Y cuando acabe escriba cien veces con
buena letra: "Como todas las aficionadas, soy tan cándida como necia".
—¡Es usted muy galante, señor Limón!
—Agradezco el cumplido. Si hay algo o "algos" que me revientan son los pillos. Pero todavía me
queman más la sangre los que se dejan engañar por los granujas. Su marido, señora mía, es un
bellaco de la peor especie y usted una parvularia a la que hay que poner babero. ¡Y deje de
llorar de una vez, muchachita! Ahora me voy a ver al director.
—¡No lo haga! ¡Me puede costar muy caro! —Antes de media hora sabré si es inocente o es cómplice de esta fechoría. —¡No lo haga! —Mi querida niña, no olvide que usted es una aficionada y yo un profesional con muchas horas de vuelo. ¡Hasta más ver! Sea paciente. Tenga calma. ¡Y no haga más tonterías! Tragóse Obdulio Limón su enésima colilla; dio unas palmadas conmiserativas a Alice Gould, y fuese por donde vino. De toda la conversación con el viejísimo señor de la cara arrugada, las pestañas ebúrneas y los ojitos colorados, la única satisfacción que le quedó a Alice Gould fue la de haberse oído llamar "niña" y "muchachita". El antiguo comisario salió de la "Jaula" femenina, cruzó ante la masculina (en la que vio a los dos hombres eternamente acodados en el alféizar esperando la llegada de un gnomo que había muerto varios meses atrás, pero que seguía vivo en sus pupilas) y se dirigió hacia el edificio central, con intención de visitar al director. En el camino encontró a una mujer iracunda que contaba una historia terrible a dos hombres pacíficos que la atendían sin pestañear y tal vez sin escucharla. Ella era —decía— víctima de la codicia de sus hermanos, quienes la habían encerrado para quedarse con la parte de su herencia. No supo el comisario Limón qué era más de admirar: si la voz gritona de ella; la parsimonia y paciencia de ellos, o la reiteración con que se presentaban casos como el de la colérica: hombres y mujeres que se decían enclaustrados, a causa de la avaricia ajena. En unos casos sería verdad y la loca, sana. En otros sería igualmente verdad, y la loca, loca. En otros, pura manía persecutoria. ¡No sería fácil para los médicos —pensó— conocer a ciencia cierta estos matices! Porque ellos, los policías, habían de vérselas con individuos que "sabían" si eran delincuentes o no. Y los médicos con gentes que ignoraban su propia realidad. Meditó un instante. "¡Ignorar la propia realidad —pensó—. Eso es la locura!" Se le acercó uno que le tocó varias veces en los brazos y en el pecho, y le extendió la mano con claro ademán de pedir algo al tiempo que decía: —Amarfo tiromato paramín. Obdulio Limón le ofreció un billete que el otro rechazó y después un cigarrillo, que es lo que en verdad pedía. —Arrazufo compulsenda —le dijo el orate con grandes muestras de agradecimiento. —De nada, amigo —le respondió Limón—. Ha sido un placer... Y siguió su camino. Llevaba el socio dé María Luisa Fernández unas grandes gafas negras y casi opacas sobre los ojos. No las necesitaba, pero se las ponía para evitar que las gentes se volviesen asombradas hacia él por el color de su iris o que los niños le señalasen con la mano. Se le acercó, al igual que antes, otro hombre que le sobó, dio pequeños empujoncitos y extendió la mano. Tenía más aspecto de hombre de lunas que el anterior. Su cráneo parecía más seco y menos dentro de su acuerdo. Y mucho más pesado. No era dinero lo que quería; tampoco cigarrillos, ni estampitas, ni papel de fumar. Y cada vez que él no acertaba con lo que el mochales deseaba, éste le daba más empujoncitos en los hombros y hasta en el pecho. Por quitárselo de encima, Obdulio Limón se retiró las gafas y parpadeó varias veces apagando y encendiendo sus ojitos colorados. Empavorecido, el alienado echó a correr y Limón no supo más de su sombra. El director lo recibió con el gesto adusto que solía. Le molestó el motivo por el que le visitaba; le desagradó no ver los ojos, a través de las oscurísimas gafas, de su interlocutor; le incomodó su voz cavernosa, rota, asmática y sus frecuentes ataques de tos; le chocó la costumbre del ex policía de tragarse las colillas. Con todo y con esto, al cabo de media hora habían congeniado muy bien el médico y el policía. Este último era el primer hombre que no discutía sino que apoyaba y aún alentaba su juicio respecto a Alicia de Almenara: una mujer insufrible por su altivez; moralmente tarada por un complejo de superioridad; de sentimientos y formación
socialmente despóticos; el típico modelo de una burguesía decadente y egoísta, muy capaz de
eliminar (por el veneno u otros medios) a quienes estorbaran sus planes.
—Sólo un motivo de duda me queda —comentó el policía—. En el hospital hay muchas unidades
especiales para cada grado o cada clase de locura. ¿Considera usted que su megalomanía
puede curarse en una unidad de demenciados?
—Es una medida terapéutica —sonrió Alvar—. Creo que le conviene ver por sus propios ojos lo
que son las miserias del mundo. En su vida fácil y regalada no podría sospechar que tales casos
existieran entre los humanos.
—Alguna miseria sí conoce —comentó Obdulio Limón—. Su marido, aprovechándose de que
está loca, la ha expoliado limpiamente.
—No será éste el primer caso ni el último en que los picaros sanos se aprovechan de los locos
para expoliarlos —comentó el director—. Los hombres son como lobos que devoran a los otros
lobos, cuando están heridos o enfermos, aunque sean de su misma carnada. ¡No me sorprende
nada lo que me cuenta usted, señor comisario!
Obdulio Limón trazó para sus adentros un diagnóstico del diagnosticador: "Es un resentido
visceral", le dijo al cuello de su camisa.
Desde el despacho de Dolores Bernardos, telefoneó a Madrid y tuvo una corta conversación con
María Luisa Fernández. Al cabo de media hora fue ella quien le llamó, facilitándole los datos que
pedía. Si no fuera radicalmente imposible que la palidez misma pudiese palidecer, sería lícito
afirmar que la color huyó del rostro del antiguo policía.
—No es posible —se dijo una y otra vez. Y regresó al Pabellón de Demenciados.
—Señora de Almenara, ¿puede usted decirme con exactitud qué dinero tenía usted en cada una
de sus cuentas corrientes?
—En la que estaba a mi nombre, una cantidad ligeramente superior a 2.000.000 de pesetas —
respondió Alicia—, puesto que ése fue el importe de los honorarios que me dio el bandido que se
hizo pasar por García del Olmo. Pero lo más probable es que el cheque fuese falso.
—^No era falso —comentó el ex comisario—. En el haber de su cuenta hay 2 127 000 pesetas.
—Me deja usted muy sorprendida —murmuró Alicia.
—Más lo estoy yo. ¿Y en la cuenta conjunta con su marido, recuerda cuánto había?
—Ciento cincuenta mil pesetas aproximadamente.^
—Pues allí siguen —afirmó el comisario—. Y como antes la castigué a que escribiera cien veces
"Soy tan cándida como necia", vengo a relevarla de hacerlo. Y seré yo quien escriba hasta mil
veces que el necio soy yo.
Rascóse el ex policía varias veces el cráneo:
—Usted ha sido víctima de un engaño, eso está claro, para haber sido encerrada aquí. Pero no
ha sido expoliada. Su dinero sigue donde estaba. Y sus propiedades también.
—¡No entiendo nada! —exclamó Alicia angustiada—. ¿Quiere eso decir que Heliodoro es
inocente?
—Tal vez, tal vez, tal vez...
—Entonces, ¿quién era el falso García del Olmo? ¿Quién era? ¿Y por qué me encerró aquí?
—La investigación que usted nos encomienda, señora, es harto más compleja de lo que yo había
imaginado. Esta noche dormiré en el pueblo esperando instrucciones de mi jefa, y mañana,
probablemente,
saldré para Madrid. Entretanto, si quiere algo de este viejo arterioesclerótico, podrá encontrarme
en la pensión Los Conos.
No habían transcurrido dos horas cuando Obdulio Limón recibió una carta entregada por un
servidor del hospital. Decía:
Mí estimado señor Limón:
Le ruego que abandone toda la investigación que encomendé a mi colega María Luisa
Fernández y así se ¡a haga saber a ella. Tenga la bondad de indicarme a cuánto han ascendido
sus gastos y sus honorarios. Le ruego me disculpen por las molestias sufridas y prohíbo
formalmente que vuelva a trabajar en este asunto.
Con todo respeto le saluda, su affma.
ALICE GOULD A media tarde, el doctor Rosellini quiso hablar con Alicia y la descubrió sentada en la nave principal de la unidad, perdida la mirada en el vacío y con una expresión de profunda gravedad en su rostro, inusual en ella. Preguntó a las enfermeras que cuánto tiempo llevaba así y le respondieron que desde que se marchó el hombre del pelo blanco que la vino a visitar. Durante el almuerzo —le explicaron— no habló con nadie ni ayudó a dar de comer, como era su costumbre, a sus vecinos de mesa. Apenas concluidos los postres, volvió a ese mismo puesto en que ahora estaba. Varias veces la vieron llorar. Sin duda, su visitante le había comunicado una noticia que la afectó profundamente. Rosellini se acercó a ella. —Alicia, venga conmigo. Cuando estuvieron solos, le preguntó: —¿Qué le ocurre, Alicia? Ella se encogió de hombros y no respondió. —Está usted triste. ¿Era alguien de su familia quien la visitó esta mañana? ¿Ha tenido malas noticias? ¿Qué le pasa? . Alicia Almenara se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar con tanta angustia y aflicción que el médico se alarmó. Se la veía debatirse entre su deseo de dominar la congoja y la imposibilidad de evitarla. Rosellini la dejó llorar. El llanto es una descarga de la emotividad. Cuando ésta llega a un punto grave de concentración es preciso abrir compuertas al alma. Y el llanto, a veces, es su mejor cauce. Para un espíritu sensible como el de esta mujer, ¿cómo no habría de influir en su conciencia la visión de los monstruos, de los desechos de humanidad, que la rodeaban? La responsabilidad moral de Samuel Alvar frente a Alicia Almenara —pensó Rosellini— era gravísima. ¿Tendría razón esta señora cuando se preguntaba si la intención del director era hacerla enloquecer? Rosellini se equivocaba. —Escúcheme bien, Alicia. Somos muchos en esta casa los que no estamos dispuestos a dejarla a usted naufragar. ¿Quiere que la informe de cómo marchan las gestiones de la "operación antiAlvar"? —No, doctor. ¡Ya me da todo igual! —¿No anhela salir de esta unidad y reunirse con los demás residentes? —¡No! —¿No desea dejar atrás las tapias del manicomio? —Ya no. Estaba sumida en una profunda e inmotivada tristeza. ¿No debía ser para ella causa de alegría saber que Heliodoro no era parte de su secuestro y que no se había lucrado con su encerramiento? "Si hubiera sido así —se dijo Alicia— existiría una razón, una motivación a mi encierro. Una razón cruel, pero que, al menos, se justificaría a la luz de las debilidades humanas y de las motivaciones que exige la criminología. Pero si no se ha beneficiado... ¿qué otra razón puede haber para que yo esté aquí?" Cada vez que intentaba pensar en ello, su pensamiento quedaba obturado. No podía seguir adelante, al igual que un corredor que para alcanzar una meta pretendiera perforar una pared. Y ello la obligaba a mentir cuando le preguntaban cosas que no entendía. Y más tarde, a creer, o a creer que creía, que sus mentiras eran verdad. Y a pedir a Obdulio Limón que cesara en todas sus investigaciones porque prefería "no saber" a saber lo que temía. Una tarde, María Luisa Fernández vino a visitarla. Alicia la recibió con extraña frialdad. ¿No se había, tal vez, enterado de las instrucciones, claras y precisas, que cursó a su colaborador don Obdulio, el de los ojos de guinda, para que abandonaran esta investigación? María Luisa mintió. El pobre señor Limón estaba muy viejo —le dijo—. Se le olvidaban las cosas.
Equivocaba los hechos. No le había dicho nunca que Alicia deseaba interrumpir su investigación.
Y, en consecuencia, ella siguió investigando. Y sus averiguaciones habían dado su fruto. Lo
sabía todo o casi todo. Y no eran noticias gratas para Alicia.
Contrariamente a lo que exigiría toda lógica y razón, al oír esto, los ojos de Alice Gould se
iluminaron; su abatimiento pareció decrecer y su indiferencia a diluirse.
—¿No son noticias gratas?
—¡No, Alicia! ¿Usted posee bienes en Inglaterra?
—Sí. Dos casas que heredé de mi padre. Antes rentaban algo; ya no. A veces le propuse a mi
marido venderlas y siempre se opuso. Decía (y
creo que con razón) que en estos momentos sería un disparate desprenderse de un bien en el
extranjero.
—Lo cierto es... que ya no puede usted venderlas, Alicia.
—¿Por qué?
—Por la misma razón por la que, desde hace ocho años, ya no le rentaban nada.
—Le ruego, María Luisa, que no me hable en jeroglíficos. ¡No entiendo nada de lo que me dice!
—Digo que hace ocho años que su marido vendió esas casas. ¿No lo sabía usted?
—¡No es posible! —dijo Alicia, sinceramente asombrada—. Esas propiedades eran
exclusivamente mías. El no tenía derecho a...
¡El no tenía derecho a falsificar su firma, ya me lo imagino! Pero lo
—¿Hace ocho años, dice?
—¡Hace ocho años!
—¿Y cómo los compradores se atrevieron a darle el dinero a él, sin ser el dueño?
—No se lo dieron a él, sino a usted. Lo ingresaron en la cuenta conjunta... y él lo retiró. ¿No
sabía usted nada de esto, Alicia?
Ella la escuchaba con la extraña sensación de que una charla idéntica, con el mismo contenido y
la misma persona, la había tenido ya, en otra ocasión lejana, tal vez en otra vida; o en otro
mundo.
—¿Ignoraba usted esto, Alicia!;
María Luisa escuchó esta extraña respuesta:
—Creo que lo ignoraba. No estoy segura de ello. Es como si lo hubiese olvidado y ahora, al
decírmelo usted, comenzase a recordarlo... Se llevó las manos al rostro:
—¡No sé si lo recordaba o no! Pero es tan lógico, tan absolutamente lógico que Heliodoro
actuase así, que lo absurdo sería que no lo hubiese hecho.
Sus ojos se iluminaron.
—¿Y ahora? ¿Qué ha hecho ahora? Es él quien me mandó encerrar, ¿verdad?
—Parece usted desear, Alicia, que mi respuesta sea afirmativa.
—No se equivoca, María Luisa. ¡Lo que deseo es una respuesta congruente! Lo que no puedo
sufrir es mantenerme en la ignorancia de por qué estoy aquí. Si Heliodoro me ha estado
expoliando toda su vida, habría una lógica respecto a un expolio mayor, a una felonía
monstruosa acorde con su falta de escrúpulos y su abisal amoralidad. Y lo que necesito es
entender, conocer los porqués, saber en definitiva, ¡¡saberlo!
—A eso he venido, Alicia. A que usted sepa. Una operación idéntica a la de Inglaterra, pero de
mucha mayor envergadura, se ha vuelto a realizar.
Entreabrió Alicia los labios.
—¿Qué operación? Su socio, Obdulio, me dijo que mis cuentas corrientes estaban en la misma
situación en que las dejé. ¡Y eso aumentó mi confusión!
—Así es. Pero, entretanto, hubo un ingreso fortísimo a su nombre, en la cuenta conjunta, que él
retiró antes de transcurrir las veinticuatro horas. No se ha vuelto a saber de él. Pero a la Interpol
no le costará trabajo localizarle.
—Pero ese ingreso de que usted habla, podría ser suyo. Una quiniela premiada, una tarde
afortunada al póquer. —No, Alicia. Procedía de la firma de abogados californianos Thompson and Smith y era producto de la liquidación de la herencia de Harold Gould dejada íntegramente a usted, su única heredera. Tengo datos suficientes —añadió María Luisa— para un proceso. Sólo necesito que me firme este poder a procuradores para iniciarlo. —¡No lo firmaré! —respondió Alicia. —¡Tiene usted... no digo el derecho, sino el deber de reclamar lo que es suyo! Alice Gould habló lentamente. Su voz apenas se alzaba en algunos momentos para subrayar y dar más énfasis a sus palabras. Se diría que a medida que hablaba, iba ascendiendo por una escala y escapando de la sima en la que se encontraba. Cada acusación contra Heliodoro era un peldaño de esa escalera: cada dicterio un paso hacia su liberación. —Aunque sea difícil hacerme entender —pronunció Alice Gould con violencia contenida mientras se rozaba las sienes con las yemas de sus dedos—, voy a intentar explicarme. Mi marido se ha comportado como un bandido generoso. Me ha robado la fortuna de tío Harold... pero ha respetado en parte la que recibí de mi padre. Del mismo modo que falsificó mi firma para aceptar y hacerse cargo de esa herencia inesperada, hubiera podido hacerlo para vender todas mis propiedades. Y no lo hizo. Ha sido como un beau geste: un rasgo de generosidad del gángster con el que parece querer decirme: "¡Pobrecita mía, ahí te dejo eso para que no te quedes en la calle mordiéndote los codos por las esquinas, sin tener dónde te llueva Dios!" "Mi desquite no ha de ser perseguirle y acosarle, María Luisa. ¡Sería demasiado vulgar! "¡Quédate con el producto de tu expolio, pobre diablo miserable, ya que ése es el único medio que está a tu alcance de hacer fortuna! Siempre viviste a costa mía. ¡Sigue haciéndolo ahora para dejar constancia de tu insondable mediocridad! Ya ves que soy comprensiva con tu mezquina persona. Si algún día voy de safari será para cazar leones y no ratas como tú. No me compensa el gasto ni el esfuerzo. ¡No mereces mi atención ni para perseguirte!" Ah, María Luisa, si alguna tentación me queda de ocuparme de él es la de escribirle una carta con lo que acabo de expresar. María Luisa Fernández comentó: —Sólo por entregarle personalmente esa carta me gustaría localizarle. —Tampoco vale la pena. ¡No entiende otra literatura que la de las historietas! Escupir frases como ésta no consolaba a Alice Gould. No obstante, al pronunciarles echaba lastre fuera, como el tripulante de un globo con peso inútil en la barquilla. María Luisa Fernández meditó un instante. —No se deje usted cegar por el despecho. Es necesario localizar a ese hombre. Yo le ayudaré a encontrarlo, para que... Alicia no la dejó concluir. Nunca la había visto María Luisa expresarse con tal fuerza interior. —¿No comprende usted, María Luisa, que lo que deseo con toda mi alma es no localizarle? ¿No ha entendido todavía que la mayor alegría de mi vida es no saber dónde está ni qué hace; y que siento pavor de que esta felicidad se trunque, si llego a saberlo? ¡Quiero ignorarlo todo de él, alejarle de mi vida, convencerme de que nunca ha existido! ¿Que el precio de esta bendita liberación es la herencia de tío Harold? La hubiera cedido a gusto fuese cual fuese su cuantía (que, de paso, prefiero ignorar para siempre) a cambio de que ese sucio trapo se esfume pronto de mi memoria del mismo modo que ¡venturosamente! se ha esfumado ya de mi presencia. María Luisa, buena conocedora del alma humana, sabía que nada acucia más a un vehemente que hablarle con vehemencia; y que nada le conturba tanto como razonar las cosas con ironía y sosiego. —Habla usted como una persona sin juicio, Alicia. Cuando usted le concedió poderes con intención de que pudiese vender una finca en La Mancha, él los utilizó, además, para vender las casas de Londres. ¿Por no ocuparse más de él va a mantener esos poderes en pie, sin revocarlos? ¿Va a consentir que él siga siendo su heredero? ¡Esto es un contrasentido, Alicia! ¿Que usted quiere renunciar a perseguirle por preferir ignorarle? De acuerdo. Respeto eso. Pero
canjeemos, al menos, su benevolencia, su renuncia a denunciarle, a cambio de la inmediata separación legal y el divorcio futuro. Usted no tendrá que ocuparse de nada. Yo se lo doy todo hecho. Su esfuerzo (firmar estos papeles) no será mayor que el de quitarse con la uña una cagadita de pájaro que le ha caído en el traje. —¡Nadie ha definido tan bien a Heliodoro como acaba usted de hacerlo! Una cagadita de pájaro. Eso es Heliodoro. —Firme usted aquí, Alicia. Será como cortar las últimas amarras que le unían a él. Mientras lo hacía, Alicia exclamó: —¡Ah, qué pena, qué pena que no tengamos a mano media botella de champaña para brindar! Sacudióse la cabeza como lo hace un perrillo faldero con todo su cuerpo al salir del agua. La mutación de sus sentimientos e incluso de su rostro era como el de un panorama en día de muchas nubes, grandes y chicas, en que todo cuanto se ve se trastrueca y cambia según el sol quede cubierto o despejado. —¿No ha sufrido usted nunca, María Luisa, una pesadilla terrible, que es imposible reconstruir toda entera al despertar? Quedan vagos retazos en la memoria y mal sabor de alma, pero unirlos todos ¡es imposible! La alegría renace al entender que todo aquello que se soñó, y que era espantoso, aunque no se sepa bien lo que era, resultó ser sólo un sueño. Ahora tengo la sensación de que, al fin, he despertado. ¡A falta de champaña para brindar, déjeme que la abrace! María Luisa Fernández se sentía tan compenetrada con ella, que hacía suyas las emociones de Alicia. Esta mujer —pensó— tenía un extraño atractivo: un alto poder de seducción. Lo que los ingleses dicen it. Y los chilenos, "tinca", y los andaluces, "duende". Y los políticos "don de gentes". Era imposible estar cerca sin declararse solidario con ella. ¡Gran majadero debía de ser el tal Almenara, su marido, para canjear oro puro por otro de menos quilates! Confirmó María Luisa su criterio contrastándolo con otras personas. La doctora Bernardos se presentó de improviso y María Luisa comprobó que ella no era la única conquistada por aquella rara personalidad. —Llego aquí —les dijo— de paso hacia una junta extraordinaria de médicos. El director acaba de convocarnos. Voy a batirme duro, Alicia, para defenderte. —¿No estará presente César? —preguntó angustiada Alice Gould. —César acaba de telefonearme desde el pueblo para decirme que estaba deshaciendo sus maletas. Le he informado de lo que ocurría y se dirige hacia acá. —¿Ha firmado el documento? —Lo ignoro. Rosellini ha ido en su busca para que la "operación antiAlvar" no le coja de sorpresa. Voy corriendo hacia la sala capitular para oponerme a que la junta comience antes de que ellos regresen. —Dolores, antes de irte, dime ¿no habría medio de que Montserrat Castell me viniese a visitar? —Montserrat está suspendida de empleo y sueldo. Desde entonces no ha vuelto por el hospital. —¡Es una iniquidad! ¿Y a Urquieta no podría verle? —Le han retirado el permiso para salir de recuperación. Me voy. No debo perder ni un minuto. Te tendré informada, Alicia. La besó con gran amistad/Quedaron solas las dos detectives. —Veo con gran alegría que—cuenta usted con poderosos aliados —dijo María Luisa. —Tengo buenos amigos —respondió Alicia con una sonrisa. —Cuando quede usted en libertad, ¿volverá a abrir su despacho? ¡Me aterra la competencia que puede usted hacerme! ¡Antes de tenerla como competidora... prefiero asociarme con usted! —No, María Luisa. No volveré a abrirlo. Carezco de condiciones. Soy como el alguacil alguacilado. He ido a por lana y he salido trasquilada. Su socio, el albino, me lo dijo muy claro: "¡Ustedes las aficionadas son un carajo!". Me llamó necia. ¡Y tenía razón! —¡No haga usted caso de lo que diga ese viejo cascarrabias! Sólo ataca a las personas que admira.
—Si algún día quedo libre... —comentó misteriosamente' Alice Gould— ¡he tomado una decisión
tan extraña para entonces, que empiezo a pensar si no le falta razón al director para
considerarme loca!
—¡Tiene usted que contármelo, Alicia!
—Le prometo, María Luisa, que la tendré informada.
La detective en funciones advirtió la sonrisa maquiavélica de Alicia Almenara al decir esto. Y
quedó no poco intrigada de cuál sería la extravagante decisión de su nueva y sorprendente
amiga. "Ya ha salido del pozo", pensó. Y quedó no poco satisfecha de haber contribuido a ello.
—Y respecto a Alvar —preguntó Alice Gould—, ¿cuál es su compadrazgo con mi marido? ¿En
cuánto le han pringado para hacerle su compinche en este crimen?
—Alvar es un hombre honesto, Alicia. ¡No ha participado para nada en su secuestro!
—Eso no me lo creo yo, María Luisa. Ni tampoco usted.
—Creo firmemente en su inocencia.
—¡Vamos, vamos, María Luisa, no diga eso! He pecado de cándida y de inocente, pero no hasta
ese extremo. ¡Alvar es cómplice del falso García del Olmo! ¡El fue quien inspiró el modo que
había de utilizar para encerrarme y quien está dispuesto a no dejarme escapar de aquí!
—No, Alicia, está usted en un error.
Alice Gould enrojeció de ira.
—¿Qué le mueve, entonces, a seguir declarándome loca?
—El mismo sentimiento, querida Alicia, que le mueve a usted para empeñarse en considerarle
culpable. Usted desea que haya sido cómplice de este delito porque le odia, Y él desea que esté
usted loca por el mismo motivo. Y tan grande es su odio que confunde, al igual que usted, su
deseo con su creencia. Pero es profundamente sincero. La cree loca. A usted, amiga mía, le
repele visceralmente el tipo humano al que pertenece Alvar: le considera "cabeza cuadrada",
zafio y resentido: un ser inferior porque no habla idiomas, lleva calcetines colorados y, tal vez,
cometa al escribir faltas de ortografía. Y, en su trato con él, no ha dejado nunca de refregarle
esta manifestación de superioridad. ¡Hay un cierto sentimiento de elitismo, de clasismo, Alicia, en
esta actitud!
Alicia enrojeció aún más. María Luisa acabaría enfadándola.
Todo lo que dice es lo más contrario que cabe a mi manera de ser. También "el Hortelano" es zafio; y si no comete faltas de ortografía es porque no sabe escribir. Y no obstante/ lo adoro. ¡Y es amigo mío! —Le adora usted, porque habla y se, comporta como un hortelano... ¡y es hortelano! Pero no le gustaría verle de director de este hospital. Alice Gould estaba perpleja. No acababa de entender a cuento de qué venían estas acusaciones contra ella. Y, no poco ofendida, se lo preguntó.
Vienen a cuento de que usted, Alicia, entienda el porqué del modo de actuar de Alvar contra Alice Gould. El es un resentido visceral. Eso no tiene nada que ver con haber triunfado o fracasado en la vida. Estamos hartos de ver políticos que llevan treinta o más años viviendo a costa del erario, ocupando puestos que otros envidiarían, recibiendo honores sin fin en todos los regímenes e incluso enriqueciéndose. Y son, fueron y serán resentidos. "¿Resentidos de qué?", podría uno preguntarse. Alvar es de esta misma cuerda. De pronto surge ante él una mujer que le acompleja; que le recuerda conmiserativamente que no se dice "Valladoliz", ni "Madriz", ni "Reztor de la Universidá", u otroáv ejemplares semejantes, y que, para mayor agravio, es una enferma sometida a sus cuidados: una persona sobre la que él ejerce o debe ejercer autoridad. No es imposible que inicialmente haya caído bajo el peso de su fascinación sin recibir a cambio otra cosa que sus múltiples y reiterados desprecios e incluso agravios. Esto son mezclas explosivas, Alicia, que serían cosas de poco más o menos si no se añadiera el detonante. Y éste no es otro que el miedo que él siente por usted y el que usted siente por él. —¿Miedo?
Me he quedado corta, Alicia. Debería haber dicho pavor mutuo. Usted le teme, porque de él depende que la mediquen o no como loca, estando sana. Y él la teme, porque ha visto cómo ha conseguido poner contra él a todo el hospital. El mayor e irreversible fracaso de usted, Alicia, es que los demás médicos la considerasen enferma. Y el mayor planchazo profesional para él sería que, unánimemente, los demás la considerasen sana. ¡Creo que los motivos del recelo, de la competencia personal, de la tensión y del odio entre Alvar y usted se explican por sí mismos sin necesidad de buscar complicidades del director en su secuestro! Créame, Alicia, que yo estoy de su parte, y que estoy impaciente por lo que estará ocurriendo ahora en la junta de médicos. Meditó Alicia en lo que había oído y comentó sonriendo: —¡Le voy a echar abajo de un plumazo todas sus teorías sobre mí! Inclinó María Luisa la cabeza, como los pájaros que han oído un sonido y se aprestan para escucharlo de nuevo. Alicia continuó: —Me ha batido usted en todos los frentes, María Luisa: en la investigación de mi propio caso; en mis motivaciones psíquicas contra Alvar (¡pues, en efecto, es un hombre que me repele!) y en la interpretación de su..., digamos, inocencia. Y a pesar de ello yo no la odio a usted por haberme vencido sino que la admiro y aprecio profundamente. Y, en cuanto a lo que esté ocurriendo en la junta de médicos... créame que yo también estoy hecha un flan. ¡Es mucho lo que me va en ello!