martes, 17 de julio de 2018

S EL CLIENTE DE LA DETECTIVE


ENCERRÓSE ALICIA en su cuarto y se tumbó en la cama. Imposible resulta precisar el tiempo que estuvo, las manos bajo la nuca, los labios moviéndose cual si hablara y la mirada perdida en el vacío. Tenía los nervios a flor de piel. ¡Al fin había llegado su gran día! Recordaba la admiración que advirtió en el rostro del comisario la noche que descubrió los tres crímenes. Y sus palabras: "Como profesional de la investigación criminal, la felicito, señora." ¿Qué no le diría hoy, al resolver de un plumazo, ante los ojos atónitos de todos, la incógnita de la muerte de Se vería no García del Olmo y su propia incógnita, la de ella, Alice Gould, "la fantástica", "la soñadora", "la de la personalidad misteriosa, fascinante e incomprensible" como le dijo un día Rosellini? ¡Ah, Rosellini, el médico guapo y serio que se había enamorado perdidamente de ella y no se atrevía a decir con los labios lo que proclamaban a gritos sus ojos! ¿Le permitirían asistir a la entrevista? "Por Dios, Alicia —se dijo a sí misma—, no debes comportarte duramente con el director ni mortificarle. No olvides que ha sido él mismo quien ha avisado a Raimundo que la investigación por la que ingresaste en el manicomio ha concluido". Tal vez regresara esa misma noche a Madrid, acompañada de su cliente y en el mismo coche en que llegó. Si así era, estaba dispuesta a volver algún día para abrazar a tanta gente buena — ¡heroicamente buena!— como había de murallas para dentro. Pero no lo haría sin comprobar primero que César Arellano había regresado ya. ¡Por cierto! No debía olvidarse de preguntar a éste la dirección de su hijo Carlos en Madrid para invitarle alguna vez a almorzar en casa. ¡Qué pena, qué pena que no asistiese César a su triunfo de hoy! Se imaginaba el despacho del director con los muebles colocados tal como estaban el día de la investigación. Samuel Alvar haría tamborilear sus dedos, yema contra yema, como de costumbre; el doctor Muescas movería agitado las piernas y arrugaría la nariz con su tic característico cual si quisiese con ese gesto colocar los lentes en su sitio. Se imaginaba al comisario Ruiz de Pablos entrecruzando sus pequeñas manos como si rezara, y a Raimundo —atento, conmovido y suspenso— al escuchar la verdad de la muerte de su padre. ¡Ah, también le agradaría que asistiese el inspector Soto, el de la bella cabeza de caballo! "Señora de Almenara —diría el comisario—, estamos impacientes por escucharla". (Aquí habré de bajar los párpados concentrándome. Mis primeras palabras serán lentas, como las de quien evoca cosas pasadas, y después ganarán velocidad a medida que engarzo mis deducciones.) —Hace ya varios meses, cuando fui recibida por primera vez por don Samuel Alvar en este mismo despacho, tracé verbalmente el retrato robot del criminal: Un hombre entre cincuenta y cincuenta y cinco años, muy fuerte, con gran memoria para las injurias recibidas, de espíritu envidioso y vengativo, que supiese escribir, que alguna vez gozó de una posición económica o social relativamente elevada y que hoy vivía una existencia miserable. ¡Ah, no debo olvidar decir esto: y, por supuesto, perturbado mental! —¿Por qué de esa edad? —me preguntará extrañado Raimundo. —Porque deduje que tenía que tener unos años muy aproximados a los tuyos y haber sido tu amigo en tu infancias juventud, o compañero de clase o algo similar. Y la amistad se fue trocando en odio a medida que te encumbrabas y triunfabas, y él fracasaba y se hundía en el fango... —¿Y por qué dedujo usted eso? —preguntará el comisario. —Porque, tal como se produjo el crimen, el móvil no podía ser más que el odio y la venganza. Robo no hubo. Las puertas no fueron forzadas. Eso quiere también decir que era un conocido de la casa, ya que un octogenario que vive solo no hubiese franqueado la entrada de noche a un extraño. —¿Y por qué pensó usted que era un loco?
—¡Sólo un vesánico puede cebarse con esa saña en un anciano, aplastándole la cara y el cráneo y el tórax! Los periódicos de aquel tiempo pusieron en boca de no recuerdo qué inspector un ejemplo muy gráfico: "Es como si le hubiesen golpeado con un gran saco lleno de arena". De ahí deduje que el hombre era muy fuerte. Sólo un titán sería capaz de manejar un gran saco de arena como si fuera un martillo. De modo, me dije, que he de hallar a un coloso, conocido del padre de García del Olmo, de la edad de su hijo, con motivos reales o imaginarios para odiar a este último, ¡y loco! No es imposible que el comisario me interrumpa: —Ni nos aclaró usted antes lo de la edad, ni veo por qué había de odiar al hijo y asesinar al padre. En ese caso, pienso contestar: —¡Les estoy explicando lo que yo sospechaba entonces y no lo que sé ahora! Yo creía que se vengaba en el hijo asesinando a su padre. También podía ocurrir que hubiese ido a la casa para matar al hijo, y, al no encontrarle, aprovechar el viaje, como quien dice, para matar al padre: circunstancia que no haría más que confirmar la sinrazón de un loco. Hoy ya sé que tenía motivos para odiar a ambos. —Pasemos de las intuiciones a los hechos, señora de Almenara... —Los hechos son así —diría Alicia—: don Raimundo Garda del Olmo, aquí presente, tenía un primo a quien trataba muy poco, pues vivía muy lejos, en Orense, y tenía fama de raro. —Eso es cierto —corroborará Raimundo—. Pero ¿cómo puedes saberlo? —Al quedar huérfano tu primo —proseguiré— (que era hijo de una hermana de tu padre), éste se hizo cargo de su sobrino; lo trajo de Galicia a Madrid y lo alojó en vuestra casa. Hace de esto cuarenta años. La convivencia se hizo insoportable. La tensión entre los dos chicos — que no pasabais en aquel entonces de los quince— insufrible. El primo de Galicia no era solamente un raro: ¡estaba loco! Al tener la evidencia de ello, tu padre solicitó su internamiento, y, no volvió a verle jamás, hasta el día de su muerte, ya que él fue su asesino. Llegado a este punto todos se pondrían a hablar a un tiempo. José Muescas preguntará a Raimundo si lo que estoy diciendo es verdad. Este confesará que sí, salvo lo de la muerte, que él ignora. Alvar quena saber si ese hombre residía hoy en Nuestra Señora de la Fuentecilla. Responderé afirmativamente. ¿En qué unidad? En la de demenciados. El comisario intentará poner un poco de orden en aquel galimatías. ¿Cómo pude yo saber todo eso? —Desde que ingresé aquí para hacer esta investigación —contestaré— pedí al director que me facilitara los expedientes de algunos recluidos. Necesitaba saber cuáles de ellos habían obtenido permiso para salir fuera del hospital en las fechas en que Garría del Olmo fue asesinado. Sólo tuve la oportunidad de ver uno de los expedientes que me interesaban el día en que usted, señor comisario, pidió que se lo trajesen a este despacho. Mientras esperábamos a que se personara el joven Rómulo, a quien había mandado llamar, usted hojeó mi propio expediente —¿lo recuerda?— y yo no perdí la oportunidad de revisar el otro. Comprendí entonces que el padre de don Raimundo no había muerto a golpes de saco de arena, sino de idéntica forma que Remo, el gemelo, saltando su asesino sobre él, y partiéndole el tórax y reventándole ¡as entrañas. José Sáez García, a quien aquí todos conocemos por "el Hombre Elefante", fue internado hace cuarenta años por solicitud de su tío camal, don Severiano García del Olmo. Cuando el director inició el régimen "abierto", se le permitió salir del hospital durante tres días, el segundo de los cuales coincide con el asesinato de quien le internó. José Muescas, muy nervioso, preguntará a Raimundo: —¿Hubo, en efecto, esa tensión de que habla la señora de Almenara? —Sí; la hubo. Lo que no entiendo es cómo lo sabe ella. —¿Cómo no haberla entre un chico sano y otro loco? Además, si no la hubiese habido — replicaré triunfalmente—, ¡tu padre no le hubiera mandado internar! —¿José Sáez está internado aquí? —preguntará Raimundo al director. Este responderá: —Sí. ¡Y hace un mes, escaso, asesinó a un muchacho oligofrénico!
—Nos encontramos —concluiré— con un hombre que mata por vengarse como hizo con Remo, el gemelo; que odiaba a su tío porque lo internó en un manicomio; que odiaba a su primo "el listo" por el hecho de serlo; que, tras treinta y ocho años de internamiento, se le permite salir una sola vez; y que esa salida coincide con el asesinato de su tío... ¡y que el cadáver de éste fue hallado con idénticas señales que el de una víctima suya probada: el tórax aplastado y reventadas las entrañas! ¡Si mi deducción no está bien hecha, que venga Dios y lo vea! —Es usted particularmente expresiva, señora —me dirá Ruiz de Pablos poniéndose en pie para felicitarme. Y entonces ocurrirá algo insólito, inesperado, fantástico: Samuel Alvar me sonreirá por primera vez Y yo descubriré otro secreto: que si el director no sonríe nunca no es sólo por ser más agrio que un limón sin madurar, sino para que nadie advierta que no se lava los dientes.
Rompió a reír Alice Gould ante esta idea. Y aún seguía riendo cuando se oyeron unos pasos enfurecidos. La cabeza de la mujer que atribuía estar sana "a no pensar jamás", asomó por el ventanuco. —¿Dónde se había metido usted? ¡La llevo buscando por toda la casa! —Amiga Roberta, si haciendo una gran excepción pensara usted alguna vez, hubiese intuido que no es raro encontrar a una persona en su propia habitación. Y puede abstenerse de darme el recado. Sé muy bien lo que quiere decirme: que el director me manda llamar. Y que una visita me espera en su despacho. —¿Cómo lo sabe usted? —¡Porque yo sí utilizo, a veces, la máquina de pensar! Púsose Alicia en pie de un salto y corrió exhalada hacia el despacho del director. Se atusó el pelo con un movimiento rápido, golpeó discretamente la puerta con los nudillos y entró. Estaban presentes Samuel Alvar, el comisario Ruiz de Pablos, el doctor don José Muescas y otro hombre muy serio, bajito, calvo, rechoncho, de cara vulgar y ojos miopes, un tanto abombados, como los de los peces: probablemente un policía. Raimundo García del Olmo no estaba. —Buenas tardes, señor comisario. Buenas tardes, director. Y con una leve inclinación de cabeza saludó a los dos restantes, que le respondieron del mismo modo.
— El doctor García del Olmo —dijo el director— ha sido tan amable de desplazarse hasta aquí para escuchar cuanto sepa usted acerca de 1 muerte de su padre. —Yo también estoy impaciente por declararle mis sospechas. ¿Dónde está él? Hubo en todos un movimiento de sorpresa. —El doctor García del, Olmo soy yo —declaró el hombre serio. Alicia Almenara, endurecido el rostro, los ojos secos, apretados los dientes, le contempló incrédula... Movió la cabeza lenta y repetidamente, como "la Niña Oscilante" su cuerpo. —¿Le ocurre algo, Alicia? —preguntó don José Muescas. No respondió. —¿No tiene nada que decirnos? —interrogó decepcionado Ruiz de Pablos. —A usted sí, comisario. Desde ahora declaro formalmente que este señor no es el doctor Raimundo García del Olmo. Y con la misma formalidad solicito la protección de la policía ante el secuestro de que soy víctima. Dirigió los ojos con implacable dureza a Samuel Alvar. Si las miradas mataran, el director hubiera caído allí mismo fulminado. No pronunció una sola palabra más. Samuel mantuvo impasible la mirada glacial de Alice Gould. —Puede usted retirarse, señora. Apenas se cerró la puerta, comentó: —Le ruego, querido colega, que nos disculpe. Ya le avisó mi ayudante que la enferma no era de fiar. También se lo advertí a usted, comisario. Y no quiso escuchar las razones que objeté para no molestar a este caballero y obligarle a desplazarse hasta aquí. Un paranoico inteligente es capaz de enredar, confundir, y volver loco a un médico excesivamente confiado como César Arellano. Recuerden el caso de Norberto Machimbarrena. Era un paranoico como esta señora.
Ingresó aquí hace cuatro décadas por haber cumplido escrupulosamente la orden "de mente a mente" que creyó recibir de sus jefes de eliminar separatistas vascos. A lo largo de más de 40 años se le ha creído curado. Y en cuanto ingresaron aquí dos sicópatas de la ETA, no duraron ni veinticuatro horas. Los mató a los dos. Esta señora intentó por tres veces envenenar a su marido. ¿Queremos darla por sana porque no se le cae la baba, porque habla varios idiomas y porque viste bien? ¿Es que acaso no existen paranoicos entre los que visten bien y hablan varios idiomas? ¿Tienen por ventura los señorones patente de inmunidad? ¡Soltémosla y lo primero que hará es envenenar a su marido! Lo hará con la máxima elegancia, sin duda, ¡pero lo hará! Hizo una larga pausa que nadie osó interrumpir. —Yo te ruego, Pepe, que empieces a tratarla inmediatamente, tal como mandan los cánones. Lleva más de cuatro meses aquí embaucándonos a todos. Y si hemos de devolvérsela alguna vez a su marido (caso de que eso sea posible) hay que devolvérsela sana. En cuanto a usted, comisario, ¡respete nuestra especialización! Esta dama superferolítica y exquisita es mucho más peligrosa (tengo mis motivos para decirlo) que muchos de los que pueda usted ver por ahí con cara de alucinados y la baba entre los labios. Y a usted, amigo García del Olmo, ¿qué puedo decirle sino disculparme? Aturdida y acongojada salió Alicia del despacho del director, con la angustia de quien anda a oscura por un laberinto sin salida. Al verla pasar, junto a sus oficinas, la ecónoma la llamó: —Señora de Almenara, ¿quiere ser tan amable de dedicarme unos minutos? Como una autómata que obedece a los resortes que manipulan otros, Alice Gould penetró en la pequeña habitación. —El día que ingresó usted en el hospital, su marido depositó una suma equivalente a sus gastos durante un trimestre y se hizo responsable de abonar los "extraordinarios" que usted produjese. Esa cuenta está ya agotada. Hemos reclamado reiteradas veces a las señas que nos dieron y no hemos recibido respuesta. —Mi marido está en América. —Hemos consultado con el director y nos ha dicho que se aplique el reglamento. —¿Y qué dice el reglamento? —Que ha de trasladarse usted de su celda individual al dormitorio colectivo, mientras se tramita la documentación para que se la considere acogida a Beneficencia. —El dinero que llevaba yo encima el día de mi ingreso, ¿quedará por eso bloqueado? Usted sabe que junto a la tarjeta naranja recibí la autorización de disponer de él. —El reglamento dispone que ese dinero le sea devuelto a usted. —¿Cuánto tengo disponible? La ecónoma consultó sus cuentas y se lo dijo. —¡No es mucho! —comentó Alicia—. Déme la mitad. —Está muy pálida, señora de Almenara. —He sufrido un gran disgusto. Mi marido había prometido visitarme hoy y no ha venido. —¡Ningún hombre merece que suframos por ellos! —sentenció la ecónoma mientras le daba el dinero. Subió Alicia precipitadamente a su cuarto antes de que se lo quitaran. Necesitaba reconsiderar su situación. Tumbóse en la cama y cerró los ojos. Su capacidad de pensar estaba taponada. Quería perforar el misterio y éste se alzaba ante ella como una pared. Era insostenible imaginar que el director se hubiese atrevido a presentar a un simulador ante el propio comisario, Ruiz de Pablos. Don José Muescas dijo delante de ella el día de la junta de médicos que él conocía a García del Olmo. ¿Eran cómplices de la farsa el director y el jefe de la Unidad de Urgencias? Esta suposición tampoco se tenía en pie. La única solución viable era tan cruel, que Alicia se debatía para no planteársela. ¿Estaba realmente loca? Era muy triste considerar su propia locura: una locura razonadora. Pero al aceptarlo quedaban resueltos todos los enigmas. Si el
doctor García del Olmo era el hombrecito serio y calvo que acababa de ver en el despacho de
Samuel Alvar, ¿quién fue el elegante individuo que la acompañó desde Madrid el día de su
ingreso? ¿Un enfermero? ¿Un policía? ¿Fue todo una argucia para traerla engañada? ¡Oh Dios!
Su mente se detuvo. Así como el físico del "Hombre de Cera" quedaba inmovilizado en la
postura en que los demás lo situaran, la actividad intelectual de Alicia quedó paralizada en ese
pensamiento. El razonar equivale a mover la mente. Pues bien: Alicia no razonaba. Su entendimiento
se posó en el punto dicho y allí quedó agazapado como una liebre encamada, como un
animal que sabe que en la total quietud está su mejor defensa para no ser visto por el cazador o
por la fiera al acecho. Y ella necesitaba protegerse en este nirvana (en este no pensar) para que
la inmovilidad de su intelecto le sirviese de añagaza defensiva frente a un animal feroz que la
acosaba de cerca: la idea terrible de aceptar como un hecho cierto su propia locura.
Unos pasos rápidos sonaron en las baldosas y rompieron su ensimismamiento. La voz amiga de
Montserrat Castell pidió permiso para entrar.
—¿Estabas dormida? —preguntó disculpándose.
—No.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé.
—Algo ha pasado y quiero que me lo cuentes.
—¡No lo sé, Montserrat, no lo sé...! Empiezo a pensar que os he engañado a todos y a mí
misma. De los hechos pasados y presentes no sé cuáles son verdad y cuáles mentira. Mi cabeza
es como un cuarto desordenado en que todo ha sido cambiado de sitio. Busco algo y no lo
encuentro.
—Me he enfadado con Samuel —explicó Montserrat—. Por culpa tu
ya he tenido con él una agarrada muy desagradable. Tampoco ha querido contarme lo que te ha
pasado.
—Tienes mucha confianza con el director. ¿Por qué?
—Es muy largo de contar. Cuando nací, fui amamantada por una campesina que trabajaba para
mi madre en una hacienda muy cerca de Gerona. Esa campesina tenía un hijo, a quien mis
hermanos mayores, andando el tiempo, le costearon la carrera de medicina. Ese es Samuel
Alvar. Su madre sigue trabajando para la mía. ¡Pero no es de él de quien quiero hablar, sino de
ti!
—Estoy muy deprimida, Montserrat. He dejado de interesarme por mí misma. Estoy aburrida de
mí. Es una sensación muy difícil de explicar. Cuéntame tú por qué te has peleado con el director.
—¡Me ha dado orden de que te retire la tarjeta naranja! Alicia se encogió de hombros.
—¡Y de que mañana por la tarde, en que queda libre una cama, te traslade a la unidad de don
José Muescas! Nuevo encogimiento de hombros.
—Todo me da igual.
—¡Te van a comenzar a tratar con insulina!
Ahora sí que un poderoso timbre de alarma despertó de su abulia a Alice Gould. Montserrat vio
el terror en sus ojos.
—¿Es eso cierto? ¿Mañana dices?
—Sí, Alicia —respondió llorando la Castell—. He rogado, he suplicado, he llorado pidiendo que
esperara a que regresara César Arellano. ¡No me ha hecho caso!
—¡Localiza a don César, Montse! ¡Telefonéale!
—No sé dónde está...
—Yo sí. Mañana o pasado llegará con un hijo suyo a un pueblo de Almería: un pueblo costero.
Es todo lo que sé. Montserrat comentó desalentada:
—¡Hay miles de pueblos costeros y de urbanizaciones en Almería!
—¡Entonces ayúdame a fugarme! ¡Escóndeme en algún sitio y cuando vuelva César Arellano
regresaré!
—¡Alicia, Alicia! Si yo no le llevo antes de media hora tu tarjeta naranja a Samuel, subirá él
mismo a buscarla.
—Toma la tarjeta. No la necesito para salir de aquí. ¿Tienes coche?
—Sí.
—Explícame dónde está. Deja el portaequipaje abierto y busca un pretexto para anticipar la
salida antes de que cierren la puerta de las tapias.
—Mi coche, Alicia, está fuera de las verjas.
—No me faltarán otros medios.
Oyóse la siempre desagradable voz de Conrada la Vieja:
—¡Castell! ¿Estás ahí?
Montserrat asomó su cabeza por el ventanuco.
—Aquí estoy.
—El director te llama.
Besó Montse a la Almenara y trazó en su frente una señal de la cruz.
—No necesito preguntarte lo que vas hacer. Sé prudente, Alicia, y astuta. Si no nos vemos más,
¡que Dios te proteja!
Era preciso que su conmoción interna pasase inadvertida. Su decisión de fugarse al día siguiente
(en cuanto concluyese el desayuno, para que su ausencia tardase en ser notada) no debía
comunicársela a nadie, por muy amigo que fuese. Se propuso mostrarse alegre y desenfadada, y
actuar con orden y frialdad.
Bajó de su dormitorio a la "Sala de los Desamparados". Necesitaba utilizar a Urquieta para sus
planes sin que éste comprendiese la verdadera razón de su ayuda. El cerebro de Alicia era en
este instante como una computadora llena de esas lucecitas que se apagan al dejar de funcionar.
Las suyas estaban todas encendidas.
—En tu busca venía —le dijo a Urquieta al divisarle—. ¿Qué tal tu familia? '
—Mi padre tiene una salud de hierro. El único insano de la familia soy yo. ¿Querías algo de mí?
—Quería tu compañía, ¿no te parece bastante? He estado pensando que me gustaría charlar y
pasear con el hombre más guapo y atractivo del hospital. He meditado largamente en cuál era el
mejor. Y he llegado a la conclusión de que eres tú.
—¿Pretendes coquetear conmigo, Alicia?
—Es exactamente lo que pretendo.
—¡Yo soy un tarado!
—Déjate de bobadas. Eres un tipo estupendo. Cuando te cures me gustaría hacer un viaje
contigo.
—¿Por las islas del Sur del Pacífico? ¿Y verme bañar en el mar?
—No. ¡Por los pueblos de esta provincia!
—No has dicho ninguna tontería. Hay lugares impresionantes. Por aquí pasaba la ruta de
Santiago y hay una colección de ermitas e iglesias románicas extraordinarias. ¿No has visitado
el retablo de Berrugueté de... (¡por cierto es un pueblo que se llama igual que tú!) Almenara de
Campó.
—No lo conozco. ¿Dónde está?
—Entre Gordillo y Robregordo.
—Desconozco todo de esta zona de España. Ni siquiera me doy cuenta de dónde está situado
este hospital. Tú que eres topógrafo, ¿por qué no me haces un dibujo? Ignacio se acercó a
Bocanegra.
—¿Sería usted tan amable que arrancara para mí una hojita de su cuaderno de hule y me
prestara un bolígrafo?
Extrajo el mutista el cuaderno de su bolsillo; escogió cuidadosamente uno de los bolígrafos de
colores y escribió: ¡¡¡NO ME SALE DE LAS NARICES!!!
—¿Hay alguien que sea más amable que este pozo de estupidez—preguntó en voz alta
Ignacio— y quiera prestarme una hoja de papel?
—¡Cual... cual... cualquiera! —respondió un tartamudo.
—¿Me lo puede usted prestar?
—Yo no ten... tenggg... tengo. Pero di... digggg... digo que cual... quiera es más amm... ammable
que ese pozo de est... est... estupppp...
—Estupidez —le ayudó Ignacio a concluir.
—¡Eso! —confirmó rotundo el tartamudo.
—¿Ve usted, señor Bocanegra, lo que consigue al estar siempre callado? ¡Nadie le quiere!
Llegó corriendo "el Albaricoque", con su balanceo característico y comenzó a sacar papeles
escritos de cada bolsillo. —Preferiría alguno en blanco. Aunque algo decepcionado de que se
prefiriera una hoja en blanco a
una de sus magistrales epístolas, "el Albaricoque" le facilitó bolígrafo y papel
—Aquí está el hospital —comenzó Urquieta a explicar a medida que dibujaba— Y aquí el pueblo
dé Fuentecilla. Y aquí Robregordo.
A cada nuevo pueblo venía una pregunta nueva. ¿Cómo se viaja de
aquí a aquí? ¿Dónde empalma esta carretera con la general? ¿Y en este
bosque hay lobos? ¿Y este río dónde desemboca? ¿Cómo se cruza? ¿Qué
autobuses hay? ¿Esa aldea tiene teléfono? ¿Cuál es el norte y cuál el
sur?
Al cabo de media hora Alicia tenía un plano perfecto de toda la zona.
—Me lo tienes que dedicar. Eres un gran dibujante. Ignacio escribió:
A Alicia Almenara, la más fascinante de las locas y la más bonita de las mujeres, a la que deseo
todos los bienes del mundo menos uno: la salud. Porque si ella sanara, me privaría de la alegría
y el gozo de su presencia.
Alicia palmoteo entusiasmada al leerlo, y le besó en la cara.
—Además de topógrafo y dibujante, eres poeta.
—No debías besarme, Alicia...
—¿Te molesta que te demuestre mi gratitud con un beso fraternal?
—¡Ahí está lo malo! Yo no recibo tus besos tan fraternalmente como tú me los das.
Llegada la hora de cenar, Alicia comentó que no tenía hambre, pero que a medianoche le
entraba un apetito espantoso. Al día siguiente repitió lo mismo: no tenía apetito a la hora del
desayuno, pero a media mañana se sentía voraz. Con esto ambas veces guardó
cuidadosamente pan, frutas y un trozo de tortilla.
Concluido el desayuno, Alicia le dijo a Urquieta:
—Aunque te fastidie, ¡toma!
Y le besó de nuevo/Pero esta vez fue un abrazo de despedida.
La verja estaba abierta. Y detenida en la puerta una furgoneta. Vestido de paisano, el enfermero
Guillermo Terrón hacía señas al "Albaricoque" de que se apresurara. Vio a éste correr con un
hatillo en la mano y comprendiendo de qué se trataba corrió ella también.
—Amigo Terrón, ¿va usted a La Fuentecilla? ¿Podría usted llevarme?,
—Con mucho gusto. Voy a acompañar al "Albaricoque' hasta el autobús. Llegó éste a grandes
zancadas. Estaba muy contento y locuaz.
—Terrón multiplicado por furgoneta —dijo— es igual al pueblo. Pueblo más autobús igual a mi
tía. Terrón: yo quiero que venga "la Rubia" con nosotros. Terrón: "la Rubia" más besos es igual a
Urquieta, Terrón, y multiplicada por el doztor Arellano igual a amor, Terrón.
—¡Hala, sube para adentro, charlatán! ¿Llevas tu tarjeta naranja?
—Tarjeta elevado a la naranja potencia también es igual a mi tía, Terrón —dijo mostrándosela.
—¿Y la suya, Alicia?
—Aquí la tengo —dijo ésta, fingiendo que la buscaba en el gran saco, cargado con las sobras
alimenticias. Simuló una gran decepción.
—¡Me la he dejado arriba! El de la puerta intervino: —Sin tarjeta no se sale. —Yo quiero que venga "la Rubia", Terrón. "La Rubia" más mucho amor es igual a "Albaricoque", Terrón. —Eres muy galante, "Albaricoque". Yo también te quiero mucho. —Lo siento, señora. No tengo tiempo de esperarla a que la suba a buscar porque este pájaro — se disculpó el enfermero— perderá el autobús. —Furgoneta menos "la Rubia", es muy fea, Terrón —le oyó decir cuando ya el coche se alejaba. El cerebro electrónico particular de Alice Gould funcionaba con precisión. No necesitó fingir un gran desengaño porque éste era sincero. Quedóse plantada, las manos en jarras, contemplando con "morrito esquizofrénico" cómo el coche se alejaba. Comenzó a hurgar en su bolso. —Estoy segura de que tenía la tarjeta —se lamentó. —El reglamento es el reglamento. Suba a buscarla y no faltará quien la acompañe al pueblo. —¡Seré estúpida, la tengo aquí! ¡Terrón, Terrón, regrese! —gritó. Bien sabía que Guillermo Terrón no podía oírla. Pero al gritar se salió fuera de la verja, donde no pudiera ser vista desde el interior del parque. El vigilante se aproximó a ella y tendió la mano para recibir la tarjeta. Su brazo sirvió de palanca y el estricto cumplidor del reglamento voló por los aires. Aturdido, y menos colérico que pasmado, vio cómo Alicia, lejos ya de él, galopaba loma arriba, más ligera que un gamo. Sacudióse el polvo, se incorporó con el cuerpo molido del costalazo y maldiciendo y cojeando se fue parque adentro para denunciar lo ocurrido. En cuanto Alicia dobló la cresta de la lomita, varió radicalmente de sentido. Su intención fue correr inicialmente por el atajo que conduce al pueblo de La Fuentecilla para que la buscasen en esa dirección. Pero ella entretanto estaría ya lejos y camino de otro pueblo distinto, sin comunicación directa por carretera ni con el manicomio ni con La Fuentecilla. Llegó a este pueblo avanzada ya la tarde y casi agotada de caminar. Se llamaba Aldehuela de doña Mencía, y no tenía de bonito más que el nombre. Era mísero y sucio; las casas de adobe, las gallinas sueltas por las calles picoteaban el estiércol de las vacas; los niños gateaban en cueros. Era una amalgama de polvo, mugre, moscas, calor. Muy sofocada, penetró Alicia en la taberna, que estaba vacía y en la que atronaba una radio. El tabernero sesteaba a pesar de aquel ruido infernal. Tuvo Alicia que despertarle. Le explicó que había sufrido una avería en su coche y que necesitaba hablar por teléfono y beberse una cerveza. Marcó el número de su casa en Madrid y, aunque no le contestaron, tuvo la alegría de no oír la cantinela grabada, de la que le habló la doctora Bernardos. Dedujo que Heliodoro había regresado y que no estaba en casa. Telefoneó a su oficina. El corazón le dio un brinco de alegría al oír descolgar el aparato al otro lado de la línea. Pero pronto se le heló la sangre al no conocer la voz que le respondía; al confirmar que no hubo error al marcar el número; y al escuchar que se trataba de una sociedad de representación de vinos y que ignoraba quién tenía alquilado el local antes, cuando ellos mismos lo tomaron en arrendamiento. Colgó y fingió llamar a un taller de reparaciones. Cuando fue a pagar los gastos, la radio atronaba: "Va vestida con pantalones vaqueros, camisa a cuadros, chaqueta color crema y zapatos bajos. Es alta, rubia, bien configurada y sumamente peligrosa". Alicia entregó un billete y no esperó a que el tabernero le trajese el cambio. Había creído entrever en sus ojos la sospecha de si no seria ella la loca escapada del manicomio de que hablaba la radio. Salió del pueblo a buen paso. Un pinar se divisaba en la lejanía y se encaminó hacia él. Tenía el sol de frente acercándose al ocaso. Caminaba, por tanto, hacia el oeste. Desplegó, sin dejar de andar, el dibujo de Urquieta. Era forzoso que la carretera entre Orbegozo y Quintanilla cortara perpendicularmente la trayectoria que llevaba. Cuando se internó entre los pinos, descansó; comió pan y una manzana; fumó un cigarrillo. En la lejanía se escuchaba el rumor de un camión. Reemprendió la marcha siempre hacia el oeste. Pidió a Dios
que no se le hiciese de noche antes de llegar a la carretera. El bosque se espesaba cada vez más, pero el sol entre los altos . troncos la orientaba como un guía amigo. Las distancias marcadas en el plano de Urquieta eran aproximadas; las direcciones no forzosamente exactas y la orientación hipotética. El ruido de los motores de los camiones, en cambio, era una realidad y se escuchaba cada vez más cerca. Al fin, vio un claro y un mozo que pastoreaba su rebaño entre los rastrojos del trigo ya segado. Su mastín perseguía a la más díscola y alejada de las ovejas acercándola al común de sus compañeras y el propio pastor le ayudaba cortando el paso a la fugitiva con pedradas lanzadas con precisión impecable. Más allá, el terreno se ondulaba en una colina cortada longitudinalmente por una carretera. Alice Gould vio en la lejanía a una pareja de aldeanos haciendo señas a un autobús de viajeros para que parase. El destartalado autobús se detuvo y el hombre y la mujer subieron a él. Pero otros dos viajeros descendieron, cuya identidad era inconfundible aun a tanta distancia a causa de sus tricornios. La presencia de la Guardia Civil la dejó paralizada. Su intención era llegar al camino y hacer autostop o bien tomar un autobús. Quedóse agazapada, donde no pudiera ser vista, observando el movimiento de los guardias. Súbitamente le entró una gran desazón. Al observar que su oficina ya no funcionaba, a quien debía de haber telefoneado desde Aldehuela de doña Mencía era a su colega María Luisa Fernández, exponerle sus perplejidades y contratar sus servicios. ¿Como no se le ocurrió hacer esto? Cuando llegó a la taberna del hombre soñoliento eran horas de oficina. ¡Oh, qué torpe, qué torpe estuvo al desaprovechar la ocasión! La pareja de guardias civiles, a paso cansino, situados cada uno de ellos a una orilla de la carretera caminaban en dirección contraria a donde Alicia quería ir y se alejaban. Era necesario jugarse el todo por el todo. Salió del bosque a campo abierto y se dirigió hacia el pastor no sin grandes gruñidos y ladridos del mastín. "¡Lo que va de ayer a hoy! — pensó—. Antes, los pastores entretenían sus soledades tocando la flauta o la siringa; ahora, los divos más famosos cantaban para ellos a través de sus transistores". Este mozo llevaba uno colgado del hombro y lo tenía a todo volumen, como la radio de la taberna. Creyó Alicia reconocer la voz del muy popular Manolo Escobar.
Madresita María del Carmen, hoy te canto esta bella cansión...
La llegada de Alicia estropeó el bucólico concierto y el muchacho hubo de bajar el tono para
escuchar a la mujer:
—Dios le guarde, buen hombre. Su perro no morderá, ¿no es cierto?
—Según de los segunes —contestó el mozo.
—He dejado mi coche abandonado con una avería y...
—Viniendo de donde viene mu lejos habrá sido.
—Sí. Muy lejos. Me han dicho que por esta carretera paran autobuses. Y que en Robregordo hay
taller de reparaciones.
—Autobuses sí pasan, pero ni van a Robregordo ni en Robregordo hay taller.
—En fin, ya veré cómo soluciono mi problema. ¿Por dónde subo mejor a la carretera?
—Siga too derecho y no tema, que yo le sujeto el perro.
—Quede usted con Dios, amigo.
—Vaya usted con El.
No bien hubo andado tres pasos cuando sintió un intensísimo dolor en el omóplato izquierdo y
cayó de bruces como fulminada. Lo primero que pensó es que la habían herido con arma de
fuego. No había sido un tiro, sino una piedra. No tuvo tiempo de incorporarse.
—¡Si sé mueve, le aplasto la cabeza con esta peña! Sintió Alice Gould el aliento del mastín junto
a su rostro. Y muy a las claras entendió que la amenaza del pastor iba de veras.
—¡He cazau a la locaaaá! — gritó con voz de truno—. ¡Eh, los civiles, vénganse pa'cá, que la he
cazau y bien cazau!
Un silbido más potente que una sirena de alarma amenazó sus tímpanos. El dolor de la espalda
era insufrible. La tarde oscurecía lentamente. Pero en su cerebro, de súbito, anocheció.

R OTOÑO


ACOMPAÑADA DE GUILLERMO TERRÓN—el enfermero que la salvó de las garras de "la Mujer Gorila"—, Alicia recorrió los distintos talleres de laborterapia para decidir en cuál le interesaría trabajar, para ocupar sus horas libres, en tanto se resolvía su situación. El primero de los pabellones que visitó fue el de bordados, en el que actuaba de primera oficiala Teresiña Carballeira. Era de admirar cómo esta mujer distribuía el trabajo y anotaba cuidadosamente el material entregado a cada una de las extrañísimas obreras. Este material — le explicó Terrón— debía ser recogido más tarde e inventariado, para evitar que ninguna guardase objetos punzantes que en momentos de crisis o depresiones podían volverse peligrosos. Algunas bordaban con increíble lentitud e inimitable extravagancia. Elevaban las agujas cual si quisieran coser el espacio. Trazaban una parábola con la mano y varias espirales en el aire, fijos los ojos en el diminuto acero, y tras aquella pirueta —semejante a las que dibujara en el cielo un piloto de acrobacia aérea— hundían el instrumento en el sitio justo. Cada punzada requería un tiempo extra inverosímil; pero es el caso que, sin realizar previamente estos arabescos espaciales, no acertaban a perforar la tela en el lugar requerido. Dos o tres de las bordadoras no lo eran en sentido estricto. Les permitían estar allí para que se entretuviesen haciendo chapuzas
o simplemente por tenerlas agrupadas con las demás y, con ello, conseguir una economía de vigilantes. Mezclaban indistintamente los colores más llamativos por el frente o el envés de los trapos, que perforaban por cualquier sitio, de modo que quedaban más doblados y engurruñados que papeles en el cesto de la basura. Mas había otras —la Carballeira entre ellas—que hacían verdaderos primores en mantelerías, trajes de novia, orlas y encajes. —¿Esto lo ha hecho usted sola, Teresiña? —No, señora Alicia. Me ayuda "la Gorda". En efecto, cerca de la Carballeira había una de las muchas gordísimas que tipificaban la casa de orates, la cual se limitaba a pasar a la Carballeira los hilos de colores que aquélla le pedía. —¿No le molesta que la llamen "Gorda"? —preguntó Alicia a Guillermo Terrón, señalando a la corpulenta campesina. —Lo considera un apelativo cariñoso —respondió el enfermero—. Y además ella ignora su obesidad y atribuye que la llamen así a una broma a causa de su extremada delgadez. Se considera inapetente y afirma devorar todo cuanto engulle con insaciable voracidad por puro sentido de la disciplina. "La Duquesa de Pitiminí" trabajaba al ganchillo. No lo hacía mal, pero aún curada o casi curada de su crisis, no podía prescindir de alguna rareza. Por ejemplo: llevaba diez dedales enfundados en cada uno de sus dedos. —Las damas deben cuidar sus manos —comentó. En la fábrica de paraguas trabajaban varios conocidos de Alicia: Rómulo, Luis Ortiz, Carolo Bocanegra, Ignacio Urquieta y Antonio el Sudamericano. Los cuatro primeros formaban cadena en el orden que se ha citado. La misión de Rómulo era tomar una tuerca de las muchas que había en una cesta situada a su derecha, introducirla en una varilla metálica y pasarla a otra cesta situada a su izquierda. Lo hacía con admirable rapidez y precisión. El caballero llorón o violador de su nuera, presionaba con una llave inglesa la tuerca colocada por Rómulo y le pasaba la varilla a Carolo Bocanegra, quien la introducía en una suerte de mano con los dedos huecos, de modo que cuando el conjunto llegaba a poder de Ignacio Urquieta aquella armazón era como un erizo de larguísimas púas, al que el bilbaíno añadía la vara que haría de bastón. (La tela del paraguas no se ponía en el taller del manicomio sino en la auténtica fábrica comercial, que al encargar este trabajo a destajo al hospital psiquiátrico se ahorraba nómina, locales y seguridad social.) Antonio el Sudamericano trabajaba libre, fuera de la cadena, para no entorpecer con su ingente
torpeza la buena marcha de los demás. Su misión era la misma que la de Rómulo, pero por cada quince o veinte tuercas que el falso hermano de "la Niña Péndulo" conseguía introducir en la varilla, él no acertaba a meter más de una o dos. Era penoso contemplarle. Tomaba con su mano derecha una de las tuercas, la observaba con gran atención como si fuese el primer objeto similar que veía en su vida, lo alzaba con gran cuidado en el aire, a la altura del sitio donde debía estar el extremo de la varilla, y sólo entonces caía en la cuenta de que había olvidado tomar ésta de entre las muchas que tenía situadas ante sí. Un gran gesto de decepción se dibujaba en su rostro por tal descuido, devolvía con gran parsimonia la tuerca a su cestillo, tomaba la varilla con la mano izquierda, comprobaba que estaba totalmente vertical, repetía la maniobra de tomar una tuerca, sacaba la lengua entre los dientes, contenía el aliento y aflojaba al fin el índice y el pulgar de su mano diestra. De cada diez pruebas, nueve caía la tuerca al suelo; pero cuando por azar la tuerca conseguía enchufarse en la varilla correctamente, rompía a reír con grandes carcajadas de júbilo, y miraba a uno u otro de sus compañeros pidiendo un aplauso. O bien exclamaba, radiante: —¡Jo... Si mi viejo me viese hacer esto! Los capataces de tales talleres eran "batas blancas" muy seleccionados, pues reunían las tres condiciones de ser obreros especializados, maestros de "artes y oficios", y enfermeros psiquiátricos. Alicia decidió que ni le apetecía ensartar tuercas en varillas, ni armar las piezas elementales para unos juguetuelos sin originalidad ni valor, y que no tenía ya edad para aprender a bordar. De todos aquellos oficios el único que le satisfaría es... ¡el de capataz! Y convertirse en directora, vigilante y ángel guardián de aquellos desamparados. Bromeó consigo misma, y se dijo para sus adentros que era una especie de "Duquesa de Pitiminí" con manías de grandeza. ¡Pobres grandezas las suyas! Lo cierto es que el misterio de las almas enfermas espoleaba su curiosidad intelectual. Y la desolación de aquellas mentes taradas, el deseo de servirlas. Llegó el otoño con su espléndido cortejo de oros, malvas y rojos. Los chopos que bordeaban los arroyos semejaban soldados de gala presentando armas. La libertad de que gozaba Alicia le permitió adquirir gran cantidad de libros (¡todos de estudio!, ¡todos de medicina!) que la distraían de la tardanza de García del Olmo en regresar y conocer sus resultados. A veces, Alicia presentaba su tarjeta naranja al vigilante de la puerta y se iba, loma arriba, sin más compañía que sus libros y no regresaba hasta la caída de la tarde, en que las verjas se cerraban. Aunque el permiso para salir tenía como condición el ir acompaña J da, se hacía con ella una excepción. Todo el mundo sabía que gozaba de un status especial. Se le devolvió el encendedor, instrumento que sólo podían manejar los enfermeros; y la ecónoma tenía instrucciones de no poner límites a sus pedidos de dinero, beneficio que ella usó discretamente, pues no gastó más qué en libros; en dos trajes modestos pero decorosos y favorecedores para el uso diario, y en sellos de cartas dirigidas a todos los consulados de España en Argentina pidiendo noticias de Heliodoro Almenara. En su oficina de Madrid, el personal —al no tener el ojo del ama encima— había hecho mangas y capirotes de la disciplina y del buen sentido y decidió tomarse las vacaciones de golpe, sin escalonar las salidas y regresos, de modo que el despacho estaba cerrado. Esto, al menos, imaginaba ella, al no haber recibido contestación a la carta en que pedía le enviasen su carnet de detective y la separata de su tesis doctoral. Sus salidas con César Arellano fueron pocas y espaciadas; en parte porque las vacaciones de otros médicos multiplicaban las ocupaciones de éste y, en parte, porque Alicia consideró prudente no alentar con ilusiones vanas un galanteo que debía mantenerse dentro de unos límites muy marcados y precisos. Con esto, ella misma se auto castigaba, pues la compañía de César era a la vez aliciente y sedante, compensación y estímulo. El otoño no sólo trajo consigo la variación cromática de la naturaleza. Se diría que Dios —que no era mal paisajista— se complaciera, cada nueva estación, en pintar las mismas cosas con distintos colores. También trajo la melancolía: una mezcla de paz y vaga tristeza. Alicia se felicitó de haber encontrado la definición exacta de su estado de ánimo: una tristeza sosegada.
"La Duquesa de Pitiminí" fue dada de alta y marchó a su casa. Otros, apenas conocidos por Alicia, fueron también devueltos a sus hogares. A medida que el otoño atemperaba los ardores de la canícula, muchas alteraciones y crisis remitían solas: el ciclo de la enfermedad pasaba a una nueva estación, se enfriaba, como la temperatura. Mas ¿por qué unos, que eran verdaderos enfermos, resolvían su situación y ella, que estaba sana, no lo conseguía? La tardanza de García del Olmo en dejarse ver, después de habérsele informado que la misión encomendada a Alice Gould había concluido, era intolerable. Pensaba en esto Alicia con harta dificultad. A veces imaginaba que un inmenso telón de hierro (como los que se usaban antiguamente en los teatros para evitar que el fuego —caso de haberlo— se propagase) se interponía entre ella y su intento de razonar. No era, por supuesto, una alucinación visible, como cuando Teresiña Carballeira vio una serpiente de grandes dimensiones en el lugar que ocupaba su madre. Era —contrariamente a esto— una visión imaginaria o intelectual. El telón se proyectaba ante ella como si dijera: "No quiero que tu pensamiento pase de aquí." Es terreno acotado. Vedado de caza. "Zona rastrillai." Y lo cierto es que no podía traspasarlo. Comenzó a alarmarse. Su naturaleza le vedaba penetrar en determinadas zonas de su mente. Era como una suerte de amnesia proyectada en parte hacia el pasado; y en parte, paradójicamente, hacia el futuro. No era libre de acercarse a ella. Podía discurrir con entera facilidad y lucidez en los temas más abstrusos que su imaginación le presentase. Recordó que, con otras personas delante, podía hablar y argumentar brillantemente acerca de las causas de su internamiento, pero, a solas con ella misma, no podía. Se esforzó varias veces por intentarlo. Una vez fue, como hemos dicho, el telón de hierro el que se interpuso; otras, una avalancha de agua como la que anegó a los ejércitos del faraón en el mar Rojo, cuando iba en persecución de las huestes capitaneadas por Moisés. Otra, un gran vacío que la succionaba como si fuese un aerolito desprendido y atraído por la gravedad de una gran masa que va a la deriva por el espacio. Era tal el vértigo que sentía, que procuraba eludir, con miedo, todo nuevo intento de penetrar en aquella zona de su psique que se negaba por tanto ardimiento a ser hollada. Paseaba una tarde Alicia por el parque. Era día de visitas. El sol, del que semanas antes era obligado huir, se buscaba con gusto. Y bajo el sol deambulaban multitud de personas acompañadas de sus visitantes. Las verjas estaban abiertas y unos se movilizaban por dentro y otros por fuera de las tapias. Vio Alicia al ciego mordedor de objetos, acompañado de una mujer que podría ser su madre y de un mocetón que era, sin duda, su hermano por el gran parecido físico que guardaba con él. Tenían aspecto de campesinos de condición humilde, y era triste comparar a los dos hermanos, uno sano y otro enfermo. El ciego padecía la necesidad irreprimible de una aparatosa movilidad: alzaba la cabeza, pateaba, encogía los hombros, contraía y distendía la boca, mordía el bastón. Padecía (como "el Autor de la Teoría de los Nueve Universos") lo que los médicos llaman trastornos psicomotores, pero éstos eran más brutales en el ciego y más grotescos —casi cómicos— en "el Astrólogo", el cual andaba como si bailara un rigodón. El hermano del ciego le sostenía de un brazo, caminaba con pausa, hablaba sosegadamente. ¡Qué patética diferencia la de aquellos dos mozos, que la viejecita que los acompañaba tuvo en su seno! Ignacio Urquieta paseaba con las mismas personas del día de su accidente, y don Luis Ortiz con dos jóvenes —hombre y mujer— y una niña de unos diez años. Comprendió Alicia al punto que se trataba de su hijo —el que creía haber hecho cornudo—; de su nuera —a la que creía haber seducido—; y de su nieta, de la que imaginaba, en su delirio, que era hija suya. Su atuendo era el de una familia de empleados o dueños de un pequeño comercio. Llevaba don Luis de la mano a la niña, a su izquierda a su hijo y a la izquierda de éste iba la nuera: una mujer de aspecto sano, modoso, no demasiado bonita, y del talante más alejado que cabe al de haber cometido la felonía que le atribuyó su suegro. Este de vez en cuando se volvía hacia ella por detrás de su hijo, le guiñaba y se llevaba un dedo a los labios, exigiendo silencio. El secreto "que ellos dos
solos sabían" no debía trascender a nadie. Advirtió Alicia que, cada vez que esto ocurría, la
mujer presionaba el brazo de su marido para advertirle que no se volviese, y se fingiera el
distraído, para no poner a su padre en evidencia. ¡Oh, qué grotesco y qué triste resultaba ver
esto! Otros enfermos impresionaban por su patetismo. Don Luis por lo ridículo de su tragicómica
locura. Despidiéronse en la verja junto a la que estaban apiñados gran número de automóviles.
Luis Ortiz, de espaldas a Alicia, se quedó plantado a la entrada y no se movió de allí hasta que el
coche de su familia se perdió de vista. Después regresó sobre sus pasos dirigiéndose al edificio
central. Eran tan grandes sus sollozos y su desesperación que Alicia pensó si no sería
conveniente avisar a un "bata blanca".
—Don Luis, ¿quiere usted que le acompañe? —le preguntó Alicia al verle tan acongojado.
—¡Soy un miserable! —respondió éste entre gemidos—. ¡Mi hijo es un ángel, y tiene por mujer a
una arpía, y por padre al más grande de los bellacos! ¡Déjeme solo, señora: usted no merece
que yo la ensucie con mi presencia!
A pesar de sus protestas, Alicia le hubiera acompañado, procurando consolarle, de no haber
divisado a César Arellano en una postura realmente insólita: plantado a varios metros de la
entrada y con los brazos abiertos en aspa, como un san Andrés crucificado. No tardó en resolverse
la incógnita: un muchacho de unos diecisiete años penetró corriendo en el parque y se
acogió a aquellos brazos que le esperaban con infinito amor. Alicia sabía que César era viudo,
pero nadie le había hablado de que tuviera un hijo. Y aquel abrazo era inconfundible. Sólo un hijo
es merecedor de una recepción así.
Antonio el Sudamericano corría de un grupo a otro, miraba descaradamente a cada hombre a la
cara y, al no reconocer al que pretendía, se desplazaba en busca de nuevos rostros. Sus
lágrimas eran conmovedoras y su expresión angustiada.
—Papá, papá...
Pasó junto a Alicia y ésta le detuvo por un brazo.
—Antonio, escucha...
—Tú no eres papá —dijo observándola con la mirada llena de niebla.
—No. Pero soy amiga tuya y te quiero bien. Anda, dame el brazo y acompáñame a pasear. Yo
también estoy muy sola. Antonio se agarró a ella. Su mano estaba convulsa.
—Papá no está. Papá no ha venido. ¿Dónde está papá?
Anduvieron muy poco tiempo juntos. Súbitamente Antonio se escapó de su lado y corrió hacia
nuevos hombres que cruzaban el umbral de la entrada.
—Papá, papá...
Más ninguno de ellos era el que buscaba.
Alguien asió a Alicia por la muñeca. Su presión era bien distinta a la de "la Mujer Gorila".
—Alicia —dijo César—, quiero presentarte a mi hijo Carlos. —Y dirigiéndose a él—: Esta es la
señora de quien te hablé.
—Hola, Carlos —dijo Alicia amistosamente.
Este le besó la mano. Era la primera cortesía de esta suerte que se le brindaba desde que
ingresó.
—Acaba de volver de Inglaterra. Es el cuarto verano que pasa allí. El curso que viene ingresará
en la Universidad.
—Tell me —le dijo Alicia, habiéndole directamente en inglés— where have you been in England?
—In Norwich —respondió el muchacho. Y en seguida comentó sorprendido: Your English is
really beautiful, Mrs. Almenara.
—Thank you, Charles. You also speak it very well. What are you going to study?
—Medicine. I am trying to be a psychiatrist as my father 2.
—Es de mala educación hablar delante de mí un idioma que no entiendo —protestó César
2 Gracias Carlos. Hablas bien el ingles. ¿Que estas estudiando?. Medicina. Estoy intentando ser psiquiatra como mi padre. (N. del Corrector)
Arellano—. He estado esperando el regreso de Carlos —añadió— para tomar mis vacaciones.
Lo vamos a pasar en grande.
—Dime: ¿en qué parte de Inglaterra has estado?
—En Norwich. ¡Habla usted un precioso inglés, señora de Almenara!
—Gracias, Carlos. Tú también lo hablas muy bien. ¿En qué facultad vas a ingresar?
—En Medicina. Me gustada especializarme en psiquiatría, como mi padre. (N. del a.)
—¿Dónde iréis? —preguntó Alicia intentando ocultar su decepción.
—A Almería, a hacer pesca submarina.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—Voy a sentirme muy desamparada sin la protección de mi médico.
—Alicia, si cuando yo regrese ya no estás aquí, ¿dónde puedo escribirte?
—Montserrat Castell tiene mi dirección. César le tendió la mano.
—Adiós, Alicia, hasta muy pronto. ¡Y mejor en Madrid que aquí!
—Que lo pases bien, César. Y tú, Carlos, cuídale. Y no le dejes bajar muy hondo bajo el mar. ¡Tu
padre ya no tiene edad para esos depones!
—Claro que tiene. ¡Es un buceador estupendo!
—¡Que os divirtáis!
—Adiós.
—Adiós...
Si había contenido hasta ahora el deseo de llorar, no pudo evitar que se le humedeciesen los
ojos al oír decir a su espalda:
—Caramba, papá, ¡qué guapa es!
No quiso Alicia volverse para verlos marchar. Sólo faltaba que diesen de alta a Ignacio Urquieta,
que se curase de pronto de su fobia y que se lo llevasen en volandas entre ese padre y ese
hermano atlético con los que paseaba. "¡No quiero que se cure Ignacio!", gritó para sus adentros.
Rómulo llevaba de la manó a la joven Alicia. Incluso al andar, ésta se balanceaba un poco. Los
dos niños —que no lo eran salvo en su edad mental— se acercaron a ella.
—Dale un beso a esta señora —dijo Rómulo—. Nadie más que yo sabe quién es. Y yo te lo
contaré sólo a ti.
Besó Alicia a su pequeña tocaya, ya que ella no hizo ademán alguno. Y a él, con gran cariño.
—¡A mí también me tienes que contar tu secreto! —le dijo Alicia.
—Tú ya lo sabes... —respondió Rómulo maliciosa y misteriosamente. Y, tirando de la pobre
idiota, prosiguió su camino entre los demás paseantes.
De súbito, Alicia se detuvo ante una señora a la que creyó reconocer. Era más baja que alta; iba
muy encorsetada para paliar los excesos de su busto y sus caderas; vestía bien, aunque con
elegancia un poco afectada, como quien lleva puesto el traje de los domingos; su rostro, de piel
muy blanca, ojos azules y pelo negro, era muy grato y dulce. Al ver que Alicia la observaba se
detuvo ella también y le sonrió.
—Nosotras nos conocemos, ¿verdad?
—Estoy segura —dijo Alicia— de habernos visto antes de ahora. Y trataba de recordar dónde y
cuándo. Ese broche que lleva usted puesto también lo he visto alguna vez.
—Yo me llamo María Luisa Fernández.
—¿La detective? ¡Claro! Estuvimos juntas en una convención internacional de investigadores
privados que se celebró en Mallorca. Éramos las dos únicas mujeres españolas de la profesión.
—Naturalmente —exclamó María Luisa—. ¡Usted es Alice Gould! ¿Viene usted a visitar a
alguien?
—Sí —mintió Alicia—. A una gran amiga mía que padece crisis de angustia. ¿Y usted?
—A un sobrino de mi marido, pero lo tienen encerrado y no he podido verle. Creíamos que lo
suyo eran depresiones pasajeras. Pero nos tememos que sea algo más triste.
—¿Pernocta usted en el pueblo esta noche? —No. Regreso ahora mismo a Madrid. —¡Lástima! Me hubiera encantado invitarla a cenar en una deliciosa taberna muy pintoresca que hay en La Fuentecilla. —¡Otra vez será! Despidiéronse las dos colegas, y Alicia emprendió el regreso hacia el edificio central. La partida de César Arellano la había entristecido. Se encontraba desamparada sin su proximidad. La conmovía la idea de esas vacaciones mano a mano, de padre e hijo, sacando meros o peces limón en las aguas de cristal de la Costa Blanca. Se dirigió cabizbaja hacia los ventanales tras los que habría, sin duda, menos gente que en el parque. No se equivocó. La "Sala de los Desamparados" estaba prácticamente vacía, pero no desierta. "El Hombre Estatua", la auto castigada, y Antonio el Sudamericano eran sus únicos ocupantes. Los dos primeros guardaban su eterno silencio. El último, muy agitado, lloraba. Sentóse Alicia alejada de los tres. Súbitamente, Antonio cogióse al pomo deja puerta e hizo ademán de marcar un número telefónico. —¡Hola, viejo! Che, ¿por qué no venís?... ¡Hola, hola...! ¿No eres tú?... Y entonces, ¿quién sos vos? Antonio escuchó atentamente: movía los labios al compás de las palabras que imaginaba oír. De súbito dio un gran grito. Su rostro se fue demudando al tiempo que las escuchaba. —¡¡¡Noooo!!! Crispó la mano que tenía libre y comenzó a darse grandes puñetazos en el rostro. —Júrame que no es cierto —continuó llorando—. Júramelo... Se apartó de lo que creía ser teléfono. Paseó la mirada desvaída por la sala y corrió hasta "el Hombre Estatua", al que se abrazó sollozando: —¡Ha muerto el viejo! ¡Mi viejo ha muerto de pena porque yo no sabía estudiar! Era patético contemplar aquella pareja de hombres. Uno gigantesco, indiferente e inmóvil. El otro abrazado a él, todo convulso y agitado, afligido por un dolor infinito producido por una muerte imaginaria. Antonio se acusaba de la muerte de su padre. El era el solo culpable; él era su asesino. Había matado a su viejo a disgustos porque aquél quería que su hijo estudiase, y él no podía, no "sabía" estudiar. Sus palabras eran desgarradoras, y su aflicción tocaba fondo. "El Hombre de Cera" ni le escuchaba ni le entendía ni le veía. Lo mismo podría el supuesto huérfano haberse abrazado a un árbol o a un mueble para dar rienda suelta a su dolor. Corrió Alicia en busca de un "bata blanca". Ese muchacho no estaba en condiciones de gozar del "régimen abierto". ¡Debían encerrarlo... y pronto! El primer hombre de la casa con quien topó fue Samuel Alvar. Al escuchar a Alicia, le respondió con acritud: —Gracias por avisarme, pero... ¡absténgase de decirme lo que debo hacer! Cuando entraron en la "Sala de los Desamparados", Antonio ya no estaba. Le buscaron infructuosamente por toda la planta baja. "La frontera" estaba cerrada; luego era inútil intentar localizarle en las oficinas. De haber salido al parque le hubieran visto. Alvar subió precipitadamente la escalera de la unidad de hombres y Alicia avisó a Conrada la Vieja, quien junto con Roberta y ella misma comenzaron a inspeccionar la Unidad de Mujeres. Lo encontraron en las duchas de estas últimas, ahorcado con su propia camisa colgada del surtidor de la lluvia artificial. Se hizo lo indecible por reanimarle. Alicia oyó decir que incluso su corazón volvió a latir aunque muy pocos segundos. Recordó los versos de Jorge Manrique:
...querer el hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura.
Y los recompuso de esta suerte:
No es cordura querer hacer revivir a aquel que quiere morir.
¡Ah, qué terrible es el sino de los pobres locos, esos "renglones torcidos", esos yerros, esas
faltas de ortografía del Creador, como los llamaba "el Autor de la Teoría de los Nueve
Universos", ignorante de que él era uno de los más torcidos de todos los renglones de la caligrafía divina! ¡A las siete de la tarde de aquel mismo día llegó por primera vez a visitar a su hijo, en el hospital psiquiátrico, el padre de Antonio el Sudamericano! Alicia quedó afectadísima por no haber actuado antes. Se culpaba una y otra vez de no haber avisado a tiempo a un "bata blanca", cuando vio el cariz que tomaba la crisis. Pasó el resto de la tarde ensimismada y alicaída. A medida que el sol declinaba, la "Sala de los Desamparados" comenzó a llenarse, ya que, sin sus rayos, hacía frío en el exterior. No podía quitarse de la cabeza la imagen del joven loco, obsesionado por su padre, cuya visita anhelaba tanto; al que creía muerto de la pena que le producía tener un hijo enfermo de la mente; un padre que no le visitaba nunca y que, al fin, lo hizo cuando ya sólo podía posar sus labios en una carne fría y yerta. Era el tercer suicidio consumado que se producía desde que ingresó en el hospital. Y la octava muerte: ya que había que añadir al "Gnomo", Remo, los dos etarras y el ahogado que apoyaba su rostro para dormir en las plumas de una almohada inexistente: ninguno fallecido de muerte natural. Montserrat Castell la distrajo de sus meditaciones. Estaba muy acalorada. —Tengo noticias para ti, Alicia. —¿Buenas o malas? —Creo que muy buenas. El director me manda te advierta que no utilices hoy tu tarjeta naranja. De aquí a dos horas, más o menos, llegará al hospital tu cliente Raimundo García del Olmo. Lo traerá en su automóvil el doctor Muescas, que es amigo suyo. La entrevista tendrá lugar en el despacho de Samuel. También asistirá el comisario Ruiz de Pablos. —¡Dios aprieta pero no ahoga! —exclamó Alice Gould inundado el rostro de alegría. Con añoranza, añadió: —¡Qué pena que no pueda estar presente César Arellano!

viernes, 6 de julio de 2018

Q EL HORNO DE ASAR DE PEPE EL TUERTO


LA NOTICIA DE QUE ALICIA había descubierto a los dos asesinos corrió como el viento por todo el manicomio. Charito Pérez fue el más eficaz de los correveidiles, añadiendo de su cuenta los más sabrosos picantes. La enfermera, de la que decían que fue abofeteada por uno de los etarras, en realidad había sido violada por los dos y, en consecuencia esperaba gemelos, uno de cada violador. Melitón Deza, que recibió un rodillazo "en un sitio muy feo", iba a ser castrado, pues el golpe le produjo una gangrena y había quedado inservible para la virilidad. Pronto dejaría de crecerle la barba y le nacerían pechos de mujer. Las sandeces de la obsesa de los chismes sexuales eran sólo un reflejo de la conmoción general. "El Hombre Elefante" fue residenciado en la Unidad dé Dementes, para mantenerlo alejado de Rómulo, su verdadero enemigo, y Norberto Machimbarrena trasladado a Leganés en Madrid, pues al manicomio de Bilbao, su tierra natal, no parecía prudente enviarlo por temor a que acabara con la mitad de los recluidos. A lo largo de los días que siguieron, Alicia se veía asediada por enfermos y enfermeros que querían saber detalles del porqué y el cómo consiguió llegar a la verdad. Un corrillo permanente de curiosos la rodeaba. Su prestigio era inmenso. Aunque eran muchos los residentes e incluso empleados que ella no conocía, todos en cambio sabían quién era ella. —Mira; esa guapa que va por allí, es la rubia que descubrió a los asesinos —se decían unos a otros. Algunos se armaban un buen barullo en sus estropeados caletres. Había quien pensaba que el mérito de Alicia era haber evitado que enterraran vivo al joven Rómulo, porque todos le creían muerto; no faltaban quienes creyesen que era "la Rubia" quien mató a dos hombres malos que pegaban y maltrataban a los impedidos y enfermos. Pero donde alcanzó cotas más altas la simpatía y admiración fue entre los médicos y enfermeros. Aquéllos, por la gallardía y dignidad de Alicia al defenderse contra toda sospecha de perturbación mental. Estos, por haber desviado la acusación que pesaba sobre dos compañeros suyos: la enfermera donostiarra y Melitón Deza, que era el más comprometido. Fueron días de euforia y lícita satisfacción para Alicia Almenara. La doctora Bernardos le regaló la bata blanca que le había sido hurtada y un ejemplar encuadernado de su tesis doctoral acerca de los sociópatas; el doctor Rosellini la obsequió con flores; César Arellano, con la anhelada tarjeta naranja, que le permitía salir acompañada fuera del hospital y una invitación a cenar mano a mano con él en el vecino pueblo La Fuentecilla; Montserrat Castell con un tomo primoroso de una edición antigua de Las Moradas, de santa Teresa. —A ella también la creyeron loca —comentó Montserrat, al entregarle el ejemplar. Quiso Alicia estrenar inmediatamente su tarjeta naranja, y suplicó a la Castell que la acompañase fuera de las murallas. Sólo una vez había cruzado la verja: el día de la fatídica excursión. Pero entonces fue en manada, como borregos, y ella quería experimentar el placer de exhibir su permiso de salida al guardián que un día le negó el paso, y caminar "por la parte de fuera", solamente por gozar del regustillo de la libertad. Aceptó gustosa la alegre, jovial y encantadora Montse, advirtiéndole que el paseo habría de ser forzosamente corto, pues sólo faltaba una hora para el cierre dé las verjas. Y allá se fueron agarradas del brazo, felices y en compañía. —Es muy curioso lo que voy a decirte —comentó Alicia mientras caminaba—. Me faltan pocos días para salir de aquí... y, ¡qué sensación más extraña!, me dará mucha pena marcharme. —¿Cuándo consideras que te darán de alta? —En cuanto se persone aquí mi cliente. Tú misma me contaste que el comisario Ruiz de Pablo le telefoneó desde el despacho de Alvar para informarle de que mi misión había concluido. —Guárdame el secreto —replicó Montserrat con cierto aire de misterio—. A mí también me dará pena dejar esta casa, y ya me falta poco: igual que a ti.
Miróla sorprendida Alice Gould.
—¿Te marchas?
—Sí.
—¡No puedo creerlo! ¡Montserrat, tú que eres una institución en esta casa! ¿Y adonde te vas?
—Nunca lo adivinarías.
—¿Te vas a casar?
—En cierto modo... sí.
—¿Que quiere decir "en cierto modo"? O te casas o no te casas...
—Alicia, hace ya tres años que decidí ingresar en un convento. Si no he profesado todavía es
por la duda que he tenido algún tiempo acerca de la orden en que debo tomar el velo. Ya lo he
resuelto. El próximo invierno ingresaré en las Carmelitas.
—¡Me dejas absolutamente perpleja! ¿Estás segura de que tienes vocación?
—Estoy segura de que Dios me llama desde un camino distinto al de antes.
—¡Me quedo muy triste al escucharte! ¿Qué será de esta casa sin ti?
—¡Nadie es imprescindible!
—¡Tú sí! ¡Tú eres el alma de esta institución! Escucha, Montse... Si digo algo inconveniente
atribuyelo a que sigo aturdida por la noticia que me has dado. (¡Yo que quería buscarte un novio,
joven, apuesto, listo y rico!...) Lo que quería decirte es esto. Desde tu punto de vista, ¿no eres
más útil a la sociedad, a tu prójimo, a los desheredados, a los pobres locos, quedándote aquí
que encerrándote en una clausura?
—Ya he sido Marta muchos años. Ahora me toca ser María —respondió sonriendo Montserrat.
—Me gustaría —insistió Alicia— penetrar hasta el fondo en el conocimiento de eso. En el
entendimiento de lo que dices. ¿No es más santo cuidar leprosos que rezar maitines? Cuando
esos admirables enfermeros de la "Jaula de los Leones" levantan, lavan, visten, dan de comer en
la boca, desnudan y acuestan en la cama a los dementes; cuando éstos se hacen encima sus
necesidades, y sus cuidadores los limpian y cambian de ropa, varias veces al día, ¿no están
haciendo más méritos que quienes rezan tres rosarios o están dos horas de oración ante el
Sagrario?
—¡No se trata de una carrera de méritos, Alicia! Voy a ponerte un ejemplo. Imagina a "la Niña
Oscilante". De pronto alguien la toma de la mano, y ella obedece a ese impulso exterior. Deja
entonces de oscilar y cumple la voluntad de su guía. Se entrega totalmente a su conductor con
confianza y obediencia ciegas. Pues, del mismo modo, nuestras almas son pendulares como la
de esa muchacha hasta que llega un día en que Dios las toma de su mano y las conduce y guía
personalmente. ¿Quién se atreverá a decir "no quiero ir por allí", "prefiero ir por allá"?
¡Es imposible resistirse a su voluntad! Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Yo soy como "la Niña
Oscilante" y Dios mi conductor.
Quedó Alicia muy impresionada por lo que acababa de escuchar y no de entender. No se
imaginaba al hospital sin Montserrat Castell. Y le daba no poca pena que esta joven mujer, tan
bien dotada y atractiva, se encerrase voluntariamente y de por vida en una clausura.
—¡Dios es muy injusto al escoger a una criatura como tú para El solo!
—Estás desvariando, Alicia. No sabes lo que dices. ¡Anda, vamos para casa, antes de que nos
cierren las verjas!
Al acercarse vieron al doctor Arellano, despidiendo en la puerta a un grupo de visitantes. La
llegada de las dos mujeres coincidió con la partida de éstos; de modo que emprendieron los tres
juntos el camino hacia el edificio central.
—¿Estrenando libertad, Alicia?
—Ejercitándome en ella, doctor. Tengo que estar preparada. ¿No te parece?
Una de las cosas que más llamó la atención de Alicia las primeras semanas que vivió en el
manicomio fue la enorme ascendencia de los médicos sobre la población hospitalizada. Y muy
especialmente de aquellos que trataban directamente a tos enfermos.

Se les acercó "el Tarugo", que era una versión del "Gnomo", de triste recuerdo, aunque sin
joroba.
—Doztor, doztor.
(Le tocaba con ambas manos. Otra de las características que observó Alicia es que hay una gran
mayoría de sobones: como en la India, como entre los negros. Para hablar, tocan, dan pequeños
golpes en el pecho o en los brazos.)
—¡Doztor, doztor, hola, doztor!
—Hola, "Tarugo", Dios te guarde.
Siguieron caminando. En la Unidad de Demenciados que dirigía Rosellini, "la mujer Gorila",
antigua pianista de cabaret, asomada a una ventana miraba sin ver, o sin saber que veía, hacia
un vacío tan infinito como el de su mente.
Los autistas o solitarios se apartaban al paso del médico. Otros corrían hacia él.
—Me he vaciado, doctor. He perdido todo: el estómago, el hígado, los intestinos. ¡Ya no me
queda nada dentro!
—No te preocupes. Mañana te daré una medicación para que te vuelvan a crecer las entrañas.
—Pero ¡es que también se me han derretido los huesos, doctor!
—¡Eso no tiene importancia! Yo te pondré otros nuevos. ¡Hasta mañana!
"El Albaricoque" se acercó moviendo mucho las caderas.
—Ocho por dos, es igual a quince más cuatro menos tres, doctor. Y usted es mi madre y también
la catedral de León.
—Gracias por tus cumplidos, "Albaricoque". Mañana hablaremos. Ahora tengo mucha prisa.
Despidióse Montserrat Castell, y César Arellano preguntó a Alicia.
—¿No era mañana cuando habíamos concertado cenar juntos?
—Sí. A las nueve.
—¿Y por qué no lo adelantamos a hoy?
—Me parece una excelente idea.
El pueblo La Fuentecilla estaba situado a seis kilómetros de la antigua Cartuja. En algún tiempo
no muy lejano debió de ser precioso. Había una gran plaza porticada con asombrosas y
antiquísimas columnas; arcos de piedra tras los que nadan escalinatas pinas y misteriosas;
casonas hidalgas con su escudo antañón —memoria de viejos y tal vez desaparecidos linajes—,
una soberbia iglesuca románica, un castillo en ruinas con la torre desmochada (de cuando los
Reyes Católicos abatieron junto con las torres la insolencia levantisca de los nobles), y sobrias
mansiones señoriales con gárgolas que imitaban fantásticos tritones, faunos y vestiglos. Pero
junto a estas nobles piedras había horrendos y altísimos edificios modernos de ladrillo, tiendas
iluminadas con neón, fábricas situadas en el centro del casco urbano y otras mil novedades que
los aldeanos construyeron con orgullo de "modernizar" el pueblo, sin comprender que con ello
arruinaban la belleza primitiva.
—Mira —le dijo Alicia a su acompañante—. ¡Por aquí no ha pasado Samuel Alvar!
Y le señaló una soberbia cancela de hierro que enmarcaba un ventanal.
—Te advierto —comentó César Arellano— que no debes ser injusta al juzgar a los
antipsiquiatras. Su crítica de los antiguos sistemas hospitalarios ha sido muy constructiva y
gracias a ellos se han hecho reformas admirables en los manicomios. Su fallo consiste en ser
más "sociólogos" que "médicos", y en olvidar que para poner en práctica sus teorías hay que
crear primero una infraestructura que las haga posibles. Te aseguro que suprimir las rejas para
evitar la sensación de encierro opresivo a los enfermos es una medida excelente. Pero antes de
eso hay que construir ventanas que por su forma o su tamaño no quepa por ellos el cuerpo de un
hombre. La terapia ocupaciónal y la laborterapia son útiles y bienintencionadas... pero, ¡ojo!, no
puedes poner un martillo en manos de un hombre con instintos agresivos. El día que sus teorías
sociales se adecuen con las realidades científicas se
habrá dado un paso definitivo en beneficio del enfermo. No debes juzgar despectivamente a

Samuel Alvar.
—¡Odio a ese hombre! —comentó Alicia.
—No necesitas jurármelo... Dime, Alicia, ¿por qué le abofeteaste?
—Fue un impulso irresistible.
Caminaban a pie entre las callejas. Cruzaron bajo una arcada de la que nacían unos peldaños.
La calle era escalonada y, algo más arriba, se dividía en dos ramales en forma de horquilla que
dejaban en el centro, como una isla, una casona antigua y señorial.
—¡Ah, qué bonito es esto! —exclamó Alicia—. Cuando yo quede libre me gustaría comprar esa
casa, y convidar a mis antiguos amigos del hospital. ¿Aceptarías, César, que te invitara a mi
casa?
—Y tú, Alicia, ¿aceptarías venir a la mía?
—Claro que sí.
—Entonces vendrás a ésta. Porque ese viejo caserón es de mi propiedad.
—¡No me digas! ¿Vives aquí?
—Todavía no. Lo estoy arreglando por dentro.
—¡Necesito imperiosamente que me lo enseñes!
—No tengo las llaves conmigo.
—Otro día me lo tienes que enseñar.
—¿Por qué tanto interés, Alicia?
—Porque los hombres no tenéis idea de arreglar una casa por dentro. Y ese edificio es una joya.
Y estoy segura de que si no sigues mis consejos lo vas a arruinar.
César Arellano se detuvo en seco.
—Contagiado por tus impulsos, yo también estoy sintiendo uno: "irresistible" como los tuyos.
—¿Cuál?
—¡Abrazarte!
—¡Vedado de caza, espacio acotado, zona rastrillai! —exclamó Alicia fingiendo escandalizarse
por la ocurrencia.
—¿No me abrazaste tú a mí cuando te entregué la tarjeta naranja? —protestó Arellano.
—Pero lo hice mucho más inocentemente de lo que ahora leo en tus ojos.
—¿También sabes leer en mis ojos?
—En este caso, sí.
Detrás de la casona que tanto gustaba a Alicia había una antigua taberna muy graciosamente
decorada. HORNO DE ASAR, PEPE EL TUERTO, rezaba un cartel. A la entrada estaba la barra
repleta de una parroquia gritadora y bulliciosa que bebía vasos de tinto y engullía
botanas de todas clases. A esa estancia daban dos puertas. Una decía: COMEDORES; la otra,
TELEFONOS. Quedó Alicia como imantada ante la visión del auricular. César Arellano vio la
duda en sus ojos. Más ella —no sin gran sorpresa del médico— desistió de telefonear y penetró
en la segunda puerta. A los comedores se subía por una escalinata muy pina. Estaba bien
puesto el plural, pues eran tres los que había en la primera planta y dos en la segunda y última:
todos muy originales. Los techos eran de vigas de madera; y la decoración, ristras de ajos,
cebollas y pimientos que colgaban de las paredes entre platos de cerámica antigua. Por los
suelos una colección muy pintoresca de alambiques de cobre de las más diversas formas y
tamaños.
—¡Bienvenidos, don César y la compañía! —dijo un hombre vestido con un delantal de rayas
verdes y blancas que los había seguido por la escalera.
—¡Hola, Pepe, Dios te guarde! Tengo invitada de honor y quiero que luzcas tu buena cocina.
¿Qué nos aconsejas?
—Tengo unos pimientos rellenos que son de los que Dios se llevó de viaje; y unos caracoles a la
riojana, que hablan de tú al paladar; y unos cangrejos de río, que son como para relamerse la
partida de nacimiento. Eso, de primero. Y de segundo, lo obligado: cordero asado con salsa de

menta, que no lo hay mejor en toda Castilla. De postres no ando muy glorioso: queso y carne de
membrillo.
—¿Qué te apetece, Alicia?
—¡Todo! —respondió ésta con entusiasmo.
—Del cordero asado no se puede prescindir sin ofender al dueño de la casa —recordó
sabiamente el médico—. Y en cuanto al primer plato te sugiero que uno de nosotros pida los
caracoles y otro los pimientos, y nos los dividamos por mitades.
Pepe el Tuerto (que no era tuerto más que de apellido) apostrofó:
—Y como regalo de la casa yo les traigo unos cangrejitos para que vayan haciendo boca. Y así
lo prueban todo. ¿Qué vino quieren?
—¡El de la tierra es excelente! —recordó Arellano.
—Pues no hablemos más.
Fuese el mesonero para encargar la comida.
—No sabes, César, qué feliz me siento. Después de cuatro meses enclaustrada estoy como en
el paraíso.
—Y yo me siento feliz de verte feliz.
—Dime, César, ¿cuáles son los trámites legales para salir del manicomio?
—En tu caso, Alicia, o por solicitud formal de tu marido al director del hospital (que puede ser
denegada por éste caso de considerarte en "estado de peligrosidad") o cuando Samuel Alvar por
si mismo considere que no tienes razón alguna para seguir internada, en cuyo caso sedas
devuelta a tu marido, aunque éste no te reclamase. De aquí que me parezca una torpeza de tu
parte crearte un enemigo ¡precisamente en el director!
—¿Y en el supuesto (¡cosa que Dios no quiera!) de que mi marido sufriese en su viaje por
América un accidente mortal y que el director siguiese odiándome y se opusiera a soltarme?
—En ese caso te queda el medio de recurrir a la autoridad gubernativa, que dispondría lo que ha
de hacerse.
—Y si Alvar convence en contra mía a la autoridad gubernativa, ¿no me queda ya otro recurso?
—No.
Alicia sonrió maquiavélicamente.
—¡Qué poca imaginación tienes! ¡Claro que me queda otro medio de salir airosa de la empresa!
Pero no te lo digo porque eres demasiado inocente.
—Tal vez le ocurra a Alvar lo mismo que a mí —bromeó César Arellano—. Si yo fuese el director
no te pondría nunca en libertad. Eso sería tanto como perderte. Y no estoy dispuesto a un
sacrificio tan grande.
—Eres un amor, Cesar. Déjame seguir meditando en voz alta. Si no paro de hablar, sé que corro
el riesgo inminente de escuchar una declaración galante. ¡Y eso hay que evitarlo! Escucha. Yo
estoy segura de que la versión que di la semana pasada de por qué Samuel Alvar quiere ignorar
los compromisos que adquirió con García del Olmo, es auténtica. ¡No quiere que se sepa que la
falsificación de los documentos de mi ingreso se hizo de acuerdo con él! Pero estoy empezando
a considerar que tampoco me conviene nada a mí que eso trascienda oficialmente. Ni a García
del Olmo tampoco. De suerte que... tal vez no convenga insistir en que aquellos documentos
están falsificados.
—Explícate mejor...
—Si demuestro que los documentos eran falsos saldré del manicomio para ir a la cárcel, lo cual
no es una perspectiva que me haga especialmente feliz. En cambio, si mi marido me reclama, o
si el director me declara sana, saldré del hospital para ir directamente a casa. ¡A partir de
mañana me dedicaré a enamorar al director! ¿Qué te parece mi idea?
César extendió sus manos y posó sus dedos en la frente y en las sienes de Alice Gould.
—Tus ideas, querida Alicia, están ahí dentro, bajo tu piel, bajo tu cráneo, y son siempre tan
fantásticas e insospechas que quedan fuera de mi alcance.

—¿No decías que sabias leer en mis ojos?
—Sé leer tus sentimientos. Tus disparates, no. Alicia se sonrojó levemente.
—Soy consciente de que has leído en ellos que me gusta tu personalida4, que me agrada tu
conversación y que tu compañía me llena de calma y felicidad. ¡Pero eso no tiene ningún mérito!
Yo también he leído eso mismo en los tuyos.
Alice Gould tomó las manos de César, las retiró de sus sienes y se las llevó a los labios. Las
mantuvo unos instantes así, cerrados los ojos, concentrada en sí misma.
—¡Cangrejitos de La Fuentecilla! ¡Especialidad de la casa! —gritó Pepe el Tuerto subiendo la
escalera.
Cuando se hubo ido el mesonero, Alicia inició un monólogo con sus manos a las que llamó
"descaradas e impulsivas" y a las que amenazó con castigarlas si no la prometían ser más
discretas en adelante.
—Estás siendo muy injusta con ellas —protestó César Arellano—. Y me veo precisado a
consolarlas. Las tomó entre las suyas y ahora fue él quien las besó. Los cangrejos tardaron
varios minutos en comenzar a ser engullidos.

P LA DETECTIVE EN ACCIÓN


ANTES DE ASISTIR A LA FIESTA de Marujita Maqueira, Alicia escribió dos cartas. Una dirigida a su oficina, encareciendo que le enviasen su licencia de detective y una separata de su tesis doctoral, y otra a su marido. Querido mío:
Cuando recibas estas líneas ya te habrás enterado por la doctora Bernardos de mi situación y
del lío tan estúpido en que me he metido. Ven pronto a buscarme. Te quiere,             
, ALICE Releyó Alicia ocho o diez veces tan breves líneas, y de súbito, obedeciendo un impulso, la rasgó en trozos tan menudos como confetis. Quedó enajenada, contemplando las briznas de papel. ¿Por qué rompió la carta a Heliodoro? No encontró respuesta válida. Volvió a escribirla, palabra por palabra, idéntica a la anterior. Y sin pensarlo más la metió en un sobre y la guardó en su bolso. A la fiesta en el pabellón de deportes asistieron Norberto Machimbarrena (el hoy alegre y ayer asesino de tres compañeros de la Armada), Teresiña Carballeira (que no le aventajaba, mas tampoco se quedaba a la zaga respecto al número de homicidios), "el Hortelano", "el Falso Mutista", "el Albaricoque", las dos Conradas —madre e hija—, Chanto Méndez, ex "Duquesa de Pitiminí", Ignacio Urquieta (responsable de que en la recepción no hubiese una sola jarra de agua, aunque sí jugos, gaseosas y sangrías); don Luis Ortiz, quien en honor a sus anfitriones no lloró, y el hombre que soñaba despierto y que parecía totalmente restablecido. Por parte de los invitantes estaban Marujita; sus padres, que eran muy jóvenes y agradables; y un hermano suyo, también estudiante de Bachillerato, que estaba literalmente pasmado ante la conversación del "Albaricoque" y la no conversación de Carolo Bocanegra. Quedó muy sorprendida Alicia de que los Tres Magníficos no asistieran a la simpática fiesta de despedida, a pesar de estar invitados. Montserrat Castell tampoco apareció por allí. Tan sólo el doctor Sobrino (médico a cuyo cargo estuvo Marujita Maqueira) se acercó a saludar. Estuvo muy pocos minutos y se le veía más atento a lo que ocurría fuera que dentro del pabellón. Alicia estuvo el mayor tiempo posible con la señora de Maqueira, madre de Maruja. Extremó su amabilidad con ella, pues deseaba ganar su voluntad. Y al final le pidió que cuando saliera del hospital depositara en un buzón, al pasar por el primer pueblo, las dos cartas que le entregó. —¿Qué función desempeña usted en el hospital? —preguntó la madre de Maruja, Alicia mintió con toda la barba. —Soy la doctora Bernardos y mi misión es manejar la tomografía computarizada. ¡Ah! Se extendió Alicia en múltiples consideraciones acerca de las ventajas de "su" instrumento para trazar un diagnóstico y dijo tales dislates acerca de su especialidad que hubiera hecho sonrojar a una pared encalada. Apenas se hubo asegurado de que las cartas serían depositadas, la acució la necesidad de visitar en sus dependencias a la doctora Bernardos y conocer por ella misma la conversación mantenida con Heliodoro. Se despidió de la familia Maqueira con gran cariño y salió al exterior. Gran sorpresa fue la suya al ver rodeado el pabellón por guardias de uniforme y otros hombres, desconocidos para ella, de paisano. Le interceptaron el paso. —Sólo puede circularse en dirección al edificio central —le dijo el hombre. —¿Yo tampoco? —preguntó fingiendo gran perplejidad. Y, al punto, improvisó—: ¡Soy la doctora Bernardos! —Bien. Siga usted. Pero procure seguir las órdenes dadas y ponerse su bata blanca, doctora. —No me parecía correcto llevarla puesta en una recepción. ¡Ahora mismo me la pongo!
"¿Qué habrá pasado?", se preguntó Alicia. El manicomio parecía tomado manu militan. Llegó al
pabellón deseado. Nueva interrupción. Esta vez no podía preguntar por Dolores Bernardos de
parte de Dolores Bernardos, pues la omnipresencia no es don concedido a los humanos.
—Necesito urgentemente ver a la doctora.
—¿Qué quiere de ella?
—Soy la señora de Maqueira. Mi hija, que creíamos restablecida, daba hoy una fiesta y...
—Estoy enterado. ¿Ha ocurrido algo?
—Ha vuelto a tener una recaída. ¡Necesito urgentemente hablar con la doctora!
—Pase usted...
Subió Alicia camino del despacho de la médica. "Yo no soy mentirosa por gusto —se dijo
disculpándose— sino porque ¡me obligan!"
—¿Se ha enterado usted de lo ocurrido? —le dijo Dolores Bernardos al verla entrar.
—Será muy grave, sin duda... pero lo que yo quiero saber es si logró usted comunicarse con
Heliodoro.
—Su marido, Alicia, está en Buenos Aires.
—¿Está en Buenos Aires? ¡Buscándome sin duda! ¿Qué explicación le dieron en casa?
—Me respondió una de esas cintas grabadas que repetía siempre lo mismo: "Don Heliodoro
Almenara está de viaje en Buenos Aires. Si quiere dejar alguna comunicación, al oír la señal,
comience a dictarla. Puede usted disponer de un minuto".
—Es espantoso lo que me dice, doctora Bernardos. ¿No decía esa cinta dónde se aloja en
América?
—No.
Guardó Alicia silencio. La médica insistió:
—¿Ignora usted lo que ha ocurrido en el hospital?
—¿Qué ha ocurrido?
—Un paciente fue asesinado ayer durante la famosa excursión, otro
se ahogó, dos intentaron suicidarse y seis han desaparecido. Al notar que eran ocho los que
faltaban, se ha salido en su busca y se ha encontrado a los dos muertos, ¡víctimas de las ideas
geniales del director! De los otros no hay rastros. ¡Probablemente se han fugado o se han
perdido! Alicia quedó espantada de lo que oía.
—¿Conozco yo a alguno de los muertos?
—Probablemente ambos eran residentes del edificio central, ya que el asesinado es un chico
que se llama Rómulo. Uno de los rugados su hermano Remo. El otro, el ahogado, es...
—¿Han matado a Rómulo? ¿Han matado al "Niño Mimético"? ¡No quiero oírlo! ¡No quiero oírlo!
¿Quién ha sido el monstruo que ha hecho eso?
—Es lo que intenta averiguar la policía.
—¡Dios maldiga a su asesino! —exclamó Alicia, bañada en lágrimas—. ¡Pobre Rómulo, se ha
muerto sin decirme su secreto! Yo le quería como a un hijo. ¿Dónde están ahora los cadáveres?
—En la sala de autopsias. Esperando a que llegue el forense.
—¿Podría verlos?
—No, Alicia. Rigurosamente prohibido.
—Cuando se levante la prohibición o cuando se haga una capilla ardiente, me gustaría rezar una
oración junto al pobre Rómulo.
—De otra parte —informó la doctora Bernardos— no han aparecido los dos sociópatas de ETA.
Y la policía quiere averiguar si se mezclaron ayer entre los excursionistas.
—No será fácil averiguarlo. ¡Éramos cerca de trescientos!
—Desde que entraron aquí los políticos, no han ocurrido sino desgracias. Incluso los médicos
tenemos órdenes de no movernos hoy de nuestros despachos.
—¿Por qué ha dicho usted "sociópatas", doctora? A este tipo de maleantes ¿no se les llama
psicópatas?

La médica la observó atentamente. Recordó que en la junta de médicos, Alice Gould había afirmado ser doctora cum laude por una tesis muy parecida a la que ella presentó. Y se dispuso a aprovechar aquellas horas de inactividad forzosa para averiguar hasta qué punto la extraña señora de Almenara mentía en esto o decía verdad. —En su tesis doctoral sobre la delincuencia infantil —preguntó Dolores Bernardos— ¿considera usted psicópatas o sociópatas a los niños delincuentes? El tema me interesa mucho porque yo he escrito sobre la psicopatía del delincuente antisocial y creo que las anomalías de sus conductas están mucho más enraizadas en su infancia de lo que se ha señalado hasta ahora. Estos chicos de ETA que andan por ahí fuga dos, y que en su primer día de internamiento tumbaron a una débil mujer de un puñetazo, dejaron fuera de combate al enfermero Melitón Deza y noquearon a Ignacio Urquieta ¿son locos? ¿Son simples delincuentes? La respuesta no es tan sencilla como parece. ¿Cómo fueron sus infancias? ¿Qué raíces tienen, en sus anomalías de adultos, sus traumas infantiles? —Mi tesis doctoral —respondió Alice Gould— versaba exclusivamente sobre los gamines colombianos. ¿No ha oído usted hablar de ellos? La palabra con la que los denominan es un galicismo: deriva de "gamín" en francés, y no en su acepción de chicos, muchachuelos, sino de golfillos callejeros. La mayor parte de ellos desconocen quiénes fueron sus padres. Son seres abandonados, generalmente fruto de uniones ilegítimas, y por instinto se agrupan y forman bandas. En una sociedad tan culta como la colombiana son una lacra endémica. Se los ve dormir, de día o de noche, junto a las grandes autopistas, o bajo los soportales de las iglesias o en los porches de los comercios. Son tan jóvenes (cinco, seis, tal vez ocho años) que la policía se apiada de ellos. Esas bandas, inicialmente, piden limosna a quien se la da. Más tarde exigen dinero a quien no se lo da de buen grado. A los nueve o diez años cometen su primer robo en pandilla. A los catorce, su primer delito dé sangre. Son carne de presidio; son los futuros grandes bandoleros. Y muy pocos los que logran integrarse en la sociedad y acatar sus normas. Pero yo le aseguro que no son "individuos", enfermos de por sí, sino los frutos lógicos de una sociedad enferma. No son "antisociales" constitutivamente. No se han marginado por su propia voluntad. Es la sociedad quien los ha mantenido y los mantiene marginados. Prueba de ello es que cuando personas heroicas o instituciones beneméritas intentan rescatarlos, lo consiguen. La doctora Bernardos rondaría los sesenta años: tal vez algunos menos. Mediana de estatura, ancho el busto, grandes caderas, no era, a pesar de eso, una mujer obesa sino una mujer fuerte. Enviudó muy joven (de otro médico psiquiatra que llegó a ser director del manicomio de Conjo, en Santiago de Compostela); no tuvo hijos y dedicó toda su vida al ejercicio de su profesión. Entendió muy bien que Alice Gould no era una vulgar charlatana; que hablaba de lo que sabía y que entendía y dominaba los temas de los que hablaba. Era una mujer con "hechizo", y, sin duda, una de las pocas con quien poder mantener, en el hospital, conversaciones de cierta altura. —Los "psicópatas" a los que definí en mi tesis doctoral, difieren mucho de sus "gamines" — comentó—. Los míos no proceden de la miseria. Muchos pertenecen a clases pudientes o son hijos de gentes que sin vivir en la opulencia son dueños de pequeños negocios (tabernas, librerías, tiendas) o que tienen sueldos dignos, o poseen tierras o ganados con los que vivir con modestia, pero sin aprietos. No pertenecen a subclases como los gitanos nómadas o subculturas como los quinquis. Siendo niños, si roban no es para comer, sino para destruir lo robado. Si rompen un objeto no es porque les desagrade, sino porque agrada a otros. Si maltratan a un animal no es por defenderse de él, sino para verle sufrir. Si huyen de sus casas y abandonan sus familias no es por afán de aventuras, sino por un secreto, indómito e invencible sentido de la insolidaridad primero familiar, después social y por último individual. Son incapaces de querer a nadie. Su capacidad afectiva es nula. Esta es la cantera, la materia prima de donde surgen los "grapos", los "etas", las "brigadas rojas" italianas o los "meinhof' alemanes. Se los enclava bajo el común
denominador de psicópatas, término demasiado amplio y, por ello, mucho más inadecuado que el de sociópatas, que ya empieza a hacer fortuna, y que es el que yo defiendo. —Dígame, Dolores: ¿No todo delincuente habitual es un sociópata? —¡De ningún modo! El sociópata es un individuo clínicamente muy bien definido. ¿Le pongo algunos ejemplos? El delincuente habitual es un hombre que ha decidido infringir las leyes para vivir. Comprende la necesidad de las leyes, no las discute, pero se las salta. No odia a la sociedad, pero se aprovecha de ella. El sociópata infringe igualmente las leyes, pero no por sacar utilidad alguna de su infringimiento (lo cual, en todo caso, sería una causa secundaria), sino por considerar intolerable la existencia misma de las normas. Si un delincuente común roba un cuadro o cualquier obra de arte es para venderla y obtener un beneficio. El sociópata, una vez robada, la quema, o la abandona una vez destruida. Al revés del delincuente "normal" el sociópata odia a la sociedad y no se aprovecha de ella. En un interrogatorio policial el delincuente común se quedaría realmente pasmado si le preguntaran por qué había robado las joyas del camarín de la Virgen en una ermita alejada. ¿Para qué iba a ser? ¡Para desguazarlas y venderlas y obtener un dinero! ¿Acaso existía otra respuesta razonable? Pero es evidente que existen otras respuestas: "porque no me gusta que una estatua de madera lleve joyas", o bien "porque cuando yo era niño y creía esas sandeces le pedí un favor a esa virgen y no me lo concedió". O bien "porque pasé por ahí y se me ocurrió demostrar al párroco que era tonto". ¡Estas hubiesen sido típicas respuestas de un sociópata! El delincuente común padece sentimientos de culpabilidad e incluso el arrepentimiento. El sociópata, en cambio, está muy satisfecho de su conducta. Y tiende a airearla y darle publicidad. Un delincuente común, generalmente, con mejor o peor fortuna, "planea" sus actos delictivos. Al sociópata se los planean otros, y el rasgo característico de su impulsividad consiste en convertir inmediatamente en actos sus deseos: lo mismo se trate de una violación que de disparar contra un policía que hace guardia en una esquina o está plácidamente tomando un refrigerio en un bar. "Pero el rasgo diferencial de un sociópata respecto a los incursos en cualquier otro cuadro clínico psiquiátrico es el hecho de no padecer alteración alguna es su inteligencia. Resuelven positivamente los tests y el médico puede apreciar en la entrevista exploratoria de su mente una manera adecuada de razonar. ¿Son, por tanto, enfermos, o no lo son? Su peligrosidad queda fuera de toda duda. Y están patológicamente inclinados a la reincidencia. El que ha matado una vez, matará dos. Mas ¿cuál es el medio adecuado de la sociedad para defenderse de esos enemigos natos y primarios de todo orden sociopolítico? ¿El patíbulo, la cárcel perpetua o el manicomio? Los problemas médico-legales que plantean los sociópatas son harto sutiles. Sus conductas están gravemente deterioradas, pero no a causa de una deformación previa del sistema intelectivo, sino por la ausencia de códigos morales o por la sustitución de éstos por otros que se ciñen a sus tendencias. Ello los transforma en eternos inadaptados, fanáticos de lo absurdo, que aplican su ley no contra los individuos, sino contra la sociedad en su conjunto por razones que ellos mismos no saben explicar, ni las leyes combatir, ni los sociólogos entender. ¡Desde luego, a nosotros los médicos nos molesta mucho que los jueces nos cuelen en el manicomio delincuentes de esta procedencia! Es de las pocas cosas en que estoy de acuerdo con algún médico, cuyo nombre prefiero callar, de este hospital... ¡Por cierto, Alice, estuvo usted durísima, pero brillantísima también, la otra tarde en su duelo con el director! No acabo de entender cómo consiguió usted llevarle a su propio terreno y dominarle de tal modo. Si no tuviera hartos motivos para desconfiar de él, me hubiera llegado a dar pena, como cuando un boxeador es excesivamente superior a otro y lo masacra sin que el árbitro interrumpa la pelea. ¡Todo cuanto usted dijo de los suicidios, de las fugas, de la utopía de los métodos de los antipsiquiatras, es asombrosamente cierto! ¿Cómo consiguió usted informarse tan a fondo? —Mi profesión me obliga a ser muy observadora —comentó Alicia.
Y creyó entrever que Samuel Alvar no era santo de su devoción. El calor que empleó en
felicitarla por su actuación de la víspera, ¿se debía exclusivamente a la brillantez con que supo
defenderse; a las pruebas y argumentos contundentes para alegar que ella era una mujer sana;
a la lógica empleada para dejar bien patentes las razones por las que quiso ingresar en el
manicomio... o por el baño dialéctico que había dado a
un individuo que no le era grato, ni como hombre ni como médico, y cuya inquina hacia Alice
Gould tenía todos los visos de apoyarse en razones poderosas, incomprensibles y no limpias?
En esto estaban cuando sonó el teléfono de la doctora. Escuchó atentamente, respondió con
monosílabos y colgó.
—Los "sociópatas" de ETA acaban de ser encontrados en los sótanos de la antigua Cartuja...
¡Ambos muertos!
—¿Asesinados?
—¡Degollados! La orden de no movernos de donde estamos subsiste. Ahora los traen al
depósito. ¡No le faltará trabajo al forense! Déme uno de sus cigarrillos, Alicia. ¿Quiere que le
prepare un té?
Al cabo de media hora sonó de nuevo el teléfono del despacho y Dolores Bernardos lo descolgó.
Escuchó unas palabras.
—Espere un momento —dijo.
Y separando el auricular del oído, alzó los ojos hacia Alicia.
—Me tiene usted que perdonar, señora de Almenara, pero debe usted marcharse. El forense
está ya en el despacho del director y subirá aquí de un momento a otro. Ya la tendré informada.
Ahora váyase, por favor.
Volvió a acercar el auricular al oído y a tomar notas de lo que le decían. Alicia se formó
rápidamente su composición de lugar. El forense —había dicho la doctora Bernardos— "subirá
aquí". Luego era en esa misma planta donde estaban depositados los cadáveres. Fuese hacia la
puerta, junto a la que había una percha de la que colgaban un impermeable de verano y una
bata blanca. Tomó la bata y salió. Al otro extremo del largo corredor un policía montaba guardia.
Se enfundó la bata y se acercó a pasos decididos hacia él. Entretanto iba pensando para sí:
"Una mentira más... ¿qué importa al mundo?"
—Soy la nueva forense —le dijo al policía—. ¿Es aquí?
—Pase usted, doctora.
En la sala olía a formol. Los cuatro cadáveres yacían en camillas de operaciones. Los de los
etarras estaban degollados. El arma empleada debió de ser un gran cuchillo, sin duda. El del
pequeño Rómulo carecía de heridas aparentes. Un hilillo de sangre ya seca le caía del labio
sobre el mentón. Su cuerpo estaba menos rígido que el de los racistas. Aquéllos, sin duda,
llevaban más tiempo muertos. Alicia acarició su cara y le besó en la frente. Hizo un gran esfuerzo
por dominar su emoción. Empezaba a comprender... Empezaba a sospechar... Tomó la mano
del gemelo entre las suyas y observó sus uñas con gran atención.
La voz del inspector sonó tras ella con tono profesional.
—Tiene hundido el tórax y reventado el vientre, con las entrañas fuera. Ahora lo verá usted.
Lo que acababa Alicia de descubrir era de extrema gravedad.
En el ahogado, Alicia reconoció al primer hombre al que vio dormir sobre la "almohada
esquizofrénica".
Le apenó considerar su triste destino. Pero muy pronto dejó de mirarle para volver sus ojos hacia
los otros tres muertos: "Ya sé quiénes son sus asesinos", murmuró para su coleto. Y en voz alta
comentó:
—Voy a buscar mi instrumental.
Y, fuertemente impresionada por lo que había visto y descubierto, salió para no volver.
No se quitó la bata blanca para no verse privada de libertad de movimientos. Dio un gran rodeo
por el parque como precaución, ya que no quería en modo alguno cruzarse con el auténtico

forense que vendría, como mandaba la lógica, por el camino más corto desde el despacho del
director y, probablemente, acompañado por éste.
Se acercó Alicia a un policía de paisano.
—Buenas tardes, inspector.
—Buenas tardes, doctora.
—Si no es indiscreción, ¿podría decirme quién dirige la investigación de estos crímenes?
—El comisario Ruiz de Pablos. Algunas personas van a ser interrogadas.
—¿Sería usted tan amable de hacerle llegar una nota diciendo que sólo es necesario que tome
declaración a una persona? Me consta que hay alguien en el hospital que tiene la clave de lo
ocurrido.
—¿Respecto a cuál de los tres crímenes?
—Respecto a los tres. Todo lo que sea retrasar su declaración es perder el tiempo, inspector. Se
trata de una mujer. Tome su nombre, por favor. Se llama Alicia de Almenara.
Despidióse Alice Gould del asombrado policía y penetró en el edificio central por la puerta que
daba a los lavabos. Allí colgó la bata y salió a la galería, en el momento justo en que vio al hoy
ahogado dormir con la cabeza reclinada en una almohada inexistente. Este individuo ya no
estaría más allí. Tal vez tuviera en el otro mundo una almohada mejor. A la mujer auto castigada
en el rincón le habían cambiado la ropa mojada por otra seca, y seguía donde siempre.
Avanzó por el pasillo. "La Niña Péndulo", indiferente al drama que le había ocurrido al gemelo, se
cimbreaba como un junco agitado por el viento eterno. Su balanceo era el mismo de otras veces.
Con todo, al no estar Rómulo a su lado acariciándole la frente, parecía mucho más desvalida.
"El Hombre Elefante", lejos de ella, pero sin dejar de mirarla, enternecido, estaba sentado donde
solía. Nadie se ocupó de cambiarle la ropa. Muchos de los allí reunidos habían asistido a la
fatídica excursión, y a unos se acordaron de vestirles y a otros no. ¡Se carecía de tiempo para
poder ocuparse de todos! ¿Cuántos de ellos carecían de memoria o de sentimientos para echar
de menos al ahogado, a los fugados y al gemelo?
Ignacio Urquieta no estaba. Dejó de verle en la fiestecita de Maruja Maqueira, cuando alguien le
avisó que preguntaban por él. Se acercó a varios enfermeros y enfermeras que cuchicheaban
agrupados en un rincón.
—¿Hay más noticias de lo ocurrido? —preguntó.
—Sí. Algo más lejos de donde aparecieron los cadáveres de los "políticos", se han descubierto
unos trapos con los que el asesino se lavó las manos de sangre y limpió el cuchillo.
—¿Hay agua en los sótanos?
—Allí están los antiguos lavaderos de los frailes.
—La calefacción y las calderas de agua caliente están también allí, ¿no?
—En efecto, aquello es inmenso.
Alicia no necesitaba conocer este detalle para estar "segura" de quién era el homicida de los
etarras, pero ello le ayudaría a argumentar su descubrimiento.
—¿Alguno de ustedes asistió a la excursión? Había tanta gente que no los vi. Yo fui una de las
primeras en regresar.
—Fue un verdadero drama recuperar a toda su gente, encontrar a los rezagados y emprender el
camino de vuelta. Y una gran peña que nadie viese caer al agua al que se ahogó. No había más
de treinta centímetros de profundidad, pero como carecía de reflejos y cayó boca abajo, así se
quedó. Para mayor desgracia, ya de regreso a la búsqueda de los que faltaban, descubrimos el
cuerpo del pobre Rómulo. Debieron de matarle con una gran piedra en el pecho, que después
retiraron de ahí.
—¿Existen sospechosos?
—Han detenido a cuatro. Uno de ellos es Urquieta, su compañero de mesa. Parece ser que ayer
"los políticos" le dieron una paliza. ¡Sentiría que ese hombre, por vengarse, se hubiera metido en
un lío!

—Será puesto en libertad en seguida. Tiene una magnífica coartada —aseguró Alicia. Los "batas
blancas" la miraron asombrados.
—¿Cuál?
—Primero he de decírselo a la policía. Pero les prometo contárselo todo. ¿Quiénes son los
demás detenidos?
—Una enfermera a quien esos bestias abofetearon y un compañero nuestro, Melitón Deza, a
quien amenazaron con matar a sus hijos. También detuvieron a Remo, el hermano del muerto.
Alicia se sintió vivamente interesada al oír esto.
—Pero ¿no se había fugado?
—Eso creímos. Pero regresó solo muchas horas después. Y como entre esos dos gemelos
pasaban cosas muy raras... los "polis" han pensado que todo es posible.
En eso estaban cuando desde "la frontera" se oyó gritar:
—¡Almenara! ¡Que pase al despacho de la Castell!
Despidióse Alicia de los enfermeros. Estaba triste, pero satisfecha. Se consideraba en uno de
sus días más lúcidos y estaba dispuesta a dar la gran campanada. En los anales del hospital,
algún día futuro se escribirá: "Aquí estuvo Alice Gould".
Montserrat la recibió en una actitud un tanto cómica: de pie, las piernas en aspa, los brazos
cruzados sobre el pecho, y una mirada que tenía, a partes iguales, todos estos ingredientes:
asombro, preocupación, recelo y amistad.
—¿Qué nuevo disparate vas a cometer, Alice Gould?
—Desde que estoy aquí "dentro" no he cometido ningún disparate —rectificó Alicia sonriendo—.
Los que están "fuera" no lo comprendéis todavía.
—¿Es cierto que le has dicho a un policía que la única persona del hospital que sabe todo lo
ocurrido eres tú misma?
—Sí. Y es certísimo.
—¿Es verdad que te has hecho pasar por una doctora?
—Sí. ¡Y también por la señora de Maqueira! ¡Y por una forense! ¡Era el único modo que tenía
para moverme de un lado a otro, descubrir los tres crímenes y contárselo a la policía!
—Alicia, querida, ¿te has vuelto loca?
—Montserrat, querida, si yo estuviera "loca de antes" hubiera sido muy inoportuno que perdiera
el juicio precisamente hoy en que voy a demostrar a sanos y enfermos que ni lo estoy ni lo he
estado nunca.
Montserrat hizo un gesto de desaliento.
—¡Me moriré sin comprenderte!
—Te juro que no te morirás sin comprenderme... ¡siempre que vivas unos minutos todavía...!
—Escúchame, Alicia. Dentro de poco vas a hacer una declaración voluntaria ante médicos y
policías. ¿Qué pretendes con ello?
—¡Dar la gran campanada!
—No sé cómo explicártelo, Alicia, sin ofenderte. Eso que dices es
muy poco prudente. Piensa que, a lo mejor, en ese exceso de seguridad tuya radique la raíz de
un mal: de una enfermedad, ¿me comprendes?
—¡Montse, Montse! Atiéndeme bien. Si no estoy loca no tienes por qué preocuparte. Y si lo
estoy, no tengo remedio. Y en ese caso ¿por qué te vas a preocupar?
—¡Eres incorregible!
—Por cierto, Montse, ¿quién va a pasar a máquina mi declaración?
—Yo misma.
—Pues escucha bien lo que te digo —añadió Alicia con gran seriedad—. No aceptes que te
dicten ellos lo que yo declare. Lo que yo diga, lo dicto yo. No quiero interpretaciones ajenas que
me puedan perjudicar, ¿me entiendes?
Montserrat quedó perpleja al oír esto, porque ella siempre pensó "atemperar" sus declaraciones

para favorecerla. Pero estaba claro que Alicia de Almenara no cedía su derecho a una trascripción textual de sus palabras. Quería actuar a cuerpo descubierto, sin más acá ni más allá, y a banderas desplegadas. Sonó el teléfono. La señora de Almenara debía pasar al despacho del director. Montserrat Castell, los antebrazos paralelos y, sobre ellos, su máquina de escribir, la siguió por el pasillo. Ya no era ella la que guiaba a Alice Gould. Ahora era Alice Gould quien la guiaba a ella. Como tenía las manos ocupadas, Montse no pudo santiguarse antes de entrar en el despacho de Samuel Alvar. ¡Estaba aterrada! Al cuarto de trabajo del gran jefe le habían añadido varias mesas auxiliares, con sus sillas correspondientes, y el director cedió su mesa de trabajo al comisario Ruiz de Pablos. Este era un hombre pequeño, calvo, próximo a los sesenta años, de ojos cansados, brazos cortos y manos casi infantiles que mantenía quietas y enlazadas como si rezara apoyado sobre la mesa. Junto a él, también sentado, estaban dos policías, uno de ellos —el inspector Soto— con una preciosa cara de caballo; el otro, con cara de moro. El resto del auditorio estaba compuesto por Montserrat (que se instaló muy cerca de la silla que ofrecieron a Alice Gould) y "los tres Magníficos": Arellano y Ruipérez, sentados; Samuel Alvar, de pie y las manos a la espalda. —Buenas tardes, señores. —Buenas tardes, señora de Almenara. Ese es su nombre, ¿verdad? Alicia afirmó con la cabeza. —A través del inspector Morales ha pedido usted verme con urgencia, ¿no es así? —Así es, señor comisario. —Explíqueme por qué. —Porque sé quiénes, cómo y por qué han cometido los tres crímenes. Y puedo asegurarles que no es ninguno de los cuatro detenidos. —¿Ha sido usted testigo de los tres crímenes? —preguntó con aire aburrido él comisario. —No, señor Ruiz de Pablos. De ninguno. Tampoco usted ha visto lo que ha ocurrido y estoy segura que acabaría descubriendo lo mismo que yo. Pero tardaría más. Sólo he pretendido con esta entrevista no hacerle perder tiempo. Cuando estuve en el depósito de cadáveres... —Eso es imposible —cortó seco Samuel Alvar—. Todas las puertas de acceso estaban vigiladas. —Querido director —murmuró con hastío Alce Gould—: tiene usted la mala suerte de contradecirme siempre en las cosas que puedo probar. Mis testigos son: el policía que hacía guardia a la puerta del pabellón de deportes, a quien le dije que yo era la doctora Bernardos y el cual me vio ir hacia su unidad; el que hacía guardia ante la unidad de la doctora Bernardos, a quien dije que yo era la señora Maqueira y que mi hija, a quien se consideraba ya curada, acababa de sufrir un brote de locura, motivo por el cual necesitaba ver imperiosamente a la doctora Bernardos; la propia doctora, a quien robé su bata blanca que todavía estará depositada en los lavabos del pabellón central; y, por último, el inspector que hacía guardia ante la sala de autopsias, a quien dije que yo era la nueva forense: lo que me permitió entrar en la sala de autopsias. Todos ellos podrán declarar que lo que digo es verdad. Iba de nuevo a hablar Samuel Alvar cuando el comisario recordó que era él quien dirigía el interrogatorio. —¿Qué intención le movió a querer ver los cadáveres? —Descubrir a los asesinos. —¿Y cree usted haberlo conseguido con sólo echar un vistazo a los muertos? —Sí, señor comisario. —Pues bien, comience usted a dictar todo lo que vio y lo que dedujo. Montserrat Castell alzó los dedos al aire sobre las teclas de la máquina de escribir, como una pianista que va a iniciar un recital, y Alicia comenzó a dictar: —Yo, Alicia Gould de Almenara, de nacionalidad española, casada, sin hijos, detective diplomado con licencia 2 4 6972 guión 76, legalmente secuestrada en el Hospital Psiquiátrico de
Nuestra Señora de la Fuentecilla, declaro que al estudiar los cadáveres depositados en la sala de autopsias comprobé que dos de ellos habían muerto recientemente y otros dos lo habían sido con muchas horas de anterioridad. Respecto a estos dos últimos, lo primero que advertí es que Ignacio Urquieta no pudo de ningún modo haberlos matado, cosa que confirmé más tarde con otro detalle. Estaban degollados a cuchillo. ¿Y cómo podía haber conseguido Ignacio Urquieta un cuchillo de las dimensiones que exigían las heridas si no era penetrando en alguna de las cocinas, que es donde se guardan? Esto es muy difícil para cualquier otro recluso, pues las cocinas están muy vigiladas aunque reconozco que no es imposible robarlos con astucia y habilidad. Pero en el caso de Urquieta es radicalmente imposible: porque en las cocinas hay agua, fregaderos y grifos que pueden chorrear. Además de esto, el asesino se limpió las manos con un trapo mojado en los antiguos lavaderos de los frailes, por donde mana una fuentecilla de agua continua. Ruego a los doctores que expliquen al señor comisario y al señor inspector por qué esto representa una imposibilidad que elimina de toda sospecha a don Ignacio Urquieta. Los tres médicos quedaron convencidos con el argumento de Alicia. —Si me permite, comisario —intervino César Arellano—, quisiera aclarar esto. Hacerse con un cuchillo es muy, muy difícil, pero no imposible. Lo que para nosotros los médicos es inaceptable es que el señor Urquieta se lavara las manos en agua. Sí ustedes dan por probado que tanto el cuchillo, como las manos del asesino, fueron lavadas con ese trapo que encontraron cerca del lugar del crimen... entonces me veo forzado a aceptar la declaración de esta señora y apoyarla. Ese hombre padece un horror patológico al agua. ¡Desechen ustedes a Ignacio Urquieta de la lista de sospechosos! —¿A pesar de haber recibido una paliza humillante delante de dos mujeres? —intervino uno de los inspectores. —Fui testigo presencial de esa paliza —exclamó con calor Alice Gould—. Yo estuve presente cuando los militantes de ETA tumbaron de un golpe, o mejor, noquearon a Ignacio. Y como los enfermeros de guardia se lo llevaron, privado de sentido, él no pudo ver por dónde huían sus agresores. Pero yo sí: ¡iban a reunirse con el que iba a ser su asesino! —¿A qué hora fue eso? —preguntó con tono aburrido el comisario. —El doctor Arellano puede ayudarme a recordarlo. No habrían transcurrido dos o tres minutos desde que él me dejó en compañía de la señorita Maqueira y del señor Urquieta, anteayer, miércoles, día de la junta ordinaria de médicos. —Eran las diez menos veinte de la noche —precisó César Arellano. —Bien —volvió a hablar el comisario—, ¿por qué dijo usted que iban a reunirse con el que iba a ser su asesino? —Me he expresado mal. Ellos no tenían intención de reunirse con nadie. Pero alguien los detuvo. Alguien que hablaba en vascuence y que prometió ayudarlos. Este hombre (muy buen conocedor, por lo que diré después, de los sótanos) los introdujo en el laberinto que hay allí abajo; asegurándoles que existía un pasadizo secreto de los antiguos frailes para salir al otro lado de las murallas, cosa perfectamente creíble y hasta probable. Les rogó que esperaran allí, entretanto él iba a buscar una linterna para guiarlos. ¡Y lo que trajo fue un cuchillo! —¿No dijo usted que era altamente difícil encontrar un cuchillo? —Con una sola excepción: los pacientes qué viven en viviendas particulares tienen cocinas montadas con todos sus utensilios. Y hay un enfermo que reúne esas condiciones: vivir en una de esas viviendas en que hay cocinas propias, hablar vascuence, y haber sido internado por haber dado muerte a cuchillo, hace más de cuarenta años, a tres separatistas vascos. Los doctores que me escuchan saben que me estoy refiriendo a Norberto Machimbarrena, maquinista de la Armada, colaborador voluntario para arreglar cuantos desperfectos ocurrieran en las máquinas y calderas instaladas en los sótanos y que decía estar aquí para vigilar si había separatistas vascos. En cuanto supo que había dos, decidió eliminarlos. Y en cuanto los vio se
los escabechó limpiamente, dicho sea con perdón por la vulgaridad del vocablo. ¿Puedo rogar al
doctor Ruipérez que explique a estos señores policías en qué consiste la enfermedad de
Norberto Machimbarrena?
Hízolo el aludido. Contó la obsesión de este paranoico por matar a vascos separatistas. Recordó
cómo todo paranoico —el loco razonador— guarda siempre en su memoria su fábula delirante. Y
cómo el tal Machimbarrena seguía considerándose miembro de los servicios de información de
la Marina (cosa que ni era en la actualidad ni lo fue nunca antes) con la supuesta misión de
descubrir traidores a España.
—La versión de esta señora he de confesar que me parece altamente plausible —concluyó.
Y tras una pausa que empleó en observar con admiración a la Almenara, añadió:
—Es más. Creo que no hay otra posible.
El comisario respondió secamente; casi con acritud:
—Decidir eso no es asunto suyo, doctor. Lo que quisiera saber es cómo la señora de Almenara
sabe lo que ocurrió "en el interior" del sótano sin haberlo visto.
—Es pura deducción, señor comisario —dijo Alicia—. Sólo quería llamar su atención respecto a
la imposibilidad de que Ignacio Urquieta fuera culpable y... sobre mi creencia, que someto a su
mejor criterio, de que Norberto Machimbarrena debe ser interrogado. Pero no creo que mi
deducción de lo que ocurrió en el sótano difiera mucho de la verdad. Usted lo comprobará muy
pronto personalmente. En cuanto al tercer crimen...
—Un momento, señora. Antes de pasar al tercer crimen quisiera pedir al inspector Soto que se
encargara personalmente de hablar con la doctora Bernardos; devolverle su bata, caso de que la
haya perdido, y preguntar a los policías que hacían guardia en los sitios que ha dicho la señora
de Almenara, si confirman su declaración. De paso, que traigan a ese individuo llamado
Machimbarrena, y que espere fuera.
—Perdón —interrumpió Alicia—. A Machimbarrena no conviene que lo traiga la policía, sino un
médico.
—Comisario —dijo interviniendo César Arellano—: no eche en saco roto lo que ha dicho esta
señora. Si ése hombre se considera apresado, no declarará nada. Se dejará matar antes de abrir
la boca. Pero si cree que quien le llama es el jefe de los servicios de Información de la Armada,
confesará de plano. Y aspirará a una recompensa.
—Caso de que tenga algo que confesar... —murmuró el comisario.
—Tal vez la persona indicada para traer hasta aquí a Norberto Machimbarrena sea la doctora
Bernardos —sugirió Ruipérez—. Así el inspector se ahorra una visita.
La pregunta del comisario más que una cuestión fue una orden:
—¿De acuerdo, Soto?
—De acuerdo.
Y salió, no sin gran decepción de Alice Gould, a causa de lo mucho que le gustaban los caballos.
—¿En cuanto al tercer crimen? —inquirió el comisario Ruiz de Pablos.
—En cuanto a ese horrible crimen, y ya que ustedes no pueden interrogar al joven Remo, voy
a...
—Si podemos o no podemos interrogar a ese muchacho no es asunto suyo, señora.
—¡No pueden ustedes interrogar a Remo! —porfió Alicia terca.
—Insisto en que vamos a interrogarlo —anunció el comisario.
—Y yo insisto en que no; ¡porque el joven Remo ha muerto! La declaración de Alicia produjo
auténtica conmoción. Y Montserrat Castell perdió el aliento cuando le oyó decir:
—Tengo dos testigos de que lo que afirmo es cierto: uno está en este cuarto. ¡La señorita Castell
no me dejará mentir!
Sonrojóse Montserrat. Por un lado no quería perjudicar a su extraña amiga y de otro ¿cómo no
contradecirla? ¡Ella ignoraba que Remo hubiese muerto!
—Los dos hermanos —explicó Alicia— eran tan iguales que médicos y enfermos sólo los

distinguían por su actitud: bulliciosa e incansable la del agilísimo Rómulo; pacífica y solitaria la
de Remo. Pero muy pocas personas sabían que, además, tenían otro signo de diferenciación:
Rómulo poseía una pequeña adiposidad en el pabellón de la oreja derecha del tamaño de un
pequeño chícharo (muy parecida por cierto a otra que tengo yo), mientras que Remo carecía de
ella.
—¡Es cierto! —murmuró aliviada Montserrat.
—¿Se pasa usted palpando las orejas a todos los residentes, en busca de adiposidades
semejantes? —preguntó el director. El comisario intervino:
—Le ruego, doctor Alvar, que no olvide lo que le dije antes. Soy yo quien ha de preguntar.
Dígame, señora de Almenara, ¿comprobó usted que el cadáver del que todos creían que era
Rómulo carecía de ese detalle?
—Sí, comisario. Y como el verdadero Rómulo ha regresado ya, no será difícil constatar esa
diferencia. Yo no me paso la vida palpando orejas ajenas, como ha sugerido, con la jovialidad
que le caracteriza, nuestro contumaz y simpático director (aunque algún día me gustaría darle un
buen tirón a las suyas), pero quienes sí hacen esto, con todo "nuevo" que ingrese aquí, son dos
personas: el propio Rómulo, por razones misteriosas qué ha prometido decirme, y Charito Pérez,
porque asegura que ese defecto es señal de bastardía.
—No se desvíe del tema principal, señora —dijo Ruiz de Pablos, que comenzaba a atender las
palabras de Alicia con un talante bien distinto al del comienzo.
—Pues bien, comisario. Desde el momento mismo en que advertí que el muerto era Remo
sospeché quién era el asesino.
El comisario Ruiz de Pablos, que había imaginado que iba a escuchar el relato fantástico de una
logorreica, iba de asombro en asombro. Montserrat Castell aprovechaba las pausas para pedir a
Dios que—Alicia saliese bien parada de aquella sesión. Ruipérez comenzaba a dudar de sus
primeros juicios. Y César Arellano tenía tal fe en la astucia, la capacidad de observación y la
inteligencia de Alicia, que estaba seguro de que decía la verdad.
—Para explicar con mayor claridad cómo llegué a la conclusión de quién era el asesino, yo le
rogaría, señor comisario, que autorizara al doctor Arellano a buscar en sus archivos el test que
me hizo al ingresar aquí.
—Los expedientes son secretos —interrumpió el director. Ruiz de Pablos le miró con severidad:
—¿Incluso para descubrir un asesinato? Alice Gould rompió a reir.
—¡No es la primera vez que oye usted eso mismo, director! Y la oposición a la autoridad puede
llegar a constituir un delito.

—Ve al archivo, Montserrat —ordenó el director— y trae el expediente de la Almenara.
—Al hacerme el test —continuó ésta— me pidieron entre otras muchas cosas que hiciese un
dibujo. Y entonces, aunque torpemente, pues soy mala dibujante, reflejé un episodio que me
había impresionado vivamente aquella misma mañana. En ese dibujo hay tres personas: el
asesino de Remo, su hermano Rómulo y... "la que es motivo del crimen".
—Ahora lo entiendo todo, comisario —exclamó Arellano sin poder ocultar su admiración—. Lo
que dice esta señora es de una increíble lucidez. De modo, Alicia —dijo dirigiéndose a ella—,
que tú crees que el asesino es...
—¡"El Hombre Elefante"! —exclamó Alicia con energía.
—Ignoraba que os tutearais —comentó muy sorprendido el director.
—¿Lo prohíbe el reglamento? —preguntó, rápida como una saeta, Alice Gould. Entró Montserrat
con el expediente.
—¿Puedo tutearla, director? —pidió permiso Alicia, con harta insolencia. Este respondió con un
gesto de hastío.
—Busca, Montse, por favor, los dibujos de un interior y un exterior que me encargaste. ¡Ese, ése
mismo es!

Lo tomó Alicia con sus manos y se lo llevó al comisario. Los demás médicos, así como la Castell, rodearon la mesa. —¿•Ve usted, comisario? ¡Este hombre gordo e inmenso es el asesino! Este chiquillo que ataca y provoca insensatamente, como lo haría un gato salvaje que se atreviese con un proboscidio, es Rómulo. Y esta niña arrodillada en el suelo cara a la pared, y que es bellísima, es el gran amor de los dos. La historia es realmente conmovedora. Rómulo cree que la chiquilla es su hermana y la considera como algo suyo: algo de su propiedad. Se sienta junto a ella y durante horas le habla y le acaricia la cabeza. Es emocionante escucharle inventar cuentos para ella sola y decirle cosas bonitas con tal ternura que estremece a quien le oiga. Pues bien, entretanto, este hombre que yo he dibujado de pie, se pasa las horas muertas sentado y con los ojos fijos, llenos de amor, puestos en la muchacha. Rómulo no se aparta de ella para guardarla, siempre protegida del gigante. Y el gigante no se acerca porque tiene miedo a Rómulo. No he visto esta escena una sola vez, ¡la veo a diario! Pero aquel día, el que llamamos "Hombre Elefante" se puso en pie, y como es muy torpe, dio un pequeño tropezón que asustó a Rómulo, y éste, creyéndose atacado, se puso en esta posición del dibujo, enseñándole los dientes, dando de rodillas, pequeños saltos, con una agilidad pasmosa, gruñendo como un leopardo y amagando zarpazos, como si fuese una fierecilla acosada y furiosa. Lleno de miedo, el gigantón se fue, andando de lado, para no ser atacado por la espalda. Fíjense bien en lo que he dicho: "para no ser atacado por la espalda". Porque, en efecto, no pasarían muchos días sin que Rómulo pasara de los gruñidos a los hechos. Y le saltaba por la espalda, le mordía las orejas, le arañaba el rostro y, en cuestión de fracciones de segundo, huía después, ágil como una ardilla. Nunca le daba frente. De frente le tenía miedo. —Señora —interrumpió el comisario—, deduzco de lo que estoy oyendo que "el Elefante", como usted le llama, tenía MOTIVO para matar a Rómulo más no a Remo, mientras que usted dijo antes que comprendió quién era el asesino precisamente al comprobar que el muerto era Remo y no Rómulo. —Exacto. A Rómulo, que es agilísimo (y el gigante torpísimo), no hubiera podido atraparle jamás. Mientras que a Romo sí, porque éste no tenía razón alguna para huir de él. Al regresar de la excursión de esta mañana, Rómulo, alertado, caminaría siempre detrás del gigante. Este vio de pronto junto a sí a Remo, y confundiéndole con su hermano, lo mató. —¿Cómo lo mató? —Echándoselo a la espalda como un fardo. Y después dejándose caer sobre él. Y repitiendo este movimiento cuantas veces fuese preciso hasta aplastarlo con sus ciento sesenta kilos: tal como lo hubiese hecho un auténtico elefante. —Señora de Almenara, ¿usted ha visto todo lo que está contando? Alicia no respondió directamente a esta pregunta. —Señor comisario, en el rostro del "Hombre Elefante" están los arañazos y mordiscos que le propinaba Rómulo por detrás. En la espalda de la ropa del gigante hay briznas de hierbas al haberse dejado caer y en sus pantalones sangre del muerto, cuyas entrañas reventaron. Y en las uñas de Rómulo, salvo que hayan cometido el error de bañarle y limpiarle, hay piel ensangrentada de la cara y las orejas del asesino de su hermano. —No ha contestado usted a mi pregunta: ¿usted ha visto todo lo que nos ha contado? —No, señor comisario. —¿La sangre en los pantalones del gigante la ha visto usted? —No. —¿Las huellas de piel en las uñas de Rómulo? —No. Se oyeron unas risitas emitidas por Samuel Alvar. "Esas risitas te las tendrás que tragar, amigo", pensó Alicia Gouid. No fue la única a quien molestaron. Ruiz de Pablo miró al director descaradamente como pensando: "¿De qué se reirá este imbécil?" Y
pronunció unas palabras escuetas:
—Quiero ver el expediente médico de ese gigante. Y al gigante mismo. Y que hagan pasar aquí
al joven Rómulo.
—Montserrat —ordenó el director—, llévate de paso el expediente de Alicia.
—¡No, no no! —dijo Ruiz de Pablos—. El expediente de la señora de Almenara quiero
conservarlo aquí algún tiempo más. Y en cuanto a usted, señora, le ruego que lea lo que ha
escrito la señorita mecanógrafa y si está conforme, lo firme.
Leyólo atentamente Alicia y dictó a Montserrat una coletilla final que dijese: "Leído todo lo
anterior y estando conforme con ello, la detective que suscribe, lo firma en el lugar de su
secuestro, a tantos de tantos de mil novecientos tantos".
¿Qué era más de admirar? ¿La lógica implacable, el rigor de los datos, la capacidad de
observación de esta extraña y clarividente mujer? ¿O su audacia al declararse por dos veces
detective y secuestrada, a sabiendas de que eran los dos elementos básicos en que los médicos
reconocían la existencia de un delirio?
Los médicos, el comisario, la propia Montserrat se miraban entre sí, intentando averiguar el juicio
que la declaración de Alicia Almenara había producido en los demás.
—¿Puedo retirarme, señor comisario?
—Le ruego, señora, que no.
Llamaron al joven Rómulo. Tenía sangre en las uñas y declaró que se había fugado porque tuvo
mucho miedo al ver al hombre gordo matar a un niño. Llamaron al "Elefante". Tenía sangre,
babosidades y excrementos en el trasero de los pantalones. La declaración de Norberto
Machimbarrena fue terminante. Creía que hablaba con sus superiores de los servicios de
Información de la Marina, y relató los hechos tal como Alicia los había imaginado. Se leyeron
brevemente los historiales médicos de los dos encartados. ¡Los casos estaban resueltos!
El comisario de la gran calva y las manos diminutas se puso en pie para despedir a Alice Gould.
Le agradeció calurosamente la información prestada y "como profesional de la policía" —fueron
sus palabras— la felicitó con fervor por su trabajo.
Alicia estaba radiante. El fin de su encierro se acercaba. No había necesitado esperar a que le
enviaran de su despacho la documentación que acreditaba su profesionalidad, sino que había
demostrado con hechos su condición de detective.
—¿Desea usted añadir algo más? —le preguntó Ruiz de Pablos.
—Sí, señor comisario. Quisiera rogar al director que se ponga en comunicación con su gran
amigo Raimundo García del Olmo, y le comunique que ya he descubierto al asesino de su padre.
¡La misión que me trajo al manicomio ha concluido!